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SER Y AMAR

UNA MIRADA PSICOANALÍTICA 1

Por:
Miguel Escobar Guerrero

Para consolidar nuestra existencia, para alcanzar la felicidad, necesitamos amar y


sentirnos amados. De acuerdo con la teoría psicoanalítica de Freud el origen de
nuestra vida emocional radica en el seno materno, pues ahí fue donde por primera
vez nos sentimos verdaderamente amados y protegidos, por lo tanto, amar es un
encuentro con nuestro origen y precisar cuál es esa energía que nos atrapa cuando
nos enamoramos sólo lo sabremos si estamos dispuestos a estudiar nuestro
desarrollo emocional desde el origen de nosotros mismos.

Cuando nos enamoramos la vida se transforma; nuestra forma racional de pensar


de repente se ve invadida por las imágenes del ser amado, por una forma
emocional de percibir que se apodera de nosotros y que obedece al juego de las
fantasías cuyo funcionamiento no conocemos y, por ello, se le escapa a nuestra
forma racional de pensar pero que, en las dulzuras y tristezas del amor, se expresa
a través de un cuerpo candente que anhela y necesita poseer el “objeto” de su
deseo. Esta forma emocional de pensar se manifiesta con grandes suspiros que
inhalan y exhalan el hechizo del amor, y otros latidos que van al compás de las
fantasías que evocan nuestro deseo; fantasías que, como realización de esos deseos
median entre la pasión del enamorado y la realidad del amor; fantasías que traen a
la memoria aromas de ternura y de felicidad pero también ausencias y carencias.

Cada mujer y cada hombre para consolidar su existencia y alcanzar su felicidad,


necesitan amar y ser amados. Es el mismo acto de amor el que clama por encontrar
respuesta a la invalidez del vivir solos, a la necesidad de asirse de alguien para
compartir su libido y disfrutar, envuelto en la pasión, el amor como deseo; el amor
con el que fantaseamos constantemente, parte del amor primero, del primer
“objeto” de nuestro deseo, del primer cuerpo que nos dio vida, y dio vida a
nuestro amor. Tal vez por ello, no existe amor sin la memoria tanto del paraíso del
amor – la maternidad uterina –, como de la relación amorosa que establecimos con
nuestra madre, causa de momentos de amor pero también de dolores y agresiones
inconscientes. El amor como pulsión de vida, junta dos energías: una sensual, que
busca investir al objeto amado para poseerlo sexualmente, y una tierna, que, como
libido de meta inhibida, se transforma en libido tierna y no llega a la realización
sexual. De esta forma, la sexualidad del ser humano está acompañada por estas
dos energías que para su expresión dependen del desarrollo cultural tanto de la
humanidad en general, como de cada cultura en particular. Así se origina una

1
Miguel Escobar. Ser y amar. Una mirada psicoanalítica. En: Rompan filas. Año 11, Número 57. 2002.
pp. 24-31.
lucha continua entre la necesidad de depositar el placer en quien se ama – libido
objetal – o depositar la libido en sí mismo – libido del yo: narcisista –. Cuando la
primera gana esta lucha y llega el momento de poseer el objeto de nuestro deseo,
éste jala la fantasía y la funde en la realidad para convertir la realidad del amor en
fantasía. Pero cuando la libido narcisista gana la lucha, el ser humano se encierra
en sí mismo, se desconecta de la realidad y no le da salida a su deseo.

Cuando hay ausencia de amor, llega, nuevamente, el tiempo de la minusvalía, el


tiempo de un corazón que late al ritmo de abandonos que sollozan por el amor
perdido. Al sentirnos desenganchados y abandonados por el ser a quien
entregamos el amor, nuestro cuerpo recibe una herida emocional profunda que,
recordando otras, sangra con cada suspiro lanzado en busca del amor perdido. Así
se hace presente un dolor profundo que, sin encontrar en donde asirse, intenta en
vano apagar con las lágrimas el fuego pasional del hechizo, pero que tan sólo logra
ahogar al enamoramiento en la soledad del recuerdo, ahí en donde las fantasías
claman por el “objeto” amado, el de ahora y el de siempre.

Para el ser humano, amar y ser él mismo forman parte de un proceso


contradictorio que se expresa en dos racionalidades: la inconsciente y la racional,
que involucra toda su existencia en una búsqueda incesante por disfrutar la pasión
de su sexualidad. En la racionalidad inconsciente, este proceso contradictorio se
genera, principalmente, por dos energías que conviven dentro de cada ser humano:
Eros y Tánatos, pulsión de vida y pulsión de muerte, libido y agresión que luchan
sin cesar para imponer cada una su imperio y que se manifiestan, fácilmente, en las
relaciones amorosas. En la racionalidad racional, el enamorado o la enamorada no
entienden por qué cuando existe una libido que puede compartirse y cuyo objetivo
es fundirse en el “objeto” amado, en un pacto de locura entre dos, las respuestas
obtenidas muchas veces son de agresión y buscan su destrucción, en lugar de
permitir que la libido se fusione en un solo cuerpo de pasión. Si nos apoyamos en
la racionalidad inconsciente para entender esta manifestación agresiva del amor,
nos damos cuenta que a esa energía libidinal se le ha interpuesto otra, la de
agresión. Como pulsión de muerte ésta busca destruir al “objeto” amado y, en
lugar de permitir que la libido fluya y llegue a la posesión del amor, jala el objeto
de amor, gozando con el daño producido; en lugar de permitir que la libido invista
al objeto amado, opta por un encuentro narcisista que goza con la destrucción de
dicho “objeto”. Por ello, ser y amar sólo son posibles cuando Eros impone su
imperio y permite el crecimiento del “otro”, no su destrucción. Ser y amar dan
forma a una misma flor, uno sin el otro dejarían sin efecto el aroma, y prevalecería
la crudeza de la vida misma. Amar imponiendo el imperio de Eros, en cualquier
época de la vida, es asumirnos como seres capaces de generar vida, de controlar
parte de la agresión, entregándonos a quien amamos para poseernos con pasión.
En la fantasía, se quiere poseer y disfrutar a Eros colocado en la persona amada,
buscando el placer sin límites, sin competencia, como si en el mundo sólo existiese
esta relación idealizada entre uno – uno de único – y la musa del amor: se quiere
controlar sus movimientos, su presencia, sus palabras, sus miradas, su aliento, su
cuerpo todo para que sacie y dé respuesta a nuestro torrente amoroso; para que
frene la angustia de separación; para saber que no va a destruirnos ni que tampoco
será objeto de nuestra agresión por no responder a tiempo a nuestra indefensión de
amor, a nuestra angustia de separación. En la fantasía no existe el tiempo del otro,
sólo existe el del amor que se anhela. Los impulsos amorosos rompen con
cualquier obstáculo que imponga el mundo real, se clama y se exige todo el tiempo
para uno y, si la respuesta no llega, la fantasía se convierte en un infierno ya que
arden los recuerdos dolorosos de otros momentos del amor perdido, se recorre una
y mil veces y de una y mil maneras el cuerpo deseado, se le posee, se le endiosa, se
le disfruta, pero inmediatamente la fantasía se revierte sobre el enamorado e
incendia el objeto deseado, clamando su presencia, exigiéndola, sin aceptar
ninguna excusa posible pues uno está, – uno de único –, en la fantasía de amor,
hecho de deseo. En la fantasía, poseída por el objeto amado, si se pierde el
principio de realidad, el enamorado se siente atrapado y encarcelado en las rejas
mismas del amor como deseo, en donde amor y destrucción se juntan, Tánatos y
Eros se enfrentan en una lucha a muerte por la posesión-destrucción del objeto
amado.

En la fantasía de amor no existe un tiempo lineal con una separación marcada


entre el presente, el pasado y el futuro; sin embargo, el encuentro de los
enamorados tiene un pasado inconsciente que lo perturba, que lo hace confuso y
contradictorio ya que evoca tanto el momento de la fusión intrauterina, el paraíso
del seno materno, como el doloroso proceso de separación de ese cuerpo
maravilloso. La memoria de esa separación es una herida con que nuestra fantasía
inconsciente juega en muchos momentos, y es fuente de angustia. Esta angustia se
hace presente con más intensidad cuando sentimos que se nos escapa el hechizo de
amor, cuando no podemos engancharnos al objeto deseado y revivimos un nuevo
conflicto de separación. La angustia de separación, de abandono, nos trae a la
memoria consciente o inconsciente la angustia vivida cuando nos separamos del
cuerpo maternal y se recrean las imágenes y fantasías amenazantes cargadas de
temores de destrucción. Por ello, el ser humano revive los momentos de
indefensión y desvalidez de cuando se desprendió de la madre y quedó sin la
protección mágica de su seno materno.

En la etapa de la adolescencia, el ser humano entra de repente en el juego del deseo,


se da cuenta que no solamente desea sino que tiene la capacidad de poseer el
cuerpo que despierta su deseo, sintiéndose jalado y atrapado por él. ¿Qué pasó?
¿Cómo entender este momento tan maravilloso? ¿Cómo responder a él? ¿Cómo
saber si el deseo es compartido? ¿Por qué el temor nos atrapa ante la posibilidad de
dejarnos llevar por el deseo? ¿De qué y a qué le tememos? Preguntas como éstas no
son nada fáciles de responder y, aunque el sentido común responderá con un: “ya
aprenderás”, “las mismas decepciones te mostrarán el camino del deseo” o “no te
dejes, hazlo o hazla sufrir”, “no te entregues fácilmente al deseo”, “hazte desear”,
“ten a mano siempre un o una sustituta que haga menos doloroso el camino del
deseo”. Pero en ninguno de estos consejos hay respuestas satisfactorias el nudo del
deseo.

Responder a preguntas como éstas es tarea difícil, no sólo porque no sabemos leer
nuestra vida emocional, sino, además, porque aunque pudiéramos leerla, no es
fácil identificar con claridad nuestros deseos. La teoría psicoanalítica, elaborada
por Freud y algunos neofreudianos como Fernando Martínez S. y Melaine Klein,
nos deja profundizar en el origen de nuestra vida emocional, y nos proporciona
varios conceptos útiles para penetrar en ella, entenderla, observarla y descifrarla.
Para ellos, en el centro de nuestro deseo está el cuerpo de la madre, principal
objeto de estudio epistemológico del ser humano. Ese cuerpo maravilloso es el
objeto principal de nuestro deseo, al que nos negamos abandonar definitivamente
y al que siempre tratamos de retornar, el que la muerte nos hace evocar como uno
de sus últimos suspiros, el retorno a la madre.

La búsqueda del cuerpo de la madre siempre significará seguridad y bienestar


porque fue en su seno en donde no sentimos ni frío ni calor ni hambre ni nada que
pusiera en peligro nuestra existencia. Pero la realidad es que lo perdimos y nunca
más volveremos a estar dentro de él aunque existan ilusiones sustitutas como: la
iglesia, la escuela, la universidad, un partido político, un movimiento social, una
secta, la televisión, el ejército, que nos brindan algún sosiego. Esta búsqueda será,
entonces, emocionalmente dolorosa porque conlleva la renuncia de la madre. Se
tiene que renunciar a ella y no es suficiente reprimir los impulsos; es necesario,
además, transformarlos en sublimaciones que permitan encontrar alternativas a
nuestro desarrollo emocional. Muchas de las características maternas se colocan en
otra persona y se desplazan todos los afectos ubicados en ella, puestos ahora en
otra persona. Esta colocación es muy importante pues estos desplazamientos de los
afectos, con marcas edípicas 2 , son los que caracterizan a los procesos de
enamoramiento en la juventud, son el preámbulo de la formación de una nueva
pareja, una nueva familia no ya con los tintes de la prohibición, sino como una
pareja aprobada por las familias, la cultura, la sociedad, es decir, se le deja
desarrollar sin castigos como los que se dan en el caso del incesto, por ejemplo.

2
“El complejo de Edipo se puede definir, dice el Dr. Martínez Salazar, como la inclinación sexual que el niño
tiene por la madre – la niña, por el padre – y, por consiguiente, el deseo de eliminar al padre-madre para
ocupar su lugar. Freud le dio este nombre por el parecido tan grande de estas inclinaciones o impulsos con la
tragedia de Sófocles, llamada Edipo Rey. Es importante señalar que todo ser humano experimenta el
desarrollo de este complejo que inicia desde los 6-8 meses, para algunas autoras como M. Klein, o entre los 3
años y 6 ó 7 años para los freudianos”. Las notas corresponden a varias sesiones de trabajo que realicé con el
Dr. Martínez S.
“Sin embargo, dice Martínez S. 3 , este proceso es transicional: el de despegar estos
impulsos hacia la madre para colocarlos en otra persona que no es totalmente
diferente a mamá pues siempre queda una parte suya, y ponerlos en otra persona
que, sin ser mamá, tiene sus características. Esto es lo que constituye la transición,
un proceso que camina a través de tintes edípicos en los amores de la juventud, en
las características de las relaciones que propician la desedipización. Ésta se da de
manera anómala pues los conflictos vividos en el Edipo se reeditan en las nuevas
parejas: si el complejo de Edipo se resolvió medianamente sus resoluciones se
presentarán medianamente, pero si se resolvió bien, las posibilidades de
desedipización son mayores y la constitución de la pareja se verá como la de un
hombre y una mujer en donde se trasladó el conflicto edípico resuelto y, por tanto,
donde se ofrecen mejores posibilidades de éxito que en donde se carga un Edipo
mal o medianamente resuelto”.

La primera relación sexual

La posibilidad de la primera relación sexual de los jóvenes, les produce temor y


angustia y su gran preocupación está marcada por la fantasía de cómo enfrentarlos.
Para un adulto no implica, en principio, ningún motivo de angustia; pero, para
quien no ha tenido esa primera relación sexual y que, además, está muy tamizada
por deseos edípicos, una relación deseada y temida, se constituye en una gran
angustia que no se identifica como tal pues se presenta en el ámbito inconsciente.
Se sabe, por ejemplo, que en sus reuniones los jóvenes hablan de ‘cómo fulano de
tal conquista a fulana de tal’, ‘se acostó con tal persona o tuvo tan experiencia’.
Estas vivencias, como un gran secreto de conocimiento de la realidad, encuentran
salidas, respuestas a preguntas que siguiendo las experiencias de sus amigos,
aprenden a disminuir sus angustias, los temores que se relacionan con las
infecciones, con ponerse o no condón, con la inconveniencia de embarazar o
quedarse embarazada. Todas estas dudas y angustian obtienen respuestas en el
grupo. De ahí la necesidad de agruparse y del valor de la amistad para los
adolescentes.

La amistad es para los jóvenes una buena mediación durante el proceso de


transición durante el proceso de transición y de maduración emocional. “En este
proceso los padres tenemos poca injerencia ya que están muy preocupados tanto
por la reedición de lo edípico y el problema real de enfrentarse a su biología que
les exige realizar su vida sexual, como por las limitaciones sexuales de la cultura.
Estos temores, que aparecen acrecentados por la edipización de los impulsos, lo
convierten en un proceso muy difícil de comunicación con los padres. ¿Cómo
decirle a la mamá, quien está edipizada, que se trae tal impuso sexual, tales ganas?
A la vez que esto sería una petición a la madre, se buscaría su respuesta con la gran

3
Íbidem.
carga emocional que supone. De igual manera sucede con el padre porque ¿cómo
pedirle consejo al competidor por mamá, o sea, pedirle consejo al mismo tiempo
que se le diría que se hiciera a un lado?” 4

Por parte de los padres se origina el temor de soltar a los hijos, de dejarlos que
vuelen solos, que consoliden su autonomía pero, si se obstaculiza esa convivencia
social, ¿qué salidas se da a lo sexual? Por ello, muchas veces la alternativa que se
toma es inhibir la sexualidad, tragándosela o reprimiéndola, pues los jóvenes no
tienen la salida natural con quienes viven su mismo problema, o sea, que no
reciben ni la respuesta de los amigos ni la de los padres. ¿De dónde se recibirá esa
ayuda? De ningún lado, pues en la escuela, por ejemplo, la información se queda
solamente en la anatomía y sabemos que el problema no es el conocimiento
anatómico de los órganos sexuales, sino el conflicto emocional que se incluye en la
sexualidad de los jóvenes.

“El papel de los padres debe ser, entonces – afirma Martínez S. 5 –, observar las
relaciones de los jóvenes: con qué amigos y amigas se relaciona; estar pendientes
de que no encuentren salidas falsas a las angustias que viven, por ejemplo, las de la
sexualidad, aliviándolas con droga y, en lugar de permitirse la satisfacción sexual
normal que es tan bella y que hay que esperarla, cambiarla por la satisfacción de
tomarse una tacha como llaman ahora a las pastillas; que la angustia no se resuelva
por esos caminos; que el muchacho no participe en un grupo en donde la
sexualidad se resuelve homosexualmente y se arremete a otros grupos en forma de
pandilla, y en donde lo que se busca es destruir a los demás. Por ello, es
importante observar si el grupo tiene capacidad de cuestionarse sobre sus
problemas, de buscar resolverlos por la vía de la comunicación, de encontrar
formas naturales de solución que vayan en el camino de una expresión normal de
la sexualidad. Lo que importa es saber cómo y cuándo intervenir porque no
intervenir sería negar que los jóvenes pasan por periodos y procesos angustiosos,
pero intervenir demasiado e inoportunamente bloquea también el proceso de
desarrollo. Se necesita intervenir adecuadamente para favorecer circunstancias que
permitan un buen desarrollo”.

Cuando los padres no han resuelto sus problemas de pareja, se enfrentan con
dificultades para soltar a sus hijos porque son el único motivo para existir como
pareja. Claro está, que los padres quieren que se desarrollen, crezcan y se vayan
pero también hay una parte suya que no desea que suceda así porque en ese
momento dejarían de tener la razón de ser una pareja.

4
Íbidem.
5
Íbidem
“Impedir que crezca el hijo, podría catalogarse simbólicamente como filicidio –
querer la muerte simbólica del hijo: su no crecimiento -, dice Martínez S. 6 , pues
existe el temor del desplazamiento del padre. Mediante un mecanismo proyectivo,
el padre pensaría que no conviene que el hijo crezca y se desarrolle, bajo la premisa
de que debe cuidarlo de muchos peligros, aunque el motivo principal que lo
inspira a detener su desarrollo sea que lo puede desplazar a él, eliminarlo para
ocupar su lugar. En el hijo tal vez las cosas no sucedan así. En realidad quien lo
vive y piensa de esta forma es el padre, que proyecta su conflicto sobre su hijo”.

Por último, adquiere una gran importancia, en la etapa de la adolescencia, la


reedición del complejo de Edipo 7 . Ésta es la que complica la ya de por sí difícil
situación del joven, quien al entrar en esta etapa se encuentra con una fuerza
sexual incrementada por varios factores como: su producción hormonal, el
crecimiento de sus órganos sexuales que lo presionan, debido a la energía libidinal
que siente, a ejercer su sexualidad. Estas condiciones propician que el joven y la
joven deban manejar sus impulsos ante una energía a veces desbordante que los
invita a su satisfacción pero que puede traerles graves consecuencias de hacerlo sin
control y sin su manejo adecuado.

“En el complejo de Edipo se percibe correctamente la figura del padre y de la


madre, así como del entorno en que los niños viven; sin embargo, precisamente,
por haber llegado a este proceso de maduración, se entabla el conflicto edípico en
donde el hijo dice: ‘yo quiero seguir la relación con mamá’, pero se interpone la
presencia del padre quien lo contradice: ‘tú no puedes hacer eso, no puedes
quedarte con mamá’. Esta dialéctica, genera el conflicto. La no renuncia a la salida
de esos impulsos por la madre, da como consecuencia la neurosis: ‘yo no renuncio
a mamá’. De ahí la necesaria madurez que se necesita para tener la pareja, para
ayudarle a los jóvenes a afrontar y resolver su vida sexual” 8 .

Ser y amar son, por lo tanto, un encuentro con nuestro origen, con nuestra
intimidad, la que compartimos con nuestro principal “objeto” de deseo. Siempre
será difícil precisar cuál es la energía que compartimos y queremos compartir
cuando nos atrapa el hechizo del amor, pero la podemos conocer si estamos
dispuestos a estudiar nuestro desarrollo emocional, nuestra racionalidad

6
Íbidem
7
“La emergencia sexual al inicio de la adolescencia es lo que daría la reedición del complejo de Edipo, el
volverse a presentar el deseo del objeto sexual del cuerpo de la madre que retomaría las características de la
resolución de este complejo durante la niñez, cuando se resolvió bien, regular o mal. Si bien el desarrollo
emocional transcurre por etapas, no es cierto que el ser humano renuncie totalmente a sus objetos de deseo,
como si fuese borrón y cuenta nueva para iniciar etapas diferentes de desarrollo. La verdad es que se hacen
renuncias condicionadas que no son totales y que, en determinadas circunstancias, se vuelve a tener el deseo
de reeditar las etapas vividas anteriormente”.
8
Ibídem.
inconsciente, a saber “leer” nuestros hechizos, desde el origen de nosotros mismos,
desde el cuerpo maravilloso y añorado que jala nuestro deseo.

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