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Nacimiento y acto poético

Daniel Delgado Huerga


Bioética, profesora: Aránzazu Hernández Piñero
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Propuesta

Diana Sartori habla desde Hanna Arendt para escindir en dos el concepto de natalidad
que Arendt desarrolla en La condición humana. Según Sartori, nuestra llegada al mundo
se daría a través de dos nacimientos. El primer nacimiento consiste en el “ser nacido” y
“ser nacida”, el nacimiento crudo y literal, el parto. El segundo nacimiento consistiría
en un nacimiento metafórico, el cual supone la irrupción en el espacio social a través de
la acción.
Yo, siguiendo la propuesta de Sartori del nacimiento doble, dividiré mi relato
también en dos bloques: en el primero, hablaremos de ese primer nacimiento, que
supone nuestra irrupción en el mundo como seres humanos, introduciendo así en él una
discontinuidad, una singularidad. Este es siempre, como señalan nuestras autoras, un
ser nacido” o “ser nacida” de mujer, por lo que es siempre un cuerpo femenino el que
gatilla nuestra primera forma de experiencia. En el segundo bloque del texto hablaremos
de ese segundo nacimiento, un nacer metafórico, que se da a través de la acción y en el
espacio social, que relacionamos con la ley del padre.
Ambas traslaciones, el reacercamiento a la madre y la huida del padre, se
plantearán aquí como operaciones a un nivel simbólico-discursivo, a través de lo que
llamaremos poesía de sí.

* * *

Primer nacimiento: nacer de mujer y reacercamiento a la madre

Diana Sartori presenta el concepto de primer nacimiento como homólogo al concepto de


nacimiento en Hannah Arendt. Tu -mi, nuestro- nacimiento significó la quiebra del
continuum temporal, la emergencia repentina de una diferencia en el mundo. Nacer: esa
manera ancestral de hacer desbordar la categoría, de refutar el concepto. Contigo ya
entre todos los demás, siendo ya vida, real, una excepción se fragua en el texto del
mundo, un giro inesperado se produce en el relato.
Si pensamos con Bataille el dar a luz como un acto acoplado a los flujos de la
economía terrestre, en tanto que supone la inversión de una determinada cantidad de
energía en aras de transformar lo existente, esto es, un trabajo, tendríamos un ejemplo
paradigmático de gasto improductivo; si lo pensamos en términos de teoría del arte, el
dar a luz no sería sino un acto de creación en el que la madre-artista ejerce de
intermediaria entre una fuerza salvaje-natural y el mundo, sublimando en la emergencia
de la obra de arte, única e irrepetible: la criatura; si lo pensamos con Emerson, dar a luz
supone sin duda un acto de arrojo a lo desconodido, y por lo tanto una manifestación de
lo sublime en lo cotidiano. Sea como fuere, consideramos aquí el acto de dar a luz
como una forma eminente de exuberancia y, como tal, la matriz fuente de vida y
derroche –la cisterna contiene, la fuente desborda-. Dar a luz formaría parte del dominio
de las grandes potencias del cuerpo, una medida de lo que un cuerpo puede. Ahora
bien, ¿cómo es posible entonces que, en el simbólico colectivo, no se haga justicia con
el cuerpo que da a luz, esto es, con el cuerpo de la madre? Irigaray afirma que:

“la matriz (…) se fantasea como boca devoradora, como cloaca o vertedero
anal o uretral, como imperio fálico, como reproductora en el mejor de los casos. La
matriz con la cual se confunde, en un imaginario siempre mudo, todo el sexo de la
mujer”1

Y es que la matriz, verdadero origen de toda exuberancia, ha sido conceptualizada


siempre dentro del campo semántico de lo pasivo, lo penetrable, lo fecundable. Imperio
de lo fálico, soporte de la erección, surco de la simiente. Un agujero de oscuridad en el
centro del vientre de las mujeres, a pesar de que irónicamente a través de este agujero
se da a luz. De hecho, esta expresión de “dar a luz” revela precisamente su condición
de continente negro: en el parto, la criatura sale al exterior, a la luz, al mundo de la
visión y la forma –Apolo-. Lo que quiere decir que la criatura procede siempre de un
reino interno de oscuridad y misterio, de un inframundo, de un hades -Dioniso2-. La
1
Luce Irigaray, El cuerpo a cuerpo con la madre. El otro género de la naturaleza. Otro modo de sentir,
p12.
2
No olvidemos que, según el relato mitológico, Dioniso viene de Asia, es decir, desde la antípoda
occidental, desde lo otro radical, desde la exterioridad salvaje de lo persa en contraposición a la
luminosidad de la ley y el orden de la polis griega encarnada en Apolo. Contraponer Apolo a Dioniso
supone contraponer cultura y naturaleza, razón y bajo instinto, humanidad y animalidad, orden y caos,
corrupción y la generación3 son, ya en el pensamiento griego, problemas filosóficos
cruciales en tanto que ambas suponen el punto de conexión entre las esferas
irreconciliables del ser y el no-ser. Así, el orden simbólico de la matriz, órgano agente
de la generación, puerta que se abre como un bostezo entre el aquí y el más allá,
coincide con el orden simbólico del no-ser, de la muerte. Esto explicaría porqué todo lo
femenino era y sigue siendo siempre digno de omisión, de ocultamiento –un cuerpo
indigno de mostrar, un deseo indecoroso de expresar, un goce intolerable: el pudor es la
norma fundante de toda feminidad bien considerada socialmente, y todos sus
acontecimientos propios suceden detrás del biombo, debajo de la sábana, entre las
opacas paredes de la sala de hospital-. Este imperativo de la omisión y el ocultamiento
de lo femenino coincide también con todas las liturgias organziadas alrededor de la
muerte, tanto su tabú en el lenguaje como todas las instituciones sociales que la
gestionan. Reduzcamos pues a una fórmula el principio que acabamos de perfilar: el
ámbito del ser pertenece a la simbología del Padre, el del no-ser a la de la Madre.
No es casualidad entonces que todas nuestras autoras compartan el tema del
matricidio como condición de posibilidad de nuestra cultura en tanto supestructura
eminentemente patriarcal. “Muerte de la madre” es un enunciado que se insinúa
redundante después de todo lo que se acaba de decir.

Freud, en Tótem y tabú, establece el asesinato del padre por parte de sus hijos
como momento fundacional de la cultura occidental. Es a partir del asesinato del padre,
que acaparaba para sí todos los bienes y privilegios –incluidas todas las mujeres- y todo
el poder, cuando los hijos llevan a cabo el primer acto de represión, que significará la
aparición de lo humano y la cultura: los hijos renuncian a su avidez para repartirse entre
ellos el poder que monopolizaba el padre, instaurándose la primera prohibición: la
prohibición del asesinato y del incesto. Sin embargo, insistamos en que dicha
emergencia del orden social, que pivota alrededor de la aparición de la primera
prohibición, se basa en un acto de represión causado por el remordimiento que supone
el haber asesinado al padre. Así, la ley del padre es la que sigue en realidad vigente,
operando en forma de deseo, de pulsión, subterránea e inconsciente. De esta manera
podría concluirse que toda nuestra cultura consistiría en la forma que adquiere por

justicia y barbarie. No olvidemos tampoco que la aparición de las Ménades, un grupo de mujeres
representadas desnudas y en el éxtasis de un delirio violento y sexual, eran la señal de la llegada de
Dioniso.
3
Notar aquí que ambas palabras, en castellano, se formulan en femenino ¿(y en griego?).
sublimación de la ley paterna reprimida, y por lo tanto, ejerce de símbolo de dicha ley.
La cultura sería el síntoma que oculta y a la vez revela la pulsión, basada en el deseo de
dominación y apropiación de todos los bienes y todas las mujeres para sí. La cultura no
sería sino la estrategia de ocultamiento a través de la cual se satisfacen los deseos
inconscientes de los hombres. Es el padre muerto quien sigue reinando
subrepticiamente.
Sin embargo, Luce Irigaray señala la incompletud del relato de Freud, que olvida
que, para que se haya erigido la ley del padre, es preciso que la madre ya esté muerta.
No obstante, veamos que parricidio y matricidio guardan una diferencia fundamental, y
es que la voz de la madre en ningún momento trascendió en ley, ni de forma explícita en
su relación con el padre –de ahí su tiranía-, ni de forma tácita tras su muerte. Es la
figura del padre la que trasciende en símbolo mientras la figura de la madre permanece
muda y sin símbolo, y por lo tanto sin historia. Ya que el texto del inconsciente
comienza a escribirse filogenéticamente tras el asesinato físico del padre, y
ontogénicamente tras su asesinato simbólico -la fase edípica-, es sólo el universo
parental el que deviene simbólico, por lo que es el único que ejerce influencia en lo
lingüístico y, en tanto que puede ser contado, el único que deviene histórico. Del otro
lado, todo el universo maternal cae del lado de lo pretextual, lo arqueológico, lo
prehistórico: es misterio.

Esto tiene una importancia inestimable en la vida de todos y todas, que es al


final de lo que se trata. La matriz, ese regazo del cuerpo materno que nutre la primera
fase de nuestra experiencia, que provoca nuestra primera sensación física, que acoge
nuestro primer deseo, pierde en nosotros su fuerza vívida en cuanto accedemos al
lenguaje. Nuestra vida en el vientre materno, así como nuestra vida junto a la madre
antes del acceso al lenguaje, se articula según una relación puramente corporal, táctil4,
un vínculo inmediato que no sabe de tú y de yo como cuerpos separados, en la medida
en que un cuerpo se funde con el otro sin que se haga posible un percepción cerrada de
4
Quizá sea lo tactil una forma de relacionarse con el mundo y las personas radicalmente diferente a la
relación lungüística. La percepción en el tacto, en el cuerpo a cuerpo, en el silencio de un cuerpo a
cuerpo, se da en términos de inmediatez y de olvido, en cuyo instante no existen ni futuro ni pasado. Sin
embargo, el lenguaje es siempre una manera retrospectiva de percibir, es la manera en que se hace
presente el pasado, es el yugo que pone sobre nosotros la ley de los muertos. En el tacto, se colapsan
sujeto y objeto, perdiéndose el sentido de dicha diferenciación. Sin embargo, pocas veces actuamos al
hablar como sujetos del lenguaje: son los otros del pasado los que crearon la lógica de mi discurso,
quienes hablan a través de mí, por lo que yo actuaría como objeto de mi lenguaje. De ahí la radical
oposición entre el universo materno y el paterno. El uno supone un olvido de sí, una dilatación; el otro
sólo es concebible como norma, por lo que actúa restituyendo la tensión.
sí, dándose una especie de ser-en-ti-conmigo, una unidad orgánica entre la madre y la
criatura. Las formas de subjetividad y goce que establecemos con la madre constituyen
en todos y todas una porción de identidad que no opera ya, un paraíso perdido, porque
dicho universo filiomaternal no alcanza jamás expresión simbólica. Este contacto con la
madre, que es quizá lo más irredutible de la experiencia, es siempre un existir sin
significación simbólica. Ya que el vínculo con la madre está roto en el lenguaje, existe
una dificultad extenuante de decir el nacimiento. Nunca fue relatado, por lo que es lo
otro de la historia, lo que nunca devendrá memoria, lo que no es en tanto que no
aparece. Es una pulsión sin símbolo. El cuerpo materno, lugar donde se gestan las
primeras vivencias de todos y todas nos queda irrebocablemente separado. Sin
representación, por lo tanto irrepetible. El ser todos y todas nacidos y nacidas de mujer,
quizá la única universalizable de todas las vivencias, es un acontecimiento mudo que no
se puede compartir, por lo que no nos une como una situación. El paso del imaginario
materno –dionisiaco, inconsciente-de-sí, infinito, táctil- al mundo simbólico del padre –
apolíneo, principio de individuación, límite, lungüístico – marca una determinada
manera de relacionarse con el mundo y con las personas. Maldita fase del espejo que me
acercó irremediablemente a mí, alejándome de los otros y, sobretodo, de las otras.

El ensayo de un reacercamiento al cuerpo de la madre en el ámbito del discurso


supone la resignificación de todo símbolo que gire alrededor de la feminidad. Por ello,
en tanto que supone la conquista de un ángulo muerto del discurso, el desarrollo de un
nuevo universo simbólico que alumbre la tiniebla del continente negro, caracterizamos
este reacercamiento a la madre como un acto poético.

* * *

Segundo nacimiento: diferencia y huida del padre

Diana Sartori introduce el concepto de segundo nacimiento, el cual vendría a actuar


como homólogo del concepto de acción en Hanna Arendt. Es a través de la acción como
nos manifestamos en el espacio de aparición. Hablaremos pues de la acción como acto
poético que supone la huida de la ley paterna.
Como señala Hannah Arendt, la filosofía ha estado atrapada en forma de vita
contemplativa, desde Platón hasta Heidegger. Es propio de la indiosincrasia de los
filósofos, para los que “filosofar es un aprender a morir”, la creencia obstinada en el ser,
que por definición es una sub-stancia, aquello sub-yace eterno e inerte bajo la vorágine
inaprensible de la empiria. Esto implica que, para ellos, “la muerte, el cambio, la vejez,
así como la procreación y el crecimiento, son para ellos objeciones, incluso
refutaciones. Lo que es no deviene, lo que deviene no es” 5. Ahora bien, ¡qué insolente
es este ser, que se niega a aparecer, que se obstina en no dejarse percibir! De ahí arranca
una conclusión casi inmediata: debe de haber algo que se interpone en la percepción,
que nos oculta la verdad. Esta bruma que cubre el ser, que lo enmascara, no será durante
toda la historia de la filosofía otra cosa que los sentidos ¡Son los sentidos los que nos
engañanan, luego permanezcamos en la mortaja del pensamiento!, así piensan los
filósofos. El cuerpo, sujeto a todos los errores de la lógica, no es sino un estorbo, un
lastre, la vergüenza misma de nuestra estirpe que nos cierra las puertas de la divinidad.
Acabamos de asistir pues a la desensibilación del proceder filosófico. Ahora, el ámbito
de lo desensibilizado, de lo que no aparece sino como concepto, como razón, “asume
una valencia positiva y “ejemplar” en el filosofar”6, Según todo esto, la filosofía no
sería sino una huida de las cosas, una huída de lo que Cavrero reivindica como real: los
hechos crudos y desnudos, el ámbito de lo que las personas pueden compartir. Se
precisa pues, más que nunca, una resensibilazión del pensamiento, una fisicidad de la
palabra, una transfusión de sangre en el discurso, lo que yo llamaría acercar el
pensamiento al cuerpo a través de una filosofía táctil. Palabras como dedos: esto
significaría la recuperación de la verdadera lengua materna olvidada.

Esta desensibilización del pensamiento tendría una consecuencia directa y brutal


a la hora de vivir la vida, y es que la muerte misma habría tomado el lugar de la
trascendencia, actuando como sentido último de cada una de nuestras acciones y
vivencias. Subyaciendo al texto de nuestra biografía estaría el ser de una necrografía,
hasta el punto de llegar a acoger la muerte, como Sócrates, “como una de liberación del
mundo engañoso y perturbardor en el que el cuerpo se encuentra anclado” 7.
Reividnicamos aquí el ser como ficción vacía, pero no sólo por la ilusión de una
mortificación de la vida con la que aturde, sino porque mientras exista el ser, mientras
5
Nietzsche, F., El crepúsculo de los ídolos, p. 52.
6
Adriana Cavarero, “Decir el nacimiento” p 137.
7
Ibid. p 137.
haya metafísica, . El ser no es, después de Niezstche, sino una manera de relatar el
mundo, una interpretación. Y detrás de cada interpretación, detrás de cada filosofía, hay
un quien, un quien que consiguió apropiarse, que consiguió introducir su voluntad en el
mundo, su poder: este quien es el padre. Han sido los hombres los que construyeron el
simbólico, ya que el mundo no fue sino el espacio para la voz paterna. No olvidemos
además que toda interpretación del mundo acarrea prescripciones morales. El simbólico
paterno es, ante todo, ley: ley de los muertos, la voz del pasado que irrumpe en el
presente para actualizarse. De esta manera, si no introducimos a través de nuestra acción
una discontinuidad, un ruptura, estaremos prolongando el continuo de la ley paterna, y
negando al presente su carácter de acontecimiento único e irrepetible. Es por lo tanto la
expresión, prácitca y afirmación de la diferencia, ese verdadero átopos del universo
simbólico que existe muda y sin referencia simbólica. Reivindicamos aquí la diferencia
como único motor de la vida y de la historia. Normalmente para vivir seguimos caminos
trazados, formas de vida ya realizadas, inventadas por otros. Los muertos nos hacen de
lazarillo. Hemos heredado determinados esquemas de conducta y relación, una moral
pretérita que no satisface ya nuestros deseos. Así, nihilizar el orden es un nacimiento:
significa la apertura a lo desconocido, abismar el continuo temporal, moverse hacia la
nada de lo representado. Reivindicamos, pues, para huir de la ley del padre, una poesía
de sí que haga de nuestra vida una categoría de lo inconcebible, ya que mientras la vida
sea una categoría de lo posible, de lo concebible, vivir será un plagiar y un repetir la
barbarie. Vivir es una táctica, una eterna lucha en el terreno conquistado por el padre.
Hagamos de nosotros y nosotras un quién, una categoría de la posthistoria, de lo
insólito, un relato sin escribir; no un que, que cae dentro las categorías de la historia, de
la condición heredada e impuesta por los otros, de la repetición y la búsqueda de
reconocimiento e identidad en los relatos ya escritos. Sólo creeremos que el mundo
tiene voluntad, esto es, un sentido, mientras no seamos lo suficientemente valientes de
introducir nuestra voluntad, nuestra creatividad, en el mundo.

* * *

Bibliografía
- Luce Irigaray, El cuerpo a cuerpo con la madre. El otro género de la naturaleza. Otro
modo de sentir, Barcelona, La Sal, 1985.

- Françoise Colin, “Hannah Arendt: la acción y lo dado”, Praxis de la diferencia.


Liberación y libertad, Icaria, Barcelona, 2006.

- Adriana Cavarero, “Decir el nacimiento” en Diotima, Traer el mundo al mundo.


Objeto y objetividad a la luz de la diferencia sexual, Barcelona, Incaria, 1996.

- Adrienne Rich, Nacemos de mujer, La maternidad como experiencia e institución,


Cátedra, Madrid, 1996.

- Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid, 2006.

- Sartori, D., “Nacimiento y nacer en la acción. A partir de Hannah Arendt”, Duoda:


revista de estudios feministas, nº 11, 1996.

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