Anabella Di Pego
UNLP
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son, en su último fondo, sistemas de crueldades)- todo esto tiene su origen en aquel instinto que
supo adivinar en el dolor el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica. (Nietzsche, 1998:
80).
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nunca se perdió ni jamás se podrá perder su memoria. Los campos de concentración, tornando en
sí misma anónima la muerte (haciendo imposible determinar si un prisionero está muerto o vivo),
privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido
arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le pertenecía y que él
no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho que en realidad
nunca haya existido. (Arendt, 1999: 549).
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porque “ninguna obra humana es perfecta, y por otra parte, hay en el mundo demasiada
gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la
historia” (2000: 352). Este viraje nos muestra una modificación profunda de la posición
de Arendt en relación con el olvido y la memoria. Por más que las empresas totalitarias
implementen políticas del olvido, Arendt ya no cree que puedan alcanzar su propósito
acabadamente. De este modo, la problemática se ha desplazado desde la exaltación de la
memoria hacia la indagación sobre cómo recordar o más precisamente sobre cómo hacer
historia. Así, el olvido deja de ser un enemigo al que Arendt desea combatir, al mismo
tiempo que la memoria cede su lugar a la historia. La cuestión será, entonces, indagar si
en este giro hacia la historia el olvido puede encontrar cabida en la concepción
arendtiana.
A diferencia de la fabricación que deja tras de sí obras que perduran, las
acciones y las palabras de los hombres son efímeras puesto que perecen una vez que
fueron realizadas y/o proferidas. La memoria es la capacidad humana mediante la cual
“los mortales consiguen dotar a sus trabajos, proezas y palabras de cierto grado de
permanencia y detener su carácter perecedero” (Arendt, 1996: 51). Pero esta tarea de la
memoria que permite la conservación de las acciones pasadas, también conlleva un
riesgo respecto del que Nietzsche ya nos ha advertido: la exacerbación de la memoria,
en detrimento de la capacidad del olvido, puede hacer que la arrolladora permanencia
del pasado acabe clausurando las posibilidades presentes. Por eso, no basta con pugnar
por la memoria sino que es necesario esclarecer cómo se debe recordar para evitar que
la sombra de la permanencia del pasado se extienda sobre el presente. Sin embargo,
como los desarrollos de Arendt respecto de la historia son muy bastos nos
contentaremos con resumirlos esquemáticamente y con delimitar cómo no debe
reconstruirse el pasado.
Las explicaciones causales de la historia pretenden que todo acontecimiento
puede deducirse de causas precedentes3. De este modo, explicar consiste en delimitar las
causas de las que se sigue necesariamente lo acaecido. Así el presente queda cercado
por la lógica de la causalidad que avasalla la posibilidad de lo inesperado, es decir, de lo
3 “En las ciencias históricas, la causalidad es una categoría tan extraña como engañosa. No sólo el
verdadero significado de todo acontecimiento trasciende siempre cualquier número de «causas» pasadas
que le podamos asignar (basta pensar en la grotesca disparidad entre «causa» y «efecto» en un evento
como la Primera Guerra Mundial), sino que el propio pasado emerge conjuntamente con el
acontecimiento. Sólo cuando ha ocurrido algo irrevocable podemos intentar trazar su historia
retrospectivamente. El acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él”
(Arendt, 1998: 41. El subrayado es mío).
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nuevo. Otra de las formas de reconstruir el pasado, es basándose en la noción de
proceso. En este caso, la historia es vista como un proceso general y abarcativo que
remite lo particular a una dinámica oculta y de corte funcionalista. La historia como
proceso sigue una lógica propia que arrastra a los propios individuos, cuyas acciones
aparecen como producto de lógicas profundas que los superan, negándoles así la
soberanía sobre el presente. Las filosofías de la historia propias del siglo XIX
constituyen un ejemplo paradigmático de esta explicación de la historia sustentada en la
noción de proceso. A pesar de que en el transcurso del siglo XX proliferaron las críticas
a las filosofías de la historia, las explicaciones procesales continuaron vigentes a través
de las corrientes funcionalistas y estructuralistas. De ahí la relevancia y la recurrencia de
la crítica arendtiana a la historia como proceso. En definitiva, tanto las explicaciones
causales como las procesales tienden a reconstruir el pasado como una concatenación
necesaria de sucesos ante la cual los actores se manifiestan impotentes. Tal como señala
Fina Birulés, el desafía para Arendt en su libro sobre el totalitarismo constituye
reconstruir el pasado sin caer en los vicios de estas posiciones:
No resulta extraño que en Los orígenes del totalitarismo la aproximación sea
deliberadamente fragmentaria y que no se trate de establecer una suerte de continuidad inevitable
entre el pasado y el futuro que nos obligue a ver lo ocurrido como si tuviera que ocurrir, sino de
poner el énfasis en la irreductible novedad de los hechos del totalitarismo, en su carácter de
acontecimiento sin precedente. El hecho de que el título recoja el plural, que no se hable del
origen del totalitarismo, sino de los orígenes, parece indicar una decidida voluntad de escapar al
modelo causalista de explicación histórica. (Birulés, 2006: 45. El subrayado es mío).
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“La historia [history] aparece cada vez que ocurre un acontecimiento lo suficientemente
importante para iluminar su pasado. Entonces la masa caótica de sucesos pasados emerge como
un relato [story] que puede ser contado, porque tiene un comienzo y un final. Lo que el
acontecimiento iluminador revela es un comienzo en el pasado que hasta aquel momento estaba
oculto” (Arendt, 1998: 41. El subrayado es mío).
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voluntad y de sus estándares morales y políticos a una crítica continua y radical”
(Lemm, 2006: 6), por eso, su tarea no consiste en la abolición de la memoria sino en el
ejercicio de una particular mirada hacia el pasado: la genealogía. Al igual que en
Arendt, el problema fundamental no es tanto la disyunción entre olvido y memoria, sino
cómo se debe recordar para que ambos puedan preservarse. La genealogía consiste,
precisamente, en desocultar lo que subyace a la continuidad de la memoria histórica,
mostrar cómo esa continuidad se funda en la dominación, y dejar emerger la ruptura, la
discontinuidad.
Es precisa mucha fuerza para saber vivir y olvidar […] Sin embargo, algunas veces
sucede que la vida, esta misma vida que tiene necesidad del olvido, exige la paralización
momentánea de este olvido. Entonces se trata de darse cuenta de cuan injusta es la existencia de
una cosa, por ejemplo, de un privilegio, de una casta, de una dinastía, de darse cuenta de hasta
qué punto esta cosa merece desaparecer. Y se considera el pasado de esta cosa desde el ángulo
crítico, se atacan sus raíces con el cuchillo, se atropellan despiadadamente todos sus respetos.
(Nietzsche, 1966:109).
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Nietzsche, constituyen formas de aproximación al pasado que corriendo los velos de la
continuidad de la memoria, posibilitan la emergencia de la ruptura. De este modo, se
oponen a la tradición histórica, en cualquier de sus formas predominantes -esto es:
perspectivas suprahistóricas, filosofías de la historia, funcionalismos, estructuralismos,
entre otros-, en su empeño por reducir la singularidad del acontecimiento a la
continuidad de la historia precedente. Estos constituyen algunos de los puntos de
encuentro en los abordajes de Arendt y de Nietzsche, que exaltando la centralidad del
acontecimiento, como irrupción, vuelven al pasado preservando la apertura del presente.
Al finalizar este recorrido, y tras haber ahondado en las complejidades del olvido
y de la memoria en Arendt y Nietzsche, esperamos que sus posiciones antes que
antagónicas se muestren como una compleja trama que supone, ciertamente, más
proximidades que distanciamientos en relación con lo que en un principio cabía esperar.
De este modo, ni Arendt resulta ser una filósofa de la memoria, ni Nietzsche un filósofo
del olvido, sino que, tal vez, ambos sean pensadores desvelados por la insoslayable
tensión entre la memoria y el olvido, que atraviesa nuestra existencia.
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Bibliografía
Arendt, Hannah (1999): Los orígenes del totalitarismo, trad. de Guillermo Solana,
Madrid, Taurus.
Arendt, Hannah (2000): Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal,
trad. de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen.
Arendt, Hannah (2005): “¿Qué queda? Queda la lengua materna. Conversación con
Günter Gaus”, en Ensayos de comprensión 1930-1954, trad. de Agustín Serrano de
Haro, Madrid, Caparrós, pp. 17-40.
Birulés, Fina (2006): “El totalitarismo, una realidad que desafía la comprensión”, en
Manuel Cruz (comp.): El siglo de Hannah Arendt, Barcelona, Paidós, pp. 37-62.