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¿VIVIMOS EL INICIO DE UNA NUEVA EDAD MEDIA?

Dick Tonsmann

La Ciudad de Dios, el famoso libro de San Agustín, fue escrito a lo largo de 15


años, desde el 412 al 426, poco antes de la muerte del santo de Hipona en el 430, y
habiendo conocido el terrible saqueo de Roma del 410. Es decir, experimentando la
sensación de la paulatina destrucción del viejo orden y pensando, quizás, que se encontraba
a las puertas del fin del mundo en términos apocalípticos.
Qué duda cabe que vivimos momentos de zozobra, hoy en día, cuyos paralelismos
con este período descrito del final de la helenística y la patrística y el inicio de la
medievalidad, nos pueden permitir comprender mejor acaso, cual eterno retorno revisitado
hermenéuticamente, los signos de los tiempos a los que nos enfrentamos. Y ello porque la
pandemia global que vivimos hoy es mucho más que sólo una enfermedad o, como algún
presidente de un país dijo, sólo una gripecita.
Para ponderar adecuadamente los alcances de este paralelismo al que nos referimos,
hay que comenzar señalando que en la obra de la Civitas Dei, Agustín de Hipona analizó el
relato del paraíso perdido narrado en el Génesis para también comprender lo que estaba
pasando en su tiempo e interpretando que el inicio del pecado entre los hombres que
originó todos los males habría sido la soberbia humana. Es decir, el deseo de querer ser
igual a Dios. Para nosotros, casi 1600 años después de la interpretación agustiniana, la
fuerza del relato bíblico no radica en su verificabilidad o falseabilidad, sino en su sentido
transtemporal. Un sentido que interpretamos como reactualización siempre presente a lo
largo de toda la historia humana.
Así, la soberbia estaría dada en muchas épocas y en muchas personas con el paso de
los siglos. Y, mientras más el hombre ha progresado con la ciencia y la tecnología, la
posibilidad prometeica del dominio de las leyes mismas del universo se ha acrecentado a
capacidades increíbles de ser previstas, incluso para los estándares de los modelos
científicos que se originaron en el inicio dela modernidad. Por ello podemos decir que hoy
vivimos esa misma experiencia del relato bíblico y sus consecuencias con la pandemia
actual, pero acrecentadas globalmente.
Y es que unos hombres quisieron jugar a ser Dios, manipularon virus naturales en
sus laboratorios y experimentaron en nuestros hermanos menores no humanos; y no sólo,
obviamente, por el puro gusto de saber sino, más bien, siguiendo el postulado de Bacon que
inauguró la época moderna: “Saber para poder”. Y el resultado ya lo sabemos, lo vivimos
todos los días y algunos de manera mortal. Y así, la soberbia humana de algunos decretó la
mortalidad prematura para muchos.
San Agustín entendió también que la pérdida el Edén trajo al mundo, entre otras
cosas, cuatro elementos significativos sobre la condición del hombre en el mundo social.
Elementos que, como decimos, son potenciados al máximo en nuestro tiempo. El primero

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de ellos fue la Propiedad Privada. Un principio exaltado, más allá de toda virtud, a partir
de la pleonexia, el afán de lucro, sancionado como moralmente bueno en tiempos del
capitalismo tardío actual. Quedará claro que no sólo se trata entonces de poseer para
satisfacer las necesidades básicas y, naturalmente comprensibles de los seres humanos.
Sino que se refiere al Libido Dominandi; es decir, la tendencia a la posesión que exacerba
el egoísmo.
Vivimos así ahora en el imperio de tal libido altamente desarrollado y que, en plena
pandemia, se muestra con toda su crudeza sin vergüenza alguna. Así, no se ve que los
grandes ricos tengan muchos gestos de humanidad; algunos bancos quieren gestionar las
donaciones a los más necesitados sólo para beneficiarse del manejo del dinero; y en muchos
países los líderes políticos declaran que la economía no puede parar a pesar de las listas de
muertos que se amontonan en las puertas de sus burbujas de diamante.
Pero, en realidad, para asumir dicho discurso ya llevamos varias generaciones
adoctrinadas subliminalmente desde el juego de mesa (¿infantil?) Monopoly, Aprendimos
así que cualquiera podía perder su terreno y sus casas, pero el que nunca perdía era el
Banco. Y así es como lo lúdico se volvió ideología y la ideología se esparció
inconscientemente. Luego se alentó el espíritu competitivo a todo nivel y la retórica de los
Mass Media nutrieron la idea, día tras día, de que todos podríamos ser empresarios
exitosos: yes, we can (¿Y qué pasa cuando no podemos?).
Hoy leemos que pensadores de izquierda como Zizek, escriben que la pandemia que
vivimos es un duro golpe al capitalismo, quizás su crisis final. Y, de otro lado, algunos se
lamentan de esta situación como el retroceso de la globalización. Pero aquí parece haber
cierta ingenuidad manifiesta o falta de miras. Es cierto que ahora, con el cierre de fronteras
las exportaciones mundiales de casi todos los productos se han detenido y también que la
bolsa de Nueva York cae día tras día hasta el punto que la venta de petróleo llegó a ser
negativa. Es decir que, teóricamente, habría que pagar para vender el crudo. Pero esta crisis
se vislumbra para muchos como una oportunidad de reseteo económico, como ha habido en
tantas otras crisis del capitalismo desde la revolución industrial.
Los grandes grupos corporativos de poder económico ven este fenómeno como
oportunidades de desarrollo mayor (y no sólo por la reducción de adultos mayores que
reduciría notablemente el pago de los seguros de jubilación); sino por las nuevas formas
que se buscarán para mantener su influencia en los diversos Estados. Primero, las grandes
empresas asociadas a Estados del primer mundo buscarán gestionar la pandemia para su
propio beneficio (y no sólo expropiando los insumos médicos), siempre a costa de los
países más pobres. (si hasta quisieron experimentar con el virus en el África como si sus
habitantes fueran cobayas de laboratorio). Luego viene el discurso de coordinar esfuerzos
(esfuerzos que supondrán que dichos grupos de poder ya han asegurado sus posiciones
estratégicas globales en el futuro mercado mundial); y finalmente se propugnará nuevas
leyes internacionales de fachada altruista para favorecer, en el fondo, cierta especie de
totalitarismo económico global, ya institucionalizado (por si acaso nos vuelve otra
pandemia o esta misma en una nueva ola como las continuas pestes medievales).

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No olvidemos que muchos Estados en crisis previas han preferido proteger a los
bancos antes que a los contribuyentes (¿por qué vamos a pensar que esta vez va a ser la
excepción?) La globalización de la pandemia posibilitaría así con el tiempo el capitalismo
económico global con la capacidad de intervenir más fácilmente en los países que se
someterían a ese tipo de leyes.
Así que no parece que las previsiones de Zizek sean probables. El coronavirus no va
a acabar con el capitalismo porque, entre otras cosas, alimenta también el individualismo
que es su germen. Como dijo el Ministro de Salud del Perú: “El futuro es aprender a vivir
separados”. Como queda claro en el relato bíblico, la separación del varón de la mujer y,
con ello, de todos los seres humanos entre sí, es clave en la comprensión del relato del
pecado original tal como lo describió San Agustín. Una situación que vivimos ahora con los
confinamientos desde temprano que nos quitan los atardeceres, con la prohibición del
trabajo esencial que nos quita las flores (millones de tulipanes son quemados en Holanda);
y con la separación pública de las parejas confinadas al mero entorno virtual que nos ha
quitado el amor con sus riesgos y responsabilidades que conlleva el contacto físico de las
personas que se quieren (se nos ha quitado la caricia del rostro infinito de Levinas).
Los abrazos y los besos no son reales en la nube por más buena intención del
hombre de a pie. El aislamiento alimenta día tras día este individualismo y, con ello, el
principio antropológico del capitalismo se expandirá como la nueva pandemia del egoísmo
como dijo el Papa Francisco el último domingo de la Misericordia y con una plaza
totalmente vacía de feligreses. Cuidarnos ahora para abrazarnos mañana suena bien a
menos que los confinamientos y toques de queda continúen hundiendo a la persona en
procesos continuos de depresión y/o narcisismo vacío.
De aquí podemos ver la segunda de las consecuencias significativas del pecado
original según el Obispo de Hipona: La esclavitud. Una situación social que debemos
definir claramente como la perdida de la libertad. Perdida que experimentamos desde el
hecho mismo que nos han suspendido los paseos, las caminatas que expresan nuestro
peregrinar por el mundo, el caminar que potencia nuestra capacidad reflexiva. Vivimos
confinados casi como en la prisión domiciliaria de algunos de nuestros políticos corruptos,
grupos de riesgo de mayores de 65 que deben mantenerse en sus casas. Prolongación
justificada o no de una sensación general de inutilidad o improductividad.
Es claro que con la pérdida de la libertad se pierde la responsabilidad y, con ello, la
capacidad de amar o sentirse amado de manera auténtica por la alienación de la identidad.
El hombre, por este camino, se va haciendo cada vez más esclavo de su propia mente y,
entonces, una tercera pandemia está punto de desarrollarse: la pandemia de la pérdida de
salud mental.
Habiendo sido invadidos en las mentes por la basura televisiva durante años, se nos
quiere llenar con entretenimiento superficial barato y, al mismo tiempo, se apela a que las
familias finalmente reunidas puedan conversar entre sí. Y ¿de qué van a conversar? ¿del
coronavirus? Los medios insisten en que no se entre en pánico y todos los días nos hablan
del recuento de infectados y de cadáveres, además de crear aplicativos para los móviles
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para que pueda verse donde hay contagiados y así te apartes de ellos haciendo crecer la
paranoia. No sorprende entonces que, cuando alguien caiga en la calle, ya sea por tropiezo
o por enfermedad nadie quiera acercarse a recogerlo.
Así, la pérdida de la libertad es la esclavitud de la mente que no se supera con
posturas estoicas frente a las tragedias con las que nos enfrentamos, porque no se ha
educado en nuestras instituciones escolares para ser héroes sino sólo para obedecer como
buenos ciudadanos (por supuesto esta reflexión deja de lado a los irresponsables mal-
educados que ni siquiera tienen racionalidad práctica y se saltan el toque de queda sólo para
jugar fulbito y emborracharse). Y es que se ha vivido de engaños. La exaltación del futbol,
por ejemplo, es parte de esa gran mentira que nunca aportó nada ni a la economía del
hombre de a pie ni mucho menos a las necesidades de un país que requiere sistemas
sanitarios de primera calidad o un sistema educativo que haya pensado primero en formar
personas antes que ciudadanos productivos que escapan de su propia realidad hinchando
hasta el paroxismo por personajes de papel correr tras una pelota. Para estas personas, si les
quitan el futbol, ¿qué les queda?
La neurosis dentro de las casas se propagará más en una sociedad enferma que ya,
antes de la pandemia, tenía altos índices de violencia familiar, de violación dentro de los
mismos espacios de hacinamiento entre convivientes con hijos abusados, además de un
lamentable aumento de feminicidios. ¿Quién se ocupará de investigar los cientos de
mujeres que han desaparecido en nuestras urbes marginales en lo que va del
confinamiento? Y ni siquiera los que viven en el campo pueden alimentarse espiritualmente
del contacto con la madre tierra porque se les prohíbe la labor haciendo que se pierdan sus
cosechas. Los niveles de depresión y los traumas familiares se potencian así más. La
melancolía empezará a invadir la psique de las personas y aparecerán los estados alterados
que no podrán ni siquiera sublimarse con los gritos, los aplausos o con canciones que
apelan a una mera sensiblería dulzona. (Canciones que incluso alteran las viejas canciones
de amor que tenían un sentido con mensajes del tipo “quédate en tu casa”, haciendo que
pierdan su significado y su belleza).
Y así es como se verifica que la peor esclavitud es cuando se pasa de la pérdida de
la libertad exterior a la pérdida de la libertad interior. Si ni siquiera se permite hacer
delivery de libros. Y si se pudiera, ¿quién gastaría en ellos para alimentar su espíritu?,
¿quién usaría la filosofía y la literatura profunda como el hospital del alma?
Por supuesto, debemos seguir las leyes del Estado. Policías y militares recorren las
calles ejerciendo el monopolio del uso de la fuerza que corresponde a un Estado de
derecho. Y el Estado precisamente, señala Agustín, es la tercera consecuencia significativa
de la pérdida del paraíso. En el Edén todos éramos iguales; fuera de él, aparecen las
jerarquías, la división de clases, la distinción entre gobernantes y gobernados y toda forma
de sumisión y servilismo que se valida insanamente a todo nivel institucional comenzando
con las familias patriarcales. Cierto es que las formas democráticas de las repúblicas
instituidas constitucionalmente han matizado estas diferencias en procesos políticos
electorales que no deben despreciarse. Pero ahora, con la pandemia, toda protesta

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multitudinaria ha sido acallada (imagínense las manifestaciones públicas manteniendo
todos uno o dos metros de distancia entre sí como recientemente se vio en Israel). ¿Qué
procesos institucionales de oposición política pueden hacerse si hay omnipresencia del
Estado?
Por supuesto que no se trata de oponerse por oponerse porque ya hemos conocido
que hay oposiciones que sólo sirven para dificultar la labor del gobierno de turno que debe
hacerse. Lo que estamos remarcando aquí es cómo la presencia del Estado en general
(incluyendo todos los poderes que lo representan), se potencia más y más. Dictamina multa
y cárcel preventiva para el que pasea al perro más allá de dos cuadras; se ponen multas en
algunos países por subir a sus azoteas; e incluso pueden denunciarte por hacer ejercicios en
tu jardín si alguna vecina con mala leche te ve desde su departamento de 50 metros
cuadrados del edifico de al lado (el colaboracionismo se considera una virtud ciudadana
también en los regímenes semi-totalitarios).
Incluso pueden obligarte, como ya hay en algunos países, que tengas aplicativos
oficiales en los celulares para permitirte desplazarte sólo si has superado la pandemia. Y
algunos hasta plantean en poner chips con gps como en los automóviles, pero en la piel de
las personas. Y te preguntas ¿cómo así la gente va a permitir esto? Y la respuesta es que se
trata de una nueva pandemia: la pandemia del miedo. Se quiere que el Estado vele por
nuestra seguridad dejando que entre en nuestra vida privada. Así es como el miedo paraliza,
somete, hace carne de cañón perfecta para los manipuladores de turno. Pero hasta un punto
que ya no se trata del gobierno, sino de las estructuras del poder de todo el sistema que
involucra incluso a partidos políticos opuestos. Se trata, en suma, del Poder. De un
maquiavelismo que justifica lo injustificable y, en este caso, de un Estado que, con todo su
aparato mediático, te pretende denunciar por “fake news” según ellos que irónicamente
viven en el mundo de la posverdad. De este Estado en concreto que sólo busca ralentizar
los muertos e infectados porque no se daría abasto en su sistema de salud. (¿Y qué más
podría hacer si todos los gobiernos precedentes han invertido más en sistemas de defensa
que en salud y educación?)
Por supuesto, se dice que el Estado actúa del lado de la ciencia. Busca legitimarse
con el brazo tecnocrático para controlar… ¿a la pandemia o a los seres humanos? Claro
está, por razones de salud pública. Pero pareciese que hemos cumplido la profecía de
Nietzsche: hemos hecho de la salud el principal valor de la sociedad, más allá de la cultura,
la belleza o la religión. Al respecto, el filósofo Roger Scruton, quien murió a principios del
presente año, antes de la pandemia global, escribió lo siguiente:
“A esos fanáticos de la salud que han envenenado todas nuestras diversiones naturales, a mi
modo de ver, habría que atarlos y encerrarlos en un lugar donde puedan sostenerse
mutuamente en sus anhelos inútiles de vida eterna; los demás tendríamos que vivir el resto
de nuestras vidas en un continuo de simposios relacionados cuyo catalizador es el vino, el
medio de conversación cuya meta es la aceptación de nuestras cargas y la determinación de
no extralimitar nuestra acogida”

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Y es que, hasta el vino, materia de comunión, se nos va quitando. El toque de queda
para evitar reuniones llega hasta el confinamiento total los domingos privándonos del
acceso ritual vivo en los templos. Por supuesto que la culpa de esta pandemia no es el
Estado (que es una consecuencia de la soberbia originaria); por supuesto que la salud es
importante y lavarse las manos siempre y todas esas cosas. Pero no podemos caer en el
fariseísmo de hacer de la higiene una norma moral sentenciada por la ley. Sin duda, la
razón práctica aquí es importante para cuidarnos entre todos, pero, una vez más, la voz que
clamó en el desierto vuelve a gritar desde Roma: No tengan miedo. (El miedo mismo baja
las defensas y te hace más proclive a enfermarse. En la experiencia de Nostradamus, por
ejemplo, frente a la pandemia de su tiempo buscando la cura, aprendió que la forma más
segura de no enfermarse es no tener miedo de enfermarse porque se tiene un objetivo moral
más alto).
En resumen, la esencia de todo este discurso hasta aquí es mostrar cómo, al igual
que en la interpretación de la Ciudad de Dios, la soberbia humana de querer dominar un
mundo hecho más para ser contemplado que explotado, ha sido la fuente del afán de lucro,
de la pérdida de la libertad y de la omnipresencia del Estado. Y con la pandemia del
coronavirus, viene la pandemia del egoísmo, la pandemia del miedo y la pandemia de la
neurosis del poder.
Pero todavía falta hablar de la cuarta consecuencia significativa de la pérdida del
edén según la Ciudad de Dios. Y ésta es la guerra. En mi primera obra publicada, fruto de
mi tesis doctoral, titulada “Guerra y Paz”, de hace ya algún tiempo, indicaba al final todas
las razones para las guerras contemporáneas junto con lo que debía hacerse para evitarlas.
Siempre pensando en el doble camino de la doble naturaleza humana. Una naturaleza que,
en su esencia no ha cambiado nunca, pero que a más libertad de bondad también hay más
libertad de maldad. Y así, hoy también, mientras buenas personas desinteresadamente
buscan socorrer y ayudar a los demás, en plena pandemia, algunos países se preparan para
la guerra. ¿en qué están pensando que pueda pasar? Corea del Norte dice que no tiene
ningún infectado y hace pruebas de lanzamiento de misiles. Rusia entrena tropas de asalto,
Turquía invade Irak, Estados unidos e Irán hacen escaramuzas en el Golfo Pérsico y la
guerrilla de Boko Haram que rindió pleitesía al Estado Islámico, no cesa de matar y
secuestrar mujeres y niños. Una vez más ¿qué están pensando? La pandemia no los detiene,
sino que siguen con sus planes bélicos. Es decir que especulan sus estrategias para
desarrollar nuevos controles de poder internacional en un posible mundo de pandemia
continuada. Ya se decía hace tiempo que las armas bacteriológicas acaso eran el nuevo
paradigma que remplazaría a la bomba atómica por estar más al alcance de los países no
hegemónicos. ¿Por qué experimentaban finalmente con el coronavirus la República China?
El filósofo de origen coreano radicado en Alemania, Byung-Chul Han, escribió que
el coronavirus no traerá ninguna revolución en términos de cambio trascendental de la
conciencia universal, sino que, al contrario, repotenciará todos los males de la sociedad
thanatica que hemos descrito. Más bien, después del virus tendría que hacerse la revolución
del amor. Pero ¿cómo hacemos esto sin que pareciese un nuevo engaño dulzón?

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Quizá convenga ahora recordar a Umberto Eco y a Alasdair MacIntyre, quienes
percibieron la llegada de una nueva Edad Media. El primero, a inicios de los 70 con la
experiencia de la guerra de Vietnam, la revolución de mayo del 68, el verano del amor y el
movimiento hippie, la transformación de la Iglesia a partir del Vaticano y la guerra fría.
Con los años cayó el muro de Berlín y, con ello, se acabó la guerra fría, tal como se
entendía entonces, los revolucionarios del 68 se adaptaron al academicismo burgués y el
movimiento hippie se hundió en el mercantilismo discográfico y la moda de las grandes
boutiques. Así que la idea de esa nueva edad media parecía ser sólo una crisis del
capitalismo que se vería superada con el desarrollo de los sistemas liberales.
Pero, precisamente, una década después de la obra de Eco, el filósofo MacIntyre
decía que experimentábamos una época en la que los bárbaros ya no estaban fuera de
nuestras fronteras, sino que nos gobernaban y que habría que esperar a un nuevo San
Benito, pensando en las formas de comunidad benedictina que mantuvieron la cultura lo
más que pudieron para dar luego pase, con el tiempo, a la cultura universitaria. La obra de
este filósofo apuntaba precisamente contra este liberalismo que habría invadido a la mayor
parte de las áreas de la cultura de la sociedad occidental. Una idea muy criticada en su
tiempo con frases tales como ¿y para qué nos vamos a recluir en cenobios? (¡ahora ya
sabemos por qué!)
Los textos de estos dos autores, cada uno en su momento, expresaban una sensación
semejante a la experimentada por el fin de Imperio Romano y el inicio de una nueva era. En
el caso de Eco, la sensación del San Agustín del caos como resultado del fin del viejo
orden, que no llego a concretarse como un fin apocalíptico. Y en el caso de MacIntyre la
sensación de toda una lucha continua para restaurar con nuevas formas la tradición pérdida.
Así que después de describir las múltiples maneras de caos de nuestro tiempo, asociadas al
modelo de Agustín y al fin de la helenística y la patrística, debemos dar el paso a lo que
tendremos por delante. En la antigua Edad Media, las pestes continuas cambiaron las
diversas formas de organización económica (como el coronavirus); los bárbaros pasaron de
ser gobernados a gobernantes (ahora tenemos presentadores de televisión o asesinos de
viejas dictaduras como presidentes de algunos de los países más representativos de muestra
región); los reinos defendían su feudo pero soñaban con el Imperio (como las potencias
hegemónicas de hoy), y cruzadas y guerras en general eran valoradas como parte de una
formación del carácter (como en la Yihad o guerra santa musulmana contemporánea).
No parece muy prometedor a menos que recordemos que también fue la época de
santos, académicos y mártires, la época de caballeros que combatían con honor, la época de
monasterios y Universidades, la época donde reapareció el amor romántico en Europa y
donde san Francisco poetizaba con el amor a toda la naturaleza. Y no se trataba sólo de una
mera empatía sentimentalista con la creación, sino más bien una verdadera compasión que
une a la facultad del sentimiento la razón virtuosa. Y eso es lo que necesitamos ahora:
reivindicar el arte bello, la poesía, la buena literatura, el amor al prójimo y a la naturaleza
(antes que tengamos que ponerle mascarillas a las aves y ardillas que, entre otros, intentan
recuperar sus espacios que les hemos quitado). Y todo a partir de nuestras comunidades y
de una auténtica comunidad ilustrada universitaria.
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Así que no tengamos miedo y démosle la bienvenida a la Nueva Edad Media,
Superemos la sensación agustina y asistamos con esperanza a este fin del mundo, de un
mundo. Es la muerte de un dios, no de El Dios que hay. La muerte de las apariencias, de
formas de pensamiento aisladas de lo trascendente. No será fácil, por supuesto. El Viernes
Santo puede ser largo pero el domingo de Resurrección llegará, aunque algunos no podrán
verlo. Que al final podamos exclamar realmente: “¿Dónde está muerte tu aguijón? Pero
para ello hay que combatir todas las pandemias del alma y del cuerpo porque ya sabemos
que la esperanza, sin fe y sin amor es una esperanza vana.
Finalmente, la Nueva Edad Media ya ha llegado a nosotros. Brindemos por ella.
¡Salud!

Fechado en Lima, el 21 de abril de 2020, día de la fiesta de San Anselmo.

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