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VI Domingo de Pascua (ciclo A)

- “Si me amáis guardaréis mis mandamientos”


Amar a Jesús significa “guardar sus mandamientos”. “Guardar sus
mandamientos” es mucho más que cumplir unas órdenes suyas, que realizar unos
encargos que hemos recibido de Él. “Guardar sus mandamientos” significa acoger y
conservar en el corazón y en el alma, con toda veneración y cariño todas sus
palabras, sus sentimientos, su manera de ver las cosas y de reaccionar ante ellas,
considerándolas como un tesoro, como la fuente de la verdadera sabiduría. Porque
Cristo es la Sabiduría de Dios, Aquel que expresa y realiza a la perfección el criterio
y la visión de Dios sobre la realidad, sobre todas las cosas. Y por eso no queremos
tener otro criterio distinto de Él. “Guardar sus mandamientos” es ver las cosas con
los ojos de Jesús, como las ve Él y tener los mismos sentimientos (cf. Flp 2) y los
mismos pensamientos de Cristo Jesús (1Co 2,16). Es un proceso de identificación
total de mi persona con la Persona de Cristo hasta llegar al punto en el que pueda
decir, como san Pablo: “no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).
- “Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el
Espíritu de la verdad”
Aquí el Señor nos habla del Espíritu Santo que Él va a pedir al Padre que nos
envíe para que esté siempre con nosotros. El Señor llama al Espíritu Santo “otro
Defensor”, con lo que está diciendo que los discípulos tienen necesidad de ser
defendidos y que Él mismo ha sido, hasta ese momento, su Defensor. El motivo por
el que los discípulos tienen que ser defendidos es que se encuentran en un perpetuo
pleito con el mundo, que los ataca sin piedad porque “aunque están en el mundo, no
son del mundo” (Jn 17,11.16). El mundo está dominado por el diablo, a quien el
Señor llamó “el Príncipe de este mundo” (Jn 14, 27), que es “mentiroso y padre de la
mentira” (Jn 8, 44). Cristo, en cambio, es la Verdad (Jn 14,6), y por eso hay un
pleito, un juicio, entre Él y el mundo (Jn 12,31), y nosotros, por ser sus discípulos,
estamos implicados en ese juicio: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo;
pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por
eso os odia el mundo” (Jn 15,19). La elección que Jesús ha hecho de cada uno de
nosotros nos ha “marcado”: el mundo reconoce esa marca, y nos odia. Por eso
necesitamos ser defendidos.

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El combate entre Cristo y el mundo es un combate entre la Verdad y la
mentira. El mundo, dominado por Satanás, miente a propósito del hombre, de cuáles
son los fines de la vida del hombre en la tierra. Sus mentiras se pueden resumir en
lo que el diablo le dijo a Jesús en las tentaciones del desierto, a saber, que la
finalidad de la vida del hombre en la tierra es ganar dinero (convertir las piedras en
panes), salir en televisión (tírate abajo desde el alero del Templo) y ser el amo del
mundo (te daré el poder y la gloria de todos los reinos del mundo). Y la única
defensa frente a la mentira es la Verdad. Por eso el Señor nos promete el Espíritu
Santo y lo llama el “Espíritu de la verdad”. Él, con su venida, desenmascarará todas
las mentiras sobre las que el mundo está montado (Jn 16,8): “Es el Espíritu quien da
testimonio, porque el Espíritu es la Verdad” (1Jn 5,6). Por eso Cristo nos da “el
Espíritu de la verdad que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce.
Vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está con vosotros”.
Nosotros somos de la Verdad, no del poder.
- “No os dejaré desamparados”. El Señor sabe que necesitamos también amparo,
protección, consuelo. No somos sólo un cerebro, sino también un corazón, un
cuerpo, una fragilidad y un deseo, y todo eso necesita ser acogido y guardado en la
esperanza. El Espíritu Santo es también el que consuela, tal como llama la liturgia
de la Iglesia: consolator optime. Él, con sus dones, nos hace pregustar y gustar la
belleza de Dios, la belleza de recibir y participar de su vida; y ese gusto, esa
experiencia, es la que nos protege y nos ampara frente al mundo y las experiencias
que el mundo propone. “Nunca el deber vencerá al placer”, decía san Agustín. La
experiencia cristiana no es la de un imperativo categórico que hay que cumplir por
encima de todo, tenga las consecuencias que tenga. La experiencia cristiana está
hecha no sólo de deberes que hay que cumplir, sino de la experiencia de una
belleza, de una alegría, de un gusto que colma el corazón: “Gustad y ved qué bueno
es el Señor” (Sal 34, 9), “Señor, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde reside
tu gloria” (Sal 26, 8). “Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros
conmigo y yo con vosotros”, dice el Señor. “Sabréis” es un verbo que está
emparentado con “saborear”: la experiencia cristiana es un saborear la comunión
que es la vida trinitaria, el estar de Cristo con el Padre y con nosotros en la unidad
del Espíritu Santo. Que el Señor nos la conceda.
Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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