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HAVEL, Vaclav – La necesidad de la trascendencia en el mundo postmoderno

CIENCIA Y CIVILIZACIÓN MODERNA


El vertiginoso desarrollo de la ciencia, con su incondicional fe en la
realidad objetiva y su dependencia completa de leyes generales
racionales conocidas, ha conducido al nacimiento de la civilización
tecnológica moderna. Es la primera civilización en la historia de la
humanidad que alcanza a todo el globo, y une con firmeza a todas las
sociedades humanas sometiéndolas a un destino global común. Fue la
ciencia la que permitió al hombre, por primera vez, ver a la Tierra con
sus propios ojos y desde el espacio, como otra estrella del
firmamento. Al mismo tiempo, las relaciones del mundo que la ciencia moderna fomentó y
modeló, parecen haber agotado su potencial. Aunque parezca extraño es cada vez más claro
que a esa relación le falta algo. Fracasa en conectarse con la naturaleza intrínseca de la
realidad y con la experiencia humana natural. Ahora es más una fuente de desintegración y
duda que un factor de integración y comprensión. Lleva al hombre hasta un cierto estado de
esquizofrenia ya que, como observador, ha llegado a estar completamente alienado de sí
mismo como ser.
La ciencia moderna clásica describía sólo la superficie de las cosas, una dimensión simple de
la realidad. Y la ciencia más dogmática la trató como si fuera la única dimensión, como la
verdadera esencia de la realidad por más de que ello fuera equivocado. Hoy, por ejemplo, en
relación con el universo, sabemos mucho más que nuestros ancestros y aun así parece que
ellos sabían algo más esencial de lo que nosotros sabemos; algo que se nos escapa. Esto
también resulta cierto, en cuanto a la naturaleza y a nosotros mismos. Cuanto más sabemos
respecto de nuestros órganos y sus funciones, su estructura interna y las reacciones biológicas
que dentro de ellos se describen, más nos parece que se nos escapa el espíritu, propósito y
significado del sistema que componen en su conjunto y que nosotros experimentamos como
nuestro propio “Yo”. Y es así como hoy en día nos encontramos en una situación paradójica.
Gozamos de todas las adquisiciones de la civilización moderna que, con diferentes formas, han
hecho más fácil nuestra existencia física. Pero no sabemos exactamente qué hacer con
nosotros mismos, ni dónde ir. El mundo de nuestras experiencias se muestra caótico,
desconectado y confuso. Parece no haber fuerzas ni significados unificadores e integradores y,
en nuestra experiencia sobre el mundo, no poseemos el conocimiento profundo de los
fenómenos. Los expertos nos pueden explicar todo lo relacionado con el mundo objetivo
aunque nosotros entendemos cada vez menos nuestras propias vidas. En resumen: vivimos
en el mundo postmoderno donde todo es posible y casi nada es cierto.

CUANDO NADA ES CIERTO


Este estado de las cosas posee sus consecuencias sociales y
políticas. La civilización planetaria única, a la que todos
pertenecemos, confronta desafíos globales. Estamos indefensos
ante ellos porque nuestra civilización ha globalizado sólo la
superficie de nuestras vidas. Pero nuestra interioridad sigue
teniendo su vida propia. Y las pocas respuestas que la era del
conocimiento racional proporcionan a las preguntas básicas del
ser humano, parecerían indicar que, profundamente, como si
estuvieran detrás, adhieren a antiguas certezas tribales. Porque de estas culturas individuales,
cada vez más unidas por la civilización contemporánea, están emergiendo nuevas,
provenientes de su autonomía interna y de la íntima diferencia con los otros. Los conflictos
culturales van en aumento y son comprensiblemente más peligrosos hoy que en cualquier otra
época de la historia. El fin de la era del racionalismo ha sido catastrófico. Dotados con armas
supermodernas, muchas veces provistas por los mismos fabricantes y seguidos por cámaras
de televisión, los miembros de diferentes cultos tribales están en guerra. Durante el día
trabajamos con estadísticas y al atardecer consultamos astrólogos mientras nos atemorizamos
con películas de suspenso relacionadas con vampiros. De manera constante se hace cada vez
más profundo el abismo existente entre lo racional y lo espiritual, lo externo y lo interno, lo
objetivo y lo subjetivo, lo técnico y lo moral, lo universal y lo único. Los políticos están
razonablemente preocupados con el problema que significa encontrar el medio que asegure la
supervivencia de una civilización que es global y que al mismo tiempo es claramente
multicultural. ¿Cómo pueden ser respetados en forma general los mecanismos de coexistencia
pacífica que se propongan, y sobre qué conjunto de principios deben ser establecidos?
Estos interrogantes han sido puestos en evidencia con especial urgencia por los dos más
importantes hecho políticos acaecidos en la segunda mitad del siglo XX: el colapso de la
hegemonía colonial y la caída del comunismo. Se ha derrumbado el orden mundial artificial de
las décadas pasadas y todavía no ha emergido un orden nuevo más justo. En consecuencia el
objetivo central de la tarea política de los últimos años de esta centuria debe ser la creación
de un nuevo modelo de coexistencia entre diferentes culturas, pueblos, razas y esferas
religiosas, dentro de una única e interconectada civilización. Tal objetivo es de la mayor
urgencia porque cada vez aparecen más y nuevas amenazas a la civilización contemporánea,
como consecuencia de su desarrollo unidimensional. Muchos creen que esta tarea puede ser
realizada a través de medidas técnicas. Es decir, se cree que puede efectuarse mediante la
intervención de nuevos instrumentos organizacionales, políticos y diplomáticos. Sí, es
claramente necesario inventar estructuras organizacionales apropiadas para la era
multicultural presente, pero tales esfuerzos están condenados al fracaso si ellos no se
fundamentan sobre algo más profundo, ubicado más allá de los valores generales aceptados.
En procura de la fuente más natural para la creación de un
nuevo orden mundial, generalmente buscamos en un área que
es el fundamento tradicional de la justicia moderna y que
representa la mayor adquisición de nuestra época: un
conjunto de valores que -entre otras cosas- fueron primero
declarados en este edificio (Independence Hall). Me estoy
refiriendo al ser humano único, a sus libertades y derechos
inalienables y al principio de que todo poder deriva del pueblo.
Me estoy refiriendo, en suma, a las ideas fundamentales de la
democracia moderna. Lo que voy a decir habrá de sonar
provocativo pero creo, cada vez con mayor firmeza, que aun
estas ideas no son suficientes y que debemos ir más allá y de forma más profunda. La
solución que ellos ofrecen como si fuera moderna, todavía deriva del clima propio del
Iluminismo, y desde un punto de vista que considera al hombre y su relación con el mundo
desde la visión euro-americana propia de los últimos siglos. Sin embargo, hoy estamos en un
lugar diferente, encarando una situación distinta cuya solución no es brindada por las formas
clásicas modernas. Después de todo, el verdadero principio de los inalienables derechos
humanos, conferidos al hombre por el Creador, nacieron fuera de la noción moderna típica de
que el hombre -como ser capaz de conocer la naturaleza y su entorno- era el pináculo de la
creación y el señor del mundo. Este moderno antropocentrismo significa inevitablemente que
Él, que decididamente dotó al hombre con sus derechos inalienables, comenzó a desaparecer
del mundo. Él está, de hecho, tan lejos del alcance de la ciencia moderna que gradualmente
se ha visto empujado hacia la esfera privada de las cosas, si no directamente al terreno de la
moda individual; es decir, a un lugar donde las obligaciones públicas no se aplican más. La
existencia de una autoridad superior al hombre comienza a inmiscuirse en el camino de las
aspiraciones humanas.
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DOS IDEAS TRASCENDENTALES
La idea de los derechos y las libertades humanas debe
formar parte integral del orden mundial. Sí, creo que ello
debe ser ubicado en otro lugar y en un camino diferente
del que ha tenido hasta ahora. Si esto es más que un
“slogan” ridiculizado por la mitad del mundo, no puede ser
expresada por el lenguaje de la era que se va y no debe
ser una mera espuma que flote en las aguas profundas de
la fe, en una relación exclusivamente científica con el
mundo. Paradójicamente, la inspiración para la renovación
de esta integridad perdida, puede ser de nuevo encontrada
en la ciencia, en una ciencia que sea nueva -digamos
postmoderna-, una ciencia productora de ideas que en
cierto sentido permitan trascender sus propios límites.
Daré dos ejemplos.
El primero es el Principio de la Entropía Cosmológica. Sus
autores y adherentes han indicado que de los innumerables cursos posibles para su evolución,
el universo adoptó el único que hizo posible la eclosión de la vida. No existe hasta ahora
prueba de que el objetivo del universo haya sido siempre el de que algún día debería verse a
sí mismo y a través de sus ojos. Pero ¿de qué otra forma puede este enunciado ser explicado?
Creo que el Principio de Entropía Cosmológica nos aporta una idea, quizás tan antigua como la
humanidad misma, de que nosotros no somos sólo una anomalía accidental o el capricho
microscópico de una tenue partícula girando en la interminable profundidad del universo. La
verdad es que estamos misteriosamente conectados al universo entero y nos reflejamos en él,
tal como la evolución total del universo se refleja en nosotros. Hasta hace poco, podría haber
parecido que éramos una desdichada porción de musgo ubicada en un cuerpo celeste que
giraba en el espacio entre muchos otros que no poseían tales organismos. Era algo que la
ciencia clásica podía explicar. Y es así, el momento en que la ciencia parece comenzar a
mostrar que estamos profundamente conectados a todo el universo, cuando alcanza los
límites de sus poderes. Porque ella se funda en la búsqueda de leyes universales, no trata con
la singularidad, es decir con lo único. El universo es un evento y una historia única y hasta
ahora somos los únicos protagonistas de esa historia. Pero los eventos e historias únicas son
del dominio de la poesía, no de la ciencia. Con la formulación del Principio de Entropía
Cosmológica, la ciencia se ha encontrado en la frontera entre la fórmula y la historia, entre la
ciencia y el mito. En donde la ciencia ha retornado paradójicamente al hombre, en su camino
de vuelta, para ofrecerle -con nuevo ropaje- su integridad perdida, anclándolo una vez más en
el cosmos.
El segundo ejemplo es la Hipótesis Gaia. Esta teoría ofrece pruebas de que la densa red de
interacciones mutuas entre las porciones orgánicas e inorgánicas de la superficie terrena
forman un sistema único, una especie de mega-organismo,
un planeta vivo: Gaia -así nombrado en memoria de una
antigua diosa reconocida, quizás en todas las religiones-
como arquetipo de la Madre Tierra. De acuerdo a la
hipótesis Gaia nosotros somos parte de un gran todo y si la
dañamos ella nos quitará el interés por el valor más
elevado: la vida misma.

HACIA LA AUTOTRASCENDENCIA
¿Qué hace tan inspiradores al Principio de la Entropía
Cosmológica o a la Hipótesis Gaia? Una cosa simple:
Ambos nos recuerdan, en lenguaje moderno, algo que
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hace mucho hemos sospechado, que hemos proyectado largamente en nuestros mitos
olvidados y que quizás, como arquetipo, yace durmiente en el interior de nuestro ser. Es decir,
darnos cuenta que nuestro ser está aferrado al mundo y al universo, tomar conciencia de que
no estamos aislados ni que es sólo para nosotros mismos, sino que formamos parte integral
de una entidad mayor y misteriosa contra la que no es aconsejable blasfemar. Esta olvidada
creencia se encuentra codificada en todas las religiones. Todas las culturas la anticipan en
diversas formas. Es una de las ideas que forman la base del conocimiento humano, de sí
mismo, de su lugar en el mundo y, por último, del mundo como tal. Un filósofo moderno dijo
una vez: “Ahora sólo un Dios puede salvarnos.” Sí, la única esperanza real de la gente de hoy
es, probablemente, la renovación de nuestra certidumbre de que estamos enraizados en la
tierra y, al mismo tiempo, en el cosmos. Tomar conciencia de ello nos dota de la capacidad
para la auto-trascendencia.
En los foros internacionales los políticos pueden reiterar miles de veces que la base del
nuevo orden mundial debe ser universal en cuanto a los derechos humanos, pero ello puede
no significar nada en tanto ese imperativo no derive del respeto al milagro del Ser, al milagro
del universo, al milagro de la naturaleza, al milagro de nuestra propia existencia. Sólo alguien
que se someta a la autoridad del orden universal y de la creación, que valorice el derecho a
ser parte y participante de ellas, puede de forma genuina valorarse a sí mismo, a sus vecinos
y honrar también sus derechos. Lógicamente se sigue que en el actual mundo multicultural, la
verdadera vía de coexistencia pacífica y de cooperación creativa debe comenzar en aquello
que constituye la raíz de todas las culturas y que yace infinitamente inmerso en la profundidad
de los corazones y mentes humanas y que, más que en opiniones, convicciones, antipatías o
simpatías políticas, debe estar enraizado en la auto-trascendencia.
Trascendencia como mano tendida a aquellos cercanos a nosotros, a los extraños, a la
comunidad humana, a todas las criaturas vivientes, a la naturaleza, al universo.
Trascendencia como necesidad profunda y gozosa experimentada al estar en armonía aun
con aquello con lo que nosotros no estamos, con lo que no
comprendemos, con lo que parece distante de nosotros en el tiempo
y el espacio y con lo que, no obstante, nos sentimos
misteriosamente ligados y unidos, constituyendo todos un único
mundo.
Trascendencia como la única alternativa a la extinción. La
Declaración de la independencia establece que el Creador dio al
hombre el derecho a la libertad. Parece que el hombre puede
alcanzar esa libertad sólo si no olvida a Aquel que lo dotó con ella.

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