I.- Realidad: Todos los fundadores han sido grandes soñadores. Han
sabido intuir a través de la historia lo que a simple vista era invisible, han
sabido dar vida a proyectos que parecían irrealizables, han sabido creer que
lo imposible para el hombre sí es posible para Dios. A muchos de ellos, por
eso, se les ha tomado por ilusos y visionarios.
Hoy han disminuido las visiones y parece como si no hubiese profetas
entre nosotros. O tal vez ya no creemos tanto en nuestros sueños. Nos
contentamos simplemente con administrar lo que existe. Y, sin embargo, la
vocación ¿no es acaso el sueño del Creador respecto a su criatura?
Así, una vida consagrada con ganas y valentía para soñar posee gran
fuerza de convocatoria, ejerce una notable fascinación y hace mella en el
corazón de los jóvenes y, a la vez, es capaz de descifrar el sueño del Eterno.
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Abrahám es sacado fuera por Aquel que le habla; no puede ni
debe permanecer dentro de su tienda, de sus preocupaciones y sus
previsiones roñosas, con el miedo de quien sólo cuenta con sus propias
fuerzas. La imagen de este hombre de 85 años, que en una noche de
desierto, tiene el valor de alzar la vista para contemplar el cielo, es una
imagen que merece ser gustada en todo el espesor de su silencio, de estupor
y maravilla. Es la imagen de la sorpresa infantil o del amor de los
enamorados que miran al cielo soñando el propio futuro de vida en común.
Pero también es la imagen del que tiene un corazón capaz de mirar a lo alto
en contraposición del que permanece con el corazón duro.
Esto nos impacta pues estamos encogidos y cabizbajos, con la mirada
demasiado dirigida hacia el suelo sin recordar el proyecto maravilloso que
Dios sigue teniendo sobre nuestras vidas. Sabemos que Dios vive, pero
creemos que está ocupado en un proyecto menos ambicioso. Se trata de
hacer más inocuo, o más a la medida del hombre, el designio redentor divino,
banalizándolo poco a poco, quitando a la fe cristiana toda o casi toda la
fuerza de choque y limando sus dimensiones transcendentes. Se llega así a
un empobrecimiento del modelo de hombre que está en el centro del
proyecto divino, quitándole, por ejemplo, la dimensión vocacional, el sueño de
Dios sobre cada ser humano.
A veces somos personas consagradas que no sabemos levantar la
vista, que nunca hemos visto las estrellas o que jamás hemos aprendido a
contarlas. No hemos comprendido aún que el universo con su gran cantidad
de estrellas es símbolo del carácter popular y universal de la vocación
cristiana, un don dado a todos y llamada dirigida a cada uno, pues cada uno
es una estrella en el universo divino, en el que debe brillar ocupando su
propio puesto. Dios, en efecto, “cuenta el número de las estrellas y llama
a cada una por su nombre”. (Sal 146,4)
Hemos sustituido la utopía de la fe por las estadísticas, que, dicho
sea de paso, siempre nos dan como perdedores. Esto nos lleva a realismos
quejumbrosos y deprimentes, desconocedores de esa magnífica lección de la
historia que rompe con frecuencia nuestras previsiones. Por eso, es
necesario afrontar el problema vocacional (vocaciones y vivencia de las
vocaciones) con la mirada iluminada por la fe y examinar el mundo con ojos
que, a pesar de todo, se eleven a lo alto.
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En ambos casos se percibe cómo Jesús llama a la responsabilidad de sus
discípulos en cuanto a llevar el Reino a la muchedumbre. Hacerles partícipes
de la salvación que él trae.
La salvación es un don que salva en la medida en que, quien es
redimido, es llamado también a cargar sobre sus hombros la salvación de sus
hermanos. Don recibido que tiende a convertirse en bien donado. En el fondo
es el mismo modo de ser de Cristo, el Cordero que lleva sobre sí el pecado
del mundo, lo que ahora se trasmite al cristiano para que prolongue y
complete su misión redentora.