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Cine Journal artículo en formato PDF
Celul/oide/osal
Ver y Analizar El cine latinoamericano en España:
materiales para una historia de la
La Oreja que Escribe recepción *
Cine Ilustrado
Atrapados en la Red
Aunque, dada la precariedad de los estudios sobre consumo de cine

en España, resulta difícil hacer afirmaciones categóricas en este

campo, Galleguita (Julio Irigoyen, 1924) parece haber sido la primer

película latinoamericana estrenada comercialmente en este país.

Poco sabemos acerca de cómo fue recibido aquel filme argentino,

pero sí que disponemos de alguna información sobre los

intercambios cinematográficos institucionales entre España y México

durante la década de los veinte, unidos ambos países en una alianza

para promover una imagen favorable de los hispanos frente a los

negativos estereotipos habituales en las producciones

norteamericanas [1] . Los fastos que rodeaban tales sesiones

propagandísticas se prolongarían todavía en los albores del sonoro:

el estreno madrileño de El vuelo de la muerte (Guillermo Calles,

1933), que tuvo lugar el 17 de diciembre de 1934, estaría

patrocinado, por ejemplo, por la Embajada de México y la Aviación

española [2] . Pero éstas no dejaban de ser iniciativas aisladas,

maniobras propagandísticas que poco o nada tenían que ver con el

gran sueño de la configuración de un vasto mercado cinematográfico

hispano parlante. Alumbrado por el advenimiento del cine sonoro,

este ambicioso proyecto cristalizaría - como es bien sabido - en la

celebración del Primer Congreso Hispanoamericano de

Cinematografía en Madrid en el mes de octubre de 1931.

La virtual universalidad que, pese a la existencia de un número más

o menos abultado de intertítulos, el lenguaje del cine mudo parecía

haber detentado en las más diversas latitudes se había quebrado


súbita e irreversiblemente con la aparición de los primeros talkies. El

gran mercado hispano parlante se convertiría, lógicamente, en uno

de los principales caballos de batalla para las grandes potencias

exportadoras de películas y, particularmente, en uno de los botines

más codiciados por Hollywood [3] . La fuerte apuesta de la

Paramount con los ocho filmes rodados por Carlos Gardel en

estudios franceses y norteamericanos, pero hablados en español, no

era sino una de las diversas estrategias ensayadas para apropiarse

de tal mercado. La existencia de casi doscientas películas

norteamericanas habladas en español, correspondientes al período

1929-1939, pero mayoritariamente producidas en el segmento 1930-

1934 antes de la generalización de la práctica del doblaje o el

subtitulado, ilustra con claridad el alcance de tal operación [4] .

Conscientes de tales circunstancias, un nutrido grupo de

representantes del sector capitaneados por Fernando Viola, ex-actor

y director comercial del noticiario hispanoamericano Ediciones

Cinematográficas de la Nación, obtendría el respaldo gubernamental

necesario para celebrar, con toda la pompa y el boato exigidos, ese

ambicioso Congreso Hispanoamericano de Cinematografía

[5] .

Celebrado finalmente entre el 2 y el 12 de octubre de 1931, luego de

una dilatada gestación que había comenzado bajo los auspicios de la

dictadura primorriverista, el Congreso adoptó una posición

inequívocamente proteccionista en su defensa de las

cinematografías hispanohablantes y resolvió crear una

Confederación Iberoamericana de Cinematografía para potenciar y

salvaguardar los intercambios entre todos aquellos países a quienes

la lengua unía [6] . “133 millones de ciudadanos, hijos de nuestros

conquistadores, (que) están esperando la voz de la madre

España” [7] parecían justificar sobradamente cualquier esfuerzo y

augurar al mismo tiempo pingües beneficios económicos, pero en la

práctica el Congreso se revelaría completamente estéril más allá de

sus encendidas manifestaciones retóricas. La adopción de apenas

unas cuantas medidas fiscales distaba mucho de justificar las

expectativas de los visionarios congresistas. Al escepticismo

contemporáneo de Mateo Santos con respecto a la viabilidad de


unos intercambios cinematográficos planteados sin tener en cuenta

las grandes diferencias existentes entre los públicos de los distintos

países [8] , la perspectiva de unos pocos años permitiría a un

anónimo colaborador del diario El Sol denunciar agriamente la

futilidad de “aquel inefable Congreso Hispanoamericano de

Cinematografía, que fue el sueño de una noche de verano. Invitados

por el Gobierno se reunieron en El Retiro unos señores saturados de

afán patriótico y algunos representantes de las naciones de habla

española. Se votaron conclusiones que giraban en torno a esa

pompa de jabón que es el mercado de ‘120 millones de hombres…

que no van al cine” [9] . Ésta no sería, desde luego, la última entrega

de tan atribulado panhispanismo cinematográfico, relanzado

institucionalmente por el régimen franquista con el Primer Certamen

Cinematográfico Hispanoamericano (Madrid, junio-julio de 1948) y el

posterior Congreso Hispanoamericano de Cinematografía

(Barcelona, octubre de 1966), pero aun así las buenas intenciones

nunca cederían paso a los resultados tangibles.

La imposibilidad de crear ese ansiado mercado común

cinematográfico de los países de lengua española no fue óbice, sin

embargo, para que el intercambio de películas entre España y

América Latina resultara tan fluido como -por momentos- intenso.

Atendiendo al aspecto que aquí nos interesa, el flujo de

producciones latinoamericanas hacia nuestro país, el año 1933

marca el comienzo de un largo y errático proceso no sólo por la

coincidencia en cartel de tres de los exitosos filmes protagonizados

por Carlos Gardel (Espérame, Melodía de arrabal y La casa es

seria) y numerosas producciones hispanas de Hollywood, sino sobre

todo por el estreno de los primeros títulos sonoros directamente

procedentes de México y Argentina. La canción del gaucho (José

Agustín Ferreyra, 1930), La vía de oro (Edmo Cominetti, 1931) y La

llorona (Ramón Peón, 1933) inauguran así tímidamente una

presencia que terminará por resultar familiar a los espectadores

españoles durante largo tiempo. A estos tres solitarios filmes

estrenados entre 1931 y 1933 seguirán otros doce títulos en 1934,

nueve en 1935 y 17 en 1936, remitiendo su afluencia durante la

contienda bélica para relanzarse espectacularmente en los años de


la postguerra. La determinación del número de películas

latinoamericanas estrenadas comercialmente en España, así como

su distribución por décadas y países de producción, o la estimación

del porcentaje que aquéllas representan sobre el total de filmes

extranjeros distribuidos en el país, dista mucho de ser una tarea fácil

dado que no existe todavía ningún censo detallado y riguroso del

cine extranjero consumido en España, pero no obstante algunas

conclusiones tentativas podrían establecerse en este sentido a partir

de las investigaciones realizadas hasta la fecha [10] .

De las aproximadamente 1400 películas latinoamericanas

estrenadas en España que han sido identificadas hasta la fecha, la

inmensa mayoría -alrededor del 95%- son, como cabría suponer,

mexicanas y argentinas. Por contra, la vaga -pero muy extendida-

idea de que unas y otras circularon de forma bastante equilibrada por

las pantallas españolas a partir de los años cuarenta se revela

completamente infundada, ya que las cifras arrojan una clara

hegemonía mexicana: aproximadamente el 60% frente al 35% de

producciones argentinas, sobre el total de películas latinoamericanas

[11] . Filmes de otra procedencia son altamente infrecuentes hasta la

década de los setenta, momento en que -al calor de los nuevos

cines latinoamericanos y del despegue de la producción en algunos

países de la región- su afluencia aumenta hasta dar cuenta de la

práctica totalidad de títulos que integran ese restante 5% sobre el

total de estrenos. Atendiendo, en cambio, a la distribución temporal

de estos estrenos, cabe observar que el punto álgido de la

circulación de filmes latinoamericanos en España corresponde a la

décadas de los cincuenta y sesenta, alcanzándose el máximo

histórico en 1962 con 50 títulos. En realidad, el número de estrenos

latinoamericanos estuvo siempre por encima de 20 entre 1945 y

1968 (aunque en cierto modo cabría hacer extensiva tal conclusión

hasta el año 1978, ya que sólo en 1969, 1971 y 1975 se estaría

ligeramente por debajo de esa cifra), para ir después descendiendo

paulatinamente hasta la media docena -con un mínimo histórico en

torno a 1987- antes del insospechado renacimiento de mediados de

los noventa. Tomando como referencia los datos oficiales referentes

a Madrid, únicos disponibles en este sentido (y a pesar de resultar


altamente problemáticos, pues siempre se estrenaron en el territorio

nacional muchas más películas de la que veían la luz en las

carteleras de la capital, fenómeno particularmente significativo en el

caso del cine latinoamericano [12] ), cabe no obstante acometer una

primera estimación del porcentaje representado por el cine

latinoamericano dentro del contingente de estrenos de filmes

extranjeros. Con toda la provisionalidad que las conclusiones

basadas en tales datos requieren, el máximo histórico se habría

dado en torno a 1950, cuando el cine latinoamericano representaba

aproximadamente el 25% del cine extranjero consumido en España,

habiendo superado por término medio el 10% del total entre 1945 y

1960.

Pero los datos en bruto, tanto provisionales como definitivos, sólo

permiten alcanzar una comprensión global del proceso y camuflan en

su seno importantes particularidades y aun tensiones que es preciso

desvelar. Una primera pregunta se impone en ese sentido: más allá

del número de películas latinoamericanas consumidas

históricamente por los espectadores españoles y de su distribución

conforme a cualesquiera criterios, ¿qué huella, si es que alguna, ha

dejado aquel cine sobre éstos? O, admitiendo que un consumo

cuantitativamente tan significativo como el que se acaba de

reconstruir no podía sino ejercer algún impacto sobre el imaginario

del público receptor, ¿cuál es el cine latinoamericano que

verdaderamente ha dejado huella en éste? La respuesta, una vez

más, es difícil y comprometida. Sabemos que ya desde la década de

los treinta los filmes mexicanos eran saludados favorablemente y sus

canciones -cuya letra figuraba con frecuencia en los programas de

mano- coreadas ocasionalmente por los espectadores; sabemos que

los melodramas latinoamericanos conformaron en la postguerra una

parte esencial de los gustos cinematográficos de determinados

sectores del público; sabemos que la temprana popularidad de

Cantinflas jamás remitiría, sabemos… algunas pocas cosas desde

una perspectiva más intuitiva que crítica y, por lo común, exenta de

un fundamento riguroso y científico. Buena parte del problema

estriba, como cabría fácilmente sospechar, en la imposibilidad de

contar con datos fehacientes sobre el consumo cinematográfico,


recaudaciones y número de espectadores, antes de la implantación

del control de taquilla en 1965, e incluso después habida cuenta de

la alta incidencia del fraude fiscal que parece haber rodeado al

mismo durante bastantes años. Con todo, una vez más, las

conclusiones tentativas parecen preferibles a una cómoda

suspensión del juicio.

Tomando en consideración los datos del control de taquilla para el

período posterior a 1965, atendiendo preferentemente al número de

espectadores (un mejor indicador que las recaudaciones, pese a que

la práctica de los programas dobles, habitual hasta hace

relativamente poco en las salas españolas, vicie también este

criterio) y sin olvidar que algunas de las películas objeto de este

recuento habían sido estrenadas antes de la instauración del control

de taquilla y obviamente contaban ya con un número indeterminado

de espectadores, sólo unos sesenta títulos parecen haber superado

la barrera del medio millón de espectadores en el período de

referencia. Curiosamente, y subrayando desde otra perspectiva la

gran crisis mencionada más arriba, no hay ningún filme estrenado

entre 1982 y 1992 que cuente con más de 500.000 espectadores,

rompiendo tal tendencia precisamente Un lugar en el mundo, Fresa

y chocolate y Como agua para chocolate, auténtico récord de la

pasada década con 1.136.915 espectadores, que no obstante ha

sido ya drásticamente pulverizado por el fulgurante éxito de El hijo

de la novia (1.536.636 espectadores a fecha del 1 de noviembre de

2002) Pero, por un lado, las modestas cifras de otros filmes

emblemáticos como Pixote (10.183 espectadores), Danzón (27.005

espectadores) o Principio y fin (17.813 espectadores) -por no

mencionar sino tres ejemplos- devuelven a su justo lugar, como

afortunadas excepciones a una norma bastante poco halagüeña, los

deslumbrantes éxitos de aquellas películas. Y, por otro, la simple

consideración de que El hijo de la novia y Como agua para

chocolate, los dos únicos filmes que en los últimos quince años han

superado el millón de espectadores, ocupan en realidad un modesto

vigésimo séptimo y vigésimo octavo puesto en el ranking de estrenos

latinoamericanos sometidos al escalpelo del control de taquilla

debería bastar para contener cualquier brote de euforia al respecto


[13] .

Reconstruir la experiencia de los espectadores españoles frente a

estos populares filmes latinoamericanos, pergeñar algunas pautas de

recepción, excede con mucho a las posibilidades que el estado de

actual de la investigación nos brinda. Para empezar, sería preciso

conocer con mayor detalle las condiciones de exhibición de esas

películas, todo menos uniformes o previsibles. Bastarán algunos

ejemplos. La incidencia de los distintos acentos latinoamericanos y la

mayor o menor familiaridad de los espectadores españoles con los

mismos sigue siendo completamente desconocida, pero el hecho de

que la práctica del doblaje de numerosos filmes latinoamericanos al

castellano -español - subsista hasta los años ochenta (todavía en

1982 ha de sufrir tal aberración Las siete Cucas de Felipe Cazals,

por no hablar de casos incluso posteriores en el mercado del video)

evidencia con toda crudeza la existencia de un problema. Cuál fue la

proporción de filmes doblados para su estreno en España, cuáles

fueron estos filmes y cuál su rendimiento comparativo en taquilla en

distintas regiones del país son interesantes cuestiones para las que

no disponemos de respuestas. Tanto más aún cuanto que

conocemos casos de extraordinarias fluctuaciones en la

permanencia en cartel de diversos filmes en distintas ciudades, lo

que podría apuntar a diferentes pautas de recepción. El caso de

Casa de mujeres es paradigmático en este sentido: estrenada de

tapadillo en Madrid en pleno verano de 1968, la película había

conocido mejores fechas de estreno en otras capitales y, por lo que

parece, también una mejor respuesta, ya que se mantuvo dos

semanas en las respectivas salas de estreno en Bilbao y Valencia,

tres en Barcelona y nada menos que 77 días en el Cine Bécquer de

Sevilla. De modo análogo, el hecho de que diversas películas

latinoamericanas conocieran una exitosa carrera comercial sin

haberse estrenado ni en Madrid ni en Barcelona, y a veces ni

siquiera en otras grandes capitales de provincia, habla a las claras

de la existencia de un público receptivo fuera de los grandes núcleos

urbanos: dos casos particularmente significativos son los de sendos

oscuros westerns mexicanos, Los cinco halcones (Miguel M.

Delgado, 1960) y Tierra de violencia (Raúl de Anda, Jr., 1965),


capaces de superar tranquilamente el medio millón de espectadores

sin haber sido siquiera estrenados en Madrid…

De la existencia de un público fiel para el cine popular

latinoamericano habla también el hecho de que -al margen de los

filmes de Cantinflas, continuamente objeto de reposiciones- fueran

muchas las películas que siguieran circulando por las salas

españolas aun mucho después de su estreno. Al son de la marimba

(Juan Bustillo Oro, 1940), reestrenada en Barcelona y otros muchos

puntos de España en 1973, puede muy bien un caso límite, pero

desde luego no un caso aislado. Puerta cerrada (Luis Saslavsky,

1939) también había vuelto a las pantallas barcelonesas en 1968,

mientras que la segunda versión de Allá en el Rancho Grande

(Fernando de Fuentes, 1949), protagonizada por Jorge Negrete, se

repone en distintas capitales en 1964. Sevilla -una plaza

tradicionalmente favorable al cine latinoamericano, si hemos de

juzgar por el alto número de filmes estrenados en la misma antes

que en cualquier otra capital española- se caracterizará asimismo

por la propensión a recuperar viejos títulos no necesariamente

famosos o distinguidos: además, claro está, de Allá en el Rancho

Grande, también Sangre torera (Joaquín Pardavé, 1949) vuelve a

las pantallas sevillanas en 1964; ¿Con quién andan nuestras

hijas? (Emilio Gómez Muriel, 1955) y Primavera en el corazón

(Roberto Rodríguez, 1955) lo harán en 1968; y así hasta completar

una relación bastante significativa de casos. Una vez más, pues, los

indicios apuntan hacia problemas de enorme interés, pero cuyas

claves hoy por hoy se nos escapan por completo…

Más precisos podemos ser, en cambio, acerca de algunos

interesantes fenómenos producidos en el ámbito de la recepción del

cine latinoamericano y que tienen que ver con determinados

conflictos ideológicos y morales, toda vez que -afortunadamente para

el historiador, pero lamentablemente para la sociedad española en

su conjunto- la nutrida historia de la censura cinematográfica en

España proporciona algunas jugosas informaciones. Evidentemente,

las profundas heridas abiertas por la guerra civil impedirían el acceso

a nuestras pantallas de filmes vagamente simpatizantes con las

fuerzas leales como Refugiados en Madrid (Alejandro Galindo,


1938) o alentados por el nutrido exilio republicano como La barraca

(Roberto Gavaldón, 1944) o La dama duende (Luis Saslavsky,

1945). La susceptibilidad del régimen franquista y sus órganos de

censura llegarán a camuflar la procedencia mexicana de Madre

querida (Juan Orol, 1935), sometida a su dictamen en el mismo año

1939, o a eliminar el nombre de Alejandro Casona en el avance de

Los árboles mueren de pie (Carlos Schliepper, 1951), rebautizada

en España como El nieto del Canadá para borrar cualquier

referencia a la pieza original del dramaturgo exiliado, y en los

créditos de Si muero antes de despertar (Carlos Hugo Christensen,

1952), reconvertida en El vampiro acecha para su exhibición en

nuestros cines [14] . Así las cosas, no es de extrañar que la mera

pronunciación de palabras como república y caudillo o la simple

alusión a la guerra civil y a Franco hubieran de suscitar la automática

ira de los censores. Incluso en la clásica Allá en el Rancho Grande

(Fernando de Fuentes, 1936) se cercenaría parte de un diálogo para

que no se escuchara la palabra comunista, en tanto que expresiones

como “La tierra es de quien la trabaja” (Flor silvestre, Emilio

Fernández, 1943) resultaban de todo punto inaceptables y eran

sistemáticamente eliminadas.

Clásicos del cine social latinoamericano como Prisioneros de la

tierra (Mario Soffici, 1939) y Las aguas bajan turbias (Hugo del

Carril, 1951), la emblemática Nosotros los pobres (Ismael

Rodríguez, 1948) o la práctica totalidad de la filmografía de Alejandro

Galindo jamás llegarían a las pantallas españolas, gracias a los

desvelos de una censura cuyo celo llevaba sistemáticamente a

suprimir el rótulo que en las películas mexicanas hacía referencia a

la sindicación del personal participante. Definitivamente, el cine

latinoamericano resultaba en la práctica demasiado conflictivo a

pesar de las hermosas expresiones prodigadas por la retórica de la

hispanidad: más de ochenta películas sometidas a los dictámenes de

la censura entre 1939 y comienzos de los sesenta resultaron

fulminantemente prohibidas y no pudieron exhibirse. Particularmente

ofensivas en ese contexto de interesado panhispanismo eran las

jocosas alusiones a la madre patria: calificar de presidiarios a los

marineros que acompañaron a Colón, aunque fuera en una película


de Cantinflas (El profe), u observar irónicamente que “entre los

españoles también hay buena gente” (Pasó en mi barrio, de Mario

Soffici) colmaba todos los límites de tolerancia posibles. Pero, más

allá de cualquiera de estas fricciones, las mayores provocaciones del

cine latinoamericano se producían en el ámbito de la religión y la

moral sexual.

“Suprimir los planos del sacerdote comiendo pollo mientras los

demás se matan a tiros”, exigiría en 1964 la censura a propósito de

El valle rojo (Enrique Zambrano, 1959), mientras que el uso de los

crucifijos en El vampiro (Fernando Méndez, 1957) suscitaría

severas objeciones. En El mártir del Calvario (Miguel Morayta,

1952) se ordenaba “suprimir la escena de la playa en que San Pedro

se presenta en paños menores”, así como distintos pasajes del

diálogo. Con frecuencia los censores juzgaban inoportunas para los

oídos de los españoles ciertas expresiones, que raudamente

eliminaban de los filmes: “manso con las mujeres como Cristo ante

Pilatos”, suprimida en Doña Bárbara (Fernando de Fuentes, 1943),

no es más que uno de los múltiples ejemplos posibles.

Cortes de besos, tanto castos como a “boca abierta” o

“lengüeteo” (en la terminología censora), efusiones amorosas o

“sobeos”, muchachas en ropa interior, bikini o jabonándose en el

baño, desnudos reales o “simbólicos”, bailes “indecorosos”,

equívocos masajes, insinuaciones homosexuales, alusiones al

divorcio, al suicidio o sencillamente a que todos los hombres

engañan a sus mujeres, cuando no inoportunos comentarios de

maduros caballeros a propósito de tiernas adolescentes… los anales

de la censura española están repletos de cortes infligidos a películas

latinoamericanas por tales conceptos. Ni siquiera los filmes de

Cantiflas escaparon a la fiebre censora: en El bolero de Raquel

(Miguel M. Delgado, 1956) coristas y bañistas vieron reducida su

presencia “al mínimo necesario para la continuidad de la acción”,

mientras que ya en El gendarme desconocido (Miguel M. Delgado,

1941) se habían eliminado un número de baile ejecutado por una

“rumbista” y distintos planos de piernas femeninas, así como el

comentario de Cantinflas al contemplar las de una criada: “Se me

hace que la voy a necesitar muy pronto”… Hasta los títulos de las
películas fueron en ocasiones modificados para evitar malos

pensamientos a los espectadores: así, Entre monjas anda el diablo

(René Cardona, 1972) se convirtió en Volver, volver para su

exhibición en España y el aparentemente equívoco Que me toquen

las golondrinas (Miguel Morayta, 1956) se trocó por el más aséptico

Que me canten las golondrinas.

Toda esta casuística dista mucha de resultar puramente anecdótica.

Antes bien, configura las coordenadas de un importante -pero

todavía inexplorado- aspecto de los intercambios cinematográficos

entre España y América Latina, a saber, el reiterado conflicto en el

plano de la moralidad y de la sexualidad. Aunque tampoco

disponemos de estudios detallados sobre la recepción del cine

español en Latinoamérica, cabría no obstante suponer

fundadamente que en este punto se trató de una relación más bien

asimétrica. Algunos datos dispersos apuntan en esta dirección,

antes, durante y después de la larga noche franquista. Recordemos,

por ejemplo, cómo a raíz del estreno madrileño de la histórica Santa

(Antonio Moreno, 1931) en febrero de 1934 la prensa especificaba

con claridad: “Exito grandioso. No apta para menores y

señoritas” [15] . E igualmente, analizando el guión original de Jalisco

canta en Sevilla (Fernando de Fuentes, 1948), primera

coproducción entre España y un país latinoamericano, Marina Díaz

López ha mostrado recientemente cómo “ciertas alusiones de énfasis

erótico (…) fueron, lógicamente, suprimidas” [16] antes del rodaje

para no correr el riesgo de verlas cercenadas por la fuerza. Incluso

en el marco de los festivales especializados las películas

latinoamericanas podían escandalizar a ciertos sectores del público y

la crítica, como sucediera en San Sebastián en 1959 por un fugaz

desnudo en Caín adolescente (Román Chalbaud, 1959) [17] . La

vieja tesis vindicadora de Ernesto Giménez Caballero, conforme a la

cual el cine mexicano parecía encarnar mejor aún que el propio cine

español los valores tradicionales de aquella “España imperial y

raceadora que creíamos para siempre perdida” [18] , chocaba día

tras día, película tras película, con la tenaz realidad de un

entendimiento bastante menos armónico.

Con demasiada frecuencia las películas que nos llegaban de


América Latina resultaban excesivamente fuertes y los diligentes

censores no tenían otro remedio -como hemos visto- que prohibir,

cercenar o adulterar. De dudosa moralidad, algunos de estos filmes

aparecían y reaparecían de forma recurrente en la programación de

los diferentes cine-clubs de inspiración eclesiástica. Así, por ejemplo,

sabemos que a comienzos de los sesenta ¿Con quién andan

nuestras hijas? (Emilio Gómez Muriel, 1955) constituía el prototipo

de película delicada programada por el cine-club Acción Católica de

Elche, reservado a matrimonios “por la índole de las películas a

proyectar, que en ocasiones pueden ser fuertes, y por la hora a la

que se realizará”, y cuyas sesiones solían terminar con la

celebración de la misa y la comunión [19] . Pero allí donde ciertos

excesos temáticos podían mal que bien recomponerse con el

adecuado adoctrinamiento, nada cabía hacer frente a la pecaminosa

mirada sino ahorrar al espectador toda ocasión. Inocentes películas

como Adán y Eva (Alberto Gout, 1956) fueron así sistemáticamente

rechazadas por la censura, que en este caso consideraba intolerable

la exhibición de Christiane Martel, Miss Mundo 1953, y no autorizó su

proyección hasta bien entrado 1974.

Indudablemente el cine latinoamericano generó sus propios y bien

arraigados mitos eróticos, pero no siempre tuvo el público español la

ocasión de familiarizarse con ellos. Todo el subgénero mexicano de

rumberas y cabareteras fue, por ejemplo, escamoteado al

espectador español, quien podía imaginar el supuesto strip-tease de

Gilda, pero en cambio no podía soñar con Ninón Sevilla por la

sencilla razón de que le resultaba desconocida. Acostumbrados a la

vana retórica de la Hispanidad, confiados en que no había secretos

en esa hermandad, cuán perplejos debían de quedar los cinéfilos

que se asomaran a las páginas de Cahiers du cinéma y encontraran

los encendidos elogios de un tal Robert Lachenay (que no era sino el

seudónimo tras el que se escudaba François Truffaut): “Por poco que

nos ocupemos de los gestos femeninos en la pantalla y en otras

partes, debemos saber que ella existe. Mirada inflamada, boca de

incendio, todo se alza en Ninón (la frente, las pestañas, la nariz, el

labio superior, la garganta, el tono con que se enoja), las

perspectivas huyen como otras tantas flechas disparadas, desafíos


oblicuos a la moral burguesa, a la cristiana y a las demás” [20] . De

la veintena larga de películas interpretadas por Ninón Sevilla sólo las

tempranas La feria de Jalisco (Chano Urueta, 1947), donde

insólitamente hacía de rancherita, y Señora Tentación (José Díaz

Morales, 1947) -en España Solamente una vez -, en la que ya

interpretaba a “una rumbera que tira de espaldas”, como la define

uno de los personajes del filme, se asomaron a las pantallas

españolas. A lo que habría que unir la punitiva operación ejecutada

por Juan de Orduña en Música de ayer (1958), donde Ninón era

llamada a recato sin poder mostrar apenas las piernas y se la

imponía un extraño y desacostumbrado estatismo en los números

musicales [21] . Nunca llegaron Aventurera (Alberto Gout, 1949),

Sensualidad (Alberto Gout, 1950) o Víctimas del pecado (Emilio

Fernández, 1950), como tampoco llegaron en su momento los filmes

interpretados por Isabel Sarli, igualmente considerada no apta para

los forzosamente recatados espectadores españoles. Si ya Los días

calientes (Armando Bó, 1965) hubo de aguardar doce años para

poder estrenarse, los títulos clave de la que Sergio Wolf ha llamado

con propiedad “la época de la desmesura” [22] tampoco podrían

llegar a las pantallas españolas hasta después de la muerte de

Franco: Fiebre (Armando Bó, 1970) se estrenaría en 1979,

rebautizada de forma sensacionalista como Fiebre sexual; Fuego

(Armando Bó, 1968) no vio aquí la luz hasta 1980; y Carne

(Armando Bó, 1968), batiendo todos los récords, debería esperar

hasta 1990. Pero en los agitados momentos de la transición no sólo

se producirían tales recuperaciones, sino que otros nuevos mitos

eróticos latinoamericanos llegarían con más puntualidad a las salas

españolas para ser reconocidos como tales. De este modo, Sonia

Braga o la más familiar Isela Vega -siquiera por haber frecuentado

algunas coproducciones con nuestro país- se convertirán en

referentes insoslayables de un período de normalización en el que

incluso la controvertida categoría de películas ‘S’ se nutriría

ocasionalmente de producciones latinoamericanas [23] . Sin

necesidad, pues, de hacer más prolija la argumentación, parece

claro que no sólo suecas o francesas fueron objeto de pecaminosas

tentaciones entre el público español y que este significativo desfase


con respecto a los países hermanos de América Latina constituye un

interesante problema que sin duda aguarda un estudio más

detallado.

Muy distinto es, sin embargo, el impacto ejercido por las distintas

muestras del Nuevo Cine Latinoamericano que van llegando

tímidamente a España en los años sesenta o son conocidas y

aireadas por los críticos del país a raíz de su presentación frecuente

en distintos festivales internacionales. Fuera de toda duda, será el

Cinema Novo brasileño el que galvanice de forma más poderosa los

ánimos de un significado sector de la crítica cinematográfica

española, inequívocamente alineado con posiciones izquierdistas y

de oposición al régimen franquista. Nada más expresivo tal vez en

este sentido que las entusiastas palabras de Ricardo Muñoz Suay en

1970: "Cuando el cinema vacila por todo el mundo, cuando los

problemas industriales se entremezclan con los ideológicos y cuando

el desafío americano sigue vigente en los monopolios de distribución

y de exhibición, el aire nuevo del novo cinema brasileño, si no es una

meta, sí, por lo menos, es un recurso ilimitado para resolver parte de

nuestros graves problemas cinematográficos. Es un cine que sufre,

es evidente, los embates de los monopolios y la confusión de los que

llamándose populistas no son sino unos estetizantes de la forma. El

cinema del Brasil, por lo menos el que ha podido llegar hasta

nosotros, es un movimiento amplio, sólido y revulsivo. Cine que tiene

a Rocha como artífice mágico, y a Diegues, a Ruy Guerra, a Farias,

a Hirszman y a tantos otros como seguidores combativos" [24] .

Simple botón de muestra de un estudio que necesariamente requiere

ensanchar la perspectiva de análisis y atender a otros múltiples

aspectos, la consideración de este importante y significativo caso

nos permitirá no obstante vislumbrar algunos de los rasgos

esenciales de este proceso de recepción que marca indeleblemente

a la cultura cinematográfica española en las postrimerías del

franquismo [25] . La historia comienza, como no podía ser menos, en

el Festival de Cannes de 1964, auténtica cabeza de playa del

desembarco europeo del Cinema Novo con la presentación de las

emblemáticas Vidas secas (Nelson Pereira dos Santos, 1963) y

Deus e o diabo na terra do sol (Glauber Rocha, 1964). Los


escasos cronistas españoles desplazados a La Croisette para cubrir

el evento no albergaron dudas acerca de la importancia de ambos

filmes, pero muy significativamente José Monleón -el enviado de la

todavía joven revista Nuestro Cine- se decantaba claramente por el

filme de Pereira dos Santos frente al de Rocha en virtud de su mayor

afinidad al espíritu del realismo crítico abanderado a la sazón por la

redacción de la revista. Monleón no apela explícitamente en su texto

a tal perspectiva teórica, pero sí subraya y ensalza la filiación

neorrealista de Vidas secas frente al barroquismo formal de Rocha,

cuya obra adolecería de una cierta falta de vertebración en la

sucesión de "escenas (...) conmovedoras y espléndidas en alguna

ocasión, desmeduladas y grotescas las más de las veces" [26] .

Algunos meses más tarde, en su detallada reseña sobre el Cinema

Novo para esa misma publicación, José Torres Murillo volvía a

contraponer ambos filmes y, sin entrar en explícitas valoraciones, no

dejaba de apuntar (aparentemente con cierta sorpresa) cómo a los

brasileños Deus e o diabo na terra do sol les parecía el filme más

emblemático del movimiento y una obra superior a la de Pereira dos

Santos [27] . A partir de ese momento Nuestro Cine -sin duda

alguna la revista que mayor cobertura dará al cine brasileño y la que

liderará el debate crítico en torno al mismo- prodigará su atención al

Cinema Novo, sistemáticamente considerado como lo más relevante

de los festivales en curso y como uno de los fenómenos más

importantes del panorama cinematográfico del momento [28] . La

revista publicará asimismo en esos años diversas entrevistas con

algunos de los principales cineastas brasileños del momento

(Saraceni, Guerra, Jabor, Diegues y Andrade), pero a partir de 1967

-coincidiendo con la apertura de una nueva y renovadora etapa en el

seno de la misma [29] - la sombra de Glauber Rocha pasará a

eclipsar en buena medida a sus compañeros. Las dos entregas del

trabajo de Pérez Estremera que ese mismo año Nuestro Cine

presenta como fundamental aproximación al Cinema Novo vienen

acompañadas precisamente por la publicación del manifiesto de

Rocha "Estética de la violencia" [30] y será justamente el nuevo

responsable editorial de la revista Ángel Fernández Santos quien

prologue la edición española de la Revisión crítica del cine brasileño,


donde califica al cineasta bahiano como "uno de los fenómenos más

veloces y fulgurantes de la historia del cine" y ensalza su texto como

un instrumento de lucha en el que la crítica cinematográfica no se

concibe ya como una actividad externa a la propia creación fílmica

[31] . Todo un modelo, en suma, para una crítica como la que

Nuestro Cine quería encarnar en la era del nuevo cine español y en

los frentes de resistencia cultural antifranquista.

Pero, volviendo a los emblemáticos textos de Pérez Estremera en

1967, el gran mérito del cinema novo y de Rocha en particular

parece haber sido alumbrar un modelo de cine ajustado a su

contexto inmediato sin por ello renunciar a los aires coetáneos de

renovación estética, todo ello bajo la saludable bandera de la

producción independiente [32] . De ahí deriva el "valor

representativo" del cine brasileño del momento, su configuración

como modelo de expresión cinematográfica y lucha política.

Explicitando las analogías, Pérez Estremera subraya cómo "la actitud

de producción independiente y de lucha que sigue el nôvo cinema no

es algo tan distante ni particularizado con respecto a la situación

cinematográfica mundial. Para los países nacientes supone un

ejemplo que, con hábil adecuación, puede ser valioso y útil. Para

otros países evidencia una posibilidad de ruptura que, como inicio de

una necesaria renovación y de lucha contra el capital, puede ser no

sólo interesante sino necesaria". Y concluye en términos

contundentes: "En estos momentos en que la sistemática capitalista

aprieta fuerte, en que los llamados pilares tradicionales se intentan

mantener irracionalmente, pese a su evidente crisis e inadecuación,

en estos momentos en que el sistema prostituye y frustra a la

persona, en que bajo banderas de caridad, bien común y

trasnochados supuestos se desprecia la capacidad del hombre y se

confía al mito y la entelequia las posibilidades evolutivas, y en estos

momentos en que el engaño político y cultural es patente, en Brasil

con especial crudeza, en estos momentos, ante los que la lucidez

mínima forzosamente debe cristalizar en una postura de ruptura, no

es extraño que nos manifestemos por un cine libre, independiente,

por Buñuel, por Miguel Torres, por Rocha y el nôvo cinema. Hay que

golpear" [33] . Mucho más circunspecto -y por momentos hermético-


se muestra Ángel Fernández Santos en un ambicioso texto que,

bajo el título Europa: la irrupción del cine latinoamericano, aspira a

advertir sobre los peligros de la paternalista recepción acrítica del

nuevo cine latinoamericano, forzando inconscientemente una

asimilación que puede llegar a neutralizar de hecho su esencia

revolucionaria. Para el crítico, la rampante y bien perceptible '


estética

del tercermundismo'abrazada por muchos de sus colegas europeos

obvia lo que verdaderamente importa, a saber, la adecuación de

tales modelos a las realidades concretas hic et nunc. Rocha sí,

parece decir Fernández Santos (sobre todo, al hilo de su análisis del

filme de Gianni Amico Tropici), pero no a cualquier precio. Sólo la

reelaboración inteligente de los modelos del Cinema Novo y otros

movimientos tercermundistas coetáneos podrá evitar -dice- que se

conviertan en nuestras manos "en pseudo cultura (es decir, en

pseudo revolución) importada" [34] . El debate estaba servido, pero -

por razones acaso un tanto coyunturales- iba a ser precisamente

Rocha quien pasará a figurar en el ojo del huracán.

En uno de los más lúcidos y perceptivos textos publicados a la sazón

sobre el cine brasileño -un largo ensayo sobre Deus e o diabo na

terra do sol coincidiendo con su estreno comercial en España-

Miguel Marías desgranaba oportunamente el sentido político del cine

de Rocha, apelando tanto a la estética revolucionaria como a la

propia y explícita llamada a la revolución contenida en el filme [35] .

Vanguardia política y vanguardia estética debían fundirse en un solo

aliento para alumbrar ese ansiado modelo de cine crítico invocado

por Nuestro Cine. Idénticas concepciones reaparecen poco después

en un muy elogioso texto de César Santos Fontenla a propósito de

Antônio das Mortes: "Antônio das Mortes, película que es preciso

ver una y más veces para captarla en toda su profundidad, es uno de

los films más excitantes, más profundos, más bellos de los últimos

años. Un film revolucionario en todos los sentidos, una muestra

excepcional de las posibilidades que aún, al margen de rutinas y

procedimientos, de esquemas y fórmulas, le quedan al cine de

renovarse y de seguir abriendo cauces nuevos" [36] . En la hora del

aggiornamento del cine español y la intensificación de la resistencia

contra la dictadura, las enseñanzas de Rocha y el Cinema Novo no


podían caer en saco roto.

En ningún otro lugar probablemente se tenderán tan abiertamente

los puentes entre una y otra realidad, entre el modelo del cine

brasileño y las prácticas de los cineastas españoles del momento,

como en la crítica de Miguel Marías a Os fuzis (Ruy Guerra, 1963),

un filme que en algún momento se pensó en rodar en España.

Recordando tal circunstancia, Marías lo contrapone a un cine

español hegemónico caracterizado por enmascarar la realidad y lo

elogia por su honestidad más allá de la precariedad de medios. Los

caminos del Cinema Novo y el cine español no habían terminado por

confluir desde entonces, pero finalmente lo harán con el proyecto de

rodaje de un filme de Glauber Rocha en tierras catalanas: Cabezas

cortadas.

Aunque la historia de Cabezas cortadas es suficientemente

conocida y su diario de rodaje fue incluso publicado en la época

[37] , algunas precisiones se imponen no obstante para

contextualizar adecuadamente el proyecto en el marco de este

estudio. Auspiciado por José Antonio Pérez Giner y Ricardo Muñoz

Suay, como productores responsables de Profilmes y Filmscontacto,

y con unos atractivos honorarios de cien mil dólares para el

realizador brasileño, el proyecto pudo llegar a buen puerto tras

numerosos contratiempos y así, en marzo de 1970, se concluyó su

rodaje con tiempo suficiente para que el filme pudiera estar listo para

ser presentado en el Festival de San Sebastián [38] .

Deliberadamente vago y universalizante con objeto de poder

esquivar a la censura, el filme fue concebido pese a todo como una

especie de nueva e incómoda Viridiana en donde primaban por

encima de todo su utilidad y relevancia directas para el cine español

y el contexto político concreto del momento [39] . Más allá de la

desigual respuesta crítica, de lo que no cabe ninguna duda es que

Cabezas cortadas suscitó un considerable revuelo a raíz de su

presentación en San Sebastián -básicamente por la muy airada

crítica del diario barcelonés La Vanguardia, cuyo firmante Antonio

Martínez Tomás se declararía indignado "como contribuyente y como

ciudadano" de que tal filme representara a España [40] - y que ni

siquiera el hasta entonces incondicional Nuestro Cine quedó al


margen de la misma. Defendiéndolo a ultranza como "una obra

maestra" y "uno de los filmes más importantes del último decenio,

por lo menos" [41] , César Santos Fontenla probablemente no sólo

estaba saliendo al paso de la negativa acogida dispensada al filme

entre la '
crítica oficial'[42] , sino incluso entre algunos de sus

compañeros de redacción. En efecto, mientras que -en su crónica

del Festival de San Sebastián- Miguel Marías había salvado a la

postre Cabezas cortadas no sin antes calificarlo de decepción y de

filme menor [43] , el visionado de O leão de sete cabeças en la

Mostra de Venecia había desencantado a Augusto Martínez Torres

por su "esquematismo absoluto" [44] . El breve y fulgurante idilio

entre un importante sector de la crítica española y Glauber Rocha

comenzaba a diluirse. Cabezas cortadas, la gran experiencia de

colaboración y la más explícita tentativa de aclimatación del modelo

del Cinema Novo a nuestros lares se había saldado con un sonado

fracaso y había sembrado incluso la discordia entre las filas de los

admiradores más incondicionales. Cabezas cortadas resultó, a la

postre, como reconociera sin ambages el propio Rocha, "un filme no

utilizable por la izquierda" [45] . Y ése era quizás el peor defecto que

uno podía esperar del deslumbrante Cinema Novo.

En 1970 el grueso del Cinema Novo estaba todavía por llegar a las

pantallas comerciales españolas (recuérdese que ni siquiera se

habían estrenado aún Vidas secas o Barravento), pero el fervor

primigenio daría paso a una actitud más circunspecta y cautelosa.

Objeto cada vez más de una recuperación arqueológica o de la

explotación comercial del alto (para nuestros parámetros) voltaje

erótico de las más recientes producciones -la mayoría de los títulos

estrenados en España en la década de los setenta y comienzos de

los ochenta encajan con facilidad en alguna de estas categorías-, el

cine brasileño jugará sin duda otro papel bien distinto en esos años

antes de desaparecer prácticamente del horizonte del espectador

español. Es el momento en que sólo los filmes de Héctor Babenco o

Sonia Braga parecen capaces de abrir un resquicio en los circuitos

de distribución y exhibición. Es la hora, en una palabra, de la

progresiva reorientación de la crítica española en paralelo a la

reconfiguración del mercado y a las cambiantes circunstancias socio-


políticas [46] . Pero ésta es ya una historia muy distinta...

La normalización democrática marcó así el paulatino agotamiento del

interés por el cine político latinoamericano, que desaparecería de las

pantallas españolas al poco de haberlo hecho también el tradicional

cine de género (melodramas, westerns, etc.) que habitualmente

nutría numerosos cines de barrio y de zonas rurales, precipitando -

como ya se apuntó- las más severa interrupción en la afluencia de

producciones latinoamericanas desde los fragores de la guerra civil.

El hecho de que más del 60% de las coproducciones auspiciadas por

Televisión Española en torno a los fastos del Quinto Centenario ni

siquiera se estrenarán -ni aun habiendo ganado la Concha de Oro

en San Sebastián, como fue el caso de La nación clandestina

(Jorge Sanjinés, 1989)- habla a las claras del creciente desinterés

que sólo filmes como Un lugar en el mundo, Como agua para

chocolate o Fresa y chocolate iban a lograr contrarrestar a

comienzos de los noventa. Pero hasta qué punto esta renovada

presencia de filmes latinoamericanos en las pantallas españolas o el

rebrote de una nueva fiebre de coproducción con distintos países de

América Latina vaya o no a dejar finalmente su marca es algo muy

prematuro de determinar. Mientras tales procesos se desarrollan

convenientemente, recuperar un pasado compartido puede ser una

fecunda manera de adquirir conciencia de los errores cometidos en

el camino de esta ansiada hermandad cinematográfica.

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