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Grandes migraciones

¿Qué convierte la migración animal en un espectáculo para la vista y la mente?

Por David Quammen

La migración animal es un fenómeno mucho más grandioso y estructurado que un mero


traslado animal. Representa un viaje colectivo que otorga recompensas diferidas. Sugiere
premeditación y una voluntad épica, codificada en forma de instinto heredado. En un
esfuerzo por comprender su esencia, un biólogo llamado Hugh Dingle ha identificado cinco
características que se aplican, en diversos grados y combinaciones, a toda migración. Son
movimientos prolongados que llevan a los animales fuera de su hábitat familiar; tienden a
ser lineales, no zigzagueantes; suponen comportamientos de preparación particulares (por
ejemplo, sobrealimentación) y llegada; exigen asignaciones especiales de energía. Y una
más: los animales migrantes mantienen su atención fija en la misión de mayor envergadura,
que los conserva sin distraerse por las tentaciones, impávidos a los desafíos que desviarían a
otros animales.

Un charrán ártico en su trayecto desde Tierra del Fuego hasta Alaska, por ejemplo, ignorará
un oloroso arenque que se le ofrece en la embarcación de un observador de aves en la Bahía
de Monterey. Las gaviotas locales se lanzarán vorazmente en picada para obtener esas
dádivas, mientras que el charrán seguirá su vuelo. ¿Por qué? “Los animales migratorios no
responden a los estímulos sensoriales provenientes de recursos que suscitarían respuestas
rápidas en otras circunstancias”, así lo describe seca y meticulosamente Dingle. En palabras
más llanas: estos bichos viajan como endemoniados; sencillamente, van a llegar a su
destino. Otro modo, menos científico, sería afirmar que el charrán ártico resiste la distracción
porque en ese momento es impulsado por un sentido instintivo de algo que los seres
humanos hallamos admirable: un objetivo de mayor envergadura.
El charrán ártico intuye que puede comer más adelante. Puede descansar más adelante.
Puede aparearse más adelante. Ahora mismo su centro de atención implacable es el viaje.
Alcanzar una costa con grava en el Ártico, donde han convergido otros charranes árticos,
hará las veces de su objetivo mayor, como lo ha diseñado la evolución: hallar un lugar, un
momento y una serie de circunstancias en las que pueda empollar y criar a sus polluelos.
Cincuenta años en Gombe

En 1960, una amante de los animales llena de vida y sin formación científica montó un
campamento en la Reserva de Caza del Arroyo Gombe, en Tanganica, para observar los
chimpancés. En la actualidad, el nombre de Jane Goodall es sinónimo de protección de una
querida especie. En Gombe –sitio de uno de los estudios de mayor duración y más detallados
sobre cualquier animal salvaje– aún se genera información nueva sobre los chimpancés.

Por David Quammen

La mayoría no emprendemos nuestro destino en un momento perfectamente discernible.


Jane Goodall lo hizo.

La mañana del 14 de julio de 1960, Jane arribó a un remoto tramo de la orilla oriental del
Lago Tanganica. Llegaba por vez primera a lo que más tarde se llamaría la Reserva de Caza
del Arroyo Gombe, una pequeña área protegida. Llevaba consigo una tienda de campaña,
unos platos de estaño, una taza sin asa, unos binoculares de muy mala calidad, un cocinero
africano llamado Dominic y, como acompañante, por insistencia de quienes temían por su
seguridad, a su madre. Había ido para estudiar a los chimpancés. O, por lo menos, para
intentarlo. Observadores ocasionales esperaban que fracasara. El paleontólogo Louis Leakey,
la persona que la había contratado para esa tarea en Nairobi, creía que podría lograrlo.

Algunos hombres del lugar saludaron al grupo de Goodall y lo ayudaron a cargar el equipo.
Jane y su madre pasaron esa tarde ordenando el campamento. Luego, alguien le avisó que
había visto un chimpancé. “Así que fuimos –escribió Jane más tarde esa noche en su diario–
y ahí estaba”. Lo único que captó fue una imagen distante y fugaz. “Se alejó cuando nos
acercamos adonde estaba el grupo de pescadores que lo miraba fijamente y, aunque
subimos a la ladera contigua, no lo volvimos a ver”. Pero Jane había observado, y tomó nota
en su diario, que había ramas dobladas y aplanadas juntas en un árbol cercano: un nido de
chimpancés. Ese dato, ese primer nido, fue el punto de arranque de lo que se ha convertido
en una de las sagas en curso más importantes de la biología de campo moderna: el estudio
ininterrumpido y minucioso, realizado durante 50 años por Jane Goodall y otros, de la
conducta de los chimpancés en Gombe.

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