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¡Pobre san Pedro! Después de tantos años compartidos con Dios, los ángeles y los santos, había perdido el
recuerdo de que existían el mal y la maldad. Y así, de tan confiado en todos, aquel día dejó las puertas del
cielo abiertas.
Justo en las horas de ese día, en la tierra sepultaban los restos de un hombre, que había dedicado su vida al
robo. Todo un profesional en el arte de vivir de lo ajeno.
Entradas y salidas se alternaban en su relación con la cárcel. Hasta que, pasados también para él los años,
envejecido, una corta enfermedad lo llevó hasta la muerte, que lo sorprendió dentro de la cárcel.
En cuanto abrió sus ojos en los umbrales de «la otra Vida», disfrutó de la sorpresa de encontrarse vivo. Pero
no dispuso de más tiempo para sus posibles cavilaciones. Una mano lo tomó de un brazo y lo condujo
velozmente hasta delante de un enorme pórtico.
Fijó sus ojos en él y con desagrado leyó: INFIERNO.
El acompañante lo invitó a ingresar. La primera impresión le resultó chocante y desagradable. Pero temió que
fuera fruto de la mala publicidad que a este lugar le hacían en la tierra. De modo que se dispuso para observar
con detenimiento.
Pero no necesitó mucho tiempo para confirmar que la mala publicidad se correspondía muy bien con la cruda
realidad de aquel lugar de tormentos. Sobre todos los sufrimientos que se les imponían a todos lo huéspedes,
el que más rechazo y desagrado le causó fue la relación de odio y de indiferencia, que se dejaba ver en las
miradas que se dirigían los unos a los otros. Eran miradas que parecían llamas de fuego destructor...
Y nuestro hombre sintió pánico.
Pero, pensó, si en la tierra se las había ingeniado para vivir de lo robado, ¿por qué no seguir probando
fortuna?
Pese a la vigilancia estricta que reinaba en el lugar, su vieja habilidad le permitió burlar los controles y robar
la llave de entrada. Sin perder tiempo, traspuestas las puertas del infierno, se dirigió al cielo.
Allí estuvo merodeando a la espera de la oportunidad. Hasta que se le dio el momento oportuno. En un
descuido de san Pedro, estando las puertas abiertas, el hombre corrió hacia adentro.
Una multitud de personas felices cantaban mientras se expresaban el amor de mil maneras. Al verlo pasar a
nuestro hombre lo saludaban y le transmitían mensajes de amor y de bienvenida...
Al mismo tiempo aquella multitud feliz dirigía su mirada hacia un punto, desde donde parecía proceder la
fuente de tanta felicidad ¡Contemplaban a Dios!
Nuestro pobre hombre se sintió enloquecer. No comprendía palabra de lo que oía, miraba hacia donde todos
veían a Dios y su mirada moría en el vacío, sin encontrarlo.
Desesperado, no soportó más aquello. Y se dirigió rápidamente a la puerta para evitar verse obligado a
permanecer en aquel tormento.
San Pedro se sorprendió al verlo, porque por sus características reconoció que no era uno de los felices
moradores del paraíso.
Confundido, nuestro ladrón se dirigió a san Pedro para confesarle:
Perdón, señor. Yo me metí aquí porque quise robar el cielo. Como robé durante toda mi vida, pensé que
podría seguir haciéndolo. Pero me equivoqué. Esto es el infierno. No lo soporto. No entiendo nada.
San Pedro lo miró con pena, y mientras le dejaba el paso libre para que abandonara el cielo, le dijo:
Qué pena, mi amigo. Lo siento. Pero esto es así. Dios no condena a nadie al infierno, ni puede imponer a
nadie el cielo. Esto es el resultado de la elección de cada uno...
El ladrón huyó corriendo del infierno del paraíso. Y desde aquel día san Pedro deja las puertas del cielo
abiertas, porque sabe que los que no aman no comprenden y no soportan el lenguaje del amor ni la felicidad
de amar y ser amados.
Para trabajar con el cuento
Primer momento:
Leer el cuento. ¿Por qué el hombre no pudo disfrutar del cielo? ¿Cuál es el mensaje de este relato? ¿Somos
constructores de nuestra vida y de la vida para siempre? ¿Cómo?
Segundo momento:
Vamos a reflexionar acerca de aquello que nos impide o dificulta ser lo que queremos. Para ayudar la
reflexión personal, cada uno lee Mateo 4, 1 11.
Jesús también fue tentado. Pensar por qué y con qué. Después, reflexionar acerca de cuáles son las
«Tentaciones» que se nos presentan en la vida.
Cada participante recibe dos papeles de 20 cm por 7 cm. En cada uno escribe alguna tentación que haya
tenido.
El coordinador recibe, mezcla y coloca boca abajo los papeles.
Tercer momento:
Los participantes se ubican en ronda alrededor de una mesa. Se ponen los papeles boca arriba para que todos
puedan leer. Se colocan unos debajo de los otros los que son similares. Las «tentaciones» que quedan, se
clasifican en las que provienen del exterior y las que provienen del interior.
¿Qué necesitamos en cada caso para vencer las tentaciones?
(Es importante destacar la necesidad de la oración, de la reflexion de la Palabra de Dios y del discernimiento
comunitario.)
¿Podemos solos? ¿Dónde podemos obtener fuerzas? (La fuerza proviene de haber sido capaces de encontrar
las razones, y de la participación en los Sacramentos.)
Oración:
Cada participante piensa alguna de todas las «necesidades para vencer las tentaciones» que cree que sea más
importante para él. En la oración pide especialmente por eso, para que Dios se lo conceda, y de esa manera
poder hacer frente a las tentaciones que se nos presenten.
Rezar juntos el Padrenuestro.
Para pensar
Muchas veces nos dejamos llevar por lo que nos pasa, por las circunstancias, por la vida. No nos hacemos
cargo de nuestras decisiones, o no empleamos el tiempo necesario para pensar qué debemos hacer en cada
oportunidad. Tampoco dedicamos tiempo a crecer en la fe y a rezar. Sucede entonces que, sin fundamentos,
sin vida interior, cuando se nos presentan los problemas, las grandes alternativas, las «tentaciones», no
sabemos bien de dónde agarrarnos.
El objetivo de este cuento es detenernos a pensar que cada uno de nosotros es constructor de su futuro. En el
caso del cuento, de la vida eterna, pero también, cada uno de nosotros es el resultado de sus propias
decisiones y opciones en la vida, y de cómo pudo ir sorteando las tentaciones que se le aparecieron.
publicado en Diálogo nº 72, septiembre 1999
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