La primera imagen de la que me habló fue la de tres niños en una carretera en Islandia, en
1965. Dijo que para él ésa era la imagen de la felicidad y también que había tratado varias
veces de unirla a otras imágenes, pero nunca funcionaba.
Él me escribió: un día, tendré que ponerla sola, al comienzo de una película entre dos
imágenes completamente negras; así si no ven la felicidad de la imagen, al menos verán
la parte más negra.
Él escribió: he estado alrededor del mundo varias veces y ahora, solamente la banalidad
me interesa aún.
(...)
Solía escribirme desde África. Comparaba el tiempo africano con el europeo, y también
con el tiempo asiático. Decía que en el siglo XIX, la humanidad había aceptado el
espacio, y que la gran cuestión del siglo XX era la coexistencia de diferentes conceptos
de tiempo.
(...)
Me escribió que en Las Islas Bijagós son las jóvenes quienes eligen a sus novios. Me
escribió que en los suburbios de Tokio hay un templo consagrado a los gatos.
Desearía poder transmitirte la simplicidad, la falta de afectación, de esta pareja que había
ido al cementerio de los gatos a colocar una placa de madera inscrita para que su gata
Tora esté protegida.
No, no había muerto, sólo se había escapado. Pero el día que muriese nadie sabría cómo
rezar por ella, cómo interceder con la Muerte para que la llamase por su nombre
verdadero.
Así que vinieron aquí, los dos, bajo la lluvia, para llevar a cabo el ritual que cosería el
tejido del tiempo por donde se había roto.
Él me escribió: habría pasado toda mi vida tratando de comprender la función que tiene
recordar, que no es lo contrario de olvidar, sino más bien su funda.
Nosotros no recordamos, podemos reescribir la memoria como reescribimos la Historia.
¿Cómo puede uno recordar la sed?
(...)
¿Cuánto tiempo han estado allí esperando a la barca, pacientes como guijaros, pero listos
para saltar?
Es un pueblo de nómadas, de navegantes, de gente que viaja por el mundo . Se moldean a
sí mismos mediante la reproducción cruzada, aquí, en estas rocas que los portugueses
usaron como una estación de clasificación para sus colonias.
Un pueblo de la nada, un pueblo del vacío, un pueblo vertical.
(...)
Samura Koichi: "¿Quién dijo que el tiempo cura todas las heridas? Sería mejor decir que
el tiempo cura todo menos las heridas. Con el tiempo, el dolor de la separación pierde sus
límites reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado pronto desaparecerá, y si el cuerpo que
desea ha dejado ya de existir para el otro, entonces, lo que queda es una herida... sin
cuerpo."
Él me escribió que el secreto japonés, lo que Lévi-Strauss había llamado "la intensidad de
las cosas", suponía la facultad de comunión con las cosas, de entrar en ellas, de ser ellas
por un momento. Lo normal era que al llegar su fin fuesen como nosotros: efímeros e
inmortales.
(...)
¿Por qué debería un país tan pequeño y tan pobre interesar al resto del mundo? Hicieron
todo lo que pudieron, se liberaron entre ellos, expulsaron a los portugueses; traumatizaron
a la armada portuguesa hasta tal punto que dio lugar a un movimiento que derrocó la
dictadura, y, por un momento, le llevó a uno a creer en una nueva revolución en Europa.
¿Quién se acuerda de todo aquello?
La Historia tira por la ventana sus botellas vacías.
(...)
Mi problema personal era más específico: ¿cómo filmar a las mujeres de Bissau?
Aparentemente la función mágica del ojo estaba trabajando ahí en mi contra. Fue en los
mercados de Bissau y Cabo verde donde pude observarlas de nuevo con igualdad...
Esta sucesión de figuras, tan cerca del ritual de la seducción: La veo a ella, ella me veía,
ella sabe que yo la veo, y deja caer su mirada, justo hasta un ángulo en el que aún es
posible actuar como si no fuera dirigida a mí y al final, la mirada real, sincera, que duró
la veinticuatroava parte de un segundo, lo mismo que el fotograma de una película.
Todas las mujeres tienen incorporada una semilla de indestructibilidad, y la tarea de los
hombres ha sido siempre hacer que se dieran cuenta de ello lo más tarde posible.
Los hombres africanos son tan buenos en esta tarea como los otros, pero después de una
mirada cercana a las mujeres africanas, no necesariamente apostaría por los hombres.
(...)
Mi colega Hayao Yamaneko ha encontrado una solución: si las imágenes del presente no
cambian, entonces es que cambian las imágenes del pasado. Me mostró los conflictos de
los años 60 tratados con su sintetizador. Imágenes que son menos engañosas -dice, con la
convicción de un fanático- que ésas que ves en la televisión. Al menos, proclaman ser lo
que son: imágenes, no la forma portátil y compacta de una ya inaccesible realidad.
Hayao llama al mundo de su máquina "La Zona", en homenaje a Tarkovski.
(...)
Él me escribió: hasta en los puestos donde venden partes de objetos electrónicos, con los
que algunos extravagantes hacen joyas, dentro de la partitura que es Tokio, existe un
pentagrama singular cuya rareza en Europa me condena a un verdadero exilio acústico.
Es la música de los videojuegos. Están incrustados en las mesas. Se puede beber, se
puede comer, y seguir jugando. Están abiertos hacia la calle; escuchándolos puedes jugar
de memoria.
Vi nacer todos estos juegos en Japón y aunque después me los volví a encontrar por todo
el mundo, un detalle era distinto. Al principio era un juego conocido: una especie de
paliza antiecológica, donde la idea era matar tan pronto como aparecían, criaturas que
nunca llegué a determinar si eran castores o bebés foca.
Y ahora he aquí la variación japonesa. En vez de animales, hay unas cabezas humanas
identificadas por etiquetas: en cabeza, el Presidente Director General, en frente suyo, el
vicepresidente y los directores, en la primera fila, los jefes de sección y el jefe de
personal.
El tipo al que filmé, el que estaba golpeando a toda la jerarquía con una energía
envidiable, me confesó que para él el juego no era en absoluto alegórico, que él pensaba
muy concretamente en sus superiores. Es por eso por lo que el muñeco que representa al
jefe de personal ha sido aporreado tanto y tan fuerte, que está inservible, y por lo que ha
tenido que ser remplazado de nuevo por un bebé foca.
Hayao Yamaneko inventa videojuegos con su máquina. Para complacerme, incluye mis
animales más queridos: el gato y la lechuza. Reivindica que la textura electrónica es la
única que puede tratar con el sentimiento, la memoria y la imaginación.
(...)
Os estoy escribiendo todo esto desde otro mundo, un mundo de apariencias. En cierta
manera, estos dos mundos se comunican. La Memoria es para uno, lo que la Historia es
para el otro: una imposibilidad.
Las leyendas nacen de la necesidad de descifrar lo indescifrable. Las memorias deben
arreglárselas con su delirio, su deriva. Un momento detenido ardería como un fotograma
bloqueado delante el horno de un proyector.
La locura protege, como la fiebre.
Envidio a Hayao en su 'zona,' juega con los signos de su memoria. Él los sujeta y los
decora como a insectos que han volado más allá del tiempo, y a los que puede contemplar
desde un punto de vista fuera del tiempo: la única Eternidad que dejamos.
Miro sus máquinas. Yo creo en un mundo donde cada memoria pueda crear su propia
leyenda.
Él me escribió que sólo una película había retratado la memoria imposible, la memoria
loca: una película de Alfred Hitchcock, Vértigo. En la espiral de los títulos de crédito él
veía al tiempo cubrir un campo más y más grande a medida que se alejaba, un ciclón
cuyo momento presente contiene al ojo sin movimiento. En San Francisco había hecho su
peregrinaje a todas las localizaciones de la película: la floristería Podesta Baldocchi,
donde James Stewart espía a Kim Novak; él, el cazador; ella, la presa. ¿O era justo al
revés?
Las baldosas no han cambiado. Había recorrido de arriba a abajo las colinas de San
Francisco por donde Jimmy Stewart, Scotty, sigue a Kim Novak, Madelaine. Parece que
consiste en seguir el rastro del enigma, del asesinato, pero en realidad es una cuestión de
poder y libertad, de melancolía y aturdimiento. Tan cuidadosamente codificada dentro de
la espiral que puedes no darte cuenta, y no descubrir inmediatamente que este vértigo
espacial en realidad representa un vértigo temporal. Él había ido siguiendo todas las
huellas, hasta el cementerio en Mission Dolores, donde Madelaine iba a rezar a la tumba
de una mujer muerta desde hace mucho, a la que nunca habría conocido. Él siguió a
Madelaine -como Scotty había hecho- hasta el Museo de la Legión del Honor, ante el
retrato de una mujer muerta a la que nunca habría conocido. Y en el retrato, como en el
pelo de Madelaine, la espiral del tiempo. El pequeño hotel victoriano donde Madelaine
desapareció había desaparecido también; el hormigón lo había remplazado, en la esquina
de Eddy & Gough. Por otro lado, el corte en la secuencia estaba aún en los Bosques de
Muir. Allí, Madelaine señaló la corta distancia entre dos de esas líneas concéntricas que
medían la edad del árbol y dijo, "Aquí nací... y aquí me morí."
Él se acordó de otra película en la se mencionaba este pasaje. La secuencia era la que está
en el Jardín de las Plantas de París, y la mano apuntaba a un lugar fuera del árbol, al
exterior del tiempo. El caballo pintado en San Juan Bautista, su ojo se parecía al de
Madelaine: Hitchcock no había inventado nada, todo estaba ya allí. Él había corrido bajo
los arcos del paseo en la Misión, como Madelaine había corrido hacia su muerte. Pero,
¿era la suya? Desde esta falsa torre, la única cosa que Hitchcock había añadido, se
imaginó a Scotty como un enamorado engañado por el tiempo con la imposibilidad vivir
con la memoria sin falsificarla. Inventando una doble Madelaine en otra dimensión
temporal, en una "zona" que sólo le pertenecía a él, y desde la que podía descifrar la
indescifrable historia que había comenzado en el Golden Gate, cuando había alejado a
Madelaine de la Bahía de San Francisco, cuando la había salvado de la muerte antes de
volver a arrojarla.
¿O era al revés?
(...)
Estas faltas de firmeza del tiempo las siente como una injusticia, y reacciona a esta
injusticia como el Ché Guevara, como la juventud en los años 60, con indignación. Es un
tercermundista del Tiempo. La idea de que la infelicidad había existido en el pasado de su
planeta es tan insoportable para él, como la existencia de pobreza en su presente.
Naturalmente, se equivocará. La infelicidad que descubre es tan inaccesible para él, como
la miseria de un país pobre para los niños de uno rico. Ha elegido abandonar sus
privilegios, pero no puede hacer nada con el privilegio que le ha permitido elegir.
Su único recurso es el mismo que le lanzó a esta búsqueda absurda: un ciclo de melodías
de Mussorgsky.
(...)
Perdido en el fin del mundo, en mi Isla de Sal, en compañía de mis juguetones perros,
recuerdo aquel mes de enero en Tokio, o más bien, recuerdo las imágenes que filmé del
mes de enero en Tokio. Se han sustituido a sí mismas en mi memoria.
Ellas son mi memoria.
Me pregunto cómo la gente puede recordar las cosas que no filman, no fotografían, no
graban.
¿Cómo se las arregla la Humanidad para recordar?
Ya lo sé: escribió la Biblia.
La nueva Biblia será una eterna cinta magnética de un tiempo que tendrá que releerse a sí
mismo constantemente sólo para saber que existió.
(...)
Volví a ver lo que había sido mi ventana; vi emerger tejados y balcones familiares; las
marcas de caminos que tomaba cada día a través de la ciudad, hasta el acantilado, donde
me había encontrado a los niños; el gato con calcetines blancos que Haroun había tenido
la delicadeza de filmar para mí, ha encontrado de forma natural su lugar.
Y pensé que de todos los rezos que habían salpicado este viaje, el más justo fue el de la
mujer de Gotokuji, quien simplimente dijo a su gato Tora: "Querido gato, dondequiera
que estés, que la paz sea contigo."
Y entonces, al viaje le tocó el turno de entrar en la "Zona". Hayao me enseñó mis
imágenes, ya afectadas por los líquenes del tiempo, liberadas de la mentira que había
prolongado la existencia de aquellos momentos engullidos por la espiral.
(...)