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El amante incendiario

Fernando Herrera Saavedra

... a Gabriela Hill


A

Al salir Laura de su trabajo, día a día se despide del conserje Don Ariel y camina por las
mismas calles sucias y partidas, día a día con excepción de domingos y festivos. Ese día
sus cautelosos pero distraídos ojos se posan sobre un niño que juega con su padre a ser
el chofer de un vehículo estacionado frente a la salida del edificio, lleva una falda a
media pierna, zapatos informales, una camiseta oscura, una carpeta en la mano, su pelo
liso y claro es tomado a la altura de los hombros y cae luego, libre por su espalda hasta
la altura de la cintura. En la vereda de enfrente una pareja discute airada y
exageradamente, Laura tropieza y sonríe con cierto rubor, casi en un acto reflejo cubre
su boca que incluye un incisivo levemente desorientado. Cuando se dispone a abrir su
bolso de mano, un muchacho de unos doce años la choca por delante y rápidamente le
entrega un ramo de flores, pese a la llamada de Laura (Daniela, Luisa, Gabriela…
preferentemente Gabriela, pero Laura) pidiéndole que voltee, el niño no lo hace, ella
gira y camina hacia adelante buscando con esa mirada, un tanto perdida y un tanto
desconfiada, una vaga respuesta en un lugar donde respuestas había ninguna. Al llegar a
la esquina, un hombre de unos treinta años con una libreta de bolsillo y un lápiz en la
mano, apoyado en un muro, la mira por la espalda:

- Pensé que ya sabrías quien te regala las flores – dijo.

Ella voltea, lo mira, dirige los ojos hacia el bolsito de mano y se dispone a sacar los
audífonos para acompañarse en el camino a casa.

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- Te pedí que me dejes tranquila – responde Laura con un tono despectivo y un
poco atemorizado - no me interesa conocerte ni que me conozcas – mientras deja las
flores en el basurero próximo a su muslo izquierdo.

Da la vuelta y se dispone a cruzar la calle repleta de automóviles ruidosos que enturbian


aún más el ambiente. En el alerón de un pequeño bar se posa una paloma a la cual le
falta un dedo de la pata derecha y que vuelve a volar cuando un chofer toca
insistentemente la bocina buscando pasajeros, malditas bocinas y malditos pasajeros,
pensó.

- El problema es que yo te conozco y tú me conoces también - responde Raúl -


déjame acompañarte hasta tu casa.
- ¡Déjame tranquila! – respondió con un tono muy bajo y un poco aterrada, le
amenazó con gritar.

Laura apresura el paso y atraviesa la calle sorteando una estampida de taxis colectivos
de color negro, Raúl le sigue cinco pasos atrás y cuando decide alcanzarla ella entra a
una farmacia, habla con un guardia gordo y moreno al cual la gorra no le asienta, apenas
le cubre la coronilla, sus zapatos sin lustrar y el pantalón de tiro corto le quitan
solemnidad, la llamada solemnidad del “máximo poder del mínimo escalón”. Ambos
miran hacia Raúl, quién se acerca a la puerta, el guardia en una señal amenazante
avanza desde el otro costado y abre los brazos para impedir el paso, Laura se fijó en
sendas marcas de sudor que el guardia tenía en los sobacos, aunque prefirió llamarle
axilas, en todo caso aquello no le sorprendió tanto como las costuras blancas en el
trasero del pantalón negro. Raúl solo asomó su nariz:

- ¡No te olvides de mí! - grita hacia adentro mientras el guardia aún no estaba tan cerca.

En el camino a casa, dentro de un taxi colectivo Laura escucha “not about love” 1 y ya
cerca de su destino solicita la parada. Cuando pretende bajarse, el chofer le habla:

1 Not about love, Fionna Apple, Extraordinary Machine, 2006

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- Señorita… ¿Usted trabaja en una biblioteca?
- Sí, pero… ¿Cómo lo sabe? – preguntó Laura extrañada, mientras se quita el
audífono derecho para escuchar mejor.
- Es tal como me dijeron señorita, delgada, camiseta oscura, pelo liso y claro,
audífonos blancos, carpeta y bolso de mano, debo darle esto...

El Chofer extendió su brazo para entregarle un sobre amarillo sin remitente ni destino y
un poco ajado en las puntas, luego se estiró increíblemente para él mismo cerrar la
puerta y finalmente aceleró para así no tener que contestar ningún tipo de pregunta, tal
cual le habían solicitado. El chofer siempre había querido ser un espía y ésta situación,
era la única parecida en su vida, ese día por mera casualidad un hombre fue feliz.

Es una ciudad vacía al anochecer y con la sola intención del sol dejarse caer, las
personas apresuran sus pasos, aceleran sus automóviles, cuando las calles quedan vacías
se vuelcan los perros a las veredas, desde las plazas, cuando ya no están atontados por el
calor reinante en esas veredas de árboles ausentes y atestadas de basura. Unos minutos
antes de las estampidas Raúl toma su camioneta y acude a bares, anotando anécdotas,
historias, a veces con cámara fotográfica, otras veces con cámara de video, en ocasiones
hasta la madrugada. Es sensato dejar en claro que al comienzo de la investigación y para
ayudarse a conocer a los protagonistas, Raúl pedía cerveza, fumaba dos o tres cigarrillos
y se marchaba cerca de las doce, dormía y a eso de las trece horas del reloj se levantaba
a trabajar en el computador. Un par de meses después tomaba ron, fumaba una cajetilla
por noche, se retiraba ebrio, trabajaba en el computador hasta el mediodía, si es que se
mantenía despierto, ya no comía mucho y el lugar donde vivía comenzaba a apestar. Sus
retornos en vehículo los cambió por largas caminatas nocturnas, a veces insostenibles
que muchas veces terminaban en dormilonas callejeras o estadías nihilistas en alguna
comisaría cercana.

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Una de las madrugadas de somnolienta caminata vio a Laura dirigirse hacia la
Biblioteca, aún renegando del amor, se enamoró de inmediato, la siguió durante dos
cuadras a unos veinte metros de distancia, una vez ella estuvo dentro, Raúl anotó para
no olvidar (aunque aquello jamás sucedería).

Luego de ese día (X) solo pedía Coca – Cola en los bares o Pepsi, u Orange Crush, o
simplemente ShipCola, la que hubiera en realidad, poco le importaba. Ahora fumaba
dos cajetillas diarias y seguía comiendo mal, documentaba a la gente de los bares desde
las diez hasta las doce de la noche, trabajaba en el computador hasta las tres de la
madrugada, se levantaba a eso de las nueve, se iba a la biblioteca y se quedaba allí hasta
la hora de salida de Laura. Al principio no leía mucho, tomaba cualquier ejemplar y lo
hojeaba, sobre todo cuando descubrió el lugar exacto donde la muchacha trabajaba y
descubrió también la mesita perfecta para poder observar sin ser descubierto. Con el
paso de los días comenzó a leer, luego más y más, terminando uno a dos libros diarios,
novelas, tratados, ensayos, crónicas, poesía, etc.

La biblioteca es pequeña en realidad, tiene dos salas principales en el segundo piso,


abajo salas pequeñas y en gran porcentaje de la construcción, las oficinas
administrativas, está casi siempre vacía. Desde la ubicación se ve claramente la puerta
por la cual entraba y salía Laura de su oficina, sin embargo ella nunca lo vio hasta ese
día que por casualidad se encontraba Don Ariel, un hombre particularmente calmado
que no hacía mucho por hacer nada, este hombre gesticulaba en un falso silencio justo
delante de la mesita de Raúl. Él en cambio, la veía desde hace mucho tiempo, contando
este día, el día 0, habrán sido unas trescientas ochenta y seis jornadas de vigía,
considerando claro, que la biblioteca no atiende los domingos ni atiende festivos, tanto
católicos como militares, tanto evangélicos como internacionales.

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El día cero, cuando Don Ariel hacía señas a Laura, Raúl estaba ensimismado o
aparentemente ensimismado y ella lo divisó por vez primera.

Raúl, muy perdido entre libros que pensó, ayudarían a encontrar inspiración, tenía una
mirada borrosa y ofuscada cuando por primera vez alguien le habló.
- El tiempo, el espacio y el peso, son lugares inmoralmente relativos - susurró
Milan al oído del lector.
Él se asustó pero su reacción fue solamente la de encoger los dedos de los pies y apretar
con los otros ocho, los dedos pulgares de sus manos, costumbre arrastrada ya durante
años. Giró la cabeza hacia atrás y miró a los ojos del Sr. Kundera…

- ¡Usted no puede estar aquí! – reprochó Raúl en voz baja y un tanto avergonzado
por sus pies y manos acusativos que nadie percibió.
- Ya respondí a la pregunta que te haces – volvió a susurrar Milan – Sin embargo
debo preguntar, ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
- Me parecen siglos – dijo Raúl susurrando con los dientes apretados y bajando la
cabeza - pero hasta hoy van trescientos ochenta y seis días.

Desde la mesa del frente, con calma insondable, habló un tal Herman:

- Paciencia – sugirió - ni la montaña apura el río ni éste desespera por enamorar


al mar – mientras recordaba a aquel personaje ya elogiado de la paz interior, el que
despertó, nunca recuerdo su nombre.
- La paciencia no es lo mío – respondió Raúl un tanto ennegrecido y mirando de
reojo.
- Eso, como todo, es para nada objetivo – intervino Albert – todo depende del
prisma visual, ¿Cuántos días lleva usted aquí? – preguntó casi retóricamente.
- ¡Trescientos ochenta y seis! – aseveró Kundera, agitando su cabeza de forma
vertical. (y eso que había optado por el silencio)
- Verá – continuó Einstein – trescientos ochenta y seis días, buscando frases ajenas
para adornar su vida, con un promedio de diez horas diarias, son tres mil

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ochocientas sesenta horas, considerando el tiempo que ha pasado, desde que Mr.
Kundera formuló su pregunta, unos cuarenta segundos atrás, es mucho mayor el
tiempo de espera silente al de desesperación patente, si a eso agregamos que
durante estas tres mil ochocientas sesenta horas no ha visto a Laura más que un
promedio de tres minutos diarios, lo que nos entrega doscientos treinta mil
cuatrocientos cuarenta y dos minutos de espera en solitario, sin hablar con nadie,
con los ojos secos como la pata de un camello, entonces yo diría Don Raúl, que es
usted un hombre paciente.

En el preciso momento en que Raúl intenta rebatir la opinión del Sr. Einstein (tarea
compleja por lo demás), Laura lo divisó.

- Mire Sr. Einstein, dudo mucho que mis capacidades excedan a las suyas, sin
embargo, ni el relativismo, ni la teoría de la relatividad de su física moderna tienen
que ver aquí, estos son sentimientos, no fenómenos de estudio científico – respondió
Raúl.
- Se dará cuenta, tarde o temprano – respetuosa y sonrientemente dijo Albert – que
al final, es todo lo mismo.

Laura que se encontraba en el primer piso, al ver a Raúl hablando solo murmuró en voz
baja.
- Está hablando solo – dijo hablando sola – debe estar loco. Sin notar que todos
hablan solos, pero sólo algunos mueven la boca.

Al otro día Raúl cambió de posición, no porque él lo quisiera, no porque se hubiera


dado cuenta de que Laura lo había visto hablar solo (situación que provocó en ella una
extraña atracción), tampoco fue por alguna brisa molesta que haya detectado en esa
situación, no tuvo nada que ver el incidente horrible y menos fue porque desde la nueva
posición veía mucho mejor sin ponerse en evidencia. La única razón por la que decidió

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cambiarse de lugar fue el poder de convencimiento de Sun Tzu, quien le advirtió en
variadas ocasiones que debía cambiar el puesto estratégico.

Raúl no era precisamente un amante de la literatura, no acostumbraba consumir libros,


nunca había entrado a la biblioteca a leerlos y menos sentarse en una mesita de esas de
madera con separaciones cubiculares. Como no tenía costumbre de leer, sólo conocía a
los escritores más famosos, los “all star” por así decirlo, aunque el término
“renombrados” es quizá el que se acerque con mayor comodidad. De aquellos autores
de fama, solo conocía a su vez, los libros más celebrados, es por esto que en un
principio fue eligiendo los libros de acuerdo a su conocimiento o a su recuerdo, los
títulos más publicados, luego empezó a seguir las secciones (drama, comedia, policial,
etc), luego las editoriales, después leyó por autor pero cuando se tropezó con Coelho
decidió parar, cercano al día trescientos (antes de 0), ya elegía sólo por el color del libro
trazando desde el blanco toda la escala cromática posible, sin importar temática, hasta
llegar a los más oscuros tomos que extrañamente coincidieron con el ocaso de su
lucidez.

En el llamado día 0, Raúl no veía ya con claridad, resulta que el día X (día que vio a
Laura por primera vez), consiguió unos anteojos de sol (Laura odia la palabra “gafas”),
unos “ray-ban” antiguos, y ahora le costaba ver bien en lugares poco iluminados, ha de
ser porque casi no se los quitaba, Raúl pensaba que de alguna manera los lentes lo
hacían más libre, al menos al mirar sin denunciarse.

Contando trescientos ochenta y seis días después de X, más domingos y festivos,


amaneció nublado, la ciudad estaba despertando desde hace rato y en las calles
aparecían tímidamente las primeras bolsas, papeles, envases de comida, cajetillas
vacías, botellas y más de algún condón (por lo menos la higiene genital estaba
resguardada). Los locales comerciales abren temprano sus puertas, ventanas y vitrinas

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para dejar entrar al hoy ausente sol y alguna mirada matutina perdida entre el sueño y la
vigilia. Sigilosamente un gato se mueve para atrapar una paloma cerca de la puerta de
acceso para empleados de la biblioteca.

Luego de un corto paseo en colectivo Laura baja cerca de su trabajo, seguro que si
tuviera una bicicleta ahorraría mucho en dinero y salud, ella vive relativamente cerca de
su destino, y aunque no le gusta la idea de sudar, hoy mismo está decidida en adquirir
una.

Aquel día salió atrasada y aunque el chofer era relativamente audaz, no alcanzó a estar a
tiempo para marcar la tarjeta de entrada de manera exitosa. Laura caminaba velozmente
por la calle, era cerca de las nueve y treinta a.m. y ni siquiera Raúl la vio pasar de tan
rápido que cruzó la calle, justo cuando él se había detenido a comprar un café. Ella
caminaba sin música, la premura de cumplir el horario había hecho olvidar los
audífonos al lado del vaso de agua (elemento mágico que según Laura es la cura de
todos los males), entre el despertador y el libro aquel de Juan Emar que encontró por
quinientos pesos (y casualidad) en el mercado de la ciudad.

C (2)

Luego de Einstein concluir con esa extraña amabilidad de los locos, Raúl se entregó a la
duda, al existencialismo. Al rato, durante largo tiempo estuvo frente a Sigmund Freud,
quién a pesar de Raúl llevar lentes obscuros, ganó el juego de quemarse los ojos, y Raúl
comenzó a llorar, Shakespeare intervino en el llanto angustioso de haber perdido una
partida de ojos quemados2 posó su mano sobre el hombro de Raúl y antes de decir
palabra alguna fue silenciado, lo mismo pasó cuando intentó acercarse el amable de
Richard Bach (que nadie entendía que estaba haciendo ahí si no volando o algo así).
Nadie volteó hacia el vozarrón silenciador, Raúl lo intentó pero William Shakespeare

2 juego que consiste en mantener la mirada frente a otro sin pestañar, quien primero lo haga pierde

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contuvo determinante su cuello, no se entendió bien lo que la voz susurraba, hablaba
muy bajo y justo Don Ariel comenzó a decir “un mensaje, un mensaje”. Sin embargo
Raúl, luego de ese confuso episodio (dentro de lo raro que ya era todo) decidió hablar
con Laura, quizás porque el tiempo de observación ya había sido demasiado, o quizás
fue debido a la fuerza en esa voz censuradora que le hizo en algún momento, temer por
su vida.

D (2)

No entendía bien lo que Don Ariel quería decir, por lo tanto tuvo que poner la máxima
atención posible, es extraño, el hombre aquel lo único que tenía que gesticular a Laura,
era que tenía una carta que entregarle a María Angélica (irrelevante en la historia) sin
embargo Don Ariel movía los brazos, luego trataba de escribir las letras en el aire,
finalmente decidió escribir en una hoja, para eso se agachó y mientras lo hacía, Laura
vio a Raúl. – Está hablando solo – se dijo en voz alta – debe de estar loco.

El primer gesto fue una sonrisa, ni siquiera le dio tanta importancia al soliloquio de la
mañana, a pesar de Laura sorprenderse con facilidad. Él no supo como comenzar la
conversación, y la frase que a pesar de trescientos ochenta y seis días más domingos y
festivos no había logrado aún de buena manera articular, tomó una forma de balbuceo al
escapar de su boca, balbuceo que fue correspondido por la sonrisa complaciente de
Laura. Es extraño imaginarlo, pero segundos después un increíble y osado acto de parte
de Raúl, acto que le convence de hablar al oído de Laura, y más difícil aún resulta
imaginar lo que dijo, en parte porque a la distancia no se pudo escuchar y en parte
porque Laura da un paso hacia atrás y de un puñetazo a gran velocidad (nada de
bofetadas) rompe la nariz de Raúl, da la media vuelta un poco nerviosa y avergonzada,
camina hacia la calle e intenta imaginar que habrá querido decir ese tipo, con lo que le

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dijo, cada tres pasos mira rápidamente hacia atrás para verificar si aquel… ¿degenerado
quizá?, ¿psicópata tal vez?... la seguía, situación un tanto imposible por lo demás, ya
que Raúl se encontraba sentado en la escalera de acceso a la biblioteca, con las rodillas
contra la frente, la nariz torrentosa de sangre, con los ojos envueltos en lágrimas y la
moral contra el suelo, desde dentro de la biblioteca le pareció escuchar una oscura, muy
oscura risa, era la misma voz censuradora que había sido imposibilitado de asociar con
el rostro de Lavey, pero no es importante en este momento y ni siquiera era Szandor
Lavey.

A pesar del golpe que firmemente le otorgara Laura el día anterior, Raúl no dejó de
insistir en hablar con ella, su mente comenzó a divagar entre los libros y la realidad, así
elaboraba cada día más complejas y ridículas tácticas, algunas completamente
incomprensibles como aquella vez que de la reja de entrada colgó bizcochos, tartaletas y
todo tipo de repostería exquisitamente adornada, envuelta en cajitas con pequeñas
perforaciones y grandes cintas de colores. Al salir Laura de su trabajo encontró unos
nueve perros comiendo pasteles en la entrada de la biblioteca y una gran nube gris de
moscas, al intentar pasar por el costado de la horrible escena, un perro intentó morderla,
pero ella reaccionó correctamente golpeándolo con su bolso de mano, después de lo
cual ningún otro can intentó atacarla.

Quizás la propuesta más acertada de todas fue repletar la entrada de pedazos de papel
rojo en forma de pétalo, el lugar se veía hermoso y una suave brisa ayudaba a entregar
una sensación de bienestar maravillosa. Ese día, como todos los jueves, Laura salió por
el estacionamiento para asistir a su clase de yoga, sólo supo de los pétalos al otro día
cuando Don Ariel y ella se enfrascaron furiosamente debido al mal humor de aquel
caballero sin caballo que había tenido que barrer los papelitos famosos, esos que Laura
nunca vio.

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En el mayor acto de desesperación, antes de entrar en la etapa oscura, Raúl llegó con
chocolates y flores reales, los chocolates de las muchas (muchas) cajas comenzaron a
derretirse con el infame calor, así se formó una especie de charco café, se fundió con los
pétalos de las flores y un agradable aroma se desprendía de los adoquines de la entrada,
Laura sonrió pero no pudo salir por la entrada principal y cuando Raúl le dio el “vamos”
a los Mariachis (sí, Mariachis) ella ya se había ido. Sólo Don Ariel vio la función que
terminó abruptamente con el agua que comenzó a lanzar.

Los últimos cinco días fueron los peores, después de ese domingo con lunes feriado
Raúl llegó distinto, otra personalidad afloraba en su mirada, quizás más sombría, pero
también más segura.

A diario Laura se preguntaba ¿Cuál será la sorpresa de hoy?, todos los días, desde el día
de los chocolates derretidos. Ese día martes Raúl no entró a la biblioteca y el personal se
preocupó, resulta que estaban mucho más interesados en averiguar que sucedería al final
de la jornada, que en su propio trabajo y ese día, una vez más o quizás por última vez, o
quizás la vez que más, el público tuvo una pésima atención.

En una habitación húmeda y lúgubre se encuentra Raúl, leyendo, fumando, la única luz,
aparte de una mínima ampolleta es la que se cuela por las rendijas de las ventanas
clausuradas días atrás, el arrullar de las palomas se confunde con los versos
murmurados entre respiraciones desilusionadas y bocanadas de humo. Al mirar con
atención aparecen libros apilados en orden alfabético en un antiguo estante y en los
muros un par de papeles garabateados y subrayados.

- Hay palabras que no se pueden encontrar - dijo Donoso - ellas nos encuentran
a nosotros y muestran la sangre, por la tinta y al papel.

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- Es fácil decirlo, sobre todo para alguien sobre quién se han hecho ya dos
películas - respondió Raúl…
- Tres - corrigió José - pero no hablan de mí, son basadas en mis historias –
gesticulando con el dedo apuntado hacia el firmamento.
- Tarde o temprano Don José, siempre se termina hablando de uno mismo –
respondió Raúl – además, tres películas no es tanto, si hasta Fuguett tiene
una…
- Tres también - interrumpió Alberto desde una esquina, apoyado con su hombro
derecho contra el muro – y una la dirigí yo.

Con una voz sólida De Rokha increpó a Fuguett con frases irrepetibles y maravillosas
mientras seguían apareciendo rostros, algunos irreconocibles, otros más familiares.
Justo cuando Benedetti y García Márquez se encontraban entrampados en alguna
imaginaria y a la vez mágica jugada de ajedrez, una somnífera voz empezó a hablar de
amor, versos usados mil veces, desgastados, martillados y majaderos que alguna vez
obtuvieron galardones y provocaron más de algún tiritón.

- No creo en el amor – sentenció Raúl – por eso es que no escribo, simplemente


porque no puedo sentirlo, hoy por hoy, en este estado enfebrecido solo pienso en
una mujer, que bastante lejos del amor está.

- Eso depende – habló Dostoievski – de que amor se trate, si es a la patria, si es


al amor, si es a la justicia o a la miseria, en fin, todos y cada uno de ellos tienen
su parte en balanzas de lo justo y correspondido, después de todo no hay uno
solo ni hay más...
- Yo creo que, principalmente, no tienes talento – rascando un ojo bajo el lente
Lira interrumpió a Don Fedor
- Ni Rousseau lo hubiera dicho más claro – se pronunció Proust.

Rodrigo Lira habló un poco más acerca de su propia escritura, de la incomprensión, de


la necesidad literaria, etc.

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- Yo creo que estás sobrevalorado – dijo Gabriela, una hermosa joven que nada
tenía que ver con Lucila y que ninguno de ellos conocía en realidad (aunque ella
sí los conocía).

Ni Sábato, ni Borges, ni siquiera Vargas Llosa que tanto habla quisieron discutir, sólo
Cortazar murmuró pero nadie lo entendió de inmediato. Altas horas corrían mientras la
habitación se hacía más y más grande, para cobijar por supuesto, a los invitados y
paracaidistas de aquella conversación, Bukowski se encontraba ahora al medio del
oscuro cuarto de escritura - lectura, sin decir una palabra, uno a uno fueron hablando
todos los participantes de la tertulia, excepto Charles claro, pero hay quienes aseguran
que Bukowski nunca dijo realmente nada.

Con la cantidad de cigarrillos encendidos y el chamuscado olor de ideas incendiarias (ya


ha de entenderse el calificativo utilizado), el cuarto aquel fue llenándose de humo y fue
apenas distinguible la frente de Roberto que comenzaba a elaborar una frase cuando una
mujer llamada Pedro le preguntó el apellido…

- Belano – respondió Roberto (o Arturo)

Mientras Raúl quedándose dormido estaba seguro de haber escuchado Bolaño. En el


tránsito hacia el sueño se oía a lo lejos a Juan Ramón Jiménez aún reclamando por la
discriminación que había sufrido su amigo por su fehaciente forma animal, los susurros
menos comprensibles fueron de a poco tomando forma en el onírico estado mental,
lentamente la voz de Edgar Allan Poe y C. Beaudelaire fueron recreando muerte
amorosa y romántica, sumergida en el barro tempestuoso y visceral. Con entusiasmo
habló el Marqués de Sade, alguien se atrevió a preguntar - ¿Qué hace él acá? - pero esa
mirada profunda y profana no encontró rival del tamaño correspondiente, sólo un
alemán de bigote humeante logró silenciarlo, asco de hombre dicen algunos, genio
divisorio pensarían otros, pero sin embargo no hubo autor o personaje, o lector dormido
en este caso, que no escuchara la voz profunda y malograda de Friedrich Nietzsche.

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Raúl en su sueño se sentó con una extraña selección de autores literarios, los ya
mencionados Poe, Beaudelaire, Nietzsche, Lavey, acompañados por Nicolás
Maquiavelo y una larga fila de oyentes que se acercaron a esta asamblea del deber.

Mucho se habló de la paciencia de Raúl, el caso de Laura, las reacciones, del día aquel
que le dijo por primera vez que no quería saber nada con él, que lo consideraba un
patético caso esquizoide, los intentos por complacerla (inútiles a lo más), se habló
también de la razón que finalmente los congregaba, Raúl, tan ferviente lector por estos
días no podía quedar a la deriva y aquellos maestros del saber darían las directrices para
acabar con esa agonía de amor desamor. A pesar de que fueron muchos los interesados
en opinar, la reunión quedó sentenciada por la frase “el fin justifica los medios” y fue
don Nicolás entonces el gran vencedor de este coloquio. Kafka fue invitado pero no
pudo opinar en absoluto, su boca había mutado sin que se diera cuenta.

Al despertar Raúl al día siguiente, tenía una imagen muy clara acerca de lo que iba a
suceder, o lograba un acercamiento definitivo o debía deshacerse de las voces de cientos
de autores que entre revoloteos neuronales le indicaban que hacer, y tal murmullo
cerebral no era sostenible para nadie.

Ese día por última vez entró a la biblioteca, fue directo donde trabajaba Laura, la miró
fijamente y pidió que salieran a beber algo, quizás a comer, o tal vez a caminar. La
respuesta fue casi automática, y es que no se trata de que Laura fuera una mujer
complicada ni reacia a conocer gente, pero ya en su cabeza había formulado esa
pregunta bastantes veces como para no olvidar la respuesta y como si fuera poco, la
mirada de Raúl era por lo menos, aterradora. Así salió Raúl, también por última vez de
la biblioteca, cabizbajo, pero su mirada no era penosa, al contrario intimidaba, cabizbajo
como el toro antes de atacar. Llegó a su casa descuidada y mal oliente, tomó todos los
libros existentes en el cuarto de las tertulias y los puso dentro de un saco, finalmente
revisó sus anotaciones, escribió una carta pequeña y la metió en un sobre con las puntas
ajadas, escribió una segunda nota en un papel amarillo y se durmió.

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H

Cuando el colectivo partió tan rápidamente, Laura se asustó, seguramente debido a su


sorpresa por el asunto de la carta aquella o tal vez porque en la tierra había muchas
piedras sueltas, por lo que el vehículo hizo un ruido escandalosamente exagerado al
“escapar”. La carta era bastante escueta…

“Laura: como he supuesto con antelación, una vez más me habrás rechazado, todos
aquellos intentos han resultado inútiles y sin quererlo yo, dentro de este corazón
sangrante ha crecido un espacio de amor y odio. No es mi intención asustarte, sólo
imploro mediante letras, que acudas este amanecer a la biblioteca y verás mi última
ofrenda o mi única ofrenda, como quieras llamarle, te espero con ansias,

Con una extraña sensación de angustia y satisfacción, se despide

Raúl”

Tremenda duda en la cabeza de Laura al terminar la carta, se dirige a su casa y ordena


todo para el día siguiente, no se preocupa mucho por la misiva y no sabe bien la
seriedad de la misma, al cabo de un rato se duerme. Despierta angustiada, muchas voces
aparecieron casi al unísono en sus sueños, despertó con las primeras luces de la
madrugada y pensó en lo agradable que sería tener una bicicleta en ese momento para
evitar el tráfico y el roce con gente indeseable (y vendían justo a media cuadra de la
biblioteca). Se vistió de inmediato y sin desayuno partió.

En los alrededores de su lugar de trabajo había mucha conmoción, las calles estaban
cortadas por balizas y sirenas que cantaban un lamento junto con los pájaros de la
mañana, al acercarse se dio cuenta de horrible esperpento visual, los espejos quebrados
por el calor, los ladrillos manchados de negro, escombros, bullicio, panfletos…

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¿Panfletos? , sí, con la repetición industrial de los mismos textos escritos en uno de los
muros que menos contacto con el fuego había tenido, entre las chamuscadas ideas
incendiarias, entre el humo y el pesar de todos los autores, entre el combustible material
literario se podía leer lo siguiente:

“Hoy mi muerte tiene nombre


puedo mirarla a los ojos
sonreírle y me sonríe.
Hoy alcanzable y besable,
razante como arma principal.
hermoso velorio diario
sollozos de amanecida
como sangre entre mis manos.

Las torpes manos del olvido forzado


la cilíndrica forma de un metal que embriaga
hoy su voz es esa daga que merma los sentidos
hoy es la estaca que vive en este corazón que agoniza
hoy en estas cenizas, esa muerte es ese olvido”

Laura lo leyó varias veces antes de que apareciera Carabineros y se lo llevara en un


estado deplorable, se le quedó mirando y en ese momento Raúl se sintió libre al fin y
agitó su cabeza hasta caer los “Ray-Ban”. Ella estuvo ahí parada mirando pasmada
hasta que mi mano se posó sobre su hombro y yo, a sabiendas de lo acontecido, en un
egoísta y frío gesto le comenté que el local estaba ya abierto, así la tomé del brazo y
entramos por fin a comprar la famosa bicicleta.

FIN

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