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ÉTICA Y POLÍTICA EN SPINOZA

Marilena Chaui*

I.
La relación entre ética y política es determinante en la filosofía
de Spinoza. Ante todo, la prueba de esa relación se encuentra en los
textos mismos del filósofo, porque tanto los tratados políticos remiten
al texto de la Ética como fundamento, así como el final de la IV parte
de la Ética deduce los conceptos de derecho natural, sociedad y
derecho civil de la idea de la naturaleza humana. No podría ser de
otro modo. La ética spinozista es una ética que identifica libertad y
felicidad y la política spinozista demuestra que la política está
instituida para asegurarle a los hombres la libertad, la seguridad y la
paz. Sin embargo, el lazo que une ética y política es más profundo: lo
que las une es el hecho de que el fundamento ontológico de ambas
es el mismo, es decir, aquello que Spinoza designa con el concepto
de conatus -el esfuerzo de conservación en la existencia- y que, él
demuestra, es la esencia actual de todos los seres.

Para Spinoza, la cuestión ética es: ¿cuál es el camino seguro,


en el cual y gracias al cual, los humanos pueden fortalecer y expandir
su conatus? Y la cuestión política es: ¿bajo qué formación social y
bajo qué forma de poder el conatus individual y colectivo puede
fortalecerse y expandirse? La primera cuestión lo conduce a la idea
de la libertad como fuerza interna del cuerpo y de la mente para la
pluralidad simultánea de acciones, la idea de la virtud como amor
intelectual y a la definición del bien como conocimento verdadero de
sí, de los otros y de la conexión de cada uno y de todos con el orden
de la Naturaleza entera, es decir, con Dios. La segunda cuestión lo
conduce a la idea de que el objetivo del Estado es asegurar la
libertad y la seguridad de los ciudadanos y que la democracia es el
más natural de los regímenes políticos y lo más propicio para la
libertad, porque en él los hombres realizan su deseo natural
originario, sea cual fuere, gobernar y no ser gobernados.

Entonces, el concepto spinozista de conatus presupone una


ontología y ésta, a su vez, se realiza simultáneamente como discurso
instituyente de un pensamiento nuevo y como contra-discurso que
1
desmantela la tradición metafísica. Sabemos que, esa tradición llega
al siglo XVII como una mezcla de filosofía griega y teología
judeocristiana. Siendo así, el discurso nuevo de la ontología, de la
ética y de la política no puede dejar de ser la demolición del edificio
metafísico-teológico. Eso explica dos aspectos de la filosofía
spinozista que suele espantar a los que acceden a ella por primera
vez: por un lado, el texto de la Ética, cuya primera parte se intitula
“De Dios” y no como se esperaría, “Del Hombre”; y por otro, la
estructura del Tratado Teológico-Político, en el cual Spinoza llega a
los fundamentos de la política recién en el capítulo 16, después de
haber dedicado los capítulos anteriores a la interpretación de la
Biblia. En otras palabras, quien se aproxima por vez primera a la obra
ha de interrogarse: ¿Por qué iniciar un libro sobre ética comenzando
por Dios y no por el hombre? ¿Y por qué anteceder la discusión
sobre los fundamentos de la política con una exégesis bíblica? La
respuesta es la misma en ambos casos: un pensamiento nuevo
sobre la realidad y sobre las acciones humanas exige la destrucción
de los presupuestos teológico-metafísicos heredados.

El primer objetivo del contra-discurso spinozista es la demolición


del edificio religioso-teológico en el cual Dios y la Naturaleza son
tomados por el prisma de la analogía: ambos serían sustancias,
aunque con sentidos diferentes. El segundo objetivo al que apunta es
el presupuesto teológico-metafísico de la analogía y sus
consecuencias, es decir, las imágenes de la creación del mundo, de
la finitud y de la voluntad divina omnipotente e insodable, donde
nacen tanto la imagen de la transcendencia infinita como un ser y un
poder separados de la Naturaleza como la teología negativa, que le
impide al entendimiento finito el conocimiento del ser infinito,
prometiéndole el éxtasis y la fusión en lo absoluto como obra
regeneradora de la fe y de la gracia. El tercer objetivo es el edificio
moral-teológico, construido con el cimiento imaginario entre libertad y
arbitrio, en Dios; y entre libertad y culpa, en el hombre.

En el prefacio a la tercera parte de la Ética, Spinoza afirma que


la deducción geométrica de los afectos humanos, es decir, de los
sentimientos y pasiones, causará sorpresa a aquellos que no dejan
de considerarlos como vicios y contrarios a la razón, como si fuesen
2
algo “vano, absurdo y digno de horror”. ¿De dónde viene la terrible
imagen teológica de las pasiones?

“La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la
manera de vivir de los hombres, parecen tratar no de cosas naturales
que siguen las leyes comunes de la Naturaleza, sino de cosas que
están fuera de la Naturaleza. Más aún, parecen concebir al hombre
como imperio en un imperio (imperium in imperium). En efecto, creen
que el hombre más bien perturba el orden de la Naturaleza; que tiene
una potencia absoluta sobre sus acciones y que no es determinado
por nada más que por sí mismo. Por lo tanto, atribuyen la causa de
la impotencia e inconstancias humanas, no a la potencia común de la
Naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana y, por
este motivo, deploran, ridiculizan y desprecian, o, lo que sucede con
más frecuencia, detestan; y se tiene por divino a quien ha sabido
despedazar más elocuentemente o más sutilmente la impotencia del
alma humana” (E III, Praefatio, G. T.II, p.102*).

Combinando el mito de la inocencia y el pecado original de Adán


con la teoría platónica del alma concupiscente y con la idea estoica
de la pasión como enfermedad y contranatura, la tradición teológica
produce la imagen del hombre como ser vicioso y atribuye el vicio al
libre arbitrio de la voluntad. A esa primera combinación de imágenes,
la tradición agrega una segunda, combinando la metafísica
aristotélica de la pluralidad de sustancias y la idea hebrea de la
creación del mundo y del hombre. Esa nueva combinación permite
afirmar que el hombre es una sustancia creada inmediatamente por
Dios, superior y mejor que la Naturaleza, pero dotado de libre
voluntad corruptible por la cual se aleja y se separa del creador,
transgrediendo la Ley. Porque Dios es sustancia, la naturaleza es
sustancia y el hombre es sustancia, cada uno de ellos es imaginado
como un ser independiente, una realidad que, después de creada,
subsiste en sí y por sí misma. Es ese imaginario de la pluralidad
*
N. de la T.: Si bien en el original de este texto (portugués) todas las referencias a las páginas
pertenecen obviamente a las ediciones brasileñas de los libros de Baruch Spinoza; cabe aclarar que en
esta traducción, la numeración de las páginas tanto del Tratado Teológico-Político –Tratado Político y
las de la Ética Demostrada según el Orden Geométrico, corresponden a las versiones en habla
hispana (TTP-TP, Editorial Tecnos, Madrid, 1985 y Ética…,Fondo de Cultura Económica, tercera
edición, 1985)

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sustancial que lleva a la tradición teológica a la elaboración de la
imagen de la relación del hombre con la Naturaleza como la
confrontación de dos imperios, o el imperium in imperio (poder en el
poder). La elección de la palabra imperium no es gratuita.
Significando, originalmente, poder incondicional para promulgar
leyes, hacer que se cumplan y usarla de sable, imperium significa,
en lenguaje moderno, soberanía.

Spinoza no sólo dice que la imaginación teológica considera al


hombre un imperium vicioso, sino que también concibe la Naturaleza
imperialmente. La marca del imperium, como su origen lo indica, es
ser único. Por consiguiente, hombre y Naturaleza sólo pueden ser
rivales, destinados a la lucha, y la ética sólo podrá encontrar fuera de
la Naturaleza, es decir, en el hombre soberano, tanto las causas de la
virtud cuanto las de la impotencia e inconstancia, propias de la
pasión. Por voluntad, el hombre, después de transgredir la ley divina
que le prohibía comer el fruto del árbol del conocimiento, pasa a
transgredir la ley natural, deseando imponer a la Naturaleza su propia
ley. Dado que la ley del hombre proviene de una fuente corrupta, el
hombre contraría la Naturaleza y la perturba. Entonces, la ley natural
también es ley divina, aquella ley accesible a la razón, decretada por
la voluntad y por el intelecto divinos y comprensible para el hombre.
Al contrariarla y perturbarla, la voluntad humana se subleva frente a
Dios, en un gesto irracional, “vano, absurdo y digno de horror”. En un
sólo impulso la imaginación teológica eleva al hombre -lo coloca
como soberano frente a otro soberano-, lo rebaja y lo reniega,
deplorándolo, ridicudizándolo, despreciándolo, exigiendo que
abandone su propia naturaleza, considerada como contranatura, y
encuentre otra para volverse virtuoso y digno de alabanza.

El diagnóstico de Spinoza indica que la ética todavía está por


ser escrita y que escribirla pasa por la demolición del edificio moral
construido para aniquilar al hombre, al negarle su propio ser después
de haberlo falsamente elevado. La primera tarea ética será demostrar
que los afectos, es decir, los sentimientos y las pasiones, son
perfectamente naturales. La naturalización de los afectos no significa
tomarlos por naturales simplemente para que constatemos
empíricamente que los sentimos, sino que ontológicamente somos
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seres afectivos por naturaleza. Contra la imagen de una libertad
basada en la culpa y en la debilidad de una voluntad corrupta, pero
paradójicamente puesta como soberana, Spinoza demuestra que no
tenemos poder absoluto sobre nuestros afectos ni poseemos una
voluntad libre soberana, sino que somos apetito y deseo, causas
eficientes naturales determinadas por las relaciones entre la potencia
interna a nuestro ser y la potencia de causas exteriores. Son esas
relaciones entre nuestra potencia interna y las potencias externas
que hacen a las pasiones tan naturales cuanto a las acciones -no son
vicios, sino propiedades de la naturaleza humana, “maneras de ser
que le pertenecen como el calor, el frío, la tempestad, los relámpagos
y todos los metéoros pertenecen a la naturaleza del aire”. Así
también la virtud ya no se encuentra más en la obediencia voluntaria
a decretos y fines impuestos por la voluntad divina, sino en el
aumento de la intensidad y de la fuerza de nuestra potencia interior,
gracias al cual nos tornamos causas adecuadas1 de nuestro
pensamiento y de nuestra acción.

Dada la articulación necesaria entre ética y política, no nos debe


sorprender que la apertura del Tratado Político sea semejante al
prefacio de la tercera parte de la Ética:

“La mayoría de los filósofos concibe los afectos, que entablan


combate en nosotros, como vicios en que los hombres caen por
culpa propia; por eso se habituaron a ridiculizarlos, deplorándolos,
maltratándolos y, cuando quieren parecer más santos que todos,
detestarlos. Creen así, hacer cosas divinas y elevarse a la cumbre de
la sabiduría, prodigando toda clase de alabanzas a una naturaleza
humana que en parte alguna existe y atacando con sus discursos a
aquella que realmente sí existe. Conciben a los hombres no tal como

1
N. de la T.: Según definición de Spinoza, él llama causa adecuada a aquella cuyo efecto puede percibirse
clara y distintamente por ella misma. Por el contrario, denomina inadecuada o parcial a aquella cuyo efecto no
puede entenderse por ella sola. (Ética, pág. 103)
5
son, sino como a ellos mismos les gustarían que fuesen. He aquí el
por qué -casi todos- en vez de una ética, escribieron sátiras, y no
tuvieron sobre la política ideas que pudiesen ser puestas en práctica,
concibiéndola entonces como quimera o utopía. Por este motivo, se
cree que, de todas las ciencias que poseen aplicación, es en la
política donde la teoría pasa por discrepar más que la praxis, no
habiendo hombres que se estimen menos capaces de dirigir la
república que los teóricos, es decir, los filósofos”.

Entonces, ¿quiénes son aquellos que vituperan los afectos y las


pasiones humanas? ¿Quiénes son aquellos que conciben la ética
como sátira y la política como utopía? ¿Quiénes son esos que
Spinoza curiosamente llama “los teóricos, los filósofos”? En verdad,
son los teólogos, es decir, aquellos que pretenden obtener de la
Biblia una teoría sobre la esencia de Dios, la esencia del hombre y el
origen del poder político. No obstante, explica Spinoza en el TTP, la
Biblia no ofrece ningún conocimento especulativo sino preceptos
morales muy simples que todos los creyentes pueden comprender
inmediatamente -amar a Dios y al prójimo-, hay que entender
finalmente, qué es la teología y por qué es necesario alejarla tanto de
la ética como de la política, y por lo tanto de la filosofía.

La lectura del Theologico-Politicus, muestra que para Spinoza la


diferencia entre filosofía y teología no es la diferencia entre dos
dominios del saber, uno de ellos reservado a la razón natural y
otro a la revelación. La distinción spinozista pasa por otro lado.
En los dos primeros capítulos de la obra, Spinoza distingue
profecía y conocimiento natural, gracias a la distinción entre
imaginación e intelecto, certeza moral y evidencia racional,
práctica política y especulación. En otras palabras, la profecía
es un conocimiento imaginativo dotado de certeza moral y el
profeta es un líder político y no un teólogo. Así, al afirmar que el
profeta conoce más allá de lo que le permite el intelecto,
Spinoza no afirma que el profeta conoce las mismas verdades
que la razón, ni otras mejores y superiores, sino que la profecía
es un conocimiento por imágenes, es decir, por signos
indicativos e imperativos, que traspasa lo que el intelecto
permite conocer como verdad evidente. Además de eso, deja en
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claro que el profeta no pretende tener conocimiento especulativo
-porque no hay contenidos especulativos en las Sagradas
Escrituras-, no conoce la esencia ni la potencia de Dios, sino
que simplemente acepta su existencia y pretende ser mensajero
e intérprete de lo que juzga como voluntad divina, es decir, la
Ley Hebrea. Su actividad es política y no especulativa. Sin
embargo, no vayamos a creer que si el profeta es una figura
política eso nos permitiría concluir que el teólogo es un
pensador especulativo. En efecto, la teología es definida por la
tradición cristiana como ciencia sobrenatural, pues la fuente es
la revelación divina consignada en las Sagradas Escrituras. En
el capítulo XV, distinguiendo entre filosofía y teología, Spinoza
afirma que, por revelación (es decir, por imágenes, signos
indicativos y signos imperativos) no obtenemos conocimiento
verdadero de la esencia de Dios. He aquí por qué deseando dar
fundamentos racionales a esas imágenes, el teólogo busca
apoyo en la luz natural, invoca la razón para, “después de
garantizar por razones ciertas” la interpretación de lo que fue
revelado, encontrar “razones para tornar incierta” la razón.
Recurriendo a la luz natural cuando carece de ella, para imponer
lo que interpreta y expulsando la razón cuando ésta le muestra
la falsedad de la interpretación o cuando ya obtuvo la
aceptación de su punto de vista, la ambigüedad teológica
frente a la razón diseña el lugar propio de la teología: es un
sistema de imágenes con pretensión de concepto y cuyo fin es
obtener, por un lado, el reconocimiento de la autoridad del
teólogo (y no de la verdad intrínseca de su interpretación) y, por
otro, la sumisión de los que lo escuchan, tanto mayor si fuese
conseguida por consentimiento interior. El teólogo apunta a
conseguir del otro el deseo de obedecer y de servir. De esa
manera, se vuelve clara la diferencia entre filosofía y teología.
La filosofía es saber. La teología, no-saber. Es simplemente una
práctica de origen religioso destinada a crear y conservar
autoridades por la creación del deseo de obediencia.
Desconocida por el profeta -que no habla en su propio nombre,
sino en nombre de la ley-, inútil para la fe -porque ésta se
reduce a contenidos muy simples y a pocos preceptos de
justicia y caridad-, peligrosa para la razón libre -que opera
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según su necesidad interna autónoma-, la teología no es sólo
diferente de la filosofía, sino que se opone a ella.

Aislado el soporte teológico, le resta a la política -si no quisiera


ser sátira o utopía inaplicable- buscar en la Naturaleza su
fundamento. ¿Pero de qué Naturaleza se trata? Si el objeto de la
política son los hombres tal como viven sus conflictos interiores y
exteriores, “los hombres tal como son”, se trata de la naturaleza
humana en el cruce del orden necesario y del orden común de la
Naturaleza. Por eso mismo, el fundamento de la política no es la
razón ni la voluntad de los hombres.

¿Qué son los hombres “tal cómo son”? En el orden necesario de


la Naturaleza, son conatus cuyo nombre político es derecho natural.
Por lo tanto, éste no es precepto de la recta razón o de la buena
voluntad que ordenan y quieren lo justo, sino potencia de
autoafirmación en la existencia: el derecho natural, demuestra
Spinoza, se extiende hasta donde se extiende la potencia de cada
uno, desconociendo lo bueno, lo malo, lo justo y lo injusto. No
obstante, en el orden común de la Naturaleza, esa potencia es
abstrata porque los humanos, seres finitos rodeados por otros más
numerosos y más potentes de lo que cada uno es tomado en forma
individual, deseando todo y pareciendo tener derecho a todo, no
consiguen nada salvo la guerra, la muerte y el miedo.

Sin embargo, la experiencia enseña que si la Naturaleza no crea


pueblos ni naciones, entretanto ofrece las condiciones para que la
Ciudad sea instituida, dado que ésta existe en todas partes. ¿Cómo
pasar de la constatación empírica de la existencia política al
conocimiento de su génesis? Desarticulada la referencia a Dios y a la
Naturaleza como razón y voluntad, será necesario buscar el origen
de la política en el derecho natural como pura fuerza debilitada en el
estado de Naturaleza, interrogándonos cómo es posible pasar de los
individuos a la multitudo sin recurrir a la idea de un sentimiento
natural de justicia que causaría la sociabilidad, ni a la idea de un
contrato entre voluntades que crearía el poder soberano. ¿Cómo se
da ese pasaje? En otras palabras, ¿cuál es la génesis del sujeto
político? Spinoza comenzará por la génesis del agente político en el
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interior del juego de fuerzas que constituye el estado de naturaleza,
deduciendo de ese agente las formas políticas como relaciones de
proporción entre la potencia-derecho de la masa y la potencia-
derecho de los gobernantes, probando que el derecho civil no es sino
la fuerza concreta del derecho natural, fuerza que, en estado de
naturaleza, era abstrata o inexistente y que las diferentes formas
políticas transcurren de la manera en que es distribuida esa fuerza o
potencia natural.

Si la vida política ha de ser, como leemos en el Tratactus


Politicus, el espacio donde los hombres llevan una existencia
“propiamente humana”, es decir, en paz, con seguridad, en relativa
concordia y donde se realiza el deseo de cada uno de “gobernar y no
ser gobernado”, entonces, aunque esa existencia sea pasional y no
sea definida por las exigencias de la razón, es necesario que los
hombres, por lo menos, sepan los motivos pasionales que los llevan
a la obediencia; y cabe diferenciar la obediencia producida por la
teología de aquella nacida de las leyes de la Ciudad. En esa
perspectiva, comprendemos una de las más sorprendentes
innovaciones del discurso político aportadas por la filosofía de
Spinoza, que sea el texto político más importante de Spinoza y sea
también su texto ontológico más importante, la Parte I de la Ethica,
De Deo.

El De Deo no es, explícitamente, un texto político. Porque en él


todavía acompañamos la más incisiva demolición del imaginario
teológico, en él encontramos la demolición de los sustentos del poder
teológico-político y, por conseguiente, las condiciones para la
determinación del campo político sin las trabas de la teología. De
hecho, ¿qué demuestra Spinoza en esa primera parte de la Ética?
Que en el universo existe una única sustancia absolutamente infinita,
constituida por infinitos atributos infinitos que la expresan y que todos
los demás seres son modificaciones inmanentes a esa sustancia,
producidas por la acción de sus atributos. La sustancia
absolutamente infinita, o Dios, es causa de sí, causa libre necesaria
de todos los seres que son sus modos particulares o singulares,
causa eficiente inmanente a sus efectos y, por lo tanto, no se separa
de ellos, sino que en ellos se expresa y a su vez, ellos la expresan.
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En otras palabras, la inmanencia divina aleja la imagen de Dios como
ser transcendente al mundo, separado de éste y comunicándose con
los hombres por medio de revelaciones. Spinoza demuestra también
que la esencia, la existencia y potencia del ser absolutamente infinito
son idénticas y, con eso, destruye la imagen de Dios como persona
dotada de intelecto omnisciente y de voluntad omnipotente: la
esencia de Dios es la naturaleza entera y su orden absolutamente
necesario, pues es demostrando que Dios no actúa por libertad de la
voluntad sino por la necesidad de su esencia y de su potencia. Al
alejar la imagen de una divinidad personal, trascendente, dotada de
intelecto y de voluntad, Spinoza aleja una de las consecuencias más
importantes de esa imagen, ya sea, la de la creación del mundo por
un acto contingente de la voluntad divina. Dios es causa libre (actúa
por la necesidad de su naturaleza, sin que nada ni nadie lo coarten);
es causa por sí, (produce el efecto en virtud sólo de su naturaleza);
es causa primera (porque no depende de otra); es causa principal
(porque actúa por su propia fuerza y sin otras causas); es causa
universal (no carece de causas intermediarias particulares); es causa
absolutamente próxima de lo que produce inmediatamente (es decir,
de la naturaleza absoluta de sus atributos transcurren modos infinitos
inmediatos y mediatos y que son eternos); es causa próxima en su
género de las cosas particulares (es decir, de la naturaleza de lo que
fue producido inmediatamente por sus atributos, son producidas
todas las cosas singulares determinadas). Esas propiedades de la
potencia divina se fundan en la naturaleza misma de su esencia y
potencia, es decir, en el hecho de que la sustancia absolutamente
infinita es causa sui, causa de sí: la potencia absoluta es el poder
absoluto de autoposición y de automanifestación y por ello es causa
libre, por sí, primera, principal, universal y próxima. Porque todo lo
que existe expresa de determinada manera la esencia y potencia de
lo absoluto, y porque todo lo que existe está necesariamente
determinado a existir y a actuar, Spinoza puede demostrar que “en la
Naturaleza nada existe de contingente, sino que todo está
determinado por la necesidad de la potencia divina a operar de
manera cierta”. Alejado del dios personal creador, monarca y juez del
universo -cuya acción proviene de un acto contingente de su
vonluntad- se levanta el edificio de la nueva filosofía como ontología
de lo necesario, en la cual no hay lugar para la imagen de la libertad
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como poder de elección entre posibles contrarios, porque la libertad
es la expresión de la potencia del agente que actúa en consonancia
con su naturaleza o con su esencia. Por eso mismo, en ella tampoco
hay lugar para causas finales o para la finalización como explicación
del origen y del sentido de las acciones, tanto divinas como
humanas, porque la imagen de la finalización nace de la ignorancia
de las verdaderas y necesarias causas de los acontecimientos.

He aquí por qué, Spinoza ofrece al finalizar la Parte I de la Ética


un Apéndice para demoler las construcciones imaginarias de lo
absoluto, nacidas de una imagen precisa, es decir, la causa final,
imaginada a partir del desconocimiento de la verdadera causa
eficiente y necesaria de todas las cosas y, por lo tanto, del orden
necesario de la Naturaleza o de sus leyes. Al actuar, al desear cosas,
al fabricarlas, al captar la Naturaleza como instrumento para la
satisfacción de las carencias vitales y para satisfacción de los
apetitos, los hombres, ignorando las causas de sus apetitos y
deseos, ignorando las causas de su quehacer artesanal e ignorando
las causas naturales, tienden a concebir la Naturaleza según la
imagen del apetito, del deseo y de la fabricación, imágenes que son
finalistas y finalizadas. Ignorando las causas de su deseo y de sus
acciones, así como las causas de las acciones naturales, la
imaginación engendra la causa final y su cortejo de ilusiones
necesarias: la creación del mundo según fines, el hombre como fin
máximo de la creación y la creación del hombre para deleite, honra,
alabanza y gloria del creador. La sorpresa producida por la
prodigalidad instrumental de la Naturaleza y la sorpresa provocada
por la estructura del cuerpo humano proyectan la actividad artesanal
finalizada hacia la Naturaleza y de ésta hacia Dios que entonces,
surge como Artifex Magnus.

Esa imagen artesanal luego se transforma en otra, política: del


artífice máximo la imaginación pasa al dirigente máximo, al Rector
Naturae. Sumándole al artesano la voluntad providencial guiada por
el intelecto sub ratione boni, la imaginación pasa sin solución de
continuidad, del artífice al gobernante. A Spinoza lo que le interesa es
mostrar un conjunto de desplazamientos imaginarios que opondrán
libertad y necesidad. La imagen de la libertad se despliega en dos
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direcciones: la del lado divino y de sus representantes terrenos, se
torna poderío para decretar leyes, es decir, se identifica con la noción
de arbitrio; la del lado humano, el mismo arbitrio, llamado libre se
presenta como poder para transgredir las leyes divinas y, por lo tanto,
se identifica con la desobediencia y con el pecado. La construcción
imaginaria se torna pilar del poder teológico-político.

II

Si, como dicen el TTP y el TP, el conocimiento de lo político


depende del conocimiento de la naturaleza humana, es necesario
entonces reencontrar la génesis de lo político en esa naturaleza, tal
como es expuesta en las Partes II, III y IV de la Ethica y, por
consiguiente, para la comprensión de que el hombre no es una
sustancia creada sino un modo finito de la sustancia absoluta, es
decir, una expresión singular determinada del ser absolutamente
infinito.

Una vez que la sustancia absoluta es la unidad inmanente y


activa de sus infinitos atributos infinitos, unidad de una complejidad
causal o productora, su acción se realiza diferenciadamente, cada
uno de sus atributos constituyendo diferentes órdenes de realidad
simultáneos y produciendo efectos propios que expresan de manera
propia la acción común del todo. De los atributos sustanciales
infinitos, conocemos dos: el pensamiento y la extensión, cuyas
actividades se expresan recíprocamente porque son acciones de la
misma sustancia compleja. Por lo tanto, el hombre contrariamente a
lo que imaginara toda la tradición, no es una sustancia compuesta de
otras dos, sino que es un modo singular finito de la sustancia, es
decir, un efecto finito inmanente a la actividad de los atributos
sustanciales. Es una manera de ser singular constituida por la misma
unidad compleja que la de su causa inmanente, poseyendo la misma
naturaleza que ella. Los cuerpos son modificaciones determinadas de
la extensión; las ideas o mentes, modificaciones determinadas del
pensamiento. La mente o alma es idea de su cuerpo e idea de sí
misma. O sea, el alma es conciencia de la vida de su cuerpo y
conciencia de sí misma en cuanto conciencia de su propio cuerpo.
También les determinan sus relaciones, porque “el orden y conexión
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de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas” (E II,
P. 7), es decir, los acontecimientos corporales y psíquicos son
simultáneos porque pasan de la acción simultánea de los atributos de
la sustancia única. Por ser idea de su cuerpo, la mente está apta
para percibir todo cuanto sucede en su cuerpo y a tener conciencia
de sus afecciones, ya sea por medio de ideas imaginativas o
inadecuadas (cuando toma las afecciones del cuerpo según las
imágenes de los cuerpos exteriores que lo afectan) o ideas
propiamente dichas o adecuadas (cuando percibe las afecciones del
cuerpo según las determinaciones internas necesarias al propio
cuerpo). Finalmente, esas relaciones, como lo demuestra la Tercera
Parte, no son acciones que cuerpo y mente ejercerían uno sobre
otra, porque la diferencia entre los atributos que los producen
determina que no haya relación entre ambos, o como demuestra
Spinoza, “ni el cuerpo puede determinar al alma a pensar, ni el alma
al cuerpo el movimiento o el reposo, ni a nada más (si lo hay)” (E III,
P2, pág. 105).

¿Qué es el cuerpo humano? Un modo finito del atributo


extensión, es decir, un individuo extremadamente complejo
constituido por una diversidad y pluralidad de cuerpos duros, blandos
y fluidos relacionados entre sí por la armonía y equilibrio de sus
proporciones de movimiento y reposo. Es una unidad estructurada:
no es un agregado de partes, sino unidad de conjunto y equilibrio de
acciones internas interconectadas de órganos, por lo tanto, individuo.
Sobre todo, es un individuo dinámico, porque el equilibrio interno es
obtenido por cambios internos continuos y por relaciones externas
continuas, formando un sistema de acciones y reacciones centrípeto
y centrífugo, de modo que, por esencia, el cuerpo es relacional: está
constituido por relaciones internas entre sus órganos, por relaciones
externas con otros cuerpos y por afecciones, es decir, por la
capacidad de afectar otros cuerpos y por estos ser afectado sin
destruirse. El cuerpo, sistema complejo de movimientos internos y
externos, presupone y pone la intercorporeidad como originaria.

¿Qué es la mente o el alma humana? Spinoza la define como


idea de su cuerpo e idea de sí misma, en cuanto idea de su cuerpo.
Como ya hemos observado, Spinoza niega que el alma, el cuerpo y
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el hombre sean sustancias, afirmando que son modificaciones o
expresiones singulares de la actividad inmanente a una sustancia
única e infinita. Así, la comunicación cuerpo y alma, por un lado, y la
singularidad del hombre como unidad de un cuerpo y de un alma son
inmediatas, llevándolo a Spinoza a criticar la idea de unión sustancial
cartesiana, como así también a la idea platónica del alma piloto del
cuerpo y la aristotélica del cuerpo órgano del alma, es decir, el alma
como dirigente del cuerpo y el cuerpo como instrumento del alma.
Porque son efectos simultáneos de la actividad de dos atributos
sustanciales de igual fuerza o potencia y de igual realidad, cuerpo y
alma son isonómicos. Por lo tanto, se rompe la larga tradición
jerárquica que definiera al alma como superior al cuerpo y debiendo
tener el comando sobre él.

El alma o mente humana es conciencia de las afecciones de su


cuerpo y de las ideas de esas afecciones: es conciencia del cuerpo y
conciencia de sí, o, en lenguaje spinozista, idea del cuerpo e idea de
la idea del cuerpo. El cuerpo constituye el objeto actual del alma:
Spinoza emplea un verbo fortísimo, constituir, indicando con ello que
es de la naturaleza del alma el estar conectada internamente a su
cuerpo porque es actividad suya pensarlo (ya sea por medio de ideas
imaginativas, sea por medio de ideas racionales, sea por medio de
ideas reflexivas o sea por medio de deseos) y él es el objeto pensado
(imaginado, concebido, comprendido, deseado) por el alma. La
conexión entre el alma y el cuerpo no es algo que le sucede a
ambos, sino que es lo que ambos son cuando son cuerpo y alma
humanos.
Más aún, Spinoza enfatiza algo decisivo. ¿De qué es idea la
mente? Ella no es idea de una máquina corporal observada desde
fuera por ella y sobre la cual formaría representaciones. Explica
Spinoza: ella es idea de las afecciones corporales. En otras palabras,
es conciencia de los movimientos, de los cambios, de las acciones y
reacciones de su cuerpo en la relación con otros cuerpos, de los
cambios en el equilibrio interno de su cuerpo bajo la acción de las
causas externas. El alma es conciencia de la vida de su cuerpo y
conciencia de ser conciente de ello. Por lo tanto, deja de existir el
problema metafísico de la unión entre el alma y el cuerpo: es de la
esencia del alma, por ser actividad pensante (o, en un lenguaje
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anacrónico, actividad conciente), el hecho de estar conectada a su
objeto de pensamiento, el cuerpo. Mejor dicho, a la vida de su objeto.
Como demuestra la proposición II, 23, el alma sólo tiene conciencia
de sí a través de la conciencia de las modificaciones, de los
movimientos, de la vida o de las afecciones de su cuerpo.
Sin embargo, no nos precipitemos. Decir que el alma es idea de
las afecciones de su cuerpo y que sólo es idea de sí a través de
ellas, de modo alguno significa que por ello el alma sería y tendría
inmediatamente un conocimiento verdadero de su cuerpo y de sí. Por
el contrario. El alma comienza y vive en un conocimiento confuso de
su cuerpo y de sí. Tiene ideas imaginativas y vive imaginariamente.
Imaginar no es una actividad del alma, sino del cuerpo.
Afectando otros cuerpos y siendo afectado por ellos de innumerables
maneras, el cuerpo crea imágenes de sí a partir del modo en que es
afectado por los demás cuerpos. Imaginar expresa la primera forma
de la intercorporeidad, aquella en la cual la imagen del cuerpo y de
su vida está formada por la imagen que los demás cuerpos ofrecen
del nuestro.
La imagen, por nacer del sistema de las afecciones corporales,
es instantánea y momentánea, volátil, fugaz y dispersa, no ofreciendo
la duración continua de la vida del propio cuerpo, sino instantes
fragmentados de ella. Nacida de encuentros corporales en el orden
común de la Naturaleza, la imagen instituye el campo de la
experiencia vivida como relación inmediata y abstracta con el mundo.

El alma, conciente del cuerpo a través de esas imágenes, lo


representa -al igual que a los otros cuerpos- por medio de ellas,
teniendo por ello de él y de los otros cuerpos un conocimiento
inadecuado o imaginativo, es decir, no lo conoce tal cómo es en sí
mismo, ni tal cómo es su propia vida, sino que lo piensa según
imágenes externas que él recibe o forma en la relación intercorporal.
El alma piensa su cuerpo y se piensa a sí misma según la acción
causal externa ejercida sobre nuestro cuerpo por los otros cuerpos y
sobre ellos por el nuestro. Por ese mismo motivo, en la experiencia
inmediata, no posee una idea verdadera de los cuerpos exteriores,
porque los conoce según las imágenes que su cuerpo se forma de
ellos, a partir de las imágenes que, a su vez, ellos se formaron de él,
de modo que hay reflejo de de él en ellos y de ellos en él y es éste el
15
objeto actual que constituye el ser del alma. Entonces, la marca de la
imagen es la abstracción, en el sentido riguroso del término: la
imagen es lo que está separado de su causa real y verdadera y que,
por este motivo, lleva al alma a fabricar causas imaginarias para lo
que sucede en su cuerpo, en los demás cuerpos y en sí misma,
enredándose en una trama de explicaciones ilusorias sobre sí, sobre
su cuerpo y sobre el mundo con explicaciones parciales, nacidas de
la ignorancia de las verdaderas causas.

La idea imaginativa es el esfuerzo del alma para asociar,


diferenciar, generalizar y relacionar abstracciones o fragmentos,
creando conexiones entre imágenes para poder con ellas orientarse
en el mundo. Además, esa operación es favorecida por el cuerpo,
una vez que éste, como demuestra la Física-Fisiología del segundo
libro de la Ética, las relaciones de movimiento entre las partes fluidas
y blandas de nuestro cuerpo en sus contactos con otros cuerpos,
graban en nuestro propio cuerpo todos las huellas de esas
relaciones, de modo que el cuerpo, además de imaginar, es
memorioso, haciendo que nuestra alma tome como presentes
imágenes de lo que está ausente y con ellas represente el tiempo, es
decir, secuencias asociativas y generalizadoras de imágenes
instantáneas grabadas en nuestra carne.

En sí misma, la imagen, presente o pasada, no es verdadera ni


falsa: es una vivencia corporal. La idea imaginativa no es falsa en
sentido positivo, porque lo falso no es posición ni afirmación de cosa
alguna, sino privación de lo verdadero. La imagen es una fuerza del
cuerpo y, Spinoza nos recuerda que, sería una fuerza del alma si
ésta, al imaginar, supiese que imagina. La idea imaginativa se torna
debilidad del alma cuando es considerada una idea reflexiva, porque
la causa de esta última es la propia fuerza pensante del alma, en
cuanto la causa de la primera es la conciencia inmediata que el alma
tiene de su cuerpo. La idea imaginativa es “una conclusión con
ausencia de las premisas”, o sea, un conocimiento desprovisto de su
causa o de su razón.

No obstante, esto no significa -como siempre lo afirmó la


tradición intelectual- que el alma esté impedida del conocimiento
16
verdadero de su cuerpo, de sí y del mundo porque estaría
esencialmente conectada a su cuerpo como si estuviese encarcelada
en una prisión. El bloqueo a la verdad no nace de la conexión
cuerpo-alma, sino del hecho de que el alma deja la iniciativa del
conocimiento al cuerpo y éste sólo es capaz de imaginar, porque no
está en su naturaleza pensar. El acceso a lo verdadero se abre hacia
el alma cuando ésta asume su naturaleza propia, su potencia propia,
es decir, el poder para pensar y toma la iniciativa del conocimiento.
Entonces, es aquí donde más de una vez Spinoza innova de manera
radical. ¿Cómo el alma pasa de la confusión entre el poder de
imaginar de su cuerpo y su propio poder pensante, a la inciativa del
conocimiento? ¿Cómo podrá tener una fuerza equivalente a la fuerza
de su cuerpo para imaginar? Lejos de afirmar, como lo haría la
tradición intelectual, que tal iniciativa depende de un alejamiento del
alma frente al cuerpo, Spinoza demostrará que, por el contrario, será
profundizando esa relación que el alma podrá tomar la iniciativa para
pensar.

Un cuerpo es una cosa singular y esa singularidad es un


individuo, porque Spinoza llama individuo a un conjunto de cuerpos
simples y compuestos que realizan conjuntamente una única acción.
En otras palabras, la individualidad pasa de la actividad simultánea y
conjunta o de la unidad de la acción realizada por los constituyentes.
Cada singularidad individual depende de series causales necesarias
que operan en la Naturaleza y, a su turno, cada singularidad es
también una causa que produce efectos necesarios, porque todo lo
que existe en la Naturaleza es una esencia que es una potencia de
actuar o una causa y toda causa produce efectos necesarios, no
habiendo nada de contingente en el universo. En otras palabras, la
singularidad depende de la propia existencia y ésta depende del
orden y conexión de las demás cosas singulares que la engendran,
conservan o destruyen. En la medida en que el individuo surge como
composición de otros que concurren para la misma acción, la
determinación de la existencia es doble: por un lado, depende del
orden y conexión de las causas singulares que actúan sobre una
esencia y, por otro, depende de la comunidad de acción de los
componentes que, entonces, son llamados a constituirla. En otras
palabras, actuar en común o actuar como causa única para la
17
obtención de una misma acción torna a los individuos componentes
-las partes en constituyentes de otro individuo- la causa única.
Entonces, la individualidad es resultado de una composición -desde
el punto de vista estático- que se torna una constitución -desde el
punto de vista dinámico- cuando los componentes son vistos por el
prisma de la causalidad, transformándose en constituyentes. Aquello
que sería meramente extrínseco se torna intrínseco cuando es
percibido desde el punto de vista de la acción conjunta para la
producción de un único efecto.

Un cuerpo es una proporción determinada de movimiento y de


reposo y los cuerpos son entes físicos en movimiento y en reposo,
pudiendo moverse más o menos rápidamente y más o menos
lentamente -movimiento, reposo y velocidad son las determinaciones
más simple de un cuerpo. Los cuerpos son llamados convenientes
(conveniunt) bajo ciertos aspectos: 1) porque son modos del mismo
atributo; 2) porque pueden moverse más o menos rápidamente y
comunicar movimiento los unos a los otros. Son determinados al
movimiento o al reposo por la acción de otros cuerpos que también
fueron así determinados; constituyen un sólo cuerpo cuando,
aplicándose unos a los otros o cuando comunicando sus
movimientos los unos a los otros formasen una unio corporum que es
el individuo. Éste se conservará aunque le sean retirados
componentes, siempre que sean sustituidos por otros en la misma
proporción de movimiento y de reposo (lo que permite comprender la
fisiología de los seres vivos) y también conservará su forma cuando
algunos componentes desvían la dirección del movimiento, pero
siguen comunicándoselo a los otros según la misma proporción (lo
cual permite comprender la conservación del cuerpo humano
humano bajo los cambios pasionales). En fin, se conserva aunque se
mueva en ésta o en aquella dirección, siempre que cada
constituyente conserve el movimiento y se lo comunique a los demás
(lo cual permite comprender la conservación del cuerpo humano bajo
los cambios pasionales). La conservación del individuo por la
conservación de la proporción de movimiento y de reposo de los
constituyentes es la primera aproximación a la definición del conatus
(que aún no fue enunciada por faltarle una determinación
fundamental): se trata de la definición del individuo por el esfuerzo de
18
conservación en su estado, que es el esfuerzo de sus componentes
bajo la determinación exclusiva del principio de inercia. Ese esfuerzo
de conservación en su estado es descripto como sistema de
afecciones recíprocas entre los constituyentes y los cuerpos
ambientes, porque el cuerpo humano necesita de muchos otros que
lo regeneran y conservan en la existencia, pudiendo, a su vez,
mover o afectar a los demás cuerpos de innumerables maneras. Así,
la individualidad corpórea o unio corporum define al cuerpo como
singularidad compleja y como singularidad en relación continua con
otras. La unidad pasa de la comunidad de acción de los
constituyentes, ya sea como acción intracorporal -la complejidad de
las partes de un sólo y mismo cuerpo actuando unas sobre las otras
--ya sea como acción intercorporal- los constituyentes del cuerpo
actuando sobre los cuerpos exteriores y recibiendo de ellos acciones.
La conservación de la forma del individuo pasa de esas dos
modalidades de acción cuando en ellas es conservada la proporción
de movimiento y de reposo. La geometría y la mecánica son,
entonces, inseparables.

La complejidad individual corpórea conduce a dos


consecuencias fundamentales: en primer lugar, siendo el individuo
composición de individuos, se desprende que la Naturaleza puede
ser definida como un individuo extremadamente complejo,
compuesto de infinitos modos finitos de la extensión y constituido por
infinitas causalidades individuales, conservándose por la
conservación de la proporcionalidad de sus constituyentes; en
segundo lugar, en lo que respecta al hombre, la mente humana es,
por primera vez en la historia de la filosofía, definida no por la
simplicidad (marca del espíritu), sino por la complejidad, es decir, por
su idea del propio cuerpo, la mente humana es tan compleja como él
y por eso es definida por la aptitud para lo múltiple simultáneo, visto
que, siendo idea corporis y su cuerpo pudiendo estar dispuesto de
innumerables maneras por su acción interna y externa, la idea
corporis es idea de todas esas disposiciones o afecciones. Por ello,
Spinoza puede demostrar que “la idea que constituye el ser formal de
la mente no es simple, sino que está compuesto de un gran número
de ideas” (E.II,P15).

19
Una tercera consecuencia aún, decisiva para la política,
puede ser extraída de la física del individuo y de la psicología que le
corresponde: así como el individuo es unio corporum y conexio
idearum y así como la Naturaleza es un inmenso individuo complejo,
las uniones corporum y las conexiones idearum pueden componer y,
por la acción común, constituir un individuo complejo nuevo: la
multitudo, es decir, la masa. Es ésta que, tanto en el TTP cuanto en
el TP, constituye el sujeto político.

Un conatus es, entonces, un sistema de fuerzas internas


centrípetas y centrífugas en permanente relación con sistemas de
fuerzas externas. Para lo que nos interesa aquí, la cuestión es:
¿cómo se pasa del conatus individual al conatus colectivo? Para que
entendamos ese pasaje necesitamos tener en mente la teoría
spinozista de la noción común.
“Aquello que es común a todas las cosas y existe igualmente en
la parte y en el todo, no constituye la esencia de ninguna cosa
singular”, E. II, P 37, pág. 83;

“Aquello que es común a todas las cosas y existe igualmente en


la parte y en el todo sólo puede ser concebido adecuadamente", E, II,
P 38, pág. 83 ;

“De aquello que es común y propio del cuerpo humano y de


ciertos cuerpos exteriores, por los cuales suele ser afectado el
cuerpo humano, y que es igualmente en la parte y en el todo de
cualquiera de estos cuerpos, también será una idea adecuada en el
alma”, E, II, P 39, pág. 84.

La noción común -aquello que existe igualmente en la


parte y en el todo y que es concebido adecuadamente (según su
necesidad interna) por el alma -no constituye esencia singular
alguna y, por lo tanto, no es un individuo. La noción común es el
sistema de relaciones necesarias de concordancia interna y
necesaria entre las partes que la constituyen como de un todo. Es lo
que hace que haya relaciones intrínsecas de concordancia o
conveniencia entre aquellos individuos que, por poseer
determinaciones comunes, forman parte del mismo todo. Así, la
20
teoría de la individualidad recibe nueva determinación, gracias a una
teoría de las relaciones necesarias entre los singularia, relaciones
que pueden ser de composición-constitución, conforme la proporción
de movimiento y de reposo y conforme a la causalidad común, o
relaciones de afecciones entre los individuos, siempre que tengan
algo en común, porque lo que nada tiene en común con otro, dice el
Libro IV, no puede auxiliarlo ni perjudicarlo, es decir, no se relacionan.

Es de ese punto geométrico que parte la dinámica del conatus,


determinando el sistema complejo de las proporciones de
movimiento y de reposo (y sus ideas en la mente) con la concreción
de la dinámica de las fuerzas y sobre todo con la intensidad de esas
fuerzas. A partir de ahora, el individuo pasa a ser designado como
causa (E. III, def. 1, pág. 102): causa adecuada (causa adaequata) si
los efectos que produce pudiesen ser explicados sólo por su propia
naturaleza; causa inadecuada (causa inadaequata) si los efectos que
produce no pudiesen ser explicados sólo por su naturaleza, sino por
la interferencia de causas externas o de potencias ajenas a la suya.
Llegamos, así, al individuo como potencia de existir y de actuar...

De esa potencia, la Parte III nos dice que puede ser


aumentada o disminuida de innumerables maneras (E. III, post. 1,
pág. 104), que es independiente, es decir, que se realiza en el cuerpo
según las causalidades corpóreas y en la mente según las
causalidades imaginativas e intelectuales, de modo que el cuerpo no
causa pensamientos en la mente y ésta no determina movimiento y
reposo en el cuerpo (E. III, P. 2, pág. 105). Esto implica una
innovación de gran envergadura: por vez primera, la filosofía no
definirá la acción y la pasión como relación entre cuerpo y alma, el
cuerpo activo de un alma pasiva y un alma activa de un cuerpo
pasivo. Somos activos o pasivos por entero, de cuerpo y alma
simultáneamente, porque “obramos cuando en nosostros o fuera de
nosotros sucede algo de que somos causa adecuada” y “padecemos
cuando en nosotros sucede algo o de nuestra naturaleza se sigue
algo de lo que no somo sino causa parcial” (E. III, def. 2, pág. 103 ).

Definiendo el conatus como esfuerzo de auto-perserverancia en


el ser y como una potencia afirmativa internamente indestructible que
21
sólo será destruida por la potencia más fuerte de causas externas,
Spinoza demuestra que “El esfuerzo con que cada cosa se esfuerza
por perserverar en su ser, no es nada aparte de la esencia actual de
la cosa misma" (E III, P 7, pág. 111) y que “El esfuerzo con que cada
cosa se esfuerza por perserverar en su ser, no implica ningún tiempo
finito, sino indefinido” ( E. III, P 8, pág. 111).

El conatus, esencia actual de la cosa, por lo tanto, de una


singularidad en acto, es intrínsecamente indestructible –ninguna cosa
en la Naturaleza se autodestruye, la destrucción es siempre acción
de una causa externa, lo cual significa que la pasividad (cuando
somos sólo “causa parcial") indica el campo de la destrucción de una
esencia. Porque intrínsecamente indestructible, el conatus no alberga
en sí ninguna contrariedad, una vez que los contrarios se destruyen
recíprocamente, la contrariedad se establece, por lo tanto, entre los
varios conatus. Es esfuerzo de perserverancia en el ser: esfuerzo,
porque la perserverancia puede ser frenada o impedida por causas
externas; en el ser, porque perservera como individuo singular
definido por una potencia interna; más aún cuando está en sí, porque
su poder es doblemente determinado internamente por el juego de
las fuerzas centrípetas y centrífugas, por la actividad y por la
pasividad. Su esfuerzo es su duración: actividad-pasividad continua y
actual de la potentia existendi y no sucesión discontinua de actos y
virtualidades en un tiempo finito y discontinuo.

Desde el punto de vista político, si la idea del individuo como


integración interna operada por la potencia como causa común, para
obtener un efecto único lleva a la idea del individuo complejo como
multitudo -dotada de su propio conatus-, por otro lado, la idea del
individuo como diferenciación interna de los constituyentes por la
diferente intensidad de la fuerza de los componentes permite
comprender que la multitudo está constituida por diferentes
intensidades internas de fuerzas y por el conflicto entre ellas. La
génesis del sujeto político como masa o conatus colectivo anula la
necesidad de recurrir a las ideas de pacto y de contrato social para
explicar el origen del Estado. Spinoza no es un contractualista.
Entonces, nos podemos acercar a tres temas constantes en el
discurso político spinozista: el primero se refiere a la idea de que el
22
cuerpo político apunta al equilibrio interno de las potencias por un
arreglo institucional de las fuerzas, determinado por el instante oficial
de constituición del propio cuerpo político, cuando la forma política es
definida no por el número de gobernantes, sino por la decisión en
cuanto a quién tiene el derecho al poder y por el establecimiento de
la proporcionalidad geométrica entre las potencias individuales, las
de la multitudo y las de la soberanía, es decir, entre el derecho
natural y el derecho civil; el segundo se refiere a la idea de que el
enemigo principal del cuerpo político nunca le es exterior, sino
interno; y el tercero, refiere a que el equilibrio de las fuerzas es
continuamente roto por la disminución o por el aumento de la
intensidad de las fuerzas internas (tanto las de los individuos cuanto
las de la multitudo, cuanto las del imperium), de modo que la
geometría de las proporciones entre derecho natural y derecho civil
está sobredeterminada por la dinámica de las fuerzas y permite
pensar la duración del imperium, es decir, tanto los medios (cura) de
su conservación cuanto las causas de su destrucción o, también, las
de su cambio. Ese tercer tema aleja a Spinoza definitivamente de la
concepción clásica de los ciclos de instauración y decadencia de los
regímenes políticos según las leyes de la repetición y del pasaje de
un régimen a otro que le sea inferior y su negación.

Las múltiples dimensiones del conatus se encuentran


sintetizadas en la definición spinozista del deseo, es decir, del
conatus en cuanto humano:

“El deseo es la propia esencia del hombre, en cuanto ésta es


concebida como determinada a obrar de alguna manera por una
afección cualquiera encontrada en ella”, E III, Definiciones de los
Afectos, def. 1.

Porque la esencia del hombre es deseo, tiene apetitos y tiene


conciencia de ellos -esa conciencia son los afectos del alma,
conciencia adecuada en la acción (cuando el hombre reconoce su
deseo como causa eficiente interna) e inadecuada en la pasión
(cuando el hombre imagina lo deseado como causa eficiente y final
de su deseo). Aún, sea causa adecuada -como lo es para el sabio- o
inadecuada -como lo es para el ignorante- el deseo determina
23
afectivamente el conatus y su mundo, pero la física del conatus rige
la antropología del deseo: fuerza y debilidad (alegría y tristeza),
variación de la intensidad del conatus (pasaje hacia una alegría
mayor o menor, la una tristeza mayor o menor), conveniencia o
conflicto (amor u odio), regeneración de las fuerzas o destruccción
(gloria o ambición), afecciones múltiples en dirección concordante o
dirección divergente (amistad u orgullo), o en las dos direcciones al
mismo tiempo (celos, fluctuatio animi), el deseo está sometido a la
determinación rigurosa de las relaciones de acción y reacción más
fuerte y contraria, pues un afecto sólo es conservado si es
contrariado por otro más débil que él y sólo es destruido si es
contrariado por otro más fuerte que él. Porque cuerpo y alma pueden
ser afectados de innumerables maneras simultáneas o sucesivas (él,
por los cuerpos circundantes, y ella, por las imágenes de su cuerpo
en las relaciones con los otros) y pueden afectar a los demás de
innumerables maneras simultáneas o sucesivas, la multiplicidad
afectiva rige el conatus. El campo afectivo es campo imaginario por
excelencia: las imágenes del cuerpo propio mediadas por las
imágenes de los demás cuerpos y las de estos mediadas por las del
cuerpo propio implican las ideas afectivas del alma y, aquí, todo
puede ser “por accidente” causa de todo. Cualquier cosa,
dependiendo de las condiciones en que nos afecte, producirá
diferentes afectos o incluso afectos contrarios, cuya fuerza es mayor
si lo que nos afecta es imaginado como libre y cuya fuerza es menor
si lo que nos afecta fuese imaginado como necesario. En suma, son
los humanos y no las cosas que nos afectan con mayor fuerza. Hay
imágenes que fortalecen el conatus-deseo: se alegra con ellas, las
ama, se esfuerza por conservarlas, procura dominarlas para no
perderlas (porque le parecen libres y capaces de escapar a su
alcance), desea ser deseado por el objeto del deseo y puede, en ese
movimiento, se vuelve odiado y no amado. Hay imágenes que
debilitan el conatus-deseo: se entristece con ellas, huye de ellas,
procura alejarlas y, si fuese posible, las destruye, siendo capaz de
sentir odio, envidia, orgullo, miedo, autocompasión y remordimiento.
La intercorporeidad es originaria y funda la intersubjetividad afectiva
originaria. Nunca estamos solos, aunque el miedo recíproco nos
haga crear la soledad -ésta se llama estado de naturaleza.

24
He aquí, en ese campo intercorporal e intersubjetivo, en ese
campo imaginario y afectivo, en ese espacio pasional que nace y
transcurre la vida política, porque,

“todos los hombres, ya sean bárbaros o cultos, establecen en


todas partes hábitos y se dan un estatuto civil, y no es de las
enseñanzas de la razón, sino de la naturaleza común de los
hombres, es decir, de su condición que se deben deducir los
fundamentos naturales del poder" (TP, I, 7. GT III).

Por naturaleza, dicen la Ethica, el TTP y el TP, los hombres no


son contrarios a las luchas, al odio, a la cólera, a la envidia, a la
ambición o a la venganza. Nada de lo que les aconseja el deseo es
contrario a su naturaleza y, por naturaleza, “todos los hombres
desean gobernar y ninguno desea ser gobernado”. De ahí la
interrogación: la experiencia muestra que todos los hombres, “sean
bárbaros o cultos”, establecen hábitos y se dan un estatuto civil y no
lo hacen porque la razón así lo determina, pero ¿por qué el deseo así
lo desea; puede la razón encontrar las causas y los fundamentos de
lo que le muestra la experiencia? ¿Puede la razón determinar cómo y
por qué los hombres son capaces de ejercer una vida social y
política? Pregunta tanto más urgente en cuanto la razón establece
como axioma que:

“En el orden natural de las cosas no se da cosa singular alguna


sin que se dé otra más potente y más fuerte. Pero dada una cosa
cualquiera, se da otra más potente por la cual aquella puede ser
destruida” (E. IV, ax. 1, pág. 176).

Para responder a dicho interrogante necesitamos


acompañar una nueva determinación del conatus-deseo, la idea de
pars Naturae, parte de la Naturaleza:

“Padecemos, en cuanto somos una parte de la Naturaleza que


no puede concebirse por sí y sin las otras”, (E. IV, P2, pág. 178) .
“La fuerza con que el hombre persevera en existir es limitada e
infinitamente superada por la potencia de las causas externas”, (E. IV,
P3, pág. 178).
25
“Es imposible que el hombre no sea una parte de la Naturaleza
y que no pueda padecer otras mutaciones que las que puedan
entenderse por su sola Naturaleza y de las cuales es causa
adecuada”, (E. IV, P4, pág. 178).

Ser una parte de la Naturaleza -y es imposible que el hombre


no lo sea, porque no es sustancia -es padecer, es decir, no
concebirse sin las demás partes, tener la potencia para existir
superada en fuerza por la infinitamente mayor potencia para existir,
superada en fuerza por la infinitamente mayor potencia de las
causas exteriores y, en suma, pasar por cambios que no son
determinados por la fuerza interna del conatus, sino por la potencia
de las causas exteriores. Ser una parte de la Naturaleza es ser
causa inadecuada por naturaleza.

¿Qué es ser una parte humana de la Naturaleza? La respuesta


indica que la idea de parte es tomada por Spinoza en tres acepciones
diferentes: en la imaginación y en la pasión, somos partes parciales,
es decir, imaginadas como independientes del todo y rivalizando con
él, luchando con todas las otras por la posesión de bienes exclusivos;
en la razón, o bajo las nociones comunes, somos partes comunes, es
decir, poseemos propiedades y características comunes al todo y a
las demás partes, somos convenientes los unos a los otros porque
poseemos las mismas características; finalmente, en la reflexión, en
la acción y en la intuición somos partes singulares que conocen su
propia singularidad y ya no somos partes de un todo pero sí
formamos parte en él, es decir, somos participantes de la actividad
infinita de la sustancia. Eso significa que Spinoza articula la teoría de
las nociones comunes y la de las pasiones, de modo que las
relaciones interhumanas son relaciones pasionales bajo las
exigencias de la ontología y de la física de las nociones comunes:

“Ninguna cosa puede ser mala por lo que tiene de común con
nuestra naturaleza; sino que en cuanto es mala para nosotros, nos es
contraria”, (E. IV, P30, pág. 195)

26
"En cuanto una cosa concuerda con nuestra naturaleza, es
necesariamente buena”, (E. IV, P31, pág. 195).

“Los hombres pueden diferir en naturaleza en cuanto están


domindados por afectos que son pasiones; y, en tanto, también un
solo y mismo hombre es voluble e inconstante”, (E. IV, P33, pág. 197).

“En cuanto los hombres están dominados por afectos que son
pasiones, pueden ser contrarios unos a otros” (E. IV, P34, pág. 197).

“En cuanto los hombres viven según la guía de la razón, sólo


entonces, concuerdan siempre necesariamente en naturaleza”, (E. IV,
P 35, pág. 198).

“Lo que conduce a la sociedad común de los hombres, o sea, lo


que hace que los hombres vivan en concordia es útil, y malo, por el
contrario, lo que introduce la discordia en el Estado”, (E. IV, P40, pág.
207)

Esa secuencia de proposiciones referentes a la contrariedad


pasional entre los hombres y en el interior de un mismo hombre
(varius est et inconstans) termina, curiosamente, afirmando la
existencia de la communem Societatem. Las dos primeras
proposiciones definen bueno y malo por la relación con nuestra
naturaleza: algo no concuerda o lucha con nosotros por ser bueno o
malo -Spinoza expulsó toda reificación del bien y del mal-, pero es
más bien por lo que concuerda o lucha con nosotros que lo llamamos
bueno o malo. Bajo las pasiones, los hombres no concuerdan y por lo
tanto, son malos los unos a los otros y si, por naturaleza, son modos
de los mismos atributos, también por naturaleza son partes de la
Naturaleza en conflicto recíproco: iguales por la esencia, difieren por
la potencia. Ahora, sabemos que contrarios no coexisten en un
mismo sujeto, porque ello lo destruiría; sabemos también que la parte
de la Naturaleza es causa inadecuada y, por lo tanto, alterable por la
causalidad de fuerzas externas más potentes y fuertes que la suya;
en fin, sabemos que los hombres pueden diferir unos de otros por la
potencia, que esa diferencia se vuelve contrariedad y que, por lo
tanto, pueden destruirse unos a otros. “En cuanto dominados por
27
afectos que son pasiones, pueden ser contrarios unos a otros”, dice
la proposición IV, 33. Como contrapartida, locus communis clásico, los
hombres son llamados a concordar cuando viven bajo la razón y
sería de esperar que la proposición IV, 40 nos dijese que, guiados por
la razón y viviendo bajo ella, los hombres forman la Communis
Societas. Pero no es lo que nos dice Spinoza.

En las dos primeras definiciones de la cuarta parte de la Ética,


leemos que bien y mal son lo que “sabemos con certeza” que nos es
útil o lo que nos impide gozar de un bien cualquiera. Las dos
definiciones no son reversbibles: aunque bien y mal sean sólo modi
cogitandi sin positividad alguna, mal se dice de manera enteramente
privativa, es decir, el mal no es algo nocivo, sino la privación de algo
que juzgamos como bien. Spinoza demuestra que nada puede ser
malo en lo que tiene en común con nosotros, sino solamente en lo
que nos es contrario y lo que nos es contrario es lo que nos impide la
posesión y fruición de algún bien. El mal es puro obstáculo al deseo.
Aún, porque la definición de bien y mal no es reversible, la
proposición 31 no dirá que bien es ausencia de obstáculo sino que
bueno es lo que concuerda con nuestra naturaleza. Pero algo más es
enunciado por Spinoza: lo que concuerda con nuestra naturaleza es
necesariamente bueno, cláusula que no aparecía en la relación con
el mal. Es que lo que no conviene a nuestra naturaleza puede
destruirla, en cuanto que lo que le conviene necesariamente no la
destruye. Entonces, ¿qué cosa tendría en común con nosotros?
Sabemos, por la Parte II, que lo común se refiere a la acción en
común para alcanzar un mismo efecto. La comunidad se estableece
no entre esencias singulares -Spinoza no es Tomista- sino entre
potencias de actuar singulares. Sin embargo, es necesario examinar
el rol de la utilidad: es tanto más útil lo que más concuerda con
nuestra naturaleza y lo que más concuerda con nuestra naturaleza es
más útil. Introducida la utilidad, es especificada la noción de
diferencia y de contrariedad: lo diferente es lo que nada en común
tiene con nosotros, no pudiendo sernos útil ni inútil. Para nosotros es
indiferente como la música para el sordo. No obstante, lo contrario no
es lo que es contrario a nuestra naturaleza, sino lo que es contrario
al bien que deseamos. Así, la contrariedad, pero por una sola vez, no
se establece entre esencias, sino entre deseos y, por lo tanto, entre
28
potencias. Es por ese motivo que Spinoza demuestra que la
contariedad y el conflicto entre los hombres se establecen sólo en
cuanto son afectados por pasiones.

Esto aún no nos explica por qué, si la concordancia entre los


hombres depende de que vivan bajo el dominio de la razón, sin
embargo no es de la razón que Spinoza deduce la vida política. No
basta con suponer que la identificación operada entre bien y útil
fuese suficiente para llevar a la sociedad sin la conducción de la
razón. Bajo la conducción de la razón -que es el objetivo del discurso
ético- sé que sé qué es el bien y qué es el mal. Bajo la conducción
de la pasión -que es donde transcurre la vida política -sólo sé o
imagino saber qué es bueno y qué es malo. Es con este saber
empírico que lucha el político descripto por el TP al criticar a los que
pretenden traer a la política el saber cierto del bien y del mal. Así,
Spinoza trabaja en dos niveles simultáneos: en el del sabio, que
reconoce la necesidad intrínseca de la vida política, y en el del
hombre pasional, que entiende por bien lo que le proporciona alegría
y por mal lo que le proporciona tristeza, juzgando “según su afecto lo
que es bueno o malo”.

Entonces, cabe indagar si es posible encontrar en el interior de


lo bueno-útil pasional algo que sea igualmente bueno-útil para todas
las potencias. Esa indagación nos conduce a una nueva
determinación del conatus, es decir, al derecho natural.

Una cosa singular es un individuo complejo, compuesto de


partes simplísimas, según proporciones determinadas de movimiento
y reposo y constituido por esas proporciones en cuanto actúan como
causa única en procura de un único efecto, de modo que el individuo
es una singularidad compleja que se esfuerza para conservarse en el
ser, tanto más si estuviese en su poder, y tal potencia es la esencia
actual del individuo o conatus y, por consiguiente, “cada uno actúa
por lo que se desprende de la necesidad de su naturaleza” (E. IV, 37,
esc.) o “toda cosa natural tiene de la Naturaleza tanto derecho a
existir y actuar cuanta potencia para existir y obrar” (TP, II, 3). En una
palabra, el derecho, definido por Spinoza a partir de la potencia de la
naturaleza y de la potencia de Dios, es el derecho natural como
29
potencia para existir y obrar: jus sive potentia. De ahí. En el TTP, la
definición del derecho natural:

“cada individuo tiene el derecho soberano de perseverar en su


estado, es decir, de existir y de obrar tal como es naturalmente
determinado a hacerlo [...] Por lo tanto, el derecho natural de cada
hombre se define no por la recta razón sino por el deseo y por la
potencia”, TTP, XVI, GT III, pp. 189-90.

Y en el TP:

“Por lo tanto, por derecho natural, entendiendo las propias leyes


o reglas de la Naturaleza según las cuales todo sucede, es decir, la
propia potencia de la Naturaleza. Por consiguiente, el derecho natural
de la Naturaleza entera y consecuentemente de cada individuo se
extiende hasta donde se extienda su potencia”, TP, II, 4, GT, III, p.
277.

El conatus o potencia individual de auto-perserverancia en el ser


es parte de un todo, porque algo es parte de un todo siempre que
posea las mismas determinaciones que este último; esa parte de la
Naturaleza mantiene relaciones de conveniencia o de concordancia
con las partes del mismo todo porque poseen determinaciones
comunes, no obstante, cada parte de la naturaleza es una potencia
que, es en sí misma indestructible, está en relación con la fuerza de
todas las otras potencias, fuerza que siendo mayor que la suya
puede tanto destruirla cuanto auxiliarla. Cada potencia individual es
constituida por intensidades de fuerzas concordantes o conflictivas y
se relaciona con una totalidad cuyas fuerzas pueden concordar o
entrar en conflicto con la suya, pudiendo fortalecerla o debilitarla.
Porque el orden y conexión de las cosas es el mismo que el de las
ideas y porque la mente humana es idea de su cuerpo, ya sea por la
mediación de las imágenes de los demás cuerpos (en la imaginación)
ya sea por el conocimiento de su esencia singular (en el intelecto), es
tan compleja cuanto su cuerpo y las afecciones corporales se
expresan en la mente como afectos. La mente es también conatus y
puede ser fortalecida o debilitada por las imágenes y por las ideas de
las afecciones corporales de las que tiene conciencia, conciencia que
30
se llama deseo y define la esencia actual del hombre, ya sea en
cuanto ser pasional, ya sea en cuanto ser racional. Pasionales, las
cupiditates humanas están en conflicto, éste refiriéndose no a las
esencias sino a sus potencias. Por consiguiente, “es en el transcurso
del supremo derecho de la Naturaleza que cada uno juzga lo que le
es bueno y lo que le es malo y atiende a su utilidad como le
convenga” (Escolio 2 de IV, P37). Por consiguiente, “no podemos
reconocer aquí ninguna diferencia entre los deseos que la razón
engendra en nosotros y otros de otro origen”, conforme el TP, II (5).
Justamente porque las cupiditates pasionales pueden ser contrarias
de otras, en estado natural los hombres son “muchas veces
arrastados en direcciones contrarias y son contrarios unos a otros
cuando tendrían necesidad de auxiliarse unos a otros” (Escolio 2 de
iv, P 37).
Se cierra aquí el trabajo de ontología. Brevemente, Spinoza
presenta el advenimiento del estado civil, deduciéndolo de la lógica
de las afecciones y de los afectos, es decir, de que una afección y un
afecto sólo pueden ser frenados por otra o por otro más fuerte y
contrario, de modo que si el miedo a sufrir daños fuese mayor que el
deseo de causar daño, se puede fundar la sociedad, siempre que
ésta tenga el derecho y, por lo tanto el poder (que son la misma cosa)
para ejercer la venganza, la justicia, promulgar las leyes y hacerlas
cumplir por medio de amenazas. Spinoza, sin embargo, no escribió
sólo la Ethica, sino también una política en dos tratados
específicamente destinados a ella. Si, en ambos, la referencia a la
ontología es necesaria para la inteligibilidad de los conceptos
políticos, entretanto, la existencia de los dos tratados indica que el
filósofo juzgó necesario darle a lo político un lugar propio.

31
III

Al iniciar el Tratado Político, Spinoza declara no pretender


aportar novedades. Su primer argumento es el de que la experiencia
ya mostró todas las formas posibles de ciudad donde los hombres
pueden vivir en paz, no siendo posible “establecer por el
pensamiento un régimen que aún no haya sido experimentado y que
pueda ser puesto en práctica con éxito”. (TP, I, 3, G. III). Su segundo
argumento es la experiencia consignada en una amplia literatura
política donde aquellos que pratican la política, “hombres de espíritu
agudo, hábiles o astutos” ya dijeron todo cuanto había para decir
sobre ella, no siendo creíble “que concibamos cualquier
procedimiento para el gobierrno de la sociedad común cuyo ejemplo
ya no haya sido encontrado y que hombres ocupados con los
negocios públicos no hayan percibido" (ibidem).

¿Pero puede la experiencia de los políticos ser una guía


segura? ¿Serían suficientes las imágenes que dirigentes y dirigidos
tienen unos de otros para que la razón se deje conducir por ellas?
¿No es la experiencia, el primer género del conocimiento, lugar de la
imaginación y espacio de la ilusión? ¿No es ella la que confunde la
paz con la ausencia de guerra y que el despotismo es más seguro y
estable que la democracia? ¿No es ella que, bajo el impacto del
miedo, lleva a los hombres a depositar en manos de uno sólo la
salvación, poniéndolo encima de las leyes y prepararse para la futura
opresión? ¿No es ella que confunde el derecho al poder con la figura
del ocupante del gobierno, haciéndola creer vivir en una monarquía
cuando está bajo una oligarquía, en una aristocracia cuando está
bajo una burocracia, llevando a los filósofos al mito de la excelencia
del régimen mixto? ¿No es ella que, tomando la mirada dominante
como norma y el deseo del vulgo como principio que construye la
imagen de la plebe como temible cuando no teme, servil y arrogante?
En suma, ¿no es ella que torna patente que la "mayoría ignora a
quién le cabe efectivamente el imperium"?

Al poner la experiencia como punto de partida y de llegada del


discurso político, Spinoza simplemente marca el lugar de la novedad
32
que parecía negar a su tratado: la experiencia política es el objeto de
la interrogación. Se ofrece también como materia bruta para la
reflexión que parte en busca del sentido de aquello que ella le da
para pensar. Partir de la experiencia significa interrogar las pasiones
y la lógica de las fuerzas que engendran. Llegar a la experiencia
como término del recorrido reflexivo es haberla liberado de las
imágenes de la seguridad y de la estabilidad, del pecado y de la
obediencia que le bloqueaban el acceso a la libertad:

El hombre es libre en la exacta medida en que tiene el poder


para existir y actuar según las leyes de la naturaleza humana [...], la
libertad no se confunde con la contingencia. Y porque la libertad es
una virtud o perfección, todo cuanto en el hombre pase de la
incompetencia no puede ser imputado a la libertad. Así, cuando
consideramos a un hombre como libre no podemos decir que lo es
porque pueda dejar de pensar o porque pueda preferir un mal a un
bien [...]. Por lo tanto, aquel que actúa y existe por una necesidad de
su naturaleza, actúa libremente [...]. La libertad no saca, sino pone la
necesidad de actuar”., TP, 7 e 11 (GT. III, pp. 279-80)

El origen de la experiencia política es el movimiento de


constitución del sujeto político y de la institución del imperium.
El derecho natural, definido como potencia natural de existir y de
actuar que se extiende hasta donde pueda ejercerse, permite
distinguir, aún en el estado de naturaleza, dos modalidades de la
potencia natural: la que es sui juris porque actúa y existe según su
ingenium y repele la fuerza con la fuerza, vengándose de la violencia;
y la que está alterius juris, bajo la potencia más fuerte de otros, ya
sea porque éste le domina el cuerpo (le tomó y le sacó los medios de
defensa), ya sea porque le domina el ánimo, a través del miedo a
castigos o de la esperanza de beneficios, haciendo que se someta al
punto de considerar que su deseo satisfaga el deseo de ese otro que
posee. Aún, dice Spinoza, quien se libra de los grilletes, recupera los
medios de defensa y se libera, vuelve a ser sui juris. Y si el miedo o
la esperanza que sometían el ánimo desaparecieron, también
desaparece el vínculo de sumisión. También, alguien puede dominar
el ánimo de otros por la adulación y lo mantendrá bajo su poder en
cuanto el logro tuviese fuerza sobre el ánimo ajeno, pero deshecho el
33
logro, subyugado se torna sui juris. En suma, en el estado de
naturaleza no hay justicia, ley, obligación, sino sólo una lucha
pasional que puede mantener el yugo, y en cuanto lo tuviese, tiene
derecho a ejercerlo. Astucia, miedo, odio, venganza, envidia habitan
el estado de naturaleza, haciendo de todos enemigos de todos, todos
temiendo a todos según el arbitrio y la potencia de cada uno. No
habiendo justicia ni ley, no existe la cláusula jurídica pacta servanda
est y todo compromiso puede ser roto en cualquer momento si se
percibiese que hay más ventaja en quebrarlo que en mantenerlo y si
tuviese fuerza para romperlo sin daño mayor que para mantenerlo.

En otras palabras, la intersubjetividad afectiva del estado de


naturaleza es pura relación de fuerza. Sin embargo, Spinoza dice que
por eso mismo, el derecho natural en estado de naturaleza es una
abstracción:

“Como en el estado de naturaleza cada uno está bajo su propio


derecho, siempre que pueda precaverse para no sufrir la opresión de
otro y que, en soledad, se esfuerza en vano para precaverse contra
todos, esto significa que en cuanto el derecho natural humano fuese
determinado por la potencia de cada uno, ese derecho será, en la
realidad, nulo o por lo menos tendrá una existencia puramente de
opinión, porque no hay medio alguno para conservarlo”. TP, ii, 15
(GT, III, ).

La marca del estado de naturaleza es la imposibilidad de


realizar el esfuerzo de conservación en el ser y, por lo tanto, tal
estado es obstáculo para el derecho natural. En otras palabras, el
estado de naturaleza es una fuerza contraria y más fuerte que el
derecho natural. Justamente porque surge como fuerza más potente
y contraria al derecho natural de los individuos, el propio estado de
naturaleza desencadena la lógica natural de las afecciones y de los
afectos, sin que la razón deba o pueda intervenir en ese proceso
natural. Si una afección y un afecto pueden ser vencidos por otra o
por otro más potente y en sentido contrario, entonces la victoria del
derecho natural sobre el estado de naturaleza depende de que la
potencia de los individuos aumente hasta el punto de tornarse mayor
que la de él. Ese aumento de la potencia individual es experimentado
34
por los individuos en estado de naturaleza cuando concuerdan entre
sí y unen sus derechos, obteniendo un poder mayor que el de cada
uno de ellos en solitario. Esa experiencia confirma que “en cuanto el
derecho natural humano fuese determinado por la potencia de cada
uno, será nulo”. Por lo tanto, no se trata del derecho natural en
general, porque éste está determinado por la potencia de la
Naturaleza entera y es siempre efectivo. Se trata del derecho natural
humano, es decir, de aquella parte de la Naturaleza que es
infinitamente menos potente que las demás. Así, una experiencia
singular de unir derechos abre camino para su generalización: unir
derechos es aumentar potencias y la unión de los derechos
constituye el sujeto político e instituye el imperium:

“El derecho de naturaleza, en lo concerniente a los hombres,


dificílmente pueda ser concebido sino cuando los hombres tengan
derechos comunes [...] y vivan bajo el consenso común [...]. Cuánto
más numerosos los que así se reúnan en un cuerpo, más tendrán en
común el derecho [...]. Cuando los hombres tienen derechos
comunes y están conducidos como si fuesen una única mente, es
verdad que cada uno tiene menos derechos que todos los reunidos
que lo sobrepasan en potencia, es decir, cada uno no tiene sobre la
naturaleza derecho alguno sino aquel que le fuera conferido por el
consenso. Por otro lado, todo cuanto fuese ordenado por consenso,
está obligado a hacerse y puede obligarse a esto. Se acostumbra a
denominar poder a ese derecho que es definido por la potencia de la
masa”. (TP, ii, 15, 16 ;GT III, p. 282).

No obstante, Spinoza no habla de ceder derechos o transferir


potencias -esos actos son posteriores a la institución del
poder-, habla de unir derechos y unir potencias. O sea, el poder
político no nace de un contrato por el cual la potencia individual ceda
el derecho-poder al poder soberano. La unio corporum y la unio
animorum, constituidas por la física del individuo como causalidad
interna, por la antropología de los afectos, en la concordancia en
cuanto a lo útil y fundadas en el sistema de relaciones necesarias
determinadas por las nociones comunes, hace que la reunión de los
derechos (los numerosos individuos como partes que sólo
componen un todo) se torne unión de los derechos (la causalidad
35
común de los constituyentes para la obtención de un mismo efecto).
Esa unión no es un pasaje de menos a más, es la creación de una
potencia nueva, la multitudo, origen y detentora del imperium.

Los hombres crean un individuo colectivo o un cuerpo complejo


dotado de toda la potencia que sus creadores le dieron: el cuerpo
político es el derecho natural común o colectivo. Al ser instituido
como poder soberano, ese derecho colectivo implica
simultáneamente un proceso de distribución del poder, definiendo las
dos normas universales del campo político y las formas particulares
de los regímenes políticos. Son normas universales: 1) es necesario
que la potencia soberana sea inversamente proporcional a la
potencia de los individuos tomados uno a uno o sumados, es decir, la
potencia soberana -el derecho civil- debe ser inconmensurable al
poder de los ciudadanos -derecho natural- tomados uno a uno o
sumados, porque el derecho civil es potencia de la multitudo
corporificada en el derecho civil; 2) es necesario que la potencia de
los gobernantes sea inversamente proporcional a la de los
ciudadanos, pero ahora en sentido inverso al anterior, es decir,
tomados colectivamente, deben tener más potencia que el
gobernante, porque el poder colectivo o potencia y derecho de la
multitudo no se identifica con nadie. En otras palabras, el gobernante
no se identifica con el poder soberano. Hay distancia necesaria entre
la potencia del gobernante y el imperium. Por lo tanto, por primera
vez la figura empírica del gobernante, cuanto su figura mística, se
despega del lugar del poder que, perteneciente siempre a la
coletividad, no se deposita en nadie. Y porque la figura del
gobernante no se confunde con la del poder, los detentores del
poder, es decir, los ciudadanos en cuanto multitudo tienen el poder
para deponer al gobernante, si tuviesen fuerzas para ello. La fuerza
repele la fuerza (Vis vim repellit).

“El poder o derecho del soberano es sólo el derecho natural que


no se define por la potencia de cada uno de los ciudadanos tomados
aisladamente, sino por la masa (multitudinis) conducida de cierta
manera como una única mente. Por lo tanto el cuerpo y la mente del
poder tienen un derecho medido por su potencia, como era el caso
del derecho de naturaleza; cada ciudadano o súbdito, pues, tiene
36
menos derecho cuánto más potencia tuviese la Ciudad y,
consecuentemente, según el derecho civil, ningún ciudadano tiene o
posee algo sino lo que pueda reivindicar por el decreto de la Ciudad.
Si la Ciudad da a alguien el derecho y, por lo tanto, el poder de vivir
según sus disposiciones, ella se despoja del derecho y lo transfiere a
aquel a quien le dio tal potencia. Si ella se lo diese a dos o más
individuos, se divide y cada uno de ellos tiene la potencia de vivir
según sus disposiciones. Si ella se lo diese a cada uno de los
ciudadanos, ella se autodestruye y regresamos al estado de
naturaleza [...] de modo alguno se puede concebir que la institución
de la Ciudad permita a cada uno vivir según sus disposiciones,
porque el derecho natural por el cual cada uno es sui juris
desaparece necesariamente con el estado civil. Digo expresamente:
con la institución de la Ciudad (ex Civitatis instituto) porque el
derecho natural no deja de existir en el estado civil". (TP, III, 2 e 3; G
T, III)

El imperium es intransferible. Lo que se distribuye no es la


soberanía, porque ésta permanece con la multitudo, sino el derecho
de participación en el poder. Por lo tanto, lo que distingue a los
regímenes políticos no es el origem del poder ni el número de
gobernantes, sino la definición del derecho de ejercer el poder. La
democracia es designada por Spinoza absolutum imperium
justamente por ser la única forma política en que el poder de la
multitudo y el poder de los ciudadanos es idéntico: cada ciudadano
es legislador, gobernante y súbdito, siendo la potencia colectiva
rigurosamente proporcional a la de los ciudadanos en sentido
inverso. Spinoza la considera también lo “más natural de los
regímenes políticos” porque en ella se realiza el deseo natural de
todos y de cada uno, sea cual fuere, gobernar y no ser gobernado. Y,
en el TTP es considerada la “más natural” porque mantiene la
igualdad del derecho natural, la condición sui juris concreta y, por
consiguiente, la libertad. En ella, contrariamente a la monarquía
(donde la proporcionalidad está próxima a cero) y de la aristocracia
(donde una parte de la multitudo fue despojada del derecho de
participación en el poder), la soberanía no se encuentra dividida, sino
repartida.

37
¿Qué significa decir que el derecho natural no es suprimido por
el advenimiento del derecho civil? Significa, en primer lugar, que no
permanece -como en Hobbes, en calidad de residuo virtual que se
actualiza in extremis (cuando el soberano amenaza la
autoconservación) o como lo que es permitido por el silencio de las
leyes- sino definiendo la potencia política, define la actividad política
y determina el campo político. El derecho natural es medida,
guardián y amenaza del derecho civil. Medida, porque determina la
proporcionalidad en las relaciones entre los ciudadanos y el poder,
determinando el campo político como sistema de relaciones
reguladas por el derecho civil. Guardián, porque impide el deseo de
los gobernantes de identificarse con el poder, siempre que la
potencia colectiva sea más fuerte que la de ellos y la limite.
Amenaza, porque nadie se despoja del deseo de gobernar y de no
ser gobernado, ni del imaginario que identifica el poder y el
gobernante y por ello, insiste Spinoza, el mayor enemigo del cuerpo
político jamás es externo, sino interno a él: es el particular o un grupo
de particulares que, so pretexto de defender y proteger las leyes,
aumenta sus fuerzas al punto de ocupar el poder y con él
identificarse.

Pero esto, en segundo lugar significa que, a la geometría de las


proporciones, vino a sumarse la dinámica interna de las fuerzas
políticas. En efecto, la ley, porque depende de la potencia natural del
poder, puede ser deshecha o deshacer aquello que ella misma
instituye.

Así, la ley capaz de mantener la instauración política originaria


es aquella capaz de delimitar las fronteras del derecho natural y del
derecho civil, para que el primero, medida y guardián, no se convierta
en amenaza para el segundo. Entonces, se percibe que el acto de
institución del poder se inscribe en una necesidad natural
indeterminada que la ley viene a determinar confiriéndole realidad.
Pero la ley sólo es posible porque retoma aquello que está puesto en
la naturaleza humana, es decir, las pasiones y los conflictos. En otras
palabras, el advenimiento de la vida política no es el advenimiento de
la buena razón y de la buena sociedad. No elimina los conflictos, sólo
hace posible limitarlos. De ahí lo esencial: la Ciudad no deja de
38
instituirse y esa institución permanente define su duración o su
perecimiento.
¿Por qué los hombres instituyen la vida política? En la Ethica,
así como en el TTP y en el TP, la respuesta de Spinoza es sencilla.
Es, dice el capítulo XVI del TTP, “una verdad eterna” que el conatus,
en la lucha contra los obstáculos externos, calcula riesgos, ganancias
y pérdidas de su fuerza y que, en ese cálculo, siempre busca lo que
lo fortalece (o imagina que lo fortalezca) y huye de lo que lo debilita
(o imagina que lo debilita). En términos afectivos, el deseo elige un
bien antes que un mal, entre dos bienes, el mayor, y entre dos males,
el menor. En el estado de naturaleza, la posibilidad de ser sui juris es
nula, dice el TP, y, por consiguiente, el estado de naturaleza es
sentido como el mal mayor del cual necesitamos huir. Esa fuga no
significa que sepamos qué sería el bien mayor, pero en ella ya
sentimos que es un bien la unión de potencias o derechos y que el
riesgo de estar alterius juris es un mal necesario toda vez que
nuestra potencia sea menor de lo que la aleja. De esas dos
experiencias, vimos, nacía la multitudo y el cuerpo político. Así, la
primera respuesta de Spinoza, marcadamente hobbesiana, pone a la
institución de lo político bajo el signo del cálculo imaginativo de
bienes y males, ganancias y pérdidas, aumento o disminución de la
potencia de conservación en el ser.

Si esa fuese la única respuesta de Spinoza, todavía no


comprenderíamos por qué su primera referencia a lo político, en la
Ethica, se da cuando inicia la génesis de la libertad humana bajo la
conducción de la razón; ni por qué, en el TP, declara que solamente
con el advenimiento de lo político los hombres llevan una vida
propiamente humana, definida por la fortaleza del ánimo y distingue
los regímenes políticos por el grado de libertad de los ciudadanos; ni
en fin, por qué en el TTP, elige la democracia para la exposición de
los fundamentos del poder político, declarando que ella es la que
mejor se presta a su intento, es decir, demostrar la importancia de la
libertad en una república. Es que Spinoza ofrece, en el transcurso de
sus obras, otra respuesta a la cuestión de lo político.
Retornemos al derecho natural como abstracción.
La causa de su abstracción es su propia definición como deseo
de ser sui juris, porque ese deseo el estado de naturaleza no lo
39
puede concretar. Imaginario o racional, bárbaro o culto, causa
inadecuada o adecuada, el deseo de ser sui juris determina la
emergencia de lo político. Es su causa eficiente inmanente. Es él el
que busca la unión de las potencias. Es él el que se define por el
deseo de gobernar y no ser gobernado. Y porque es causa eficiente
inmanente, es él que permanece en los efectos de la institución
política. Y porque es imaginario, es causa inadecuada y podrá
equivocarse en el momento de la institución, motivo por el cual la
interrogación de la experiencia política indaga las ilusiones de la
experiencia y propone un arte político que las disminuya, dándoles
medios para que se expresasen.

Porque imaginariamente la libertad es tenida como voluntad


para elegir según fines y como aptitud para no estar bajo el yugo de
nadie, su imagen es la del imperium in imperio: omnipotente, frente a
la Naturaleza, y deseosa de probarse manteniendo a otros hombres
bajo el yugo, alterius juris. La libertad imaginaria hace su aparición
como deseo de dominium, no sorprendiendo que los filósofos y
juristas hayan hecho de este último la definición misma del derecho y
de la libertad y, que ésta les aparezca sólo como ausencia de
impedimento externo o como lucha contra todo obstáculo externo.
Por eso mismo, la imagen de la libertad puede ser causa de la
tiranía, recuerda el TP, porque si ella produce un efecto tiránico es
porque es una causa tiránica.
Entretanto, si la vida política nace para dar concreción al deseo
de ser sui juris y se transcurre bajo el signo de las pasiones, no hay
cómo ni por qué esperar que la idea de la libertad venga a sustituir o
eliminar su imagen. Por el contrario, el arte político consiste
justamente en encontrar en la imagen de la libertad vestigios de la
idea de libertad y el principal vestigio es exactamente el deseo de ser
sui juris.
El conatus-deseo no es sólo esfuerzo para vencer
obstáculos externos, sino también es la capacidad para interpretarlos
afectivamente –he aquí por qué, curiosamente, Spinoza, que no
emplea las categorías del derecho privado, se refiere al derecho de
juzgar y opinar como facultas (la expresión aparece en los dos
tratados políticos), porque la facultas es empleada por la tradición
para designar el lado racional del derecho natural y, así, negando la
40
racionalidad intrínseca de ese derecho, Spinoza no niega que cuando
ese derecho se refiere a la razón, sea, exactamente, una facultas en
el único sentido riguroso del término. El arte político es la facultas
para interpretar la interpretación afectivo-imaginaria que el deseo
ofreció para sus relaciones con los obstáculos. Y que exista esa
interpretación lo prueban el estado de naturaleza como un mal, del
vivir alterius juris como un peligro, de estar bajo los caprichos de la
fortuna como una amenaza, de recibir favores del ambicioso como un
riesgo. Lo que la razón descifra en esa interpretaciones es la
actualidad del deseo de ser sui juris, actualidad que se manifiesta en
el interior de la heteronomía imaginante. Por eso el hombre es
presentado por Spinoza como un ser conflictivo: desea gobernar y no
ser gobernado. Es ese vestigio de la autonomía que orienta el trabajo
de descifrar del arte político y es por eso que Spinoza se decide por
la democracia.

La democracia no es la buena sociedad conforme a la razón. Es


sólo aquel sistema de fuerzas sociales y políticas donde se concreta
aquella imagen de la libertad como deseo de autonomía.
Dado que, tal como insisten el TP y el TTP, no existe pecado
anterior a la ley, ni lo justo o lo injusto, los vicios y las virtudes de los
ciudadanos no pueden ser imputados a ellos, sino a la ley, es decir, a
la Ciudad y a su institución. Así, libertad o servidumbre estarán
inscriptas en la Ciudad a través de sus leyes si, en el momento
instituyente, prevalecieran las imágenes del deseo de ser sui juris o
las del deseo de ser alterius juris, o como dice el TP, si el deseo
instituyente fuese deseo de vida o miedo a la muerte. Entonces, es
en el momento de la institución que podemos descifrar si la Ciudad
realiza o frustra el deseo de ser sui juris, si la multitudo está movida
por la esperanza de vivir o por el pánico de morir.

Más de una vez, es en la democracia que el arte de lo político


se vuelva capaz de aumentar ese deseo, fortaleciendo las virtudes de
los ciudadanos y debilitándoles los vicios, particularmente el deseo
de mantener a los demás alterius juris. En la democracia existen tres
determinaciones que revelan su adecuación intrínseca al deseo de
autonomía de los ciudadanos: en primer lugar, en ella nadie junta
fuerzas para transferíserlas a otro, sino para dárselas a sí mismo en
41
cuanto miembro de un poder colectivo y público o, como dice el TTP
“en ella nadie transfiere su derecho natural hacia otro hombre, en
provecho del cual, de ahí en adelante, ya no aceptaría ser otro
hombre, en provecho del cual, de ahí en adelante, ya no aceptaría
más ser consultado por cosa alguna”; en segundo lugar, y como
consecuencia de ser la democracia societas civilis en sentido pleno,
en ella no se pasa de la condición sui juris a la de alterius juris, sino
por el contrario, en ella se pasa del alterius juris a sui juris en cuanto
ciudadano; en tercer lugar, por consiguiente, en ella el deseo de
autonomía, por lo menos como autonomía política (que Spinoza
juzga condición para la autonomía ética porque el sabio no ha de
privarse de la ciudadanía) se concreta, y esa concreción es el
aumento de la potencia del conatus-deseo que es, en cuanto
ciudadano, causa adecuada de la ciudadanía y de la soberanía.

Además, queda por examinar la estructura del campo político y


de sus relaciones con lo social, porque el sujeto político y el sujeto
social no se superponen enteramente.

El poder político es el derecho natural de la multitudo y que, de


ahora en adelante llamaremos pueblo. Esto significa que la soberanía
no es sino el derecho natural colectivo que existe sólo en cuanto
exista el sujeto político instituyente, porque siendo del
derecho-potencia siempre actual, la desaparición del pueblo como
sujeto político es la desaparición del poder político –el sujeto
instituyente no tiene existencia virtual. Si además, el poder político es
desde el punto de vista del sujeto político o de la soberanía, derecho
natural, él es, desde el punto de vista de los ciudadanos, derecho
civil y ley. He aquí por qué, en el capítulo XVI del TTP, inmediatamente
después de describir la emergencia de lo político, Spinoza tiene el
cuidado de distinguir entre el esclavo y el súbdito: el primero es
alterius juris y su acción realiza no su deseo, sino el deseo ajeno, en
cuanto el súbdito es aquel que, al obedecer a la ley, permanece sui
juris, porque obedece a sí mismo en cuanto sujeto político soberano.
Obedece a sí mismo y, en cuanto súbdito, obedece también al
gobernante porque éste recibe el derecho para promulgar las leyes,
ejercer la justicia y obligar al cumplimiento de sus decretos, siempre
que tenga potencia para así proceder.
42
De esa manera, la estructura del campo político se ofrece
originariamente diferenciada: existe el sujeto político soberano -el
pueblo que constituye el imperium o el derecho natural colectivo-;
existe el ciudadano que del ejercicio del poder conforme su
distribución -decidida en el momento de la institución-; participación
que es su poder para crear las leyes y participar del gobierno; existe
el gobernante, que ejecuta lo que la soberanía decide, dándole a las
decisiones la forma de la ley positiva o derecho civil; y, finalmente,
existe el súbdito, que está obligado a obedecer las decisiones del
sujeto político, a respetar las leyes promulgadas por los ciudadanos y
a someterse a los decretos del gobernante. En la democracia, todas
esas figuras políticas coinciden y también coinciden su existencia
empírica y su existencia política. En los demás regímenes, esa
coincidencia desaparece, porque no todos son ciudadanos, aunque
todos sean súbditos y, en el momento de la institución, todos sean
sujeto político. Pero porque el sujeito político nunca se vuelve virtual,
las instituciones de las sociedades divididas en clases, donde las
divisiones sociales determinan la forma de la participación en el
poder, deben contemplar mecanismos por los cuales los excluidos
del gobierno y de la ciudadanía puedan satisfacer el derecho natural,
a través del derecho civil. Finalmente, las diferencias internas que
estructura todo y cualquier cuerpo político dejan entrever todos los
conflictos posibles entre sus componentes y constituyentes.

Entonces, los individuos no forman una colectividad sólo


poniendo el derecho civil, sino también dándose hábitos comunes. La
articulación entre hábitos y derecho civil concierne a los sujetos
sociales. Cuando, Spinoza afirma que la potencia soberana tiene
derecho a todo lo que tuviese poder, pero que ese poder posee sus
límites, éstos son dobles: el primero de ellos es social, es decir, se
refiere a los hábitos o al ingenium gentis (Spinoza no habla de jus
gentium, porque los mores y las consuetidines no son jurídicos); el
segundo se refiere a las medidas que no pueden provocar “furor e
indignación de la multitudo” porque esto acarrea odio hacia los
gobernantes, deseo de transgredir las leyes para reponer las leyes
originarias, y es ocasión para que la Ciudad produzca la sedición. El
campo social es el de los hábitos bajo el ingenium gentis y el campo
político es el de las leyes bajo el derecho civil. Nuevamente, la
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diferencia interna entre sociedad y política y entre lo social y lo
político determina la posibilidad del conflicto entre ellos.
En el TTP, los hábitos parecen expresar la naturaleza de la
sociedad que los instituye y en los variados ejemplos históricos
ofrecidos, la sociedad, es decir, los hábitos surgen como contrarios al
cambio político. Y ésta parece ser desaconsejada por Spinoza que
escribe:

“Por esos ejemplos, así se confirma aquello que dijimos: el


régimen propio de cada Estado debe mantenerse y no puede ser
alterado sin el riesgo de ruina del mismo Estado" (G. III, 228)

Todavía esos ejemplos son siempre acompañados de una


afirmación que reaparece en el TP: las revueltas, las sediciones y
magnicidios muestran que los hombres pueden fácilmente sustituir a
un tirano por otro, pero no parecen ser capaces de destruir las causa
de la tiranía:

“De ahí que, el pueblo cambie tantas veces de tirano sin abolir
nunca la tiranía, ni sustituir el poder monárquico por otro” (G. III, 227)

En todas partes, todas las veces, las mismas causas produjeron


los mismos efectos, concluye Spinoza.
Esos planteos parecen contener una fuerte dosis de
conservadurismo y parecen entrar en contradicción con la teoría del
conatus. De hecho, ¿cómo puede el conatus individual aumentar de
potencia y ser libre con la parálisis del conatus colectivo y sobre todo
cuando el poder político es tiránico?

Como si no bastase este problema aún tenemos que enfrentar


otro: la diferencia entre los dos tratados en lo concerniente a la
valoración de los hábitos. De hecho, ahora, analizando los desastres
continuos de la política holandesa, que no deja de oscilar entre la
monarquía y la aristocracia, teniendo o una monarquía aristocrática
y/o una aristocracia monárquica, Spinoza observa que la causa de la
incapacidad política de la burguesía holandesa justamente se
encuentra en el hecho de que los sujetos políticos no hayan sido
capaces de realizar los cambios porque conservaron los hábitos que
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ocultaban para todos aquellos a quienes les cabe verdaderamente el
poder. Además de eso, retomando el ejemplo del TTP sobre la
secuencia de magnicidios en el Imperio Romano, ahora es el
militarismo, hábito del pueblo romano, que se presenta como causa
de la ruina de la República, porque “por bien ordenada que esté la
Ciudad, por excelentes que sean las instituciones”, en los momentos
de pánico frente a la muerte, todos se vuelven hacia el hombre que
obtuvo el triunfo militar, en él depositan esperanzas, poniéndolo por
encima de las leyes, confiriéndoles el imperium y prolongando su
poderío sobre toda la cosa pública. Procediendo así, el pueblo se
libra de la guerra sin preparar la paz. “Fue esto lo que causó la
pérdida del pueblo romano”, concluye Spinoza.

La aparente divergencia entre el TTP y el TP nos pone en sobre


aviso respecto a la supuesta aceptación, por parte de Spinoza, de la
tesis clásica sobre la sabiduría de los hábitos y la necesidad de
conservarlos frente el cambio. Comencemos observando que en el
TTP, Spinoza se aparta de la tesis del “carácter nacional”, declarando
que era pueril la explicación de la muerte del Estado hebreo porque
su pueblo tendría un carácter insurrecto y rebelde. La Naturaleza no
crea naciones y, por lo tanto, no es posible decir que un pueblo es,
por naturaleza, más o menos insurrecto que otro. Las nacionalidades
son fruto de la diferencia de las lenguas, de los hábitos heredados y
de las leyes y “solamente los dos últimos le dan índole propia a cada
nación y preconceptos que les son propios”. Esa línea de
argumentación se mantiene en el TP, cuando Spinoza escribe que los
vicios y las virtudes de los ciudadanos no son de ellos, sino de la
Ciudad, así como son de ella por su debiliddad o por su fortaleza. En
otras palabras, la tesis central, común a los dos tratados es la de que
los hábitos dependen de la calidad de la instituciones. Y éstas son
impuestas por la ley. De esa manera, la relación ley-hábito, hábito-
régimen político, hábito-cambio, que parecía ser unívoca, se revela
múltiple y polisémica, porque el hábito determina lo que la ley no
puede imponer, en cuanto la ley determina lo que el hábito debe
hacer. El conflicto entre la fuerza del hábito y la fuerza de la ley
determina el deseo de cambio. Entonces, Spinoza no dice que el
cambio es desaconsejado por hábito sino que el cambio debe
someterse a la nueva ley y no a la fuerza del hábito, porque
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sometiéndose a esta última el cuerpo político no dará fuerza a la ley
nueva. En el capítulo X del TP afirma que “las leyes son el alma de la
Ciudad”, sólo permaneciendo simultáneamente inviolables y
protegidas por la razón y por las pasiones comunes de los hombres.

Si es fácil derribar al tirano y difícil extirpar la tiranía y si “son


siempre las mismas causas que producen los mismos efectos”, la
ontología tiene que enseñar a la experiencia política. Así como la
institución de lo político es creación de una potencia nueva, así
también el cambio de la forma de lo político es creación y, si
fracasara el cambio es porque no hubo creación de algo nuevo. Toda
causa es eficiente e inmanente. Si es inadecuada, su potencia
interna es débil para vencer a las potencias externas adversas. Si es
adecuada, es capaz de vencerlas, determinarlas, cambiándoles el
curso y coexistir con ellas sin destrucción recíproca alguna. En el
momento de la institución originaria, la causa eficiente inmanente
puede ser inadecuada (miedo a la muerte) o adecuada (esperanza
de vida) y desplegará en la duración sus efectos necesarios. Destruir
la causa de la tiranía es descubrirla como causa inmanente y su
desaparición sólo podrá ser el verdadero cambio, es decir, una nueva
causa inmanente fundadora. La destrucción de la tiranía por la
destrucción de su causa significa que el cambio político tiene que
pasar por la destrucción de la forma existente del Estado y, por lo
tanto, ser una revolución.

TRADUCCIÓN: Andrea Álvarez Contreras


SUPERVISIÓN: Dr. Hernán Kesselman
Buenos Aires, 13 de mayo de 2002.

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Marilena Chauí, psicoanalista, socióloga y filósofa brasileña. Docente de la PUC/SP Pontifícia
Universidade Católica de São Paulo. Fue la Directora de Tesis de Doctorado de Suely Ronik cuando
presentó en dicha universidad su investigación en el año 1989: “Cartografía Sentimental:
transformaciones contemporáneas del deseo”.

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