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Gabriel Cebrián

© STALKER, 2005.

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Ilustración de cubierta: Gabriel Cebrián

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El Samtotaj y otros cuentos

Gabriel Cebrián

El Samtotaj
y otros cuentos

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Gabriel Cebrián

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El Samtotaj y otros cuentos

A mis amigos oscuros Nidhogg,


Levana, Junkers y Morgana.

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Gabriel Cebrián

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El Samtotaj y otros cuentos

EL SAMTOTAJ

Uno

El reporte que leerán a continuación responde


a múltiples causas, tanto así que resultará difícil (in-
cluso lo es hoy día para mí mismo) de ajustar a una
determinada clasificación. En principio, fue motivado
por cuestiones académicas, pero fue asumiendo aris-
tas tan extraordinarias que acabó siendo ésto; infor-
me, confesión, infidencia, testimonio de poderes aje-
nos al ámbito de nuestra cultura. Y, por sobre todo e-
llo, producto de la necesidad de alertar a los etnógra-
fos -aficionados, noveles o experimentados- acerca de
las dramáticas experiencias que puede acarrear el he-
cho de meter las narices donde primero el Dr. Malloy,
y luego yo, tuvimos la desgracia de hacerlo.

No había oído hablar del Dr. Benjamin Malloy


hasta 1996, cuando llegué a la instancia de tener que
formular la tesis tendiente a mi propio doctorado en
Antropología. Luego de barajar numerosas temáticas
y grupos étnicos, me decidí por los Nivaklé1 del Gran
Chaco por varias razones, algunas de orden práctico
(el territorio en el que debía llevar a cabo el trabajo de

1
Grupo étnico también conocido como “Chulupi” y “Ashlush-
lay”, correspondiente a la familia lingüística Mataco-Mataguayo.
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Gabriel Cebrián

campo era relativamente cercano, varios de los posi-


bles informantes manejaban la lengua española, etcé-
tera); y otras de orden intelectual, ya que consideraba
fascinante esa paradójica cosmovisión que adunaba u-
na marcada ingenuidad con rituales chamánicos extre-
madamente sofisticados. También en este orden de
fundamentos debe considerarse la escasa atención que
este grupo étnico ha suscitado -comparado con otras
culturas americanas- tanto entre los estudiosos como
entre el gran público, circunstancia sorprendente te-
niendo en cuenta lo ya dicho en cuanto a la comple-
jidad y riqueza de sus tradiciones esotéricas. Y es esta
misma característica la que me obligará más adelante
a fatigarlos con conceptualizaciones y terminología
propias de esa cultura, las que si bien hubiesen sido
más oportunas y necesarias en el caso de haber pro-
seguido con el plan original –esto es, la tesis doctoral-
continúan siendo imprescindibles para comprender u-
na serie de sucesos que, no obstante la más puntillosa
explicitación, continuarán siendo esquivos a los cáno-
nes de raciocinio que nos son consustanciales. Pero
todo a su tiempo.
Ni bien hube tomado la decisión de orientar
mi estudio en esa dirección, acordé una entrevista con
el Dr. Matías Lasalle, a quien había escogido para a-
padrinarme en la empresa. Nos encontramos en el bu-
ffet de la Universidad, y allí, café de por medio, le co-
muniqué mis planes. A contrario de lo que había yo
previsto, no sólo no se mostró entusiasmado con el
proyecto, sino que pareció disgustado.

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El Samtotaj y otros cuentos

-¿Los Nivaklé, le parece? –Inquirió, con gesto


adusto y ceño fruncido. Pasé a comentarle somera-
mente las motivaciones que me impulsaban en ese
sentido, más o menos en los términos que lo hice más
arriba. Me escuchó sin pronunciar palabra, y perma-
neció en silencio aún después que mi alegato había
concluido. Comencé a sentirme incómodo y me vi o-
bligado a preguntarle las razones de su evidente con-
trariedad.
-Usted sabe, todas esas cuestiones vinculadas
al chamanismo, tan en boga actualmente, flaco favor
suelen hacerle a la objetividad científica que todo in-
vestigador serio pretende, o debería pretender. Hay
demasiada basura romántica de esa estofa polucionan-
do la seriedad de nuestra disciplina. Sobre todo a par-
tir de los dislates publicados por esos pseudocientífi-
cos, llámense Carlos Castaneda, Florinda Donner y
todos los orates que compraron su receta. Me fastidia
sobre todo el paso atrás que sus pergeños nos han
causado.
-Usted no irá a creer que voy a incurrir en sin-
sentidos como ésos, ¿o sí? –Pregunté, algo molesto
por lo que consideré un prejuzgamiento irrelevante.
-No lo creería si hubiese usted elegido cual-
quier otro grupo, pero tratándose de los Nivaklé...
-¿Qué tienen de particular?
-Probablemente nada –dijo, meneando la cabe-
za, como arrepintiéndose de haber argumentado en el
sentido que lo había hecho. –Está bien, si está tan de-
cidido, voy a apoyarlo y ayudarlo en lo que esté a mi
alcance para bien de su tesis.
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Gabriel Cebrián

-Una buena manera de ayudarme –aventuré,


presa de gran curiosidad- sería que me dijese los mo-
tivos que lo llevaron a plantear dudas sobre la oportu-
nidad de investigar sobre ellos.
-Tal vez sean cuestiones personales, que no
vienen al caso. Déjeme ver... ¿sobre qué autores se ha
basado para escoger esa cultura?
Referí entonces a varios autores, argentinos,
brasileños, paraguayos, europeos; y a diversas publi-
caciones, tanto tradicionales como extraídas de la In-
ternet. Me escuchó, asintiendo con la cabeza a medida
que los iba mencionando. Cuando acabé la lista, se
quedó mirándome un momento y luego dijo:
-Todos esos autores están muy bien, al menos
los que conozco. Pero es una lástima que no pueda
contar con la información que podría darle la auto-
ridad máxima en este tema. Estoy hablando de mi a-
migo Benjamin Malloy. ¿Oyó hablar de él?
-No, no recuerdo... ¿Malloy, dice?
-Benjamin Malloy.
-¿Y por qué no puedo contar con información
de su parte? ¿No dice acaso que es amigo suyo?
-Es, o era, no sé. La cuestión es que fue a ha-
cer sus trabajos de campo entre los Nivaklé y algo es-
pantoso parece haberle ocurrido. Al principio me en-
vió algunas cartas, de las que lo único que puedo de-
cir es que evidencian un deterioro progresivo de su
psique. Algo o alguien debió afectarlo de un modo
que no puedo llegar a imaginar. De hecho, nunca más
se supo nada de él. Una pérdida lamentable, la ver-
dad, tratándose de un brillante científico. Para serle
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El Samtotaj y otros cuentos

franco, le digo que si había alguien de quien no espe-


raba semejante actitud, ciertamente era él.
-¿Podría leer esas cartas? –Aventuré.
-Eso es imposible, por más de una razón. Fun-
damentalmente, el expreso pedido de reserva que for-
muló Malloy respecto de ellas. Y en segundo lugar,
no quisiera poner a su alcance elementos que pudie-
ran incidir en su ánimo. Ya ve que me hace poca gra-
cia el mero hecho de que vaya usted allí, y si con-
siento es porque pretender disuadirlo implicaría, en
cierto modo, mi aceptación de las fantasías aberrantes
que con tanto ahínco trato de combatir. Vaya, haga un
estudio exhaustivo y demuestre palmariamente el ca-
rácter primitivo y fantástico de las prácticas chamáni-
cas de esa gente, claro que sin obviar todas sus carac-
terísticas llamativas y lo elaborado de sus ritos. Pero
sobre todo, cuídese mucho. No ingiera ninguna pó-
cima que vayan a ofrecerle, ni se entusiasme demasia-
do con los prodigios que puedan mostrarle. Conserve
todo el tiempo su rigor epistemológico y su ecuanimi-
dad. Y, lo más importante, al primer atisbo de confu-
sión, deje todo y vuelva inmediatamente. No quisiera
perder ahora a uno de mis mejores discípulos, ya tuve
bastante con la pérdida de mi viejo y querido amigo
Malloy.
-Tendré muy en cuenta su consejo, usted sabe
la consideración que le profeso.
-Espero que lo haga, sinceramente. Y no vaya
a tomar lo que le digo como un indicio de credulidad
ni reblandecimiento senil. Es simplemente que no
quiero más avatares como el que acabo de transmitir-
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Gabriel Cebrián

le, y sé muy bien por experiencia que a veces los más


palurdos suelen ostentar como contraparte una picar-
día maliciosa, una capacidad de sugestión que si no es
tomada en cuenta, si es desdeñada, puede causar seve-
ros trastornos. Si se mantiene conciente de esto, no
tendrá problemas.

De más está decir que todas las advertencias


que el Dr. Lasalle me formuló, y sobre todo la historia
de la desaparición de su colega y amigo, el Dr.
Benjamin Malloy, no hicieron más que excitar mi
curiosidad y aumentar las ansias de llevar a cabo mi
plan; tanto así que aún a pesar de que los tardíos
calores del verano harían casi intolerable mi estancia
en el norte, decidí adelantar el viaje.

Dos

Así es que el viernes 15 de marzo de 1996,


bien temprano, tomé la ruta 11. Debido a la intención
de optimizar mis recursos –dado que no sabía cuánto
tiempo podía insumir la empresa- no encendí el aire
acondicionado de la camioneta, por el consumo extra
de combustible que ello habría ocasionado; lo que re-
dundó en varias horas de calor agobiante, especial-
mente hacia el mediodía. Asumí, de todos modos, que
era un buen entrenamiento previo, una especie de a-
climatamiento en función de las tórridas jornadas de
trabajo que seguramente sobrevendrían. Conduje sin
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El Samtotaj y otros cuentos

detenerme más que para reaprovisionarme de com-


bustible e ir al baño, así que hacia la media tarde es-
taba ya en la ciudad formoseña de Clorinda. Allí me
entrevisté con un anciano algo excéntrico llamado
Alcides Liboreiro, tal como me había indicado el Dr.
Lasalle que hiciese. El viejo era una suerte de etnó-
logo aficionado, que había desarrollado tales intereses
a partir de su desempeño como baqueano en infinidad
de expediciones como la que yo encaraba. Claro que
los achaques propios de la edad le impedían seguir
oficiando en tal carácter, mas no por ello su fuego se
había apagado. Mostró mucho entusiasmo y predispo-
sición para ayudarme, e hizo los debidos honores a las
cervezas que le convidé, que fueron muchas. No fue
hasta que estuvo ebrio que conseguí que me hablara
de su conocimiento personal de Benjamin Malloy, o
“El Gringo”, como él lo llamaba. Al principio se ha-
bía mostrado reticente, pero luego de la ingesta alco-
hólica sus reservas cedieron (de hecho, al derivar el
diálogo hacia Malloy estaba contradiciendo, de entra-
da nomás, los consejos del Dr. Lasalle, pero no era
aquella una oportunidad para desperdiciar). El Gringo
era un gran hombre, dijo, a pesar de ser Norteameri-
cano. Quería mucho a loj’ indio, y ellos también lo
querían. Casi todos, bah. Algunos no. Tanto se identi-
ficó con los de las tolderías que se las dio de Toiyé2, y
ansí le fue. ¡Un Toiyé samtó3, vaya cosa que se le jué
a ocurrir al gringo loco ése! Ió sé que lo hizo de gau-

2
Entre los Nivaklé, chamán, médico brujo.
3
Persona no Nivaklé.
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Gabriel Cebrián

cho, nomás, pa’yudarlos, vio, pero fíjese que dispara-


te, pensar que los otros Toiyés lo iban a acetar ansí
nomás, sin hacerle la guerra. Sobre todo ese Uj-Toi-
yé4 malvado que se hace llamar Coicheyik, que quie-
re decir “loco”. Se juntó con todos los otros Toiyés,
que hacen lo que les dice porque le tienen miedo, vio,
y entre todos juntos le sacaron el alma, al pobre
Gringo. No sé si murió, aclaró, respondiendo a mis
ansiosas preguntas, pero en el estado que queda uno
cuando estos brujos le sacan el alma, no hace mucha
diferencia, créame. Si quiere averiguar qué jué de él,
tiene que ir por áhi por las tolderías que están en las
ajueras de Pozo Colorado. Si va, tenga cuidáo y sea
discreto, no vaia a ser cosa que termine usté también
desalmáo. Hay que cuidarse de esa gente. Uno los ve
ansí, brutos, perdidos de borrachos, y capaz que se
confía. Pero con esos brujos no se jode. Usté va’ pen-
sar que soy un viejo chocho, que se anda creiendo
cualquier bolazo que le dicen, pero igual hágame ca-
so, no se confíe.

Pasé la noche en un hotel del centro. Aprove-


ché para dormir en una cama cómoda y tomar una
buena comida, quién sabe cuándo volvería a darme
esos lujos (había traído una pequeña carpa de tipo
iglú y los mínimos enseres necesarios, dado que que-
ría mostrarme ante los Nivaklé lo más humilde que
me fuera posible, a efectos de estimular su empatía
hacia mi persona). A la mañana siguiente emprendí el

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Gran chamán
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El Samtotaj y otros cuentos

último tramo del viaje, pasé al Paraguay atravesando


el Pilcomayo por el Puente San Ignacio de Loyola y,
pasado el mediodía, llegué a Pozo Colorado, en el
Departamento de Villa Hayes. Deambulé por entre los
bosques al sur de la ciudad en busca del “Lechigua-
no”, un mestizo llamado en realidad Eusebio Fernán-
dez, quien me había sido recomendado por el viejo
Liboreiro para que estableciera los contactos pertinen-
tes y, en caso de tratar con informantes que no ha-
blaran español, para oficiar de “lenguaraz”. Como las
indicaciones que el viejo me había dado eran por de-
más vagas, y encima las chozas desperdigadas en el
bosque carecían de referencias precisas, me llevó un
buen par de horas dar con él. Finalmente hallé su
precaria vivienda, enclavada en medio de una espe-
sura tan cerrada que la luz del sol apenas si conseguía
atravesarla, lo que le daba un cierto aire ominoso. Tal
vez hayan sido los aprontes tan inquietantes que La-
salle y el propio Liboreiro me habían formulado; lo
cierto es que cavilé que si alguien me asesinaba y me
arrojaba por allí, entre la fronda, jamás me hallarían,
y correría así la misma suerte que el “Gringo” Benja-
min Malloy. Mas me dije que era muy temprano para
caer en esa clase de consideraciones alarmistas. No
sabía entonces que los sucesos que sobrevendrían hu-
biesen justificado zozobras muchísimo mayores aún.
Golpeé las manos a modo de llamada, y un par
de perros flacos salió a chumbarme. La cortina de tela
que colgaba en la puerta se descorrió, y un hombre
moreno, también delgado, de unos treintaitantos años,

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Gabriel Cebrián

pelo renegrido, lacio y bastante largo, y mirada torva,


me preguntó qué quería.
-Estoy buscando a Eusebio Fernández.
-¿Pa’qué lo busca?
-¿Es usted?
-Depende de pa’ lo que lo busque.
-El viejo Alcides Liboreiro, de Clorinda, me
dijo que lo viera.
-Iá me lo figuraba, ió. Usté es uno de esos que
vienen pa’ estudiá’ loj’indio.
-Sí, pues. Espero que usted pueda ayudarme.
-Eso depende, también.
-Claro que le pagaré por ello, no vaya a creer
que pretendo que me ayude gratis.
-¿Y cuánto me piensa pagá?
-Y, en principio... unos cincuenta guaraníes
diarios.
-Cincuenta, eh... no había sido muy suelto de
mano, el mozo.
-Y tengo una carabina 22 en la camioneta, que
le puedo dar.
-Eso es otra cosa. ¿Y qué es lo que quiere que
haga, ió?
-Ayudarme a sacar información de los Niva-
klé. Me dijo el viejo Alcides que usted se da bastante
maña para eso.
-Pué ser, pué ser. Traiga la carabina, pa’ver,
nomás.
Le alcancé la carabina y la miró, tratando de
disimular la codicia. Supe entonces que el pez había
mordido el anzuelo. Me preguntó si tenía balas, y le
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El Samtotaj y otros cuentos

dije que le podía dar tres cajas de cincuenta tiros.


Cerramos trato. Nos sentamos a beber una chicha de
maíz bastante fuerte que convidó él, y yo ofrecí
cigarrillos argentinos, que aceptó de muy buen grado.
Al cabo dijo:
-Yo no soy Eusebio Fernandez.
-Ah, ¿no? –Pregunté alarmado, creyendo que
había perdido el tiempo.
-No sé quién es ese Eusebio Fernandez –acla-
ró-. Las autoridades me han dicho así pa’darme la li-
breta de identidá. Yo soy Nivaklé, como mi madre.
Tengo un nombre indio, pero tampoco lo uso. Puede
llamarme Lechiguano, nomás, que ansí me conocen
todos.

Tres

Pese a la primera impresión, el Lechiguano re-


sultó ser un hombre muy simpático y gracioso. Pasa-
mos la tarde tomando chicha y tereré5, y hablando ge-
neralidades (no quise entrar en tema de buenas a pri-
meras, quería terminar de ganar su confianza). Al caer
el sol fuimos en mi camioneta a buscar carne y vino.
Con el asado a las brasas que preparé, y luego de una
copiosa ingesta alcohólica, sentí que había superado
cualquier reserva que pudiera haber quedado en mi
pintoresco compañero. Cerca de la medianoche, y ya

5
Infusión en agua fría de yerba mate.
17
Gabriel Cebrián

bastante ebrio, iba a disponerme a armar mi carpa, pe-


ro me dijo que tenía un jergón de más en su choza.
No me agradó la idea, temía al mal de chagas o a
cualquier otro agente infeccioso que pudiese atacarme
en el interior de esa precaria vivienda, pero no me a-
treví a rehusar su hospitalidad. Evacué intestino y ve-
jiga en el monte e ingresé. Era una cabaña típica, de
un solo ambiente. Contaba con una cocina a leña de
lo más antigua, una mesa cuadrada y pequeña, tres
bancos y los dos jergones cubiertos por petates que
parecían no haber sido limpiados nunca. Claro que és-
ta era una presunción inducida sobre todo por el pre-
juicio, dado que a la trémula luz de unas cuantas velas
colocadas en un plato con asa, no podía advertirse su
real condición. El Lechiguano seguía bebiendo. Le
deseé buenas noches y me tendí de costado en mi jer-
gón. No respondió nada, simplemente se quedó mi-
rándome. Muy incómodo, y por cierto bastante preo-
cupado, cerré los ojos.

Seguramente fue debido al gran consumo de


alcohol que me quedé dormido, teniendo en cuenta
las circunstancias. Pero no duré mucho en ese estado.
Pocas veces, si no ninguna, he despertado con tal so-
bresalto: afuera, hacia el frente de la choza, el Lechi-
guano había comenzado a cantar de un modo por
demás vocinglero. No entendí lo que decían las pala-
bras; sin embargo estuve seguro que eran correspon-
dientes a la lengua Nivaklé, por cuanto me sonaban
semejantes al puñado de voces sueltas que conocía de
ella. Cuando los pelos erizados de todo mi cuerpo de-
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El Samtotaj y otros cuentos

jaron de emanar su estática, recordé que los hechice-


ros de esa cultura llamaban a sus espíritus auxiliares,
los Sichées, mediante cánticos específicos. Eso signi-
ficaba que el propio Lechiguano era un Toiyé, y no un
simple contacto o traductor, como me había dicho Li-
boreiro. Aunque tal vez estuviese dando rienda suelta
a su borrachera, sólo eso. Me incorporé y salí de la
choza. El Lechiguano se veía como una masa oscura,
aposentada unos cinco metros adelante. Continuaba
cantando. Me senté junto a la puerta, sigilosamente.
Luego de unos pocos minutos los cánticos amainaron,
y se oyó un rumor como de alas batiendo, en la copa
de los árboles linderos al claro en el que estaba em-
plazada la cabaña. Miré hacia arriba y pude ver una
sombra alada descendiendo hasta posarse frente al
Lechiguano, quien a esa altura ya había callado total-
mente, como si la función del cántico hubiese sido la
invocación al ave, o lo que fuera. Todo aquel evento,
que se desarrollaba en una penumbra casi total, estaba
imbuido de un fuerte sentido de irrealidad, que halló
su paroxismo en la extravagante resolución: la som-
bra pequeña, con movimientos como de ave, se acer-
có hasta fundirse con la sombra grande, presuntamen-
te el Lechiguano; y a continuación, con un batir de a-
las ahora portentoso, las dos sombras –que quizá ha-
yan sido ya una sola- emprendieron el vuelo hacia el
profundo cielo de la noche. Me abalancé hacia el lu-
gar en el que momentos antes mi empleado-anfitrión
cantaba, y no había nada ni nadie. Me sentí mareado,
y vomité. Enseguida sentí un dolor punzante en el
vientre, y un rumor en las tripas. Apenas tuve tiempo
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Gabriel Cebrián

de bajarme los pantalones. La chicha, el vino, el tere-


ré, el susto, todo ello había coadyuvado para desem-
bocar en esa catarsis orgánica. Tuve que limpiarme
con el calzoncillo, y luego lo arrojé por ahí. Aún tem-
blando, volví a la choza, adonde me esperaba una
nueva y desquiciante sorpresa: el Lechiguano estaba
allí, durmiendo plácidamente en su jergón. ¿Cómo
podía ser? Había oído su voz cantando a gritos allí
fuera; y luego lo había visto, aunque sonara a delirio,
desaparecer en un vuelo increíble. Jadeando, lo con-
miné a levantarse. Ni aún sacudiéndolo conseguí des-
pertarlo. Más que dormido, parecía en trance. No pu-
de volver a pegar un ojo, como podrán comprender.
Intenté tranquilizarme recordando una y otra vez las
palabras del Dr. Lasalle: los más palurdos suelen os-
tentar como contraparte una picardía maliciosa, una
capacidad de sugestión que si no es tomada en cuen-
ta, si es desdeñada, puede causar severos trastornos.
Tal vez hubiese sido sólo una triquiñuela de esas a las
que los aborígenes suelen ser tan afectos, y yo había
caído de pies y manos en la tramoya. Cualquier otra
hipótesis me resultaba demasiado inquietante y, de to-
dos modos, no resistiría el menor análisis, en términos
de rigurosidad. Ocupé el tiempo de aquella vigilia
forzada para asimilar el evento en dichos términos, de
acuerdo a los cánones metodológicos en los que había
sido entrenado. Si el Lechiguano era Toiyé, se supo-
nía que en estado de sueño o de trance podía despegar
su doble mágico, su alma psíquica, llamada por ellos
Sa’c’aclít; elemento éste que, acorde a la función ar-
quetípica atribuida a esta clase de entidades, era el
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El Samtotaj y otros cuentos

que propiciaba todos los contactos con los demás en-


tes de existencia espiritual -especialmante con los Si-
chées, que como ya señalé antes, son una especie de
seres incorpóreos que pueden ser controlados y utili-
zados por los Toiyés6-. Supuse que la explicación que
él eventualmente daría, ante mi requerimiento, se iba
a ajustar a estas pautas. Al menos él tendría una ma-
nera de explicar lo sucedido, aunque esa explicación
valiera un comino para nuestras estructuras mentales.
Por mi parte, me devanaba los sesos tratando de opo-
ner otra, de corte racional, a la extrañeza de lo ocurri-
do; pero me veía en figurillas para articular una inter-
pretación que no pasara lisa y llanamente por la aluci-
nación, o al menos por la sugestión, y no podía evitar
sentir que tal argumento comportaba un flagrante so-
fisma, una negación dogmática, casi fraudulenta. Pero
pensando en ello, se me ocurrió otra posibilidad:
solamente había visto un bulto negro, y creí reconocer
la voz del Lechiguano en el estentóreo canto, lo que
no excluía la posibilidad de que alguien más, de voz
parecida, o remedándolo, se hubiese hecho pasar por

6
Quiero expresar aquí que, en función del carácter si se quiere
anecdótico de la presente crónica, estoy tratando de acotar las
denominaciones y conceptos Nivaklé a su mínima expresión –
quizá no debiera omitir, entre otros ítems, la clasificación
exhaustiva de los Sichées y la nomenclatura de ellos mismos
según su utilidad y características-; ello en pos de no atosigar al
lector poco interesado en esta suerte de especificaciones (cosa
que sabrán comprender los que las encontrarían útiles o
atrayentes, a quienes invito a investigar los numerosos artículos
y bibliografías existentes en la red referidos a esta cultura).
21
Gabriel Cebrián

él. Aún más, la sombra bien podía haber sido un bulto


atado a un sistema de sogas y poleas, quién sabe, y el
propio Lechiguano haber cantado desde un sitio cer-
cano, para luego aprovechar mi estupor para ingresar
a la cabaña sin que yo lo advirtiese. Estaba claro que
algo así había sucedido, toda vez que las otras lectu-
ras de los sucesos se inscribían en supercherías de
suyo insostenibles. Me tranquilizó bastante la certeza
que me vino de que había sido sólo un embuste, y me
felicité por estar actuando según lo aconsejado por el
Dr. Lasalle, oponiendo ecuanimidad y sentido común
a esas truculentas y primitivas bastedades.

Cuatro

Poco después de la salida del sol, el Lechigua-


no se levantó como si nada. Se estiró y salió de la
choza. Unos minutos depués volvió cargando una cu-
beta con agua, virtió un tanto en una gran pava negra
de tizne, la posó en una de las aberturas de la cocina y
comenzó a encender el fuego.
-Buenos días –saludé.
-Ah, estaba dispierto...
-Sí, he permanecido despierto toda la noche.
-¿Es que mi casa no es cómoda pa’usté?
-No, sucede que me alarmó alguien que estaba
cantando a los gritos, ahí afuera. Es raro que no lo ha-
ya escuchado –insinué.

22
El Samtotaj y otros cuentos

-No, no es nada raro, eso. Yo, cuando duermo,


duermo, vea.
-Pues sí, ni que lo diga.
-Aparte no podría haberlo escucháo.
-¿Por qué?
-Porque era mi Sa’c’aclít el que cantó anoche.
Meneé la cabeza, sonriendo irónicamente, y
dije:
-Estaba seguro de que iba a decir algo como e-
so.
-Y yo estaba seguro que usté estaba seguro de
que iba a decir eso. Por eso lo dije.
-Dejémonos de juegos, ¿quiere?
-Si a usté le parece que yo vuá estar jugando
con cosas de ésas...
-Entonces, usted es un Toiyé...
-Puede decir que me he visto obligáo a hacer-
me Toiyé. Jamás me gustaron esas cosas de brujo, y e-
so. Pero llegó un punto en el que tenía que aprender o
me moría.
-¿Le gustaría contarme cómo fue que se vio o-
bligado a aprender?
-Es un asunto un poco largo, vea.
-No importa, tómese su tiempo.
-Y pa’colmo tiene que ver con el asunto que
fui a atender anoche, y que tiene que ver con usté.
-¿Conmigo?
-Y, sí, pué. Tuve que irlo a ver al Coicheyik. –
Recordé ni bien lo dijo que ése era el apodo del Uj-
Toiyé, del gran hechicero loco que el viejo Liboreiro
había señalado como el causante de la desaparición de
23
Gabriel Cebrián

Malloy, lo que redundó en un recrudecimiento de mis


temores. Pregunté entonces qué podía tener que ver e-
so conmigo, y me respondió: -La última vez que vino
uno como usté me armó un problema terrible.
-¿Malloy? –Aventuré.
-¡No me diga que lo conoce!
-No lo conozco, solamente oí hablar de él.
-Ah, menos mal.
-¿Y qué problema habría, si lo conociera?
-Pa’ mí, ninguno. Pa’ los Toiyés de por acá, ni
le cuento –aclaró, mientras retiraba la pava del fuego
y preparaba una infusión con hierbas que despedían
un aroma desconocido para mí. Me ofreció, pero re-
husé, a cuento de la advertencia que oportunamente
me había formulado Lasalle respecto de beber subs-
tancias que no conociera. En cambio, fui hasta la ca-
mioneta a buscar café. Los perros flacos vinieron a
olisquearme, y entonces caí en la cuenta que la noche
anterior, durante los extraños sucesos, no habían es-
tado por allí, o al menos no se habían hecho ver. Tal
vez el instinto los conducía a alejarse de esa suerte de
manifestaciones. Me preparé café, y en ese entretanto
guardamos silencio, un silencio que presagiaba gran-
des revelaciones, una especie de calma chicha antes
de la tempestad. Ya sentados a la mesa, decidí ir al
grano:
-Me ayudaría mucho que comenzara por el
mero principio, y me cuente la historia de Malloy y
cómo fue que eso le complicó la vida.
-Ió no quería ser Toiyé. Siempre me pareció
cosa de locos, eso de andar con espíritus, y esas co-
24
El Samtotaj y otros cuentos

sas. Tá bien que alguien tiene que curar, pero no era


mi preferencia. Pero siempre me ievé bien con eios,
nunca un problema. Y cuando un gringo quería ver-
los, lo ievaba y lo dejaba que se arregle. Eios les mos-
traban sus cosas, le sacaban unos cuantos guaraníes y
se iban, todos contentos. Hasta que vino el loco ése
que usté dice. Jué por su culpa que me tuve que hacer
Toiyé.
-Mire, Lechiguano, no lo entiendo muy bien.
Cuénteme las cosas desde el principio, déme los deta-
lles.
-Bueno, ió no soy de hablar bien, qué quiere
que haga. Le estoy contando como puedo, pué.
-Está bien, pero trate de explicarme las cosas
porque yo tampoco soy un gran “entendedor” –dije,
con cierta connivencia.
-Es lo que trato de hacer. Resulta que vino el
Gringo y, como siempre, lo ievé a hablar con los Toi-
yés comunes, que le empezaron a enseñar sus cosas.
Pero sabe qué pasa, todos los Toiyés de por acá lo tie-
nen al Coicheyik de jefe, vio, porque es el más pode-
roso y todos le tienen miedo. Iba todo bien hasta que
se enfermó una niñita, la hija ‘el Bocanegra. El Boca-
negra es uno que hizo negocio con los samtó y se vi-
no bastante rico, vio. Pero eso a costa de su gente, que
no fue más su gente, entonces. Pero se hizo ladero y
compadre con el Coicheyik, sobre todo porque le daba
mucho dinero, y porque entre los dos, uno con su ma-
gia y el otro con su riqueza, eran los que mandaban.
Ansí que ni bien la gurisa se puso mala, corrieron a
buscarlo, al Coicheyik, quién mejor que él pa’curarla.
25
Gabriel Cebrián

No más la vio dijo que le habían hecho un daño, pero


no sabían quién podía haber sido, porque como le de-
cía, todos los Toiyés de por acá eran práticamente sus
esclavos, y jamás se hubieran atrevido a hacerle nada
a la hija’el Bocanegra. Esa mesma noche se juntaron
todos, tomaron chicha, cantaron, llamaron a to’los Si-
chées de eios, que eran muchísimos, todos juntos. Te-
nían cabaios, pájaros, víboras y to’los necesarios pa’
buscar el Sa’c’aclít de la gurisa, que así es como eios
embrujan a la gente, vio, le sacan el Sa’c’aclít y se lo
ievan y lo escuenden en cualquiera de los otros mun-
dos, hasta que la persona se muere. Entonces eios van
y pelean... no, los Sichées de eios van y pelean contra
los del que se lo robó, y si ganan lo recuperan y lo tra-
en de güelta, ansí la persona se cura. Güeno, la cosa
es que atravesaron el Tulhitaj, la tierra de la noche,
donde agarraron unos cuantos Cuvaiuchás, que son
los cabaios más rápidos y más bravos pa’l combate, y
se jueron pa’l mundo amariio (que está bastante cerca
de éste) porque por el color de la gurisa se pensaron
que su Sa’c’aclít debía estar prisionero por ahí. Die-
ron güelta todo y no la pudieron encontrar. Y cuando
se estaban por ir, vinieron unos Chivosís7, que aiá son
chiquititos y amariios, como to’ en ese mundo, y les
dijeron que había venido un Samtotaj8 y se había es-

7
Seres pequeños que habitan los distintos mundos experimenta-
dos por los Toiyés, y que cuando son dominados por éstos se
transforman en sus Sichées.
8
Cuerpo etérico de un Toiyé Samtó, es decir, un hechicero no
Nivaklé.
26
El Samtotaj y otros cuentos

cuendido en el aquiotayúc... ¿sabe lo que es el aquio-


tayúc?
-No.
-Es un árbol que los Toiyés usan pa’escuen-
derse, y pa’escuender el Sa’c’aclít que se han robáo.
Mientras estén a cubierto de las ramas del aquiotayúc,
los otros Toiyés no pueden hacerle nada. La cosa es
que jueron pa’l aquiotayúc de ese mundo, y lo vieron.
-Era Malloy –aventuré.
-Pues sí, era ese Gringo del infierno. Por su
culpa me tuve que hacer Toiyé.
-No se adelante, siga contando, por favor.
-La cosa es que se cansaron de esperar que el
Samtotaj saliera del árbol pa’ matarlo y recuperar el
Sa’c’aclít de la hija ‘el Bocanegra. Pero el gringo era
bicho, ni mierda qu’iba a salí. Ansí que se golvieron y
le dijeron al Bocanegra que la única forma de recupe-
rá el Sa’c’aclít de la gurisa era buscarlo al gringo en
este mundo pa’matarlo. Como no sabían adónde esta-
ba, y el que lo había ievado con eios era ió, se vinie-
ron pa’cá y me preguntaron. Ió hacía como un mes
que no lo veía. Se los dije y no me creieron. Hasta me
golpearon y todo, vea. Dispué se jueron, y me di por
muerto. No por los palos, que no jué pa’tanto, sino
porque seguramente m’iban a embrujá. Ansí que no
me quedé quieto. Agarré y me juí pa’ Pedro Peña9,
adonde estaba mi agüelo Nivakle. Mi agüelo era un
Toiyé de los güenos, había aprendido la brujería dire-
tamente de los Sichées, no como ahura que son los

9
Ciudad paraguaya de Doctor Pedro P. Peña.
27
Gabriel Cebrián

otros los que enseñan, y lo güelven loco a uno con iu-


ios y chicha. Fíjese cómo sería de güeno mi agüelo
que antes que iegara, él iá sabía todo. Y más le digo,
se lo había ido a ver al gringo aiá al aquiotayúc que se
había escuendido, porque sus Sichées iá le habían
contáo todo. Habló con el gringo y le dijo que tenía
que devolver el Sa’c’aclít de la gurisa, que si no, el
Coicheyik y sus aiudantes nos iban a matar a todos. El
gringo le respondió qu’el Bocanegra y ese Coicheyik
estaban vendiendo gente pa’los ingenios, como escla-
vos. y que estaban matando a los Nivaklé por dinero,
que él les iba a enseñá a no ser tan hijue’putas. Mi a-
güelo trató de convencerlo, le dijo mil veces que ansí
no era, que la magia del Coicheyik era fuerte, y más
con la de los otros que él dominaba, y que íbamos a
terminar todos embrujáos o muertos, pero el gringo
seguía en la suia, decía que iba a defender a los nues-
tro’ hasta lo último, y qué sé ió cuanta cosa así, de
comunista, dijo el agüelo. Como venía el asunto, no
había mucho pa’elegí, el Coicheyik nos iba a hacer la
guerra y lo único que se podía hacer entonces era pe-
leá. Ansí que arregló con el gringo pa’ que cualquier
cosa nos aiudara, y se golvió. Esa mesma noche me
dio bastante chicha, me enseñó a cantá pa iamar al
aguilucho que me iba a dá como Sichée, y dispué me
escupió adentro ‘e la boca, que ansí se hace cuando el
que le da a uno la magia la ha recibido diretamente de
los Sichées. Y me hice Toiyé, nomás, pa’tratá de con-
servar la vida. Y soy de los voladores, como se dice
ando en avión, porque mi Sichée principal, el que
m’escupió el agüelo, es pájaro.
28
El Samtotaj y otros cuentos

Cinco

(Voy a insertar aquí una suerte de pausa refle-


xiva, y ello en atención a un doble propósito: primero,
el de transmitir mi situación mental al momento de o-
ír el discurso que el Lechiguano soltaba, casi sin to-
mar en cuenta mi capacidad de interpretación del mis-
mo -cosa que al propio tiempo dará al lector la opor-
tunidad de comprender mejor el contexto-. En segun-
do término, y ahora sí exclusivamente en función de
no atosigar, el de aflojar un poco la cuerda semánti-
ca.)

Cuando el Lechiguano comenzó a contar esta


historia -por otra parte una típica historia de indios
como tantas que había yo leído, incluso de los Niva-
klé-, estuve tentado a interrumpirlo, a increparlo por
lo que supuse una falta de consideración rayana en el
menosprecio; pero ello habría significado romper lan-
zas con el único informante que había conseguido
hasta el momento. Así que, atenido entonces a lo que
contaba, puedo decir que, palabras más, palabras me-
nos, casi todas las vinculadas al chamanismo me eran
conocidas, como también varias de las prácticas que
relataba, así que no me costó gran cosa interpretarlas.
Incluso, en una tarea como la que había emprendido,
era básico dejar hablar libremente al sujeto, y en todo
caso después separar la paja del trigo. Así que me ar-
mé de paciencia y escuché atentamente. Todo parecía
indicar que se trataba de un cuento más, quizá refrito
29
Gabriel Cebrián

de miles de otros similares, y en ningún momento se


me cruzó por la mente que algo como aquello pudiese
efectivamente haber ocurrido. Pensé que el Lechigua-
no, atado de pies y manos a la visión del mundo de
sus ancestros, había desarrollado una distorsión men-
tal típica. Y quizá lo mismo habría pasado con el pro-
pio Malloy, quien -aunque proveniente de otra cultu-
ra, completamente diversa- había caído en las trampas
de aquella gente y se había disturbado en un sentido
análogo. No iba a ser el primer científico que resulta-
ba víctima de un proceso semejante.
En función de todas estas consideraciones, y
sin dejar de prestar oídos, me sentí en crisis respecto
de la finalidad de mi empresa, de qué diablos estaba
haciendo allí. Si era el acopio de material para una te-
sis, más me convenía buscar algún informante menos
conflictivo, tomar unas cuantas notas, regresar, afinar
la pluma y hasta luego. Pero eso significaba renunciar
a todo el sentido de aventura que el destino parecía
poner a mi alcance. ¿Y si hallaba a Malloy? ¿Y si
conseguía hablar con él, reportearlo, o quizá devol-
verlo al mundo civilizado? Resolví no tomar decisio-
nes en lo inmediato, tener la cuerda a mi informante;
aunque permaneciendo alerta, impermeable a todo in-
tento de sugestión o de involucramiento en los con-
flictos que pudiera tener con sus vecinos, hechiceros
o no.
-Me dijo que la salida suya de anoche tenía
que ver conmigo –dije, aprovechando un breve impa-
sse en su discurso, tratando de focalizar la conversa-
ción en carriles más prácticos.
30
El Samtotaj y otros cuentos

-Sí, pué, iá ve lo que me pasó la última vez


que me metí a presentarles gringos a los Toiyés. No le
vuá mentir, los guaraníes y la escopeta me vienen
bien, y por eso me la jugué. Pero no da pa’tanto, vio.
Si había lío le degolvía todo y a otra cosa.
-¿Y qué le dijeron los Toiyés?
-Que me ande con cuidáo, que me fije bien si
no era usté otro loco como el gringo ése y dispué al-
borotaba a toda la gente. Me dijeron que si lej hacía
otra vez la mesma cagada no iba a tené tanta suerte
como la otra vez. Así que usté dirá...
-¿Qué pasó la otra vez?
-Y, si no me deja terminar de contá... la otra
vez pasó que nomás el agüelo me alcanzó a dar el Si-
chée, vimos venir pa’l rancho un ejército de Iautói,
que son...
-Si, ya sé, los Sichées domados por los brujos,
¿no?
-Tal cual, vea. Eran como qué sé ió cuántos.
Daba miedo, la verdá. El agüelo entonce empezó a
cantá y se vinieron los sei o siete que lo aiudaban a él,
pero se los veía asutáos, nomás. Y claro, no quisieron
peleá. Despacito se fueron iendo con loj’otro, como
quien no quiere la cosa, vio. Y ió sentía como que me
aleteaban, adentro. Se nota que el aguilucho que me
había dao el agüelo quería salí, nomás. Ió sabía que
tenía que cantá pa’sacarlo, pero ni mierda iba a cantá.
A ver si loj’otro se pensaban que quería peliá ió tam-
bién... y usté por lo visto iá sabe, no le tengo que decí
lo que pasó con el agüelo, ¿verdá?
-¿Los Iautói lo mataron?
31
Gabriel Cebrián

-No, ve que no sabe tanto como dice... se mu-


rió solo. Cualquiera sabe que cuando un Sichée le da
el poder a uno, diretamente, como era el caso de mi a-
güelo, se hace uno con su alma; y cuando se le va, se
la ieva, y el Toiyé se muere. Ansí que el viejo se echó
por ahí, a morir. Y entonces vino el Coicheyik en per-
sona y se me plantó. Ió bajé la cabeza, estaba tem-
blando como una hoja, y pa´colmo el pajarraco me a-
leteaba, y me aleteaba, me hacía dar gana de vomitá.
Estaba siguro qu’iba a morir ahí mesmo. Pero no. El
desgraciáo me dijo que me quedara con el pajarraco,
que a él no le iban en falta Iautói. Que total la hija’el
Bocanegra ya había muerto, y no había ná’que hacer-
le, y que ió iba a viví nada más si hacía todo lo que él
me mandara. Y aquí estoy, pué. Tengo que hacé lo
que me dice, pero al meno’ no soy el único, es lo que
hacen todos los Toiyé de Pozo Coloráo y de otros la-
dos más. Lo único que le puedo decí es que el gringo
hijo‘e puta ése, encima que armó todo el lío, ni apa-
reció más. Mató a esa gurisa inocente al ñudo, que era
una niñita que na’ tenía que vé con las cagadas que
hacía el padre. Y pa’ colmo nos dejó en la estaqueada,
al agüelo y a mí. Ansí que no le debo nada al mierda
ése, y si el Coicheyik me pidiera aiuda pa’matarlo,
pues se la daría de mil amores. Pero el muy cobarde
parece que se ha quedáo aiá, en el mundo amariio,
bien cobijáo abajo del aquiotayúc, vaia a sabé’ espe-
rando qué cosa. Y hace bien en no salí, porque en
cuanto salga lo destripan.
-¿Cómo, lo destripan? ¿Acaso no es su Sa’c’a-
clít el que está ahí?
32
El Samtotaj y otros cuentos

-Pero sí, hombre, ej una forma de decí, nomá.


-Pero si su Sa’c’aclít está ahí, su cuerpo, digo
el cuerpo de todos los días, debe estar en otro lado, ¿o
no?
-Sí, pero puede está en cualquier parte. Puede
está en Francia, si quiere. Por eso hay que agarrarlo
ahí.
-Entonces, digo yo, ¿no?, si usted tiene tanto
miedo de ese Coicheyik, o si está tan cansado de ser-
virle, ¿por qué no se va a cualquier lado, lejos de acá,
y listo?
-No, pero si ió no le temo al Coicheyik. Aparte
que la vida no es tan mala, vea. Mi pájaro me ieva a
volá por tós los mundos que puede, me enseña, y si
no tengo más Iautói que él, es nomás porque no me
da la gana. Aparte me hago el que vuelo bajito, ansí
no me dan mucho que curá, me dan a curá cosas fá-
ciles, andá’verlo a éste que le duele la muela, andá
vela’aqueia que no se le pasa la regla, y cosas como
ésa. Y sabe qué, don... a mí déjeme con eso de la ciu-
dá, de la Uropa y la Norteamérica. Pa’ mí ésos son los
que están locos. La verdá, no me veo entre los Samtó.
Como sea, prefiero el monte. Ió le tengo miedo a los
suios, como usté le tiene miedo a los míos.
-No, pero si yo...
-Deje, deje, no diga más ná. Ustedes vienen y
estudian y escriben historias que dicen que es cosa ‘e
locos nomás porque en el fondo les da miedo. No
digo a usté, digo a tós los gringos que vienen por acá
con ese asunto. A mí también me daba un poco de

33
Gabriel Cebrián

miedo, pero antes. Cuando uno aprende se da cuenta


de que no es tan jodido como parecía.

Seis

Esa tarde salimos a cazar, dado que el Lechi-


guano estaba ansioso por probar la carabina, a la que
llamaba “escopeta”. Demostró tener muy buena pun-
tería, derribando a dos pecaríes pequeños con sendos
disparos “en el codiio” (como decía él), en las costi-
llas justo al lado de la articulación de la pata delante-
ra, ya que de ese modo, según me explicó, el tiro de
carabina daba directamente en el corazón del animal.
Volvimos cargando uno cada uno, y en el calor de la
tarde el esfuerzo casi fue demasiado para mí. Mien-
tras me recuperaba, bebiendo abundante agua y co-
miendo algo de las provisiones que había traído con-
migo, ví que él, completamente fresco y sin demostrar
el menor síntoma de cansancio, se puso a cuerear los
animales, con llamativa pericia. Una vez limpios, los
trozó muniéndose de machete y cuchillo, y separó dos
cuartos traseros. El resto lo introdujo en un fuentón de
metal, y luego lo cubrió con sal gruesa. Después co-
menzó a encender un gran fuego, atravesó las porcio-
nes en unos fierros y los plantó de modo que fueran
recibiendo el calor de las llamas. Comenté que era
mucha comida para nosotros dos.

34
El Samtotaj y otros cuentos

-Pasa que van a venir invitáos –me aclaró. –


Van a venir el viejo Zuleque y el Alhutáj. El viejo Zu-
leque es víbora, y el Alhutaj, iguana.
-Son los emisarios de Coicheyik, que quieren
ver qué se trae el gringo nuevo, ¿verdad?
-Sí, pué. Ansí que no se haga el loco. Su vida
y la mía dependen de usté.
-¿Y cómo se supone que tengo que actuar?
-Con rispeto, con humildá. Sobre todo, escu-
che, y no se ponga pesáo con preguntas; no hable de
cosas raras, ni se haga el sabihondo. Y tampoco se ca-
gue en los calzones si los Toiyés empiezan a iamar a
sus Iautói y a hacé sus cosas.
-No sé si estoy preparado, todavía, para en-
contrarme con ellos –dije, presa de una alarma cre-
ciente.
-Mire, amigo –me respondió, con tono de fas-
tidio-, eso que acaba de decí es una estupidez. Ten-
dría que haber estáo peparáo ni bien se dispuso a ve-
nir pa’cá. ¿O qué se creió, que ésto es guasa? Déjese
de mariconeadas de niño fino y aguánteselas. Y si no,
no me haga perdé tiempo y mándese a mudá, pero
bien lejos. No vaia a sé’ cosa que dispué se la anden
agarrando conmigo.
Debo haberme ruborizado. Fuera como fuera,
el Lechiguano tenía razón. Me sentí un pusilánime, y
éste fue el factor que me impidió en esta última co-
yuntura, especie de bisagra en la historia, optar por lo
que a ultranza hubiese sido mi salvación: huir de allí
como de la peste. En lugar de ello, le espeté con cierta
altanería, producto del orgullo mancillado:
35
Gabriel Cebrián

-Estaba hablando de conocer mejor algunas


cosas, no de cuestiones de ánimo.
Y él se quedó mirándome, socarrón, perfecta-
mente al tanto de mis azarosas maniobras psicológi-
cas.
Mientras caía la tarde y la carne iba asándose,
comenzamos a beber chicha. Si bien era importante
para mí mantener el juicio alerta y los sentidos des-
piertos en orden a lo que vendría, necesitaba un buen
par de tragos. Además, rehusar el convite habría sido
lo mismo que manifestar abiertamente mi zozobra in-
terior, cosa a la que no estaba dispuesto luego del co-
nato verbal referido precedentemente. Mientras bebía-
mos y fumábamos en silencio, y sumido como estaba
en un puntilloso análisis de la situación en la que me
había involucrado, caí en la cuenta de un detalle que
no era menor, ni mucho menos. ¿Cómo y cuándo ha-
bía sido concertada la cita con los Toiyés? Desde el
mismo momento en el que había dado con Eusebio
Fernández, o “El Lechiguano”, como prefería ser lla-
mado, no me había separado ni un momento de él. Es-
tuve tentado a preguntárselo, y no lo hice porque de
ese modo exhibiría nuevamente mi preocupación; en
balde, pues estaba seguro de conocer la respuesta que
me daría. Diría que había sido su Sa’c’aclít, durante
el viaje astral de la noche anterior. Lo malo del caso
es que yo no era capaz de imaginar ninguna otra hipó-
tesis que pudiera oponérsele. Me esforcé tratando de
dilucidar algún medio por el cual, según códigos esta-
blecidos de antemano, pudo él dar aviso a los hechi-
ceros, pero no pude recordar hecho ni situación algu-
36
El Samtotaj y otros cuentos

na que trasuntara el menor indicio de algo así. Las ú-


nicas veces que lo había perdido de vista había sido
cuando uno u otro había ido a los matorrales a atender
sus necesidades fisiológicas, pero habían sido lapsos
muy breves. Costaba creer que en alguno de ellos hu-
biese tomado contacto con alguien, quizás un mensa-
jero. Aunque pareciera muy improbable, era lo único
que podía explicarlo en términos de normalidad. El
Lechiguano, como si hubiese estado al tanto de mis
lucubraciones, me miró fijamente, echó al coleto un
buen trago de chicha, dio una calada al cigarrillo y me
dijo:
-Oiga, deje de buscar la quinta pata al gato.
No se preocupe, hombre, por lo meno’ de antemano.
Guarde sus fuerzas pa’cuando las vaia a necesitá.
-¿Para qué necesitaría de mis fuerzas? ¿Acaso
los Toiyés vienen a confrontar?
-No creo, vio, pero con esta gente nunca se sa-
be, pué. Si le digo qué se traen, le miento. Capaz ni e-
ios mismos lo saben. Son de atuá’ ansí, a lo que salga.
Por eso le digo, que no lo vean cagáo porque si no la
vaca por áhi se le güelve toro. Igual, ahorita nomá lo
vamu’a sabé. –Y añadió, cabeceando en dirección a
mis espaldas. -Ahí vienen.
Me volví de golpe, casi en movimiento reflejo,
justo para ver venir por el sendero abierto en pleno
bosque a dos individuos; uno viejo, de cabellera larga
y blanca, estatura baja, enjuto, como doblados sus
huesos por el peso de los años. Caminaba apoyándose
en un cayado de palo. El otro, en vivo contraste, era

37
Gabriel Cebrián

un joven indígena de contextura atlética, como de me-


tro noventa de altura.
-Como iá le dije, el viejo es Zuleque, que es
víbora, y el otro alto es el Alhutáj, que es iguana. Son
los escamosos del Coicheyik. No les demuestre mie-
do, porque por áhi se ponen pícaros y cuando empie-
zan a jodé’, vaia a sabé adónde termina la guasa.
-No tengo miedo.
-‘tonce dígaselo a su cara, pué.

Al momento de efectuar las presentaciones,


muy ceremoniosamente por cierto, tendí la mano al
Zuleque y me respondió con una inclinación de cabe-
za, haciendo caso omiso de mi modo de saludar, así
que la retiré e incliné la cabeza a mi vez, actitud que
repetí al serme presentado el Alhutáj. El Lechiguano
se apresuró a servirles chicha. Tomaron sus vasos,
metieron los dedos en racimo y esparcieron unas go-
tas sobre la tierra. Luego la bebieron de un trago y es-
tiraron el vaso para que les sirviera más. Ya servidos,
ocuparon dos de los tres bancos. El anfitrión me indi-
có ocupar el restante, y se acercó un tocón de quebra-
cho para él. A continuación se produjo un silencio
que me resultó muy embarazoso, y fue a caballo de e-
sa sensación que me encontré diciendo al anciano:
-Es un verdadero honor para mí conocer a un
Toiyé como usted.
El anciano me miró y no dijo nada. Sin embar-
go la respuesta la dio el Alhutáj:
-El viejo ‘e mierda éste no sabe hablá español.
A gatas si habla en su lengua, de achacáo qu’está – y
38
El Samtotaj y otros cuentos

tanto él como el Lechiguano soltaron ruidosas carca-


jadas. El viejo, por su parte, se sonrió, como adivi-
nando el tenor del diálogo. El Alhutáj continuó di-
ciendo: -¿Ansí que usté quiere aprendé las cosa ‘e los
Nivaklé?
Aproveché la pregunta para tratar de tomar
cierta iniciativa, ya que de todos modos estaba si-
guiendo las indicaciones del Lechiguano, en el senti-
do de que no debía mostrarme avasallado, así que re-
pregunté:
-¿Y ustedes cómo se han enterado?
El Alhutáj y el Lechiguano se miraron como
sorprendidos. El primero volvió a inquirir:
-¿Cómo, cómo noj enteramo’? El hombre acá,
su amigo, noj dijo.
-Claro, pero no puedo darme cuenta de cuándo
fue que se los dijo, si desde que llegué hemos estado
juntos...
-Sabé que pasa, Alhutáj, que al mozo le gusta
hacerse el tonto. Iá le dije que jué mi Sa’c’aclít, pero
resulta que le dá por hacerse el duro de cabeza, y ter-
quea, pué.
-Ah, no, mire, mozo, si empezamo’ansí más
vale ni empezamo, vio. Si un gringo anda queriendo
averiguá cosa’e nosotro, lo primero y principal que
tiene que hacé es no faltarno’al rispeto, vea –me re-
criminó, meneando la cabeza y con gesto muy serio.
-No lo tome así, nada más lejos de mi inten-
ción que faltarles el respeto.
-Entonces no lo haga. Y si le da por terquear,
les iamo a mis Iautói y dispué me cuenta.
39
Gabriel Cebrián

-No se moleste, ya entendí –dije, provocando


una nueva explosión de hilaridad.

Fue en ese preciso momento, en lo azaroso de


la situación a la que me había expuesto, dominado
psicológicamente, totalmente a merced de aquellos
locos tal vez peligrosos, que por primera vez desée no
haberme involucrado nunca en semejante empresa.

Siete

Mientras el Lechiguano se ocupaba del asado,


conversaron cosas de su gente, chismorrearon, bah.
De cuando en cuando se dirigían a mí para contarme
algunas historias de brujería, de curaciones, de sus
problemas con los Samtó y cómo éstos los explota-
ban, en fin, todo pareció volver a los carriles norma-
les, y renació en mí la esperanza de que el asunto fi-
nalmente se limitara a recopilar unos cuantos datos,
para luego marcharme. Tal vez me había dejado im-
presionar más de la cuenta, aunque buenas razones
había tenido el Dr. Lasalle para advertirme respecto
de la malicia y poder de sugestión de aquella gente.
La chicha corría sin pausa, y aunque estaba medio
mareado, no me atrevía a decirles que no cuando me
servían. Tal vez haya sido el alcohol lo que me llevó a
ingresar en un ánimo más templado, más distendido.
Dimos buena cuenta de la carne, excelente-
mente asada y sabrosa, mientras el diálogo permane-
40
El Samtotaj y otros cuentos

cía acotado a los contenidos antedichos. Lo único que


me resultaba raro en aquel contexto era el mutismo
observado todo el tiempo por el Zuleque, quien no
obstante escudriñaba atentamente a cada uno que to-
mara la palabra. Cuando la voracidad fue saciada,
permanecimos bebiendo chicha. Ya estaba a punto de
caer dormido (recordarán que la noche anterior la ha-
bía pasado en vela) cuando, repentina y sentenciosa-
mente, el anciano me miró y dijo algo en Nivaklé. Por
alguna razón, las luces de alarma encendieron instan-
táneamente mis entendederas. El Lechiguano, enton-
ces, me formuló la traducción:
-Dice el Zuleque que si quiere sabé las cosas
de los Toiyés, tiene que tomá el Vatlhuquéi.
Mi instinto no había fallado, había hecho muy
bien en alarmarme. Según tenía entendido, el Vatlhu-
quéi era una poción alucinógena por demás poderosa,
hecha a base de una maceración de raíces, hojas y flo-
res de distintas variedades de Datura, vulgarmente
conocida como Floripón o Floripondio. Precisamente
por esa característica fuertemente visionaria era con-
siderada por muchos pueblos aborígenes como una de
las principales avenidas hacia el poder espiritual y las
virtudes chamánicas. En función de ello, y dispuesto a
negarme hasta las últimas consecuencias, comencé a
argumentar que quería conocer sus costumbres única-
mente en teoría, y que de ningún modo quería conver-
tirme en Toiyé. Entonces volvió a hablar el Zuleque,
sin esperar traducción alguna, seguramente al tanto
del tenor de mi negativa por los factores metalingüís-
ticos de expresión tan evidentes que habían acompa-
41
Gabriel Cebrián

ñado mi negativa. Cuando terminó de hablar, con to-


no tan perentorio y dramático que consiguió intimi-
darme aún más de lo que ya estaba, fue el Alhutáj
quien tradujo esta vez:
-Dice el viejo que no ha venío hasta acá al ñu-
do, y que si no hace lo que se le manda la locura del
Vatlhuquéi no va´ser ná’ comparáo con las cosas que
le va’cer vé. Y crealé, pué. El viejo es como to’ viejo,
cabrón y malváo. ¿No’cierto, “Lechi”?
El Lechiguano se tomó unos instantes antes de
responder, durante los cuales deseé fervorosamente
que la mínima lealtad que pudiera haberle generado
en el poco tiempo que nos conocíamos lo hiciera ma-
nifestarse a mi favor; mas, evidentemente, el miedo a
contrariar a los esbirros del Coicheyik prevaleció, co-
sa harto previsible:
-Nadie quiere golverlo Toiyé, aparte no creo
que le dé pa’eso. Pasa que no le pueden enseñá las co-
sa’ d’eios si no las ve. Esas cosa’ no se pueden contá,
hay que verla’.
Insistí entonces en que no era necesario llegar
a tanto, que para lo que yo necesitaba me sobraba con
que me hablaran de las cosas de las que sí se podía
hablar, que les pagaría bien por la información y que
jamás volvería a molestarlos. Esta vez fue el Alhutáj
quien, visiblemente fastidiado por mi actitud, tomó la
palabra:
-Vea, mozo, más le vale hacerle caso al Zule-
que y dejarse´jodé. Iá le dije que la pacencia no es su
juerte. Tómese unoj minuto pa’ponerse en orden, de-
mientras el viejo priepara el Vatlhuquéi. Y no se prio-
42
El Samtotaj y otros cuentos

cupe, ni se haga el taimáo. Ej un honor el que le’


stamo’ haciendo. No cualquiera viene y le convida-
mo’, ¿entiende? Lo único que falta es que encima se
venga a hacé el cagón.
Miré al Lechiguano, que se encogió de hom-
bros, como señalándome que mi suerte estaba echada.
Las amenazas no habían sido en vano, ya que estaba
yo seguro que de no hacer lo que me pedían, iba a
provocarme males mayores. Así que traté de tranqui-
lizarme, me dije que un etnógrafo alguna vez tenía
que pasar por una eventualidad semejante, respiré
hondo y traté de tomar un coraje que al parecer no te-
nía. Temblando como una hoja, vi al Zuleque sacar de
entre sus ropas un paquete envuelto en diario, y mani-
pular unas picaduras vegetales. A continuación las
puso en un cuenco que sacó asimismo de algún plie-
gue entre sus harapos y pidió algo al Lechiguano. És-
te se levantó y puso una lata con agua sobre los res-
coldos. Al rato tomó un trapo, la retiró y la vertió en
el cuenco que el viejo sostenía con sus dos manos. El
viejo comenzó a cantar, y entretanto yo casi gemía un
llanto al que pugnaba por reprimir.

Ocho

El viejo, sin dejar de cantar ni por un momen-


to, se dirigió hacia mí, y creo que si hubiese sido el
mismísimo Satán que lo hacía me habría provocado
menos desasosiego. Los otros dos permanecían senta-
43
Gabriel Cebrián

dos en sus lugares, como expectantes. Cuando estuvo


frente a mí, me tendió el cuenco, al que tomé con ma-
nos temblorosas. Bebí un poco y sentí un gusto acre y
a la vez dulzón, como de vegetales fermentados, real-
mente asqueroso. Lo más horrible que he probado en
mi vida. Hice una violenta arcada, que a punto estuvo
de hacerme volcar el resto, cosa que, de haberme atre-
vido, hubiese hecho de buena gana. Oí a los otros dos
que a gritos me decían que terminara de beber de una
vez, y que por nada del mundo dejase caer una sola
gota. Respiré hondo y pasé el resto de un gran trago;
entonces sentí que mi pecho se partía, a resultas de la
brutal arcada que sobrevino. Sin embargo conseguí
mantenerlo en el estómago.
Cuando pude separar mi atención de los seve-
ros desajustes digestivos advertí que ahora eran los
tres los que cantaban, enredando melodías diferentes
en una armonía disonante, sobre ritmos aleatorios. El
cuadro era en verdad tétrico para mí. Casi como in-
merso en una cuestión de supervivencia comencé a a-
nalizar los procesos fisiológicos que la infusión co-
menzaba a provocarme. Sentía como un nivel de agua
en mi garganta, como si hubiese estado lleno de líqui-
do hasta allí; también una cierta pesadez estomacal, o
una sensación como de malestar hepático, no podía
precisar muy bien, pero allí estaba, haciéndome temer
una eventual intoxicación más severa que la lógica
para ese tipo de ingesta. Mas poco a poco fue pasan-
do, y lo que advertí a continuación fue la brillantez
que emanaba de los pocos elementos a mi alrededor
que producían luz, que eran los rescoldos, las estrellas
44
El Samtotaj y otros cuentos

y la luna. Era como un brillo líquido, acuoso, por lo


que deduje que algo estaba pasando con mis ojos, y
recordé que uno de los efectos nocivos de la intoxica-
ción con esta clase de alcaloides es el glaucoma. Esta-
ba ahora entre dos mundos, pavorosos ambos, ya que
temía tanto a cuestiones de salud corporal como a o-
tras de corte supersticioso, animista. Y no sólo mi
presión ocular parecía estar incrementándose, sino
también la sanguínea, impulsándome a moverme, a
no quedarme allí quieto, entre esos tres bultos en las
sombras que rato antes había podido identificar sin in-
conveniente, y ahora no atinaba a discernir quién era
cada uno. Pero aquí se acabó el tiempo de los análisis
y comenzó el de la acción, mal que ello pudiese pe-
sarme: algo revoloteó sobre nuestras cabezas, levanté
la vista y sólo pude verlo dirigirse en picada hacia mí.
Me impactó a la altura del plexo solar, provocándome
un dolor lacerante. Me llevé las manos hacia allí y no
hallé nada, aunque enseguida, con certeza desquician-
te, supe que lo que fuese que hubiese sido se había in-
crustado dentro mío, lo sentía moverse en mi interior.
Grité, presa del pánico, y entonces el Alhutáj me dijo:
-No grite como una gurisa, no sea cagón. Ej la
lechuza que le ha dáo el Zuleque pa’ que pueda vé a
l’oscuro –Ni bien lo dijo me dí cuenta que podía ver
casi como si hubiésemos estado a pleno día. –¿Cómo
va’ cruzá el Tulhitaj, la tierra de la noche, ‘tonce, si
no ve una mierda? Tiene que iegá’ al mundo amariio,
que queda abajo, abajo de acá y del Tulhitaj.
-No quiero ir a ninguna parte –dije, y di una
pitada al cigarrillo. Los tres casi se mueren de risa, y
45
Gabriel Cebrián

ahí fue que me percaté de que no tenía ningún cigarri-


llo entre los dedos. El criterio de realidad se me esta-
ba escabullendo velozmente, por más que tratara de a-
ferrarme a él con desesperación. La sensación de agua
al cuello se hacía cada vez más intolerable, y ello en
un nivel físico. El Lechiguano me alcanzó entonces
un vaso con agua, y lo bebí con avidez. El agua me a-
placó un poco. Comencé a caminar por una planicie
cenicienta que se iba oscureciendo, y reparé en la im-
posibilidad de ello, puesto que la cabaña del Lechi-
guano estaba rodeada de varias hectáreas cuadradas
de bosque tupido, solamente atravesado por unos
cuantos senderos angostos abiertos a fuerza de ma-
chete. Me volví de golpe, y pude ver que la planicie
polvorienta y oscura se extendía por todo el derredor
hasta el plomizo horizonte. Y que estaba solo.
Continué caminando en la misma dirección en
la que venía, total era indistinto. Si todo aquello era
una alucinación, como seguramente lo era, en algún
momento debía terminar. Además prefería aquello,
por sombrío o tétrico que pudiera verse, a la fanfarria
de espíritus que había supuesto de antemano iba a a-
tosigarme. Claro que esta ocurrencia pareció ser la a-
pertura formal a eso que precisamente más temía. U-
nos cincuenta metros adelante había unas cuantas for-
mas un poco más oscuras, semejantes a arbustos. Me
quedé parado unos instantes, indeciso entre cambiar
de dirección o no. Un impulso, quizá producto de una
suerte de curiosidad morbosa, me llevó a continuar.
Cuando estuve cerca, si bien me costaba enfocar un
poco la visión (además del escaso contraste entre a-
46
El Samtotaj y otros cuentos

quellos objetos y el fondo), comprobé que eran arbus-


tos, absolutamente quietos en una atmósfera sin el
menor indicio de brisa, casi como que siquiera hubie-
se aire. Esa observación me valió un sofoco, el que a
su vez me hizo pensar en la validez que parecía co-
brar la mente sobre la materia en ese extraño mundo.
Pensé que mi cuerpo estaría desmayado, intoxicado
en el claro del Lechiguano; pero la sensación física en
ese raro paraje era rotunda, sobre todo esa sensación
de líquido al nivel de la glotis que me esforzaba por
tragar y no podía, y que generaba una paradójica y a-
brasadora sed. Mi cuerpo físico estaba allí, eso era
quizá lo único evidente para mí en ese trance. Y que
ese mundo, que daba toda la sensación de estar muer-
to, en algún lugar existía; instintiva e intuitivamente
experimentaba su entidad.
Mas todas estas absurdas consideraciones me-
tafísicas -que mi mente parecía articular en busca de
vacuos asideros- fueron interrumpidas por uno de los
presuntos arbustos, que dijo La eternidad está sucia.
Extrañamente, sentí que esa era la frase con más sen-
tido que había oído en toda mi vida. Ostentaba para
mí un profundo carácter oracular (como a veces ocu-
rre en sueños, que una locución trivial alcanza signifi-
cados trascendentales). No sé que es lo que estoy ha-
ciendo aquí, balbuceé, y vi que en uno de los arbustos
negruzcos se había formado una cabeza humana, aun-
que muy alargada y con una nariz de puente cóncavo
y puntiaguda. Esa cosa antropomorfa lucía como si
padeciera un raro sindrome, de hecho había visto al-
gunas deformidades semejantes con anterioridad. I-
47
Gabriel Cebrián

maginé que esos casos patológicos del mundo cotidia-


no se daban porque individuos que debían haber naci-
do aquí, habían -vaya a saber por qué causa-, equivo-
cado el mundo, plano dimensional o lo que fuere. Se-
mejante lucubración me pareció entonces de suyo evi-
dente. La cosa en el arbusto miró hacia abajo y dijo
Cuando me muera voy a estar muy solo. Eso me arro-
jó a un nuevo dilema. Un objeto fantástico, una aluci-
nación, venía a plantearme sus conflictos psicológi-
cos. Y lo peor del asunto era que yo era por demás
susceptible a cualquier emocionalidad que el hombre-
arbusto arrojara sobre el tapete, en una corriente de e-
norme empatía, que operaba aún reñida con cualquier
volición de mi parte. Algo ofuscado, inquirí ¿Acaso
ustedes también mueren?, y, asumiendo nuevamente
aires oraculares, me respondió Todo está muerto.
Nuestras experiencias solamente son las ilusiones que
nos dejan hacernos. Todo está muerto, pero la muerte
final es la muerte de la ilusión. Esto ya no me conmo-
vió, hasta me pareció un poco cursi. Atormentado por
la sed y la sensación en mi laringe pregunté entonces
adónde podía conseguir un poco de agua, y los arbus-
tos -que no lo eran finalmente-, comenzaron una es-
pecie de ronda de bailes tribales en mi derredor, y
prorrumpieron en cánticos similares a los del Zuleque
y los otros. Me dí cuenta que se trataba de Sichées,
que en ese mundo adoptaban la forma de homúnculos
oscuros. O al menos eso creí. Pero este súbito movi-
miento me arrojó a un estado de pánico, en el que vo-
ciferaba pidiéndoles que terminaran con eso. Mas no
solamente no se detuvieron, sino que sus cantos pare-
48
El Samtotaj y otros cuentos

cieron convocar a nuevas presencias. Esta vez se tra-


taba de cuatro mujeres, que llegaron danzando frené-
ticamente desde lo que parecían ser los cuatro puntos
cardinales de ese mundo. Ingresaron en el círculo de-
limitado por el baile de los Sichées, y pude ver sus o-
jos, que a pesar de ser demasiado acuosos tenían un
brillo de locura y ferocidad. Yo continuaba gritando,
ya sin sentido, por el mero hecho de expresar un te-
rror primario. Las mujeres comenzaron a chillar y a
reír de modo espeluznante. Tenían aspecto de aborí-
genes, estaban desnudas, sus cuerpos eran morenos y
bien formados. A pesar del miedo, no pude dejar de
sentir la profunda sensualidad que emanaba de sus
formas y de sus movimientos. Me encontré excitado,
y ello me llevó a un paroxismo de pavor, por cuanto
me resultaba evidente que así estaba abriendo la puer-
ta que me haría vulnerable a lo que fuera que preten-
dieran hacerme. Y como parecía suceder en ese lugar,
el pensamiento determinaba el derrotero de las accio-
nes. Tres de ellas se abalanzaron sobre mí, y con fuer-
za irresistible me derribaron. Caí boca arriba y una
me sujetó de las muñecas. Las otras dos hicieron lo
propio con mis piernas. Yo no paraba de chillar; y era
ello, junto con los cánticos de los Sichées y las risas
diabólicas de las mujeres, lo que configuraba una
suerte de sinfonía macabra. Entonces la cuarta mujer,
danzando casi obscenamente, de piernas abiertas y sa-
cudimientos pélvicos, se acercó, apoyó un pie a cada
lado de mi cuerpo y sin dejar de contorsionarse, clavó
su mirada líquida y feroz en mis ojos y fue acercando
su vulva hacia mi plexo solar, en balanceos rítmicos,
49
Gabriel Cebrián

alimentando en mí una libido sacrílega, tan poderosa


como repulsiva a la vez. Cuando finalmente sus geni-
tales tomaron contacto con mi piel, sentí una quema-
zón tremenda, como si hubiese sido un hierro canden-
te el que me tocaba, y si bien no había dejado ni por
un momento de gritar, mis alaridos alcanzaron su má-
ximo volumen. Luego la negrura me tragó.

Nueve

Era de día cuando desperté en el jergón de la


cabaña del Lechiguano. Me sentía débil, afiebrado, y
era presa de una terrible sed. Fui a incorporarme para
beber algo y experimenté un dolor lacerante en el ple-
xo. El Lechiguano estaba tomando mate a mi lado,
cosa que no había advertido, y me forzó a mantener la
posición horizontal. Quería exigirle todo tipo de ex-
plicaciones, pero mis fuerzas solamente alcanzaron
para pedir un poco de agua. Me la alcanzó, y hasta
sostuvo mi cabeza erguida para que bebiese sin incor-
porarme. A continuación, con manos temblorosas, a-
brí mi camisa y vi una venda en el sitio en el cual el
ave me había impactado y luego la mujer me había a-
poyado su sexo. Al mismo tiempo sentí un olor acre,
similar al de la poción que había tomado la noche an-
terior, seguramente de algún ungüento que me habían
colocado. La sensación de fatiga, acompañada por u-
na profunda melancolía, me impedía dar voz a todas
las preguntas que se agolpaban en mi cerebro. Sin
50
El Samtotaj y otros cuentos

embargo el Lechiguano, al tanto de mi preocupación,


comenzó a hablar, y dijo:
-La verdá compadre que no se ha portáo muy
bien que digamo’, anoche. Los Toiyés se jueron bas-
tante disconforme’ –quise expresar que era yo quien
debía estar agraviado por lo que me habían hecho, pe-
ro no tuve fuerzas para hacerlo. –Primero que nada,
no jué capaz de iegar hasta el mundo amariio, se ago-
tó nomás en el Tulhitaj, cosa que ni a los Nivaklé más
pendejos les pasa. Dispué agarró p’al monte, y si no
lo paramos vaia a sabé adónde termina. Áhi jue cuan-
do se puso a gritar como loco, los Sichées nos mira-
ban como diciendo ‘¿a quién mierda noj han tráido?’
A la final se tiró ansí, de panza nomá, sobre un tronco
prendido que había quedao del asáu. Y si no lo saca-
mo’, ahora mesmo estaría más crocante que lo’ pecarí
que comimo’ anoche. Había resultáo loco, el hombre.
Capaz de matarse ante’ de mirá el mundo nuestro. Y
eso que pa’eso dice que vino...
La explicación no me resultó suficiente. De al-
gún modo exacerbó mi estado depresivo. Tan vívida
había sido la experiencia de la noche anterior, tan
contundente su carácter existencial, que el propio
mundo cotidiano ahora me resultaba, en un nivel in-
terno, tan aparente como presuntamente lo era el otro.
Mi criterio de realidad se veía en una profunda crisis,
y eso me provocaba una angustia raigal, a cuenta del
sinsentido consecuente, que me atosigaba. El hecho
de haber experimentado la rigurosidad de los códigos
de otro modo de existencia me habían llevado a la e-
videncia de que ésta no es más que una visión dentro
51
Gabriel Cebrián

de un amplio espectro de otras posibles, y por primera


vez en mi vida consideré la posibilidad de que los he-
chiceros -de cualquier etnia que fuere- realmente te-
nían acceso a códigos de otros mundos tan tangibles
como éste. Y si digo “tangibles” y no “reales” es por-
que la sensación que me quedaba era de la inexisten-
cia, a ultranza, de todos ellos. Inexistencia que por o-
tra parte no empecía en lo absoluto la capacidad de
desentrañar dichos códigos y así interactuar en cual-
quiera de ellos. Ya lo había dicho el Sichée-arbusto:
Todo está muerto. Nuestras experiencias solamente
son las ilusiones que nos dejan hacernos. Todo está
muerto, pero la muerte final es la muerte de la ilu-
sión. Ahora sí la frase tenía sentido. Un sentido tan
desgarrador y amargo que lo hacía insoslayable, a mi
pesar. Y tal marco emocional se veía empeorado por
la certeza de haber dado ya el paso, de haber cruzado
la peligrosa línea que el Dr. Lasalle tanto me había
recomendado que no traspasase.
Una especie de voluntad de supervivencia, sin
embargo, halló espacio suficiente como para hacerme
caer en la cuenta de que, para salir de la oprobiosa si-
tuación en la que me había metido, tenía que reponer-
me, física y mentalmente. Y para ello lo primero era
descansar, tratar de dormir. Así lo hice, y la fatiga me
ayudó. Cuando volví a despertar estaba solo, y ya me
sentía bastante mejor. El sol casi se había ido. Me su-
bí a la camioneta y manejé hasta Pozo Colorado, con
la intención de hacer que un médico revisara la que-
madura. No pensaba, por nada del mundo, regresar a
casa del Lechiguano ni volver a tener trato con nin-
52
El Samtotaj y otros cuentos

gún Nivaklé. Una vez medicado correctamente, em-


prendería el regreso a Buenos Aires y barajaría cual-
quier otra temática menos comprometida para mi te-
sis. Durante el viaje, me reproché ácidamente el he-
cho de no haber prestado oídos al Dr. Lasalle cuando
pretendió disuadirme del proyecto. Y hasta recé para
que los artilugios de los Toiyés no me fueran a alcan-
zar luego del intempestivo abandono que estaba per-
petrando.
Luego de preguntar a un par de transeúntes dí
con un hospital público cuyo nombre no recuerdo
(creo que tenía que ver con una Virgen determinada,
porque sí quedó en mi memoria la sensación de con-
traste entre la religiosidad del mundo civilizado y la
del que acababa de huir). Luego de aguardar unas dos
horas en el atestado servicio de guardia, ingresé en el
consultorio. Un médico de mediana edad, tez morena
y ojos pardos me preguntó qué me ocurría. Le dije
que me había quemado en el vientre. A su indicación,
me quité la camisa y me recosté en la camilla. Sentí
un ligero dolor cuando despegó la venda de la herida,
y no me gustó nada ver la cara que puso al examinar-
la.
-Hombre, ¿cómo se ha dejado estar así? –In-
quirió, con reproche implícito.
-¿Dejarme estar? –Respondí. –Si fue nomás a-
noche que me ha ocurrido...
-Imposible. Esta herida tiene al menos tres dí-
as. ¿Quién le ha colocado este ungüento?

53
Gabriel Cebrián

Levanté la cabeza para observar la quemadura


y quedé paralizado por la impresión: unos cuantos gu-
sanos blancos se movían sobre la piel estragada.
-¿Qué diablos...?
-Recuéstese, lo primero es limpiar esto –dijo,
mientras se calzaba un par de guantes quirúrgicos y
tomaba un frasco y unos hisopos. Cerré los ojos y de-
jé que hiciera su trabajo; me entregué, con ese sentido
de gratitud propio del paciente conmocionado que de-
posita en manos del galeno su esperanza de supervi-
vencia. Quizá no era para tanto, mas así lo sentía. Fue
entonces que pensé que tal vez había estado durmien-
do mucho más tiempo del que había creído.
-Esto no es broma, mi amigo –comentó, mien-
tras se aplicaba a su tarea. –Una necrosis en esta zona
puede resultar en algo muy grave. ¿Quién le puso este
ungüento? –Volvió a preguntar.
-Fueron unos campesinos que me ayudaron en
la emergencia. Creo que eran Nivaklé.
-Ha hecho muy mal en no venir aquí inmedia-
tamente. Pero bueno, no se preocupe. Desinfectaré la
herida lo mejor que pueda y, eso sí, voy a tener que
administrarle una fuerte dosis de antibióticos. ¿Es us-
ted alérgico a algo?
-No, que yo sepa.
-Tanto mejor, entonces. Usted no es de por a-
quí, ¿me equivoco?
-No, soy argentino.
-Ahá. Eso pensé. Y seguro que es antropólogo,
o algo por el estilo.

54
El Samtotaj y otros cuentos

-No aún. Vine a recoger material para mi tesis.


¿Cómo lo supo?
-Lo supe porque hace algún tiempo vino otro,
que no era argentino pero sí antropólogo, con una he-
rida similar, el mismo ungüento e idéntico desfasaje
temporal.
-¿Acaso se trata de Benjamin Malloy?
-No recuerdo. Si bien procuramos tomar los
datos personales de los que vienen a atenderse, mu-
chas veces nos vemos superados por las circunstan-
cias y apenas si tenemos tiempo de hacerlo, y ello en
los casos que pueden esperar. Además, muchos de los
que vienen aquí no tienen papeles que acrediten su
identidad, y sospecho que muchas veces dan cual-
quier nombre.
-¿Qué fue de él?
-No lo sé. Quedó en volver unos días después
para continuar el tratamiento y no lo hizo. Jamás vol-
ví a verlo.
-Pero lo recuerda.
-Pues sí, y ello debido a que no es la única
persona que he visto padecer de este cuadro. Una en-
fermera me dijo que tenía que ver con prácticas de
brujería de los aborígenes de por acá. Por supuesto
que no le creí, y hoy mismo no lo creo. Lo que sí creo
es que intoxican a la gente con plantas alucinógenas,
luego las lastiman salvajemente y de alguna manera
cultivan esta fauna cadavérica en personas aún vivas.
Supongo que apelan a semejantes aberraciones para
debilitar a sus víctimas y alimentar un sentido de tabú
que acaba por matarlas, de infección, de miedo, todo
55
Gabriel Cebrián

junto. Si me permite una sugerencia, le diría que le


conviene internarse unos días.
-Piensa que yo tampoco vendré a continuar
con el tratamiento, ¿es eso?
-Sí, eso es lo que pienso.
-Preferiría, doctor, y usted dirá si es viable,
volver a Buenos Aires en mi camioneta, sin escalas, y
continuar el tratamiento allá.
-Está bien, supongo que si hace lo debido y to-
ma puntillosamente la medicación, no debería tener
mayores inconvenientes. Si le aconsejé en contrario,
es más que nada debido a que nunca, de los cuatro ca-
sos similares que atendí, tuve ocasión de observar la
evolución del tratamiento.
-¿Los otros tres eran también antropólogos?
-No, solamente el que le mencioné antes. Los
otros dos fueron un indio y un capataz de una empre-
sa agrícola cuya mano de obra proviene precisamente,
en su mayor parte, de los habitantes de las tolderías
cercanas.
-Entiendo. Hagamos una cosa, si quiere darme
su teléfono, le prometo que lo mantendré al tanto de
mi evolución.
-Una última pregunta: ¿tomó alguna pócima
antes de sufrir esta herida?
-Sí, creo que un brebaje a base de solanáceas,
o algo por el estilo.
-La higuera loca, eh. La hierba del diablo, el té
de los hechiceros. Tiene suerte de no estar muerto, o
cuando menos ciego. No vuelva a hacer cosas como
esa, ¿entiende?
56
El Samtotaj y otros cuentos

-De eso sí que puede estar seguro.

Diez

Si no hubiese sido por mi estado de debilidad


general, agravado por la conmoción de haber visto mi
plexo agusanado, habría emprendido el regreso esa
misma noche. Pero dadas las circunstancias, me alojé
en un hotel céntrico con la finalidad de dormir cuanto
fuese necesario, para luego regresar a Buenos Aires lo
antes posible. Tomé una cena liviana pero nutritiva, y
comencé a ingerir los antibióticos recetados. Antes de
dormir, pedí desde el teléfono de mi habitación que
me comunicaran con Argentina, al número del Dr.
Lasalle. No estaba en casa, así que dejé un mensaje en
su contestador, en el que escuetamente le decía que
habían surgido inconvenientes, y que al día siguiente,
tal como él me había aconsejado, iba a dejarlo todo y
volvería a la Capital. Luego intenté relajarme; el estó-
mago me escocía, aunque supongo que mucho de a-
quella sensación se debía a la impresión que me había
provocado la vista de los gusanos. Antes de dormir-
me, y por primera vez en lustros, elevé una plegaria al
Señor pidiéndole que me mantuviera a salvo de cual-
quier infestación maléfica que estuviese tratando de
alcanzarme. Pero lamentablemente, la deprecación no
dio resultado, ya que a poco comenzaron a cobrar for-
ma en mi mente unas pesadillas tan vívidas como lo
habían sido las experiencias alucinatorias pasadas, y
57
Gabriel Cebrián

de un sesgo absolutamente análogo. Estaba otra vez


en el Tulhitaj, y los Sichées arbustivos celebraban mi
llegada. Tal vez fuera debido a la condición onírica,
pero en esta ocasión no sentía miedo, siquiera inquie-
tud. Se mostraban muy amistosos, así que les pedí
que esta vez no llamaran a las mujeres locas que me
habían herido. Rieron, y me dijeron que ellas ya ha-
bían hecho lo suyo, y que no volverían a molestarme.
Me dieron otro Iautói, esta vez un Sichée con forma
de caballo, para que me condujera al mundo amarillo,
adonde podría encontrar al Samtotaj, o sea el Sa’c’a-
clít de Malloy, que se había ocultado en el aquiota-
yúc, el árbol protector de ese mundo. Sentí entonces,
en esa certidumbre irracional propia de los sueños,
que finalmente se me brindaba la posibilidad de hallar
a Malloy e incluso hablar con él, así que subí a mi
nuevo Iautói, que tomó vuelo y me condujo por entre
escenarios tan vertiginosos que casi no fui capaz de
percibir detalles. Descendió en un mundo azufroso,
polvoriento, con algunos picos escarpados sobre todo
el contorno horizontal. Luego emprendió el paso ha-
cia lo que en la lejanía parecía un grande y frondoso
árbol, completamente incongruente con la caracterís-
tica desértica del paisaje. A medida que me iba acer-
cando, un raro fenómeno parecía tener lugar: las ra-
mas descendían, incluso hasta tocar el suelo. Daba la
impresión de que daban forma a una especie de círcu-
lo protector. El Iautói se detuvo a unos diez metros, y
fue entonces cuando oí la voz de quien, basado en la
misma certeza onírica a que hice mención más arriba,
estaba seguro era Malloy:
58
El Samtotaj y otros cuentos

-Váyase -dijo.
-Señor Malloy, no he venido a hacerle daño.
Por el contrario, deseo ayudarlo.
-No necesito ayuda de nadie. Váyase.
-He recorrido distancias enormes y me he ex-
puesto a grandes peligros para hallarlo. Haga el favor
de hablar conmigo, déjeme ayudarlo.
-Nadie puede ayudarme ya. Menos quien vie-
ne de parte del Coicheyik.
-No vengo de parte del Coicheyik.
-Eso es lo que dicen todos. Y yo le digo que
usted ha sido enviado directamente por él.
-¿Lo dice porque los ayudantes del Coicheyik
fueron quienes me dieron estos Iautói?
-Lo digo porque ha sido él quien lo ha envia-
do. Váyase, no me haga perder el poco tiempo que le
queda a mi Sa’c’aclít.
-No sabe lo que dice, Malloy. Odio a ese Uj-
Toiyée tanto como usted, si no más. Déjeme ayudarlo,
por favor, y tal vez usted pueda a su vez ayudarme.
- Nadie puede ayudarme, ya se lo dije. Hace
rato que he muerto.
-Si hubiese muerto, no estaría hablando ahora.
-Ah, ¿sí? ¿Y usted qué sabe? ¿Está seguro?
¿Está seguro de no haber muerto, acaso? Yo que us-
ted, no estaría tan seguro. Que yo sepa, los gusanos
no proliferan en los organismos vivos.
-A veces sí, en las heridas. Pero ya estoy lim-
pio.

59
Gabriel Cebrián

-No los gusanos de los que estoy hablando. E-


sos nunca se limpian. Se pueden sacar unos cuantos,
pero nunca se limpian.

Esta última aseveración me produjo una in-


quietud que rápidamente se resolvió en pánico. Tan a-
sí que desperté agitado, para comprobar con desazón
que en la penumbra de aquella habitación de hotel la
realidad parecía tener menor entidad incluso que el
mundo amarillo que acababa de experimentar en sue-
ños. La agitación devino en náusea, tosí a pecho des-
garrado, repentinamente me sentí muy enfermo y vol-
ví el estómago sobre el piso de madera, al lado de la
cama. Encendí la luz y casi muero del susto: el vómi-
to estaba plagado de gusanos, que trepidaban mezcla-
dos en el fallido bolo alimenticio. Escupí con repul-
sión los pedazos de materia que habían permanecido
en mi boca, mientras corría al baño a enjuagarme.
Cuando comenzaba a pensar en la imposibilidad de lo
que parecía estar ocurriendo, con reales esperanzas de
que aún estuviera soñando y que todo aquello fuera
nada más que una horrible pesadilla, me vino otra
naúsea, y esta vez arrojé un par de espasmódicos bor-
botones de gusanos. Luego me desmayé.

Once

Cuando volví en mí, el asco también lo hizo, y


debí esforzarme para no vomitar de nuevo y así pasar
60
El Samtotaj y otros cuentos

una y otra vez por lo mismo. Me apresuré a verificar


la existencia de los verminosos vómitos, y con desa-
zón y repulsa ví que se habían diseminado, tanto en la
habitación como en el baño. Me vestí, tomé mi equi-
paje y salí como alma que lleva el diablo, ignorando
el saludo que me dirigió el sorprendido conserje (por
suerte había pagado por adelantado). Subí a la camio-
neta y, contrariamente a lo que indicaba el sentido co-
mún más elemental, no me dirigí al hospital, sino que
tomé la ruta Transchaco y enfilé directamente hacia el
sudeste, deshaciendo el camino que por tan mal de-
rrotero me había conducido. Pensaba ir de un tirón
hasta Clorinda, para hablar de nuevo con el viejo Li-
boreiro. Tal vez el viejo conociera algún modo de
contrarrestar lo que fuera que me habían hecho. Se-
gún Lasalle, el viejo baquiano había conducido a mu-
chos estudiosos con los Nivaklé, y además era, según
también había dicho, una especie de etnólogo aficio-
nado. Aparte, como estaban las cosas, quizá necesita-
ra de él para que se hiciera cargo de lo que fuera que
quedase de mí al momento de llegar. No había atrave-
sado aún el Río Negro cuando me sentí descompuesto
otra vez, y arrojé otra serie de borbotones tanatológi-
cos. Pensé que más allá de los gusanos o de las infec-
ciones, el asco sería suficiente para matarme. Había
olvidado de tomar el antibiótico, pero todo parecía in-
dicar que no iba a ser muy efectivo que digamos, ante
semejante proliferación de gusanos en mi interior.
Despegué la venda de mi estómago justo lo suficiente
como para echar un vistazo, y al menos eso parecía
estar bien. Al menos no estaba agusanada. Decidí en-
61
Gabriel Cebrián

tonces entrar en un almacén y comprar algún aguar-


diente. Por alguna razón pensaba que sería mucho
más efectivo que los antibióticos. Lo más alcohólico
que conseguí fue un vodka de destilación local. Com-
pré tres botellas, y apenas salí abrí una y comencé a
beber a morro. Cada serie de tragos que ardía en mis
entrañas me daba la ilusión de estar dando su mere-
cido a tan desagradables parásitos. Llegando a las cer-
canías de Asunción, a la vera del Río Confuso, ya es-
taba yo mismo peor que el río, entre el vodka barato,
la repulsa y la fiebre. Aunque de alguna manera la
automedicación había sido efectiva, dado que los vó-
mitos, si bien no habían cesado, eran más fluidos y
menos cargados de gusanos.
El estado deplorable en el que me encontraba,
sin embargo, me provocó grandes contratiempos en la
oficina de migraciones. Cuando los gendarmes me in-
dicaron bajar y amenazaron con detenerme por con-
ducir en palmaria embriaguez, argumenté que estaba
enfermo y que debía ver urgente a un médico en Clo-
rinda. Se rieron de mí, pero dejaron de hacerlo cuan-
do una más que oportuna vuelta de estómago arrojó
frente a ellos una evidencia contundente, por lo que
me dejaron pasar en el trámite más sumario que quizá
se haya registrado en la historia de ese paso fronteri-
zo. Llegué desfalleciente a casa del viejo Liboreiro,
quien afortunadamente estaba allí. Le conté los suce-
sos rápida y someramente, y se mostró por demás pre-
ocupado. Estuvo de acuerdo de informar inmediata-
mente al Dr. Lasalle, pero no estuvo de acuerdo en
que continuase mi alocado regreso a Buenos Aires,
62
El Samtotaj y otros cuentos

basándose en la certeza que el daño infligido a mi


persona por los Toiyés solamente podía ser retirado
por ellos mismos, o por uno más poderoso que ellos,
y eso no lo iba a hallar en la urbe metropolitana. A
pesar de mis resistencias viscerales, me convenció de
que ése era el único modo posible de sortear una
muerte horrorosa. Preparó un té de hierbas y me indi-
có que lo bebiese lo más caliente que me fuera posi-
ble. Luego, dijo, debía tratar de descansar, mientras él
iba a comunicarse por teléfono con Lasalle para po-
nerlo al tanto del estado de las cosas, y a pedirle que
se dirigiera a Pozo Colorado para ayudarnos en la e-
mergencia. Estuve de acuerdo. Bebí el té y me tendí
en un sofá a tratar de descansar, sintiendo una inmen-
sa gratitud para con el anciano. El té de hierbas pare-
ció dar resultado, ya que me pude relajar bastante y
por un rato no tuve más vómitos. Como digo, traté de
descansar pero procurando no dormirme, pues temía a
lo que podía estar esperando por mí en la dimensión
onírica. Al serenarme, sin embargo, el impacto de to-
do cuanto estaba ocurriéndome halló un cauce más
objetivo de análisis, y me sentí profundamente desdi-
chado. Lo peor para mí era la abolición de todas las
certezas, la patente sensación de que el mundo al que
había aprendido a considerar como el único real, era
sólo una configuración más en el seno de otras mu-
chas, tal vez infinitas, y ello me llevaba a asumir una
condición que quizá podría definirse como la de un
espectro doliente. Llega un momento en que uno se a-
costumbra incluso al horror más abyecto. Tal vez mo-
rir por debilitamiento, agusanado en vida, atrapado en
63
Gabriel Cebrián

las redes de unos demonios encarnados o no, era sólo


el colofón de una existencia absurda e intrascendente;
como había dicho el Sichée, nada más que el fin de la
ilusión, de una ilusión por cierto macabra. En fin...
Al cabo de un lapso de tiempo que no podría
precisar, sumido como estaba en estas cavilaciones
resignadas, el viejo Liboreiro regresó. Me preguntó
cómo me sentía, y le respondí que un poco mejor,
aunque no estaba tan seguro de que así fuera. A con-
tinuación me informó que se había comunicado con
Lasalle, y que habían decidido cambiar el plan. Lo es-
peraríamos allí, para luego dirigirnos juntos a Pozo
Colorado a ver qué podía hacerse para curar el daño
que los Toiyés me habían infligido. Agotado como es-
taba, hallé muy favorable la variación. Significaba
quizá veinte horas más de descanso.
-No se preocupe, joven, iá va’ver que prontito
nomá va´star bien.
-Ojalá pudiera creerle, Don Liboreiro.
-Creamé, pué. El Coicheyik es un brujo pode-
roso, pero es malváo. Tiene a todos los Toiyés a los
saltos. Por áhi encontramo’alguno que se le quiera
volvé’en contra.
-La verdad, lamentaría mucho arrastrarlos a
usted y al Dr. Lasalle a una agonía tan aciaga como la
que estoy padeciendo.
-Aguante, nomá, que en unas cuantaj’hora sa-
bremo’si se muere usté o ese hijue´puta.
-Parece que tiene un plan, por la forma que es-
tá hablando.

64
El Samtotaj y otros cuentos

.Y, si le parece que uno va’enfrentarse al Coi-


cheyik ansí nomá, sin prepararse... pero ni mierda le
vuá decí lo que vamu’hacer.
-¿Por qué dice eso?
-Porque el Coicheyik está adentro suio, y si se
lo digo lo sabrá al momento. ¿O acaso de ánde piensa
que le salen todos esos gusanos, pué? Pa’engañá al
diablo hay que sé bastante menos que santo. Ahura
descanse, que cuando el sol esté caiendo vuá ievarlo
p’al fondo y lo vuá prepará p’al viaje.
Por supuesto, no entendí a qué se refería con
esto último que dijo, mas no tuve fuerzas para conti-
nuar hablando. De todos modos, confiaba absoluta-
mente en él. Desde que estábamos juntos me había
sentido mucho mejor, si es que algo así puede decirse
entre tanta calamidad.

Doce

Tal como dijo, al atardecer me ayudó a cami-


nar hasta el fondo -un fondo abierto y yermo- y me
hizo sentar en una silla de madera con apoyabrazos,
muy rústica y firme. Luego apiló una buena cantidad
de leña, la roció con combustible y encendió una im-
portante fogata. Dentro de un cuadro de creciente de-
bilidad tuve la certeza de que el viejo se movía con
mucha más energía, velocidad y precisión que la otra
vez que lo había visto, aunque atribuí dicha percep-
ción al hecho que era yo el que estaba en condiciones
65
Gabriel Cebrián

mucho más endebles, y ello era lo que daba al ancia-


no una perspectiva distinta. Los vómitos habían cesa-
do por completo, pero como contrapartida era presa
de una debilidad casi agónica. Tanta que cuando pro-
cedió a atar mis muñecas y mis tobillos a la silla, no
pude oponer resistencia alguna. Lloré de rabia ante la
certeza de que el viejo taimado aquél era en realidad
el Coycheyik, y que tratando de huir me había metido
justamente en la boca del lobo.
-Maldito hijo de puta –lo insulté, casi en un
susurro. –Máteme de una vez, no quiero ver más esa
cara de viejo cabrón.
-Cáiese, pué.
-Es que es usted un brujo maligno, un viejo hi-
jo de una perra, que no contento con haberme hecho
pasar por el infierno, ahora va a sacrificarme a sus de-
monios.
Acercó su rostro casi hasta tocar el mío, me
miró con fiereza y me ordenó:
-Le dije que se caie...

Cerré los ojos y comencé a rezar, a encomen-


darme a Dios, a implorarle que cualquier cosa que
fuera a ser de mi cuerpo, se hiciese cargo de mi alma,
si es que aún tenía una, o si alguna vez la había teni-
do. Alcides Liboreiro -o tal vez debería decir el Coi-
cheyik- como al tanto de mis invocaciones, reía sar-
cásticamente. Luego cruzó las piernas y se sentó en el
suelo a mi derecha, de frente a la puerta trasera de la
casa, esperando por Lasalle. Fue claro para mí enton-
ces que yo había cometido el pecado de interferir en
66
El Samtotaj y otros cuentos

sus asuntos, y que para no dejar cabos sueltos, debía


sacarlo del medio también a él. Era evidente que está-
bamos siguiendo los pasos de Malloy. Lo malo que e-
sos pasos parecían conducir al infierno. Había estado
jugando con nosotros. Su relación de años con Lasalle
seguramente tenía como objeto asegurarse el conoci-
miento y el control de cualquiera que éste enviase a
meter inocentemente las narices académicas en su
feudo.
Luego de algo así como una hora –ustedes i-
maginarán que el sentido del tiempo en circunstancias
como aquella suele ser absolutamente subjetivo- oí a
Lasalle llamando a Liboreiro. Quise gritarle que se
fuera, alertarlo acerca de la trampa, pero mi voz sona-
ba leve y cascada. A poco abrió la puerta y nos vio.
Cuál no fue mi sorpresa cuando dijo:
-Buen trabajo. Veo que ya lo tiene a buen re-
caudo.
Otra vez comencé a llorar. Las sorpresas desa-
gradables estaban a la orden del día.
-Lo tengo a buen recaudo, sí –dijo Liboreiro,
ahora sin el tono campechano que había empleado ca-
da vez que habló conmigo.
-Bueno, terminemos con este asunto de una
vez.
-Eso, pero creo que no me entendió. Al que
tengo a buen recaudo es a usted.
El rostro de Lasalle se contrajo en una mueca
de disgusto. Liboreiro comenzó a cantar y de pronto
todo a nuestro alrededor se llenó de Iautói: caballos,
aves, serpientes, caimanes, jaguares y hasta algunas
67
Gabriel Cebrián

especies que yo no conocía. Entonces la mueca de


disgusto devino en otra de pánico.
-Los conoce, ¿no? Son los Iautói de los Toiyés
a los que ha estado oprimiendo desde hace años. Fi-
nalmente me escucharon, y de a poco fueron perdién-
dole el miedo. Usted sabe, esta gente es influenciable.
Sólo era cuestión que me oyesen, y yo sabía que tarde
o temprano lo iban a hacer.
-¿Malloy? –Pregunté, con voz trémula, al bor-
de del vahído.
-Puedes decir que sí, de algún modo. El cuer-
po es de Liboreiro, soy mi Sa’c’aclít. El pobre viejo
estaba con un pie en la tumba, por eso estuvo muy
contento cuando le pedí que me ayudara a tenderle u-
na trampa al hijo de puta éste. Siento mucho haber
tenido que usarte como carnada, pero ya ves que esta
víbora era muy difícil de atrapar. Eso, con perdón de
las víboras aquí presentes.

Lasalle aulló e intentó abalanzarse sobre Libo-


reiro, Malloy o quienquiera que fuese de ellos, pero
hubo un fogonazo y sonó un estampido. El anciano lo
había parado en seco con un arma de grueso calibre,
arrojándolo dos o tres metros hacia atrás, desarticula-
do, probablemente muerto antes del costalazo. Los
Iautói prorrumpieron en la más extraña ovación que
tuve y tendré oportunidad de oír. Entonces el viejo se
volvió hacia mí, aún empuñando el revólver humean-
te con la diestra, en tanto con la otra sacaba un facón
de la parte trasera de la faja y cortaba mis amarras;
tras lo cual, mirándome fijo a los ojos, dijo:
68
El Samtotaj y otros cuentos

-Nos vemos en Pozo Colorado.

Y acto seguido, cayó muerto.

69
Gabriel Cebrián

70
El Samtotaj y otros cuentos

DE DEMIURGOS, SEPARACIONES Y
LA VERSIÓN DE UNA OBRA DE
BUKOWSKI EN PORTUGUÉS QUE
HABÍA CONSEGUIDO ESA MISMA
TARDE

El dios trascendente, reacio a humanas men-


suras, un buen día regurgitó eso con lo que se ali-
menta -que es lo que hemos conceptualizado como
materia- y más tarde, cuando la sofisticación de las
ecuaciones lo permitieron, nos vimos compulsados a
interpretar tal función fisiológica como lo que se de-
nominó Big Bang, teoría explosiva tanto en su inspi-
ración como en sus deflagraciones en el campo inte-
lectual. Por supuesto, y quizá en concordancia con el
espíritu de la leyes herméticas, se nos impuso imagi-
nar el proceso inverso, esto es, una suerte de deglu-
ción o aspiración de dichas emanaciones, lo que lle-
varía a considerar seriamente la posibilidad de que
estemos sujetos a la mecánica establecida por una
divinidad, incausada o demiúrgica, que halla sustento
en un caldo primigenio rumiado cíclicamente. Visto
así, nuestra azarosa existencia tendría lugar en el
magma digestivo de un incierto principio presunta-
mente incausado y, lo que es peor para nuestro ham-
bre de certidumbres, la hasta hace poco axiomática
locución ex nihilo nihil fit quedaría absolutamente
perimida. Milenios de tradición refutados por una
partícula infinitesimal de tiempo en la que algo esta-
71
Gabriel Cebrián

lla; y ese algo, si estalla, no puede ser nada. Hilando


fino, nada puede ser nada, me cago en la intuición
parmenideana. Aunque pensándolo bien, nada no es
nada, nada es sólo un concepto, y ello si asumimos
que un concepto es, en sí, algo. El organismo huma-
no, -reducido a los términos operativos correspon-
dientes a la física y a la química, incluso soslayando
las vibraciones que quedan por fuera del espectro
que en tales disciplinas dominamos-, ¿comprende,
comprehende (para decirlo con un término más esco-
lástico) a la configuración cósmica que lo contiene?
Es obvio que no. Lo que no ha resultado histórica-
mente tan obvio es la viceversa. Siempre, o casi, se
ha presupuesto que lo trascendente comprehende a
sus criaturas, mas ello parece responder más a una
necesidad fruto de nuestra angustiosa contingencia
que a sólidos basamentos epistemológicos o de mero
sentido común. Lo trascendente parece más atento a
sus procesos catártico-digestivos que a los contenidos
específicos de sus revulsivos efluvios. Tal vez sería
bueno que bebiera el equivalente macrocósmico a sa-
les de fruta, para generar universos más gaseosos,
menos coagulados, en el cual las conciencias tuvie-
ran un menor grado de dolencias físicas. Casi angéli-
cas eructaciones pululando entre agujeros no tan ne-
gros, quizá grisáceos.

Amanda dejó la hoja de papel a un lado, sobre


la cama. Se repantigó, encendió un cigarrillo, tomó el
control remoto y encendió el televisor. Cambió unos
cuantos canales hasta detenerse en uno de esos pro-
72
El Samtotaj y otros cuentos

gramas tan estúpidamente frívolos en los que varios


subnormales chismorrean, generalmente acerca de es-
cándalos inventados relativos a “artistas” de la TV en
busca de promoción. Me ofusqué, pero no dije nada.
Cualquier observación al respecto funcionaría inde-
fectiblemente como catalizador de una nueva reyerta.
Yo era el superado, el superior o cualquier otra forma
adjetival respondiente a esa familia de palabras o al-
guna otra por el estilo. El hecho que detestara a toda
esa caterva de comemierdas y a los idiotas que se e-
mocionaban con sus trapisondas ficticias me conver-
tía inmediatamente en un elitista, rebuscado, intolera-
ble pseudointelectual. Sin derecho a voz ni voto. Una
especie de desclasado por el peso específico de su fa-
tua e hipertrofiada autoestima. Todo habría ido bien,
incluso más allá de nuestras posiciones ubicadas en
los extremos pendulares del vaivén ideológico, si me
hubiese dejado leer tranquilo la versión de una obra
de Bukowski en portugués que había conseguido esa
misma tarde, sin empezar con la cantinela:
-Ves, no sos capaz de compartir nada.
-¿Cómo que no comparto nada? ¿Acaso no es-
tamos en la misma cama, vivimos en la misma casa,
tenemos la misma cuenta bancaria, el mismo auto, el
mismo inodoro, los mismos herpes en los genitales?
-Ya te empezás a hacer el loco. Y es patético,
porque parecés mucho más tonto que loco, ¿sabés?
-Puede ser, pero no me detengo a mirar moni-
gotes que venden mierda envasada para imbéciles sin
vida propia.

73
Gabriel Cebrián

-No, claro, vos estás mucho más allá de eso...


(otra vez la chancha a los choclos). Vos sos el genio
incomprendido, el que sufre la injusticia de estar ro-
deado de imbéciles que no comprenden su profun-
didad...
-Una persona sola no es suficiente para estar
rodeado –dije, ya ofuscado aún en la incipiencia del
altercado, más que nada debido a la sucesión continua
de situaciones análogas.
-¿Te referís a mí? –Preguntó, implícita la o-
fensa en tono y actitud.
-Si no querés ponerte el sayo, no hagas pre-
guntas estúpidas.
-¿Y vos qué? Bueno para nada, mirá las pelo-
tudeces que escribís –argumentó, mientras me arroja-
ba la hoja que acababa de leer; de motu propio, por
cierto, habrán colegido ya que jamás se me ocurriría
dar a leer un texto como aquél a una persona como
ésta. –Y después te quejás porque no te editan. ¿A
quién en su sano juicio se le ocurriría leer esa sarta de
sandeces, encima pretenciosas? Madurá, querido, ya
no sos un pendejo para andar haciéndote el poeta, o el
filósofo, a esta altura del partido. Ya no te quedan
puertas por tocar de las que no te hayan echado. ¿No
te dice nada eso? ¿No te hace pensar que es hora de
que hagas algo por tu vida y por la de los demás, algo
que no sea pavonearte con tus estupideces y acusar al
resto de las personas de ignorancia?
-Hay muchas personas que disfrutan de lo que
escribo.

74
El Samtotaj y otros cuentos

-¿Muchas? ¿Cuántas? ¿Cinco? ¿Diez borra-


chos como vos, que se juntan a hacerse los vivos en-
tre ustedes, a declarar su superioridad sobre los demás
en base a algunas fantochadas que únicamente uste-
des festejan? Querido, poné los pies sobre la tierra.
Ya sos bastante grande para seguir asumiendo poses
adolescentes.
-Por eso me conviene informarme con quién
coge o deja de coger la protagonista de la novela de la
tarde. Eso me ayudaría a madurar, ¿no es cierto?
-Dejá de forzar las interpretaciones, ese jue-
guito no te cuadra conmigo. La gente de provecho, la
que hace algo útil para sí misma y para los demás, tie-
ne derecho a distenderse, a divertirse con cosas comu-
nes, livianas si querés. Es una manera de descansar la
mente para los que la utilizan en algo productivo. Cla-
ro que puede resultar tediosa para los lunáticos que se
creen superiores. Yo no te digo que no escribas, te di-
go que escribas cosas comunes, cosas que entiendan y
puedan sentir las personas normales, y no esta sarta
de delirios con aires elitistas.
-¿Vos, me vas a decir a mí sobre qué escribir?
¿Tan luego vos, que lo más elevado que leíste es la
TV Guía?
-Seguí descalificando, dale. Ni siquiera apre-
ciás la intención. ¿No te das cuenta que estoy tratando
de ayudarte?
-¿De ayudarme? Dejá, dejá, no me ayudes
más, por favor.
-No te hagas el irónico que no te queda bien.
Estoy tratando de decirte que si escribieras sobre he-
75
Gabriel Cebrián

chos concretos, historias comunes, cotidianas, serías


mucho más popular.
-Si quisiera ser popular, me dedicaría a otra
cosa.
-Creo que sería bueno que consideres esa posi-
bilidad, si no querés morirte frustrado.
-Me sentiría frustrado si no fuese capaz de es-
cribir lo que escribo, o si escribiera monigotadas para
consumo de miles de energúmenos.
-Yo no sé como todavía te aguanto. Es difícil
convivir con alguien que se cree la gran cosa y no es
más que un payaso en su imaginaria torre de marfil.
-Casi casi estás superando la media de los lec-
tores de TV Guía, con frases como ésa.
-Mi madre tenía razón cuando me alertó acer-
ca de tus complejos de superioridad.
-Si hay algo que tu madre nunca tuvo, es ra-
zón.
-¡¿Qué tenés que decir, de mi vieja, a ver?!
-Nada, dejá, que en paz descanse, si puede.
-El problema acá es TU vieja, que siempre te
hizo creer que eras un genio y vos, de orate que sos
nomás, te lo creíste. Y acá están las consecuencias,
absolutamente a la vista.

La cosa continuó en esa vena, que todo lector


un poco más agudo que Amanda podrá imaginar sin
tener que seguir soportando estas mediocridades tan
prosaicas. Es por ello que paso a obviarlas. El hecho
es que mientras la puja verbal proseguía, dejé a un
lado la versión de una obra de Bukowski en portugués
76
El Samtotaj y otros cuentos

que había conseguido esa misma tarde y comencé a


masajearme disimuladamente el miembro. Había sólo
una cosa que podía terminar con toda esa sarta de re-
proches teñidos de resentimiento, y eso era una buena
empernada. Bueno, ése era el métier de los programas
televisivos que tanto le gustaban, quién fornicaba con
quién. Al menos en eso era coherente. Cuando logré
empinarla, y en medio de una frase suya que decía
algo respecto de que el soberano (el pueblo) nunca se
equivocaba, me destapé y le mostré el pináculo pe-
neano. Protestó brevemente por lo que parecía una ac-
titud soez, no muy convencida a causa de la libido
que la visión le estimulaba, y a poco estábamos co-
pulando salvajemente, con esa dosis extra de hormo-
nas que suele producir la disputa previa. Una vez ago-
tadas nuestras reservas de fluidos, me incorporé y co-
mencé a vestirme. ¿Adónde vas? Preguntó. A com-
prar cigarrillos, respondí. Lamento haber incurrido
en una falacia tan pueril y remanida, tan luego yo,
dado como se dice que soy a los rebusques de forma y
trama. Pero así fue. Como tantas otras veces, me fui
con lo puesto, un puñado de billetes y mi tarjeta de
crédito, que pese a mi condición poética, la tenía. En-
tré en un bar, me senté en la barra y pedí una ginebra.
Mientras era servido, encendí un cigarrillo y caí en la
cuenta que el televisor ubicado a escasos tres o cuatro
metros estaba sintonizado en el programa de chimen-
tos. Así que abrí la versión de una obra de Bukowski
en portugués que había conseguido esa misma tarde y
procuré enfrascarme en la lectura, pero los chillidos y

77
Gabriel Cebrián

comentarios estentóreos de los oligofrénicos panelis-


tas me lo impedía.
-Oiga, jefe –dije al barman. –¿No hay otra co-
sa para ver?
-Qué pasa, amigo –dijo, con un tono paradóji-
camente poco amigable. –¿No le gusta este progra-
ma?
-Para serle franco, lo detesto.
-Parece que es de la clase de personas que ha-
cen ostentación de su cultura –dijo, ahora con animo-
sidad ostensible. -Si quiere ver otra cosa, vaya a un
centro cultural, o a un museo. Éste es un bar de gente
común. Y lo que detestamos por acá es a los que la
van de intelectuales.

Apuré la copa, arrojé un billete y me fui. Por


un momento me dio por pensar que tal vez Amanda,
el barman grasiento y muchísimos más podían llegar
a tener razón, pero sólo fue un conato de imbecilidad
inducido, y que ganó espacio a caballo de un estado
depresivo que sabía no iba a durar mucho. Renté una
habitación en un hotel barato, me acosté y leí unas
cuantas páginas de la versión de una obra de Bukow-
ski en portugués que había conseguido esa misma tar-
de.
Antes de dormirme, me vino una certeza, y és-
ta sí que perduró hasta hoy que escribo estas líneas:
en la actual instancia cósmica, las regurgitaciones del
demiurgo dejaban muchísimo que desear. Y no había
nada que hacer con ello.

78
El Samtotaj y otros cuentos

El mundo muere. La tierra se transfor-


ma. ¿Por qué? Porque nosotros lo decimos. Porque no
perdemos la palabra. Se la heredamos a la luz, el vien-
to y las estaciones. El mundo nos reveló. La tierra nos
ocultó. Volvimos a ella. Desaparecimos del mundo. Re-
gresamos a la tierra. De allí saldremos a espantar.

Carlos Fuentes.

¿TELURISMO O BRINCADEIRA?

A los catarinenses

Esta historia será narrada por dos primeras


personas, de las cuales yo -en rigor y más allá de im-
pertinentes consideraciones sintácticas- soy la segun-
da. Debido a ello es que resulta ocioso que refiera las
circunstancias que me llevaron aquella noche a una
fazenda en las afueras de Araranguá a ingerir unos
cogumelos recién arrancados a los bostazos de los ce-
búes. Lo que sí interesa es que cuando la psilocibina
comenzaba a estimular mi percepción, cuando las on-
dulaciones verdeoscuras del terreno se veían fluctuar,
como así también las hilachas esmeralda que ascen-
dían del arrozal a cuya vera me había sentado, se pre-
sentó quien iba a ser la primera persona incuestiona-
79
Gabriel Cebrián

ble en esta historia. Tan así es que por mi parte, luego


de consignar -por ineludible- la impresión que me
produjo la aparición súbita, como de la nada, de aquel
individuo magro, de luengas barbas entrecanas y cu-
bierto por un mero taparrabos de piel que le daba un
aire indígena∗, dejaré que sea él quien tome la pala-
bra; abrupta, autocráticamente, como lo hizo enton-
ces, ante mi estupefacto avasallamiento:
He venido a daros una certeza, ya que os ha-
béis atrevido a cruzar las fronteras∗∗: la patria, el te-
rruño, es como la mujer: podéis amar hoy ésta y ma-
ñana aquella. Y así, hasta que halláis por fin una por
la que seríais capaz de morir al instante y sin hesitar.
Por cierto que sólo un imbécil moriría luego de ha-
llarla, sin necesidad, de puro escrúpulo, como parece
ser lo que sucedió conmigo.
Soy, o mejor dicho fui, Simão de Guimaráes,
nacido en Sagres en el año 1733, según el calendario
cristiano. Llegué a esta tierra empujado por la mise-
ria, y quedé prendado de ella; llegué a esta tierra en
busca de renombre, riquezas y poder, y en cambio
hallé mi lugar, un nuevo sentido del honor y el beso
de las parcas. Luego de jurar lealtad al Rey José I y
a la Corona de Portugal estableciendo como arras mi
vida, fui convocado a las filas del Regimento de In-

Eso pensé hasta que vi sus ojos profundamente azules.
∗∗
El extraño aparecido hablaba en portugués, mas no se advertía
el acento local sino uno más duro, más cerrado, como supongo
deben hablarlo al otro lado del océano; y ciertamente antiguo,
característica que intentaré reproducir en esta traducción diferi-
da.
80
El Samtotaj y otros cuentos

fantería da Linhas da Ilha de Santa Catarina, y desti-


nado al Fuerte São José da Ponta Grossa. Juntamen-
te con otras dos fortalezas∗∗∗, erigidas en sendas islas
muy cercanas, habíase dispuesto estratégicamente
para triangular con ellas el fuego de sus cañones,
asegurando así la defensa del estrecho que separa la
isla del continente.
Nomás llegué, y como dije, quedé prendado
de esta tierra. Era feliz en mi choza cercana al fuerte,
cazando, pescando, respirando ese aire exquisito en
un marco natural embriagador. A contrario de mis
camaradas, pasaba en el fuerte únicamente los tiem-
pos de reglamento. Pero todo comenzó a cambiar
dramáticamente a partir de dos circunstancias: la
primera, que uno de los esclavos africanos, a quien
llamábamos João –con quien había yo desarrollado
gran camaradería, obteniendo así su afecto incondi-
cional- un buen día se largó a la selva, que era su
ambiente; la segunda, que el Comandante Gonçalves
Leāo, instigado por el misionero, ordenó a la tropa
regresarlo vivo, a fin de propiciarle una muerte larga
y tortuosa, para así disuadir al resto de los esclavos e
indios encomendados de que tentaran acciones seme-
jantes. Ante tan impiadosa disposición, mi sentido de
la justicia prevaleció por sobre la prudencia, y tuve
la osadía de cuestionar la orden del Comandante. Ar-
gumenté vivamente que el pobre y fiel João, quien
siempre había servido con humildad y abnegación,

∗∗∗
De Santo Antōnio, Isla de Ratones Grande; y de la Santa
Cruz, Isla de Anhatomirim.
81
Gabriel Cebrián

merecía una oportunidad. Leāo se enfureció, mucho


más aún de lo que su forzada compostura le permitió
expresar, y respondióme que contaba yo con tres días
para hallar al fugitivo y regresarlo. Caso contrario,
ambos acabaríamos pendiendo del mismo árbol.
Atizado por la ira, repugnado por la vileza
del Comandante y su vulgar sacerdote, no fue más sa-
lir del fuerte y entrar en la espesura que aquel uni-
forme azul y blanco, el fusil bayoneta y toda mi vida
hasta allí pasada comenzaron a pesar con el lastre de
la frustración. Para cuando Joāo y sus amigos
Carijós∗∗∗∗ saliéronme al paso, hacía ya mucho que
había yo abandonado ropa, pertrechos e identidad
sobre unas rocas.
Algo así como siete años viví entre los Cari-
jós, la mejor gente que el buen Dios me ha dado tra-
tar. Me hice diestro en sus técnicas, pude reconocer
cada fruto y cada hierba que crece en esta santa
tierra, roja como la sangre. Amé a sus mujeres, y
también al fermento de maíz que ellas mastican y es-
cupen, ese hipnótico aguardiente al que llaman Ca-
uim; conocí los senderos del jaguar, aceché a las ca-
pivaras y pedí perdón a cada animal o planta que se-
gué para sustento propio y de mi gente.
Fui llamado Ojos Azules, de nada me sirvió
recordarles una y otra vez que mi nombre era Simão.
Muy tempranamente, mi vida en Portugal y sobre to-
do los últimos tiempos en el fuerte, aparecíanseme

∗∗∗∗
Grupo étnico correspondiente al tronco lingüístico Tupí-
Guaraní.
82
El Samtotaj y otros cuentos

como una afortunadamente lejana pesadilla. Y más a-


ún cuando miraba corretear entre las olas a mi pro-
pia prole.
Mi pretensión no es la de aburriros, aspirante
a visionario, con los pensamientos que acudieron a
mi cabeza en tropel, atinentes a la profunda identidad
que hallé entre las enseñanzas del buen Jesús y la que
me ofrecían los ancianos de la tribu. ¿Acaso no dicen
que el Dios Nuestro Señor no es a la vez uno y tres?
¿Y por qué no uno y doce, por decir, o veinte? Cada
fuerza natural, cada cascada de agua tan sutil que va
fundiéndose con el aire lentamente, puede ser venera-
da sin ofender al buen Dios, que también lo son. I-
gualmente tuve oportunidad de ver con la naturalidad
que los Carijós tomaban por suyos los dioses traídos
del África por João, del mismo modo que éste tam-
bién hacía con los de ellos. Sentí con oprobio la rigi-
dez egoísta del mandato de Nuestro Señor, aunque
comencé a sospechar que no era él, sino los nobles y
los sacerdotes quienes bastardeaban el mensaje a su
conveniencia y necesidades. A poco resultóme claro
que todos servíamos al mismo Dios, sólo que algunos
lo hacían con buen sentido, y otros sólo disimulaban
su rapacidad en piadosas representaciones. Descubrí
que, a contrario de todo cuanto nos enseñan, el buen
tino no es potestad de una sola raza. Afortunadamen-
te.
Todo así transcurría hasta que una mañana
brumosa, mientras cazaba el biguá, los vi. Miles de
soldados españoles desembarcaban en el norte de la
isla, desde una flota tan numerosa que daba pavor
83
Gabriel Cebrián

nomás verla. Todo parecía indicar que querían tomar


el fuerte por sorpresa, aunque siquera iban a nece-
sitar sorprender, cien a uno, o más, como lo eran.
De pronto me vi arrojado al mayor dilema
que hube de dar frente en mi vida. Algo dentro de mí
sentía que era mi deber alertar a mis antiguos com-
pañeros, dado que si no lo hacía sus muertes iban a
escarnecer para siempre mi conciencia. Mas regresar
después de tanto tiempo de desertor bien podía gran-
jearme la mía propia. Así las cosas, tal vez haya sido
la ingenuidad que adquirí durante mi tiempo entre los
Carijós lo que llevóme finalmente a presumir que, en
atención al mensaje salvador que les llevaba, iban a
permitirme volver a la selva indemne.
Mas no obstante esa endeble presunción, so-
metí la cuestión al juicio de las dos personas enton-
ces más respetables a mis ojos, el anciano Biguaçú y
el propio João. El viejo, desde su experta sabiduría,
aseguró que en mí habitaban dos hombres, y que él
sólo podía responder por el Carijó. “De todos mo-
dos,” agregó, “el otro ya ha tomado una decisión. Ú-
nicamente me resta decir que la madre tierra ama a
quienes le son fieles al punto de dar su vida por ella;
y por eso mismo, a veces, los reclama para sí”.
Por su parte João, con gravedad, indicóme ir
al mar y sumergirme hasta las rodillas. Que entonces
el mar traería algo. Así lo hice, y a poco rodó hasta
mí una caracola grande, redondeada, de boca angos-
ta y serrada y de un negro reluciente. Cuando los o-
jos igualmente azabache de João se posaron sobre e-
lla, se llenaron de lágrimas. Atosigado por mis an-
84
El Samtotaj y otros cuentos

gustiosas preguntas, se limitó a decir “Tal vez la


muerte no sea tan mala”. Lo increpé, llegué casi a
violentarme para que dijera más, pero sólo añadió:
“Vuestra muerte será fulgurante. Así indica lo bruñi-
do de la caracola. Y no puedo deciros más porque
más nada sé. Estoy llorando a causa de la pérdida
del amigo, y no a causa de su muerte”.
Al cabo de arduas meditaciones, apresuradas
por la inminencia de los acontecimientos, casi fatal-
mente obligado por un resabio de lealtad a algo que
desde mi nueva pertenencia hallaba absolutamente a-
jeno, me vi tomando sigilosamente el camino hacia el
fuerte. Mas a causa de mi zozobra había delineado un
plan que iba a permitirme alertar a mis antiguos ca-
maradas sin exponerme a su eventual enjuiciamiento.
Había escrito yo un escueto mensaje sobre un cuero y
envuelto con él una piedra, la que arrojaría al inte-
rior del fuerte para luego huir entre la espesura. Si
era de Dios, la hallarían a tiempo.
Cuando estuve a tiro, coloqué en mi honda el
mensaje e inicié la maniobra de lanzamiento. Pero un
violento golpe en la cabeza me dejó sin sentido. La
premura y la ansiedad me habían llevado a incurrir
en una grave omisión: había tenido en cuenta a mis
coterráneos, conocía todos sus escondites y puestos
de vigilancia, mas no había previsto que los españo-
les podían estar, como lo estaba yo mismo, al acecho
del fuerte. Fue uno de ellos quien me golpeó y me
apresó. El cuero, escrito con letra dubitativa por la
falta de práctica, y que no llegué siquiera a arrojar,
se convirtió sin embargo en mi pasaporte al Fuerte
85
Gabriel Cebrián

de la Santa Cruz, en la Isla de Anhatomirim -que no


por nada en lengua indígena significa “Pequeña cue-
va del diablo”-, y finalmente a su célebre túnel de la
muerte, por el que se conducía a los condenados has-
ta un acantilado y desde allí, previa ejecución o aún
vivos, eran despeñados.

Se dice que la defensa efectuó solamente cua-


tro disparos de cañón, y ello por algunos esclavos de-
savisados, o que en todo caso prefirieron permanecer
con las penurias habituales antes que tentar otras
probablemente peores. Los soldados huyeron sin pre-
sentar oposición alguna, ante la manifiesta superiori-
dad bélica de los invasores, lo que redundó en el des-
crédito absoluto de aquella estrategia defensiva, tan-
to así que con el tiempo los fuertes fueron cayendo en
desuso y finalmente abandonados. Mucho se habló y
aún se habla de la ocupación hispana que en nombre
del Rey Carlos III estableció el General Ceballos, -
quien había estado al comando de la flota invasora- y
que duró solamente un año, hasta que las negociacio-
nes diplomáticas que culminaron en la formulación
del Tratado de San Ildefonso de 1777 devolvieron el
territorio a poder de Portugal. La invasión no había
sido más que un mero trámite, lo que sirvió para a-
centuar el sentido de fatuidad de mi sacrificio. Es
creencia común que no hubo muertos durante las o-
peraciones, pero como acabo de deciros, sí hubo uno.
Uno tan insignificante, desacreditado por desertor y
considerado sólo un salvaje más, que no figura en
crónica alguna; y ése soy, o mejor dicho, fui, yo. A-
86
El Samtotaj y otros cuentos

travesé el túnel del que nadie retorna, fui cosido a


puntazos de bayoneta y luego despeñado. Mas en nin-
gún momento perdí el aplomo, la dignidad, el honor y
sobre todo, el orgullo que me venía de terminar mis
días en ese mar azul, entre esas rocas, y acariciado
por la espuma prístina que el suave oleaje de uno
sobre las otras generaba. Y todo realzado por el ex-
celso marco que ofrecían los cerros costeros y el roji-
zo horizonte del atardecer. Abracé y besé las piedras
sobre las cuales mis maltratados huesos dieron con
brutal impacto. Luego las cálidas aguas me arrulla-
ron hasta este extraño más allá. Su suave espuma fue
mi mortaja. Sentí, sinceramente, que mi amor por es-
ta tierra era correspondido. João tenía razón. Mi
muerte fue fulgurante. De hecho, la muerte no es tan
terrible. Una muerte cabal puede acaso redimir la ex-
periencia de vida más abyecta.

-Você achará difícil de acreditar o que me a-


contecéu agora mesmo, lá fora –dije al hombre del
bar, que se aprestaba a servirme una más que necesa-
ria cachaça.
-Creio poder adivinhar...você viste a Simão, o
homen lusitano dos olhos azúis, ¿não é assim?
-¿É que acasso você le conhece? –Pregunté
con ansiedad, no muy seguro de estar falando bem
(sensación análoga a la que experimento ahora que lo
estoy escrevendo).

87
Gabriel Cebrián

-¿Eu? Nada de isso. O que de vez em quando


acontece é que vem por aquí um que outro rapaz que
diz haver-lo visto, e também ouvido seu história. Mas
acho que esse Simão é só um cara maluco, que gosta
de brincar aos “cogumeleiros”.

Touché. Mi afición por las experiencias visio-


narias había quedado en evidencia a partir de la men-
ción que hice a aquella otra, esa que jamás podré di-
lucidar con certeza si fue alucinación, aparición o –
como sugirió el escanciador- una mera brincadeira.
De todos modos, y para el caso quizá lo único verda-
deramente importante, es que Simão de Guimaráes (o
como quiera que sea su nombre), independientemente
de que haya sido producto de mi imaginación, ánima
o bromista, llegó a transmitirme fehacientemente su
intenso amor por esta tierra, a la que de buena gana
entregó su cuerpo para conservar un alma errabunda,
apasionada y capaz de hacer su panegírico ante todos
esos dioses que finalmente son uno; y, lo que es más
extraño aún, de hacerlo ante los hombres que desavi-
sadamente pretenden proyectar miradas oblicuas en
su zona de influencia.

Florianópolis, 22 de enero de 2005.

88
El Samtotaj y otros cuentos

ABYSSUS ABYSSUM INVOCAT

El acto del delito no es un pecado en sí mismo.

Pedro Abelardo

Hay poca luz, mas de todos modos no abriré la


persiana. El brillo del monitor basta y sobra, tanto así
que he interpuesto tres de esos filtros opacos para a-
mortecerla lo suficiente. Oscuridad. Darkness. Obscu-
rité. Dunkelheit. Oscuritá. Obscuru. Σκοτεινός. Soy
fotofóbico por fisio e ideología.∗ Tal vez todo haya
comenzado con el conflicto entre los tipos sanguíneos
de mis padres, dado que, mientras fluían cada uno en
su sistema vascular, todo iba bien, pero al unificarse
en mi persona produjeron una excesiva cantidad de u-
na substancia a la que llaman “bilirrubina”, palabra
tanto más apropiada para definir sones caribeños que
para este tipo de desequilibrio bioquímico. El lector
versado en las formas terapéuticas convencionales pa-
ra dolencias como ésta, habrá colegido ya que ni bien
fui dado a luz, debí ser colocado debajo de varios tu-
bos fluorescentes. De la suave tiniebla del útero ma-


Esta adverbialización comporta una sugestiva dicotomía, ¿no lo
creen?
89
Gabriel Cebrián

terno de pronto me encontré como en un set de Holly-


wood, mi hemoglobina degradada necesitaba de una
exposición salvaje, impiadosa, efectuada en un uni-
verso seco y desértico, deslumbrante, encandilante (y
esto último dicho en el peor sentido de esas palabras y
no en el que el común de los sujetos humanos suelele
otorgarle mecánicamente). Dicen los psicoterapeutas
que mi afición a la penumbra no tiene nada que ver,
que no es posible guardar registros de esas instancias
perinatales. Tal vez estábamos mejor con Freud.
Luz y sonido se retroalimentan. La luz es ga-
rrulidad; la oscuridad, afásico sosiego. Maniqueísmo
primario, las bondades del fuego en los albores de su
manipulación sedujeron las endebles entendederas
protohumanas y la condicionaron ad infinitum. Pero
basta ya de ésto, que los necios interpretarán como
capciosa pontificación, como vahos azufrosos de un
averno paradójicamente ígneo y oscuro, en el espejar
mesmeriano de sus contradicciones. Sucede que quie-
ro dejar sentada previamente mi propensión al barro-
quismo expresivo, tributario de esas filigranas etéreas
que sólo pueden verse en las sombras y no así desde
cualquier suerte de iluminismo que pretendan con-
frontarle. Así las cosas, procederé a dar testimonio de
un episodio que solamente podrá interpretarse de mo-
do cabal en ambientes no polucionados lumínicamen-
te.
El 25 de abril recibí un E-mail en el casillero
ofrecido al efecto en mi página web:

90
El Samtotaj y otros cuentos

Mi estimado e ingenuo joven Untier


Entstellt:

Mucha risa me provoca el verlo pavo-


nearse entre sus velos vampirescos. Lo imagi-
no con expresión amortecinada a base de ma-
quillajes mortuorios, como los que utilizan al-
gunos astros de rock para seducir párvulos
rebeldes y venderle sus discos. Y gay. Lo ima-
gino gay, ¿estoy en lo cierto?
Bueno, ahora puedo verlo acercándo-
se al monitor, aún a pesar de la mayor expo-
sición a los rayos que tanto detesta; ofendido,
encabritado como corresponde a la “bestia
salvaje” que su seudónimo pretende, pregun-
tándose quién se atreve a formularle juicios
tan críticos y/o lesivos a su intimidad. Ante
todo, recuerde que es usted quien se ha “ex-
puesto”. Luego, ofrece un canal de comunica-
ción; así que tenga esto por un aporte, y no
por un ataque a cierta larva de las oscurida-
des que, en todo caso, muy bien lo tendría
merecido.
Vayamos ahora al punto, aunque temo
que otros circunloquios dudosamente perti-
nentes se inmiscuyan al correr de mi pluma,
virtual en más de un sentido. Yo no existo,
aunque de todos modos, y para guardar míni-
mas pautas operativas, puede llamarme Ahri-
man. La elección del nombre no ha sido arbi-
traria, como seguramente habrá notado. In-
91
Gabriel Cebrián

tenta confrontar con el más que presumible


racista que existe en todo germanista no ger-
mano. Quiero que me odie. Quiero que me o-
die para que de ese modo mi conciencia no se
vea escarnecida por lo que voy a hacerle. Y a
los mismos efectos le ofrezco una última o-
portunidad: cierre ahora mismo este mensaje,
elimínelo y luego elimínelo de la bandeja de
eliminados. La redundancia, que espero no o-
fenda demasiado su purismo gramatical, ha
sido perpetrada adrede, para forzar su carác-
ter imperativo.
Aún está ahí, ¿verdad? No ha consi-
derado la advertencia. Tal vez no debí sonar
tan ofensivo, ya que con ello solamente conse-
guí el efecto contrario al pretendido, que era
correrlo. Quizá debí hacer un análisis más
puntilloso de su personalidad. O tener en
cuenta que su ego lo haría incapaz de quedar-
se con la afrenta sin más. Bueno, como sea,
las cartas están echadas y únicamente resta
saber si va a temblarle o no el pulso cuando
llegue el momento de jugar las instancias de-
finitivas.
Ha golpeado a muchas puertas, amigo
Untier Entstellt. Ha plañido a las puertas del
infierno por la quintaesencia de lo macabro
con tanto anhelo, y a la vez con tanta demos-
tración de quilates intelectuales, que, pese a
toda clase de resistencias, me decidí a mos-
trarle la puerta hacia un abismo real. Luego
92
El Samtotaj y otros cuentos

de asomarse a ella sabremos si está hecho de


la madera que pretende. Mas es preciso histo-
riar brevemente el asunto, a fin de que un a-
gudo analista como es usted configure un a-
decuado marco circunstancial. Digamos que
hacia 1189, en una abadía de Chalon-sur-
Saône, un clérigo hizo un hallazgo que podría
definirse como macabro. Por accidente, des-
cubrió una trampilla debajo del ara, y lo que
allí encontró no fueron las reliquias de un
santo, sino las de un alma endemoniada. Cla-
ro que tanto usted como yo encontramos muy
relativas las categorías que definen a estos
dos polos del espectro, que como se dice no
sin razón, suelen unificarse. La tradición reza
que los dos extraños objetos, repugnante el u-
no, perturbador el otro, fueron ocultos allí
por el filósofo Pedro Abelardo. Ahora están
en mi poder. Ya no soy un aficionado, como
usted, a las artes oscuras. Dichos objetos me
han proporcionado los contactos para desa-
rrollar una maestría tal que ni en sus más fe-
briles sueños, joven Untier Entstellt, ha podi-
do siquiera imaginar. Mas ha llegado el mo-
mento de retirarme definitivamente del uni-
verso de claroscuros, y la tradición debe pro-
seguir. Justamente en ello cavilaba, incapaz
de hallar en este remedo de la verdadera hu-
manidad una sola persona digna de conti-
nuarla, cuando la casualidad me puso ante
sus glosas cuasi patéticas. Sin embargo tanto
93
Gabriel Cebrián

la oportunidad –que en este tipo de alternati-


vas es crucial-, como lo que ya le he comenta-
do de ese oscuro anhelo y ciertas armas en el
campo conceptual que usted parece aquilatar,
me han llevado a establecer este contacto. Y
aquí me permito deslizar otro fusible: si no es
usted un mero badulaque presuntuoso, y real-
mente siente la vocación de trascendencia que
pone de manifiesto en sus escritos, respónda-
me por esta misma vía. Tal vez sea capaz de
abandonar ese romanticismo vampiresco de
baja estofa y pueda ingresar a las ligas mayo-
res.

Suyo, con atisbos


de afecto y confianza,

Ahriman

Confieso que pasé del agravio al estupor, a


medida que leía el curioso mensaje. A poco dejé de
lado el carácter afrentoso de las primeras considera-
ciones y me entusiasmé con lo que en ese momento
creí era nada más que una historia extravagante, sin el
menor fundamento en el plano real. Por supuesto, iba
a responderle, a seguirle la corriente, sin mayores ex-
pectativas que las de oír una historia mímimamente
interesante.

94
El Samtotaj y otros cuentos

Ahriman, o Dear Mr. Fantasy∗∗:

Ante todo, y con el objeto de no gene-


rarle falsas expectativas, desearía poner en
su conocimiento que me avengo a responderle
por una causa única y excluyente: el suyo ha
sido el primer E-mail escrito decentemente
que he recibido en años. No digo que sea la
gran cosa, pero zafa. Si –como usted dice- mi
expresión escrita fue motivo de un mínimo in-
terés de su parte, quedamos iguales, y ello sin
la menor intención confrontativa. De hecho,
probablemente haya usted rozado un resorte
emocional análogo en mí, eso es todo. Y por
cierto, voy a permitirme romper el buen tono
para dejar zanjada lisa y llanamente una
cuestión: Si es usted un viejo puto en busca de
jovenzuelos pálidos y afeminados, sincérese
ahora y no se parapete tras burdas imagine-
rías. Nos ahorrará tiempo y palabrería a am-
bos. Y cuente con mi admiración por las sofis-
ticadas técnicas de amancebamiento que ha
desarrollado en sus seguramente largos años
de sodomita.
Sin embargo, usted ha puesto en tela
de juicio mis capacidades para absorber lo
que considera un prodigio, y con aire desa-
fiante arroja señuelos y cazabobos que, dicho

∗∗
Epíteto tomado de una vieja canción del grupo británico Tra-
ffic.
95
Gabriel Cebrián

con toda honestidad, ofenden mi inteligencia.


Y eso hace que descrea abiertamente del por-
tento que manifiesta conocer y que me ofrece
en la medida que pueda yo asumirlo. Ya ve,
en eso también corremos parejo. Usted no
cree en mis posibilidades, y yo no creo en us-
ted, sentencia tanto más abarcativa. Si está a
su alcance, y no es sólo un viejo pederasta a-
rrojando redes informáticas, déme alguna
certeza que no perderé lastimosamente el mí-
nimo tiempo que mis ocupaciones requieren.

Sin resentimientos y con


escasas perspectivas,

Untier Entstellt

No demoró siquiera veinticuatro horas en es-


cribir nuevamente, lo que evidenciaba un genuino in-
terés de su parte, ya fuera pervertido, bromista o, co-
mo se autoproclamaba, un auténtico Magister Tene-
brae:

Mi querida e irónica bestia:

Su beligerancia no representa un mal


síntoma. Por lo contrario, demuestra una
cualidad de temperamento indispensable para
enrostrar a lo profundo de unos arcanos que
96
El Samtotaj y otros cuentos

la pusilánime humanidad dominante conside-


raría sacrílegos, y que no sería capaz de dis-
cernirlos ni aún si los colocáramos mismo
frente a sus obnubilados ojos. Pero cuidado,
esa enjundia propia de la juventud a menudo
se transforma en un handicap peligroso: por
un lado, suele desgastar las energías de modo
prematuro; y por otro, las llamas del entu-
siasmo inicial tienden a hacer deflagrar todo
interés ulterior, estrictamente necesario para
la continuidad y a veces el redoble de los es-
fuerzos. En función de ello, advierto que debo
darle algo (no porque así lo reclame, sino por
la endeble voluntad a su pesar puesta en evi-
dencia), para mantener viva la ínfima llama
que he conseguido encender en su interiori-
dad. Y disculpe la luminosidad de la
metáfora, no tengo tiempo ni ganas de grafi-
car según convenga a sus adolescentes pruri-
tos.
Comenzaré con una muestra gratis de
mis capacidades, que como podrá deducir de
mi anterior mensaje, no son de propia cose-
cha sino que me han sido dadas. Y no tome
como una falta a la debida cortesía que con-
signe la formalidad del saludo de cierre anti-
cipadamente, toda vez que al terminar usted
de leer estas líneas en su monitor, en ese pre-
ciso y exacto momento, alguien golpeará a su
puerta.

97
Gabriel Cebrián

No fue más que terminar de dar lectura al e-


nigmático párrafo cuando oí que daban tres fuertes
golpes a la puerta del departamento. Me sobresalté, y
en el envión hiperkinético-adrenalínico casi corrí a a-
brir; mas cuando lo hice, y luego de unos segundos de
parpadeo por el encandilamiento, comprobé que no
había nadie. Tomé el ascensor y fui a la planta baja. O
era alguien del edificio, o aún estaba dentro, ya que
agudicé el oído –un oído ejercitado por no estar tan
sujeto a la hegemonía de lo visual- y no oí en ningún
momento la pesada puerta de hierro que da a la calle.
Tampoco había nadie allí. Subí entonces por las esca-
leras, para ver si se había ocultado en algún rellano
(algo más cauto, no fuera cosa que me sorprendiera
físicamente). Estoy de acuerdo en que hay muchos
locos sueltos, aunque la inmensa mayoría de quienes
lo dicen se refieren especialmente a tipos como yo. Es
increíble la cantidad de hipótesis que pueden barajar-
se en un mínimo lapso de tiempo con el cerebro esti-
mulado. Quien haya estado en una crisis de supervi-
vencia sabe de lo que estoy hablando. Esa fue mi pri-
mera cavilación: advertir que estaba viviendo el epi-
sodio casi como una crisis de supervivencia, proba-
blemente sin mayor fundamento. Después de todo, se
trataba sólo de unos mails de un freak, no daba para
hacerse tanto problema. Pero la sincronicidad de los
golpes a la puerta con el momento en el que leía su a-
nuncio, ¿había sido fortuita? ¿Podía ser fortuito un e-
vento como ése? De pronto pensé que podía ser in-
ducido, y esa hipótesis cerraba mucho mejor que la
casualidad. Claro, cualquier hacker mediocre podía
98
El Samtotaj y otros cuentos

estar viendo en qué momento yo leía el mensaje y un


esbirro o lo que fuese golpeó a mi puerta. Tal vez fue-
ra uno de esos nuevos “juegos de rol”, y asesinaban
Darks u otras tribus urbanas, en cuyo caso tal vez no
sería conveniente relajarme tanto. Pensé en ir con la
policía, pero deseché la idea casi al punto. Primero,
no me agradaban. Segundo, debía ir de día. Tercero,
el conflicto personal hombre-ratón se inclinó por el
primero, con reservas. Cuarto: tal vez el viejo loco é-
se que se hacía llamar Ahriman tuviera algo realmen-
te interesante entre manos. Pensé todo eso, mas algu-
nas ramificaciones secundarias e insustanciales, en
sólo tres pisos.

II

De nuevo en casa, me serví un gin con jugo


de pomelo, puse un disco de Stratovarius y me arrojé
sobre un sillón. El corazón aún me palpitaba acelera-
damente. Si el asunto éste de los mails se iba a limitar
a una confrontación anímica, había perdido el primer
round, y debía hacer algo si no quería ser noqueado,
luego de un comienzo tan poco auspicioso. Lo ideal
habría sido lanzarse al ataque, pero un estratega sabe
que hacer lo ideal es lo que el rival espera que uno ha-
ga, así que debía tentar variantes. Encendí un cigarri-
llo. No se me ocurría gran cosa. Finalmente me vi a-
cotado a la simple disyuntiva escribirle-no escribirle.
¿Debía escribirle y exigir que me aclare el asunto?
99
Gabriel Cebrián

¿Debía, a contrario, ignorarlo, bloquear el remitente,


y dejar todo allí? ¿Tal vez exponerlo y desafiarlo en
mi página web? La sana lógica parece indicar que
cuando no se sabe qué hacer, lo mejor es no hacer na-
da; así que decidí limitarme a leer lo que fuera a es-
cribirme y sobre esa base decidir si merecía la pena
responder o no.

No tuve más noticias de Ahriman hasta el 29


de abril. Durante esos días me ocupé normalmente de
mis asuntos, los que afortunadamente podía manejar
en su totalidad desde mi computadora. Cada tanto a-
bría el correo, al principio con un mayor grado de an-
siedad, que fue decreciendo a medida que el tiempo
transcurría y el tal Ahriman tal vez había perdido el
interés, o quizá interpretado mi silencio como un re-
nuncio. Mas como decía, el 29 de abril acababa yo de
ver el DVD de una película de Tim Burton y, cuando
me disponía a entrar al foro de mi página vi su nuevo
mensaje:

Untier, Untier, Untier... ¿pero qué


clase de untier es usted? Si va a impresionar-
se de ese modo por un pequeño truco de pres-
tidigitación, seguramente irá a ensuciarse en
los calzones ante el mero atisbo de lo que le
he ofrecido. Evidentemente erré el tiro. Usted
es sólo otro más de esos paliduchos enfermi-
zos que lo único que hacen es hablar, hablar
y posar. Niños de papá y mamá que reaccio-
nan haciéndose los muertos y pretendiendo
100
El Samtotaj y otros cuentos

dar una imagen horrorosa detrás de la cual


ocultar su patética cobardía. Pero estoy can-
sado ya de payasos presumidos que hacen
que pierda mi valioso tiempo, valioso en un
sentido que una escoria como usted siquiera
puede imaginar. Y ello no debe ni puede que-
dar impune. No sería quien soy si no cobrara
mis deudas.

Bueno, había sido objeto de una amenaza di-


recta, y tal vez este elemento justificaba ahora sí la
denuncia policial. Evidentemente se trataba de un psi-
cópata, quizá mesiánico; de una personalidad sin duda
capaz de devenir criminal de un momento a otro, si es
que ya no lo era. Me sentí acosado, manipulado, y eso
me dio el ímpetu para responder, febrilmente, aporre-
ando el teclado y haciendo caso omiso de los múlti-
ples errores de tipeo que la compulsión provocaba:

Lo primero y fundamental que quiero


dejar bien sentado es que no pienso tolerar u-
na amenaza, y menos del tenor de la que aca-
ba de formularme. Si es necesario dar parte a
las autoridades, no dudaré un instante. Nada
me importará que usted afirme a partir de e-
llo una supuesta pusilanimidad de mi parte.
Soy yo quien no tiene tiempo de prestar aten-
ción a los delirios de un viejo demente, pro-
bablemente esclerósico, que por otra parte
fue quien propició este intercambio tedioso e
infecundo. Seguramente es usted un despojo
101
Gabriel Cebrián

humano confinado en un geriátrico -u otra


clase de institución para enajenados seniles-
tratando de llamar la atención. La caridad no
es mi fuerte, ¿sabe?, así que ahórrese y ahó-
rreme esta perorata insulsa y sin sentido.
Si quiere continuar manteniendo cual-
quier clase de trato conmigo, atrévase y dé la
cara. Claro que dudo que lo haga, usted es de
los valientes que guapean desde el anonima-
to. Estaré en el Goth Pub a partir de las 22. Y
traiga alguna prueba que corrobore, aunque
sea mínimamente, las patrañas que enarbola
como señuelo.

La explosión anímica que derivó en ese men-


saje -procesado casi exclusivamente por mi centro e-
mocional- fue también causa de un clickeo prematuro
en la función “enviar”, cosa que advertí después de
efectuarlo sin siquiera haberme detenido a repasar los
contenidos del intempestivo E-mail. Me acabé el tra-
go y me preparé otro. Estaba perdiendo también el se-
gundo round. Me había planteado no perder la cabeza
y el hijo de puta aquél, al que daba por viejo nada
más que porque él había insinuado algo así, parecía
haberse anticipado a esta posición y me había azuza-
do, haciéndome perder los estribos y asegurándose así
su estrategia de pelear a la contra, que de todos mo-
dos era la única que hasta ahora había llegado a co-
nectar. El disco de Stratovarius había terminado. Puse
unos divertimentos de Mozart, necesitaba tranquili-
zarme un poco. Pensé en fumar un porro, pero lo de-
102
El Samtotaj y otros cuentos

cliné ante la certeza que en lugar de tranquilizarme


me agudizaría la paranoia. “Estás obsesionado”, me
dije. “Es sólo un bromista, probablemente un fóbico a
los tipos de tu cultura, que se entretiene jugando esta
clase de bromas pesadas, con argumentos dirigidos
hacia las temáticas de interés de las víctimas” (la pa-
labra víctima me sonó fea). Ahora la cosa era... ¿iría
esa noche, como había escrito, al Goth Pub? No ha-
bía terminado de preguntármelo cuando entró el más
escueto y oportuno de los mensajes:

Vaya.

Así que fui, no tanto por la indicación o suge-


rencia sino por mi propio ímpetu. Tal vez el tal Ahri-
man era alguno de mis escasos amigos, que se apare-
cería por allí y reiría de mi ingenuidad. Tal vez no a-
cudiera nadie, tal vez, tal vez... entré en el bar y la
suave y acogedora tiniebla de costumbre permitió que
me quitase las gafas para sol que usaba aún de noche,
cuando debía enfrentarme al bullicio lumínico de es-
caparates, carteles luminosos, faros de autos, etcétera.
Había poca gente, diseminada por las mesas y mime-
tizándose con el entorno en sus negros atavíos. Todos
taciturnos, reflexivos, refinadas criaturas de la noche.
Estaba en mi ambiente. No había nada que temer.
Mas en la barra estaba la mosca blanca. Un
individuo perfectamente contrastado con los demás;
casi un negativo perfecto, ya que lucía piel oscura y
camisa blanca. Si alguien allí podía ser Ahriman, ese
sujeto se llevaba todas las apuestas. No parecía ancia-
103
Gabriel Cebrián

no en lo más mínimo, tampoco un jovenzuelo. Anda-


ría por los cuarenta y tantos. Tomé una butaca muy
cerca de él y lo observé. Era de raza negra, cuando
menos mulato, aunque para mulato estaba algo subido
de tono. La grasitud de su piel a punto estuvo de pro-
vocarme náusea. Ello, adunado a sus ropas baratas y a
su estilo, o mejor dicho a su falta de estilo, lo conver-
tían seguramente en el cliente más atípico de la histo-
ria del bar. Era extraño por donde se lo mirara. El bar-
man, que se hacía llamar Vathek, pulcro en su unifor-
midad vampiresca con el resto de la concurrencia y
cubierto de tatuajes incluso en la cara, saludó y me
preguntó qué quería tomar. Hallé prudente continuar
con el gin-pomelo.
-¿Quién es el kía? –Pregunté cuando me al-
canzó la copa, acompañando la frase con un cabeceo
en dirección al mulato; que además era cabezón, casi
deforme, y con la cara picada de viruelas o algo por el
estilo, ahora que podía verlo mejor. Tenía expresión
como de débil mental, de ningún modo se veía como
alguien capaz de escribir los textos que había escrito
Ahriman. Me sentí aliviado.
-No sé, creo que está loco, o perdido de borra-
cho. Hace un rato vociferaba. No supe qué hacer, sólo
pedirle que se tranquilizara. Pero paró cuando le dio
la gana. Ni me registró. Si se pone pesado no sé que
voy a hacer. ¿Me darías una mano para echarlo?
-¿Sos loco? Estos subnormales suelen tener u-
na fuerza hercúlea. Encima mirá, parece un gorila, só-
lo que con cuello de buey. Hacete cargo, yo vengo a
distenderme, acá.
104
El Samtotaj y otros cuentos

Vathek sonrió, y fue a fregar unos trastos. Mi-


ré al mulato, que se inclinaba sobre su copa, a la que
tenía apresada con ambas manos. De pronto se volvió
hacia mí y me dijo, con voz aguardentosa y lengua
dubitativa, de borracho:
-¿Qué le pasa? ¿Tengo monos en la cara?
-¿Por qué dice eso? –Pregunté, de pronto ten-
so como una estaca.
-¿Nunca vio un negro? ¿Tiene algún problema
con los negros?
-No tengo ni quiero tener problemas con ne-
gros, blancos, amarillos o el color que se le ocurra.
No sé por qué me dice eso.
-Ya los oí, a usted y a ese monigote, decir sus
insolencias. Debería matarlos a los dos –prosiguió, a-
rrastrando las palabras, con ojos sanguinolentos y en-
trecerrados y unas espumas de baba por demás desa-
gradables en las comisuras y el centro de sus labios.
Repugnante.
-No estábamos hablando de usted. Y déjese de
agitar conflictos raciales, que en ningún lugar va a en-
contrar gente menos racista que acá.
-Ah, ¿sí? ¿Entonces por qué se andan pintan-
do las caras de blanco? ¿De maricas que son, nomás?
-Oiga, oiga, no se propase, ¿quiere? –Terció
Vathek. -Nadie le ha faltado al respeto, así que tome
su copa tranquilo y váyase. Acá no queremos líos.
Mi corazón casi se detuvo cuando oí la res-
puesta del mulato:
-Usted, mamarracho humano, no se meta. Es-
toy hablando con Untier.
105
Gabriel Cebrián

Estupefacto, presencié el estallido de Vathek,


quien dio la vuelta a la barra mientras vociferaba “ne-
gro de mierda, borracho, mugriento y asqueroso, te
voy a sacar a patadas de acá...”, pero eso solamente
fue un cálculo previo absolutamente erróneo, ya que
el mulato, de pronto fresco como una lechuga y mos-
trando un estilo onda Emile Griffith, lo arreó a torta-
zos y lo dejó hecho un ovillo debajo de la máquina de
pinball de Batman. Un par de pibes que se solidari-
zaron con el maltratado Vathek intentaron patearlo
con sus borceguíes, mas corrieron una suerte muy pa-
recida, ya que las patadas ni lo movían; en cambio,
las ampulosas voleas que el moreno lanzaba con am-
bas manos los descalabraban simplemente con rozar-
los, y eso hasta que los puso bien puestos, mandando
a uno a dormir y al otro a correr por su vida, sangra-
ndo profusamente de la boca. Yo me quedé tieso. La
escasa concurrencia se atropellaba para salir, sobre to-
do cuando el mulato comenzó a arrojarles sillas.
Cuando quedamos solos, se volvió hacia mí, con una
sonrisa maligna como no había visto otra en mi vida.
Pensé que era mi fin, o al menos el de las delicadas
facciones de mi rostro.
-Ahora podemos seguir tratando nuestros a-
suntos sin interrupciones –me dijo, sin sombra de e-
briedad y con mirada por demás lúcida. O era un ac-
tor consumado, o un extraordinario cambio había ope-
rado en él.
-No deseo tratar ningún asunto.
-Lo desee o no, ha venido aquí para ello.

106
El Samtotaj y otros cuentos

-A propósito, ¿cómo es que sabe mi nombre?


¿Es usted Ahriman?
-No, no soy Ahriman –respondió, mientras
hurgaba en el bolsillo izquierdo de su pantalón. –Pero
fue él quien me indicó que le entregara esto.
Dejó sobre la barra, junto a mí, un sobre de
papel madera enrollado. Y a continuación, como si su
función en ese drama hubiera culminado, dio media
vuelta y se fue.

III

Estaba otra vez en casa. Había ido al Goth


Pub con la idea de sacarme de encima la molestia aní-
mica que significaba todo aquel asunto y en cambio
sólo había conseguido mayores zozobras. Ahora tenía
frente a mí dos nuevos objetos: un tubo sellado, con
un líquido transparente y unos cuerpos negruzcos en
su interior, y una hoja de aspecto antiquísimo, proba-
blemente papiro, con unos garabatos absolutamente
ininteligibles para mí. Supuse, con buen criterio, que
hallaría otro mensaje, aclaratorio de esos objetos que
de manera tan curiosa habían llegado a mi poder.

Untier:

Ahora sí, tiene ya en sus manos la


continuidad de una oscura tradición. Los sóli-
107
Gabriel Cebrián

dos que observará flotando en el recipiente,


son una reliquia por demás valiosa; aunque
sospecho que, de comentarle a alguien su ver-
dadera naturaleza, ese alguien reirá de usted
a más no poder y lo tomará por loco (claro
que este último supuesto es sumamente de-
mostrable incluso sin necesidad de tanta al-
haraca). Pero bueno, en atención a la ansie-
dad que está observando en este preciso mo-
mento, le informo que tal reliquia no es nada
más ni nada menos que los cojones del propio
Pedro Abelardo. Eso y no otra cosa fue lo que
halló el clérigo en la abadía de Chalon-sur-
Saône, en la trampilla debajo del ara, ¿re-
cuerda que le comenté? Bueno, todo ser hu-
mano tiene su parte oscura, y el piadoso filó-
sofo no fue en modo alguno la excepción. Y es
entendible, forzado como fue por el desalma-
do Fulbert a castrarse, luego de abandonar a
su amada Eloísa, a la sazón sobrina del im-
placable Canónigo de la Catedral de Notre
Dame. Pero no vamos a detenernos en esta
clásica historia de amor contrariado, por otra
parte tan popular que sería ocioso consignar
aquí detalles de la misma, tanto más porque
no hacen al cacumen de nuestro asunto. Lo
que sí es pertinente que sepa es que, recién e-
viscerada su masculinidad por mano propia,
el novel castrado dirigió toda esa energía se-
xual bloqueada hacia el malvado Fulbert, de-
sarrollando así un odio exacerbado por quien
108
El Samtotaj y otros cuentos

lo había separado del objeto de su amor, y a-


ún de su propia esencia varonil.
Quiso la casualidad -aunque la condi-
ción humana impulsa a creer que así es como
se entrecruzan los caminos del infierno- que
apareciese por la abadía un africano -proba-
blemente un esclavo fugitivo- en trance de
muerte. El filósofo lo tomó a su cuidado, mas
el desdichado moreno murió a los pocos días,
no sin antes hacerlo heredero de su espíritu.
Y ello mediante su conocimiento de una he-
chicería antiquísima, a través de un conjuro
que el pobre Abelardo transliteró en el cripto-
grama que le he enviado junto al extravagan-
te relicario. Alguno de nosotros hemos podido
descifrarlo. Ahora la presunta es... ¿podrá
usted?

P.S.: Iba a dejar un par de datos li-


brados a su capacidad deductiva, mas pen-
sándolo mejor, no creo que sea buena idea,
tratándose de usted. La primera, es que pese
al ocultamiento que pretendieron efectuar las
autoridades eclesiásticas de las horribles cir-
cunstancias que rodearon la muerte violenta
del pérfido Fulbert, algunos de nosotros las
conocimos en detalle. La otra, es el emisario
espiritual de color, y sobre esto no voy a a-
bundar. Saque sus propias conclusiones.

109
Gabriel Cebrián

Apagué la computadora. Evidentemente me


había topado con un demente. ¡Los cojones de Pedro
Abelardo! ¡Vaya una ocurrencia! Tan luego él, pione-
ro de la explicación racional de los dogmas, sindicado
como el fundador de la escolástica, casi arrojado a la
hoguera por influencia de San Bernardo de Claraval
precisamente a causa de su afán racionalista; tan lue-
go él, decía, vinculado a prácticas de hechicería abso-
lutamente inverosímiles... los napolitanos tenían la
milagrosa sangre de San Genaro, que se licuaba cícli-
ca e inexplicablemente; y yo, los presuntos y célebres
genitales que fueran delicia de Eloísa. ¡Qué desatino!
Me serví otro gin-pomelo, encendí un cigarri-
llo. Observé el contenido del tubo, y no hallé ninguna
configuración que permitiese colegir si se trataba de
testículos, independientemente ya de la identidad de
su organismo original, extremo por demás incierto y
absolutamente incomprobable. Luego eché un vistazo
al criptograma. Algunos caracteres se repetían, pero
ni por asomo fui capaz de descubrir un patrón, se-
cuencia o lo que fuere que arrojara una mínima luz al
contenido del texto. Claro que nunca fui bueno para
este tipo de actividades. Ni siquiera sabía en qué idio-
ma podía estar escrito. Si había algo de cierto en la
extravagante historia del tal Ahriman, escapaba de
plano a mis posibilidades averiguar lo que fuese por
mis propios medios.
Luego de la segunda copa (quizá la décima
del día), se me ocurrió algo, que bien podía servir pa-
ra demostrar la fatuidad de toda aquella historia.
Transcribí los signos a una hoja de papel y llamé por
110
El Samtotaj y otros cuentos

teléfono a Dolmetscher, a quien sólo conocía por


nuestros intercambios vía electrónica y alguna que
otra breve comunicación telefónica, siempre atinente
a problemáticas vinculadas a temas góticos. Dolmets-
cher era un filólogo aficionado, y por demás afecto a
desafíos como el que ahora me ocupaba. Le dije que
un loco me había enviado el criptograma, diciendo
que correspondía a una reliquia que aparentemente
tenía que ver con Pedro Abelardo (para ubicarlo en
tema sin decir demasiado) y le envié mediante fax la
copia que acababa de transcribir, toda vez que pasar
el original por la máquina habría redundado en su
destrucción. No habían pasado dos horas cuando me
devolvió la llamada, y con ella el asunto tomó un giro
dramático:
-No bien pude identificar algunos fonemas –
me informó-, y teniendo en cuenta la mención que hi-
ciste a Pedro Abelardo, supuse que debía estar escrito
en algún dialecto derivado de la langue d’Oc. Y así
pude determinar el resto.
-Sos un fenómeno –lo adulé.
-¿De dónde decís que sacaste esto?
-Te dije, ya. Lo recibí por correo electrónico,
probablemente de un loco. ¿Por qué me preguntás?
¿Acaso dice algo interesante?
-No sé si interesante, pero todo hace suponer
que se trata de un conjuro, una invocación, o algo por
el estilo. Resulta, en todo caso, por demás extraño. He
tentado una traducción. ¿Tenés para anotar?
-Dale, dictame, nomás. Estoy al teclado.
-Muy bien, anotá:
111
Gabriel Cebrián

Loor a Vuestra Grandeza, Espíritu de


lo Oscuro
Las dos (cosas) más sagradas que
poseo
Mi sangre y mi semen
(Han sido) arrojadas fuera de mí
Antes de abriros la puerta.
Guárdame de mis infames enemigos
Que son los tuyos
Ayúdame (a dar)
“À chaque saint, sa chandelle”
Os doy la libertad, recibid mi ofrenda
Y hagamos juntos la voluntad
Del señor de los Avernos
Para eterna Gloria de su Grandeza.

Estaba terminando de garrapatear lo que pare-


cía ser el último verso cuando oí la voz alarmada de
Dolmetscher. ¡¿Qué está haciendo acá?! –exclamó
repentinamente. ¿Quién es usted? Pregunté qué esta-
ba ocurriendo, pero no recibí respuesta. Dolmetscher
continuaba ¡Váyase ahora mismo o llamo a la poli-
cía!, y cosas por el estilo. Luego oí unos cuantos rui-
dos, como de golpes y forcejeos. Finalmente el espan-
toso alarido, y nada más. Sólo silencio.
-¡Dolmetscher! ¡Dolmetscher! ¿Qué ocurre?
¡Hola, hola, respondé, por favor! –Grité desesperado.
Mas no fue él quien lo hizo. No bien comenzó a ha-
blar, reconocí la voz del mulato:

112
El Samtotaj y otros cuentos

-Ya tiene lo que quería. Claro que no pode-


mos darnos el lujo de que alguien más lo sepa, ¿en-
tiende? –No respondí, congelado como estaba. –Sí, yo
creo que entiende. Es tiempo que lea el último mensa-
je que mi amo anterior acaba de dirigirle –y cortó la
comunicación. Corrí hacia la computadora, agitado,
tembloroso, y leí:

Untier:

Ya está en poder del conjuro. Eso


quiere decir que soy libre. Ahora el asunto es
entre usted y Noir Mauvais, como he dado en
llamarlo afectuosamente. Es todo suyo, aun-
que no lo quiera, o lo deteste. Sólo tiene que
castrarse e invocarlo mediante el texto que el
pobre Dolmetscher ha tenido a bien traducir-
le, y él lo conducirá por los meandros del a-
bismo. Es una verdadera lástima que no haya
podido hacer la traducción por usted mismo,
nos hubiéramos ahorrado una muerte inútil.
Pero qué va, los misterios a los que tendrá
acceso bien valen el sacrificio de una rata de
biblioteca como era el desdichado intérprete.
Ya sé, ya sé, usted no quiere nada de
esto. Pero permítame darle un consejo: no se
aflija y actúe como un hombre, con cojones o
sin ellos. De nada le servirá debatirse u opo-
nerse a su destino. Si se resiste, Noir Mauvais
hallará el modo de ponerlo en caja. Usted sa-
be, está a punto de quedarse sin bastión hu-
113
Gabriel Cebrián

mano (lo he sido yo a lo largo de varios siglos


y, como acabo de decirle, estoy a punto de re-
tirarme a departir con las más altas jerarquí-
as). Mucho le agradezco que haya tomado es-
ta ardiente posta, voluntariamente o no. De
todos modos, ¿qué vale una trémula voluntad
humana frente a la de Sus Majestades Oscu-
ras? ¿Acaso no ha pasado su vida invocándo-
las? Como le dije al principio de nuestra fu-
gaz relación, le he proporcionado una aveni-
da REAL a dichas instancias. Tarde o tempra-
no me lo agradecerá. Y si hace lo que debe –
claro que no tiene opción-, quizá alguna vez
esté en condiciones de agradecérmelo perso-
nalmente. Tiene ante usted una oportunidad
única. No la eche en saco roto.

Suyo, por los siglos de los siglos,

Ahriman

Permanecí bebiendo gin, ahora puro, hasta ca-


er dormido. Supongo que fue debido a mis mecanis-
mos de defensa, no sé. Mas no obstante caí en un sue-
ño plagado de íncubos angustiosamente sexys, con un
marco de barahúnda africana, tan extáticos en su
transcurso cuanto angustiosos al momento de desper-
tar y recordarlos. Si el desgraciado ése de Ahriman se
había propuesto volverme loco, lo estaba consiguien-
do. Me dolía espantosamente la cabeza. Apenas si
alcanzaba a discernir adónde terminaban las dulces
114
El Samtotaj y otros cuentos

pesadillas y comenzaba la otra, ésa que lamentable-


mente parecía discurrir en plena vigilia. Allí estaban
los presuntos testículos de Pedro Abelardo, el papiro,
la transcripción. Me sentí grotesco de sólo analizar lo
que estaba pensando. ¡Los testículos de Pedro Abelar-
do! Patético.
Pensé en el pobre Dolmetscher. Tal vez estaba
muerto por mi culpa. No estaba seguro que fuera es-
trictamente mi culpa, pero no podía sentirlo de otro
modo. Encima, un tipo demente me había indicado
por E-mail que me castrase. Era demasiado. Y dar
parte ahora a la policía podía complicarme en la in-
vestigación de un asesinato. Mi vida, de buenas a pri-
meras, apestaba. Algo estaba sucediéndome, algo ne-
fasto. Tal vez el aislamiento me había hecho saltar u-
na chaveta, o tal vez todo fuera nada más que una
grande y nefasta broma, nuevamente demasiados tal
vez, sólo que ahora recaían sobre circunstancias más
dramáticas. Imaginaba a Dolmetscher ora masacrado,
ora riéndose a carcajadas de mí. Cualquiera de mis
contactos podía suponer que en caso de criptograma
acudiría a él, y propiciar luego la celada. Mas a conti-
nuación veía a esa teoría conspirativa como desmesu-
rada, paranoide, más que nada un capricho de mi áni-
mo para aflojar la soga en mi cuello. Me acabé el gin,
ya que se dice que beber es bueno para las resacas.
No iba a hacer nada. Ni encendería la compu-
tadora. Bien sabía que Ahriman jamás aparecería, era
parte del juego. Temía ver de pronto parado frente o
detrás de mí al desagradable mulato, parecía adivinar-
lo entre las sombras, y a causa de ello cabeceaba co-
115
Gabriel Cebrián

mo un búho, al ritmo de los sobresaltos. Mi vida apes-


taba. No recordaba cuándo había comido por última
vez. Abrí la heladera y bebí leche directamente del
cartón, con sed propia de la condición deplorable de
mi organismo. Luego encendí un cigarrillo, y casi no
llego a sentarme en el inodoro.
Apenas salí del baño cuando tocaron al porte-
ro eléctrico. Era la policía.

IV

Las llamadas telefónicas que habíamos inter-


cambiado con Dolmetscher habían quedado registra-
das en su sistema telefónico. Yo era la última persona
con la que el pobre había hablado; y claro, querían sa-
ber cuál había sido el tema. Un individuo uniformado
y otro trajeado, luego de identificarse, ingresaron a mi
departamento y me obligaron a levantar las persianas.
Manifestaron un gran interés por el criptograma –sa-
bían ya que había sido enviado desde mi línea- y su
traducción, especialmente a causa de su característica,
que definieron directamente como satánica. Resultaba
obvio que un individuo de mi apariencia, esa mañana
particularmente exacerbada por los excesos emocio-
nales y etílicos del día anterior, les resultaba por de-
más desagradable, máxime con la pésima prensa que
ha generado últimamente la proliferación de jóvenes
oscuros promoviendo masacres escolares. A sus pre-
guntas, respondí que el texto en cuestión me había si-
116
El Samtotaj y otros cuentos

do enviado mediante correo electrónico por un loco


que estaba acosándome, y sugerí que probablemente
deberían orientar su pesquisa por ese lado. Ante el po-
co amable requerimiento de detalles y precisiones, les
ofrecí abrir mi correo y mostrárselos, mas optaron por
llevarse todo mi equipo. No opuse resistencia. Sólo
quería que todo aquello terminase, que los peritos ha-
llaran y encarcelaran de una vez por todas al demente
que me había metido en semejante atolladero.
Pero nada de ello ocurrió. Por el contrario, el
2 de mayo fui detenido y luego imputado por el asesi-
nato de Dolmetscher. Parecía ser que ninguno de los
E-mails del tal Ahriman había sido hallado en mi sis-
tema, y sí en cambio algunos otros que no recuerdo
haber enviado, que consistían en insultos y amenazas
al occiso, a tenor de ciertos misterios maléficos que
supuestamente él me había robado. Evidentemente,
quienquiera que fuese que me había arrojado a esto,
parecía tener recursos no solamente mágicos sino
también informáticos. El cerco iba estrechándose ine-
xorablemente a mi alrededor. Y lo peor quizá fuera
que, ante la secuencia de episodios nefastos, mis fa-
cultades mentales comenzaron a languidecer. Tanto
en los interrogatorios policiales como en los efectua-
dos en sede judicial sólo podía balbucear argumentos
que, si bien se ajustaban fidedignamente a lo que ha-
bía experimentado, bien sabía yo que en lugar de ayu-
darme acabarían hundiéndome más y más. Como les
digo, me fui deteriorando a ojos vista, física y psico-
lógicamente. Lo peor era la lámpara que los investi-
gadores encendían frente a mi rostro en ocasión de
117
Gabriel Cebrián

presionarme para que confesara un crimen que no ha-


bía cometido. Nadie parecía estar dispuesto a dar la
mínima chance de veracidad a mis vacilantes argu-
mentaciones. Vapuleado, exhausto, vilipendiado, re-
gresaba a la tibia oscuridad de la celda en la que me
mantenían aislado como al regazo materno. Y si bien
aquella penumbra estaba plagada de presencias fan-
tasmales, algunas tan hórridas cuanto puedan imagi-
nar, me sumergía en ella con alivio. Por espantosa
que fuera, no lo era tanto como la realidad concreta
que debía experimentar cada vez que era arrojado fue-
ra del tétrico oasis. Mas en el fondo de mi ser sabía
que un confinamiento en condiciones tan aciagas tam-
poco era el ideal que había imaginado para mi vida, y
era entonces cuando me invadía la ira, dirigida hacia
quienquiera que fuese que me había puesto frente a
tan ingrata disyuntiva.
El juicio fue casi un trámite. Ni siquiera el a-
bogado defensor que me proveyó el estado creía en
mi palabra. Se encabritaba nomás oír la historia que,
según yo creía, era verdadera. Intentó por todos los
medios articular una alternativa, y al encontrarse con
mi decisión de ajustarme a la realidad de los hechos
según yo los había visto, me dijo que, así las cosas, lo
único que podía hacerse era alegar insanía. Iba a ser
confinado, no ya en un establecimiento penal, sino en
el pabellón de inimputables de algún loquero. Maldije
mi suerte, pero no estaba dispuesto a inculparme por
un crimen que no había cometido.
Poco recuerdo de las instancias del juicio o-
ral al que fui sometido, y ello debido al deterioro
118
El Samtotaj y otros cuentos

mental que recién les comentaba. Fragmentos nebulo-


sos, como oníricos, es todo cuanto conservo en la me-
moria: los alegatos del Fiscal, estableciendo firme-
mente motivos, circunstancias y oportunidad; las peri-
cias psicológicas, que habían arrojado diagnósticos
basados en un complejo de castración generado por
mi exacerbado desprecio por los valores cristianos,
mas delirios mesiánicos, racistas y filonazis, todo ello
aunado a una fabulación desbordada de corte esqui-
zoide. También fui acusado de propagación de cultos
“satánicos” en la internet.
Asimismo guardo reminiscencias de las dia-
tribas dirigidas hacia mi cultura -que provocaban ges-
tos y expresiones de asentimiento entre los presentes-,
y de la solidez con la que el fiscal fundamentaba el
punto que hacía al cabal entendimiento por mi parte
de la acción criminal que se me imputaba, para conse-
guir arrojarme a una prisión común y no a un hospi-
tal; de la risueña perplejidad que despertaban mis di-
chos -sobre todos los atinentes a la cuestión de los
testículos de Pedro Abelardo, y que mi abogado con-
sideraba la mejor carta para demostrar mi incapacidad
psicológica, sin tener en cuenta en lo más mínimo mi
intencionalidad, absolutamente encontrada, toda vez
que pretendía yo establecer hechos y circunstancias
que sólo parecían ser reales para mí-, en fin; la cosa
es que mi afán por dejar sentada la verdadera secuen-
cia de sucesos determinó que todos -finalmente tam-
bién yo mismo, por momentos- se convencieran de mi
grave estado de enajenación. Así fue que fui a dar con
mis maltratados huesos al Pabellón de Inimputables
119
Gabriel Cebrián

del Hospital Alejandro Korn, en la localidad de Mel-


chor Romero. Allí fui atacado, vejado, torturado física
y mentalmente por infinidad de entidades, físicas o de
carácter espiritual (sin poder discernir con claridad
cuál de ellas se trataba en cada caso, dada su profu-
sión). Siempre, y como les decía al principio, había
sentido fascinación por lo oscuro. Tal aproximación
romántica jamás tuvo la real dimensión del cúmulo de
horrores que podía existir tras las tinieblas. Solamente
un elemento de aquella vieja propensión parecía man-
tener su atracción, su influjo; y quizá haya sido así
por cuanto constituye el elemento central de dicha i-
conografía: la muerte. La idea del suicidio cobraba
entidad a medida que pensaba en ella, iba convirtién-
dose en la esperanza de liberación final, de única sali-
da posible a tantas y tantas penurias.

Me convertí en un espectro doliente. Como ya


he dicho, toda mi vida había jugado a tentar ese rol,
sucede que hasta ese momento no había tenido opor-
tunidad de considerar objetivamente las reales impli-
cancias que tal condición debía necesariamente con-
llevar. Estupefacta a causa de las visiones y de la me-
dicación, mi mente declinaba, iba apagándose como
una vela. Pero el lector sagaz de esta crónica de mi
debacle personal advertirá que de algún modo sobre-
vino una recuperación, caso contrario no habría sido
120
El Samtotaj y otros cuentos

capaz de redactarla. Y otro más sagaz aún podrá pre-


ver las causales de mi reconstitución, o mejor dicho,
el modo en que pude llevarla a cabo.
Un día (no puedo precisar si era de mañana o
de tarde, en el maremágnum de visiones y ensueños
que no cesaban de acosarme) un celador me dijo que
tenía visita. Casi me caigo de espaldas cuando salí al
patio y vi al mulato que Ahriman llamaba Noir Mau-
vais, sentado a la sombra de un árbol y con un paque-
te sobre las rodillas. Quise abalanzarme sobre él y a-
horcarlo, pero en mi condición eso sólo podía ser un
anhelo sin posibilidad de ejecución alguna. Me senté
frente a él, clavados mis ojos en los suyos, fiera mi
expresión, distendida y benévola la de él.
-Fíjate a qué estado te ha arrojado tu obceca-
ción –me dijo ni bien quedamos a solas.
-Ustedes, malditos sean, me han arrojado a es-
te agujero.
-No sé, tal vez sea así, pero a la vez somos los
únicos que podemos sacarte de él.
-Ah, ¿sí? ¿Pedirán la nulidad del juicio?
-No, ése no es el modo, y tú lo sabes.
-¿Y cuál es, entonces?
-Que cumplas la parte que te compete en este
drama.
-Ustedes me han llevado a esto. No recuerdo
haber adquirido ningún compromiso en ese sacrílego
asunto.
-¿Acaso te han dado hostias con la medica-
ción? ¿Adónde crees que vas con eso de “sacrilegio”?

121
Gabriel Cebrián

-Desde que se cruzaron en mi camino, mi vida


apesta.
-Según yo lo veo, ya apestaba desde mucho
antes. Tal vez desde que naciste. Pero no tengo tiem-
po ni ganas de discutir estupideces. Tú sabes muy
bien cómo salir de aquí y acceder a una vida extraor-
dinariamente rica en experiencias trascendentales. Y
muy larga, por cierto.
-Prefiero morir ahora mismo.
-Ya lo sé, y verás, es muy probable que así
sea, finalmente. Vine solamente a traerte una alterna-
tiva. Está adentro de este pastel –dijo, me tendió el
paquete (que acepté casi mecánicamente), se incorpo-
ró y emprendió la marcha hacia la puerta de salida. A
mitad de camino se volvió por un instante y me guiñó
un ojo. Luego continuó.
Caminé hacia los baños tan rápidamente como
lo permitían mis temblorosas piernas. Me encerré en
uno de los excusados mierdosos y prácticamente des-
trocé el pastel.
En su interior hallé, cuidadosamente protegi-
dos, un papiro idéntico al que me había llegado a tra-
vés de Noir Mauvais -y que había sido incorporado a
la causa como elemento probatorio-, una copia de la
traducción que efectuó el pobre Dolmetscher, un tubo
lleno de un líquido transparente (probablemente for-
maldehído, o algo así), y una hoja de bisturí.

122
El Samtotaj y otros cuentos

DELIRIUM TREMENS

Hacía ya dos o tres horas que había tenido su


último vómito de sangre. Fue uno muy profuso y es-
pecialmente pestilente; allí estaba aún -no se había to-
mado el trabajo de limpiarlo- como una especie de
memento mori de resolución inminente. Era evidente
que le quedaba poco, muy poco tiempo, y la inmensa
responsabilidad que pesaba sobre sus agónicas espal-
das suponía un trago más amargo aún que los resabios
de sangre negruzca que tragaba luego de cada estalli-
do de sus varicosidades esofágicas. No obstante se
sirvió otra copa de bourbon. Bebió un poco y sintió
una fuerte quemazón en el tubo digestivo, ojalá sir-
viese para cauterizar un poco las heridas más recien-
tes.
Repensó su vida mientras miraba los coman-
dos del panel de control. Las voces en los parlantes y
las diversas líneas móviles de videograph lo mante-
nían al tanto del estado general de las cosas y de la e-
ventual necesidad de su intervención en las situacio-
nes de emergencia que pudieran sobrevenir (si bien
ésta era una función que no correspondía a su posi-
ción, hacía días que había dispuesto asumirla perso-
nalmente. Por suerte la tecnología había evolucionado
lo suficiente como para permitir que incluso un indi-
viduo degradado al extremo como era su caso pudiera
ejecutar una función tutelar tan relevante con un par
de simples maniobras. Y ello además le permitía, co-

123
Gabriel Cebrián

mo decíamos, repensar su vida en lo que muy bien


podía tratarse de la recapitulación final).
Nacido en el seno de una familia patricia -por
lo que nunca nada le había costado gran cosa-, se ha-
bía esforzado por cumplir con creces cuanto se espe-
raba de él. Brillante en su paso por las mejores uni-
versidades, no tardó en descollar también en el ámbi-
to profesional. Y casi sin darse cuenta fue asumiendo
responsabilidades cada vez mayores. Formó una fa-
milia ejemplar, creció económica y socialmente hasta
el pináculo de lo que habían pretendido para él, y más
aún de cualquier expectativa, por excesiva que fuese.
Y las presiones crecientes lo llevaron a utilizar el al-
cohol como válvula de descompresión. Para cuando la
sustancia comenzó a afectarlo en un nivel orgánico,
había aprendido ya a disimular sus efectos de un mo-
do magistral, lo que le permitió continuar desempe-
ñando su relevante rol sin mayores complicaciones
que algún que otro tímido aconseje de parte de sus co-
laboradores más allegados, a quienes siempre tranqui-
lizaba con sólidas y temperamentales argumentacio-
nes, las cuales –a veces por su virtud convincente, a
veces por intimidatorias- lograban su cometido. Y si
algo había aprendido a lo largo de su experiencia era
eso, que lo que a ultranza contaba era la consecución
de los fines, independientemente de los medios. Y eso
era lo que pensaba hacer hasta el momento de la san-
gría final.
Terminó la copa y volvió a servirse. Fue allí
que advirtió un punto rojo parpadeando en el monitor.
Fijó su vista en él, sorprendido, y entonces sucedió al-
124
El Samtotaj y otros cuentos

go insólito: del destello brotó un escorpión, de tonali-


dad rojiza él también, y de un tamaño considerable.
Caminó extrañamente por el plano vertical de la pan-
talla, descendiendo hasta el tablero de control. Lo ob-
servó, estupefacto, tratando de comprender la lógica
de semejante prodigio, si es que acaso podía tener u-
na. No acababa de asimilar el inverosímil evento
cuando se encendió un nuevo punto rojo, y otro, y o-
tro más. Al cabo de unos cuantos segundos el tablero
hervía de escorpiones. Sobrecogido, fue víctima de o-
tro estallido esofágico y de otro caudaloso vómito de
sangre negruzca; se ahogó y se dio cuenta que su fin
estaba allí nomás, a un paso. Y al propio tiempo ad-
virtió el mensaje que los escorpiones habían venido a
darle: eran el símbolo de la proliferación de sus ene-
migos, que vendrían a apoderarse de todo cuanto ha-
bía logrado en su vida, a despojar a su familia y a su
gente, a dar por tierra con todos los frutos de su es-
fuerzo y dedicación permanentes. Mas no lo iba a per-
mitir. Por nada del mundo.
Se quitó un zapato y arremetió contra las ali-
mañas, con verdadero odio y determinación paranoi-
de, asestando taconazos a diestra y siniestra. Pero los
escorpiones eran cada vez más. Supo entonces que
había una sola manera de acabar con ellos: hubo un
estallido de cristales, un febril manipuleo de dispositi-
vos y a continuación se desató un pandemónium de
sirenas ululantes y pulsos de alarma frenéticos.

125
Gabriel Cebrián

-¡¿Qué pasa, Señor Presidente?! –Preguntó a


gritos el Jefe del Pentágono, pero fue nomás irrumpir
que se percató de que la pregunta ya no tenía destina-
tario. El presidente yacía inerte sobre el charco de su
último vómito.

Tres horas más tarde la vida del planeta tam-


bién languidecía hacia su fin, entre la bruma radiacti-
va de la noche nuclear.

126
El Samtotaj y otros cuentos

¿QUO VADIS, DOMINE?

Probablemente esta historia haya comenzado


antes, cosa común a cualquier secuencia de hechos
que arbitrariamente deba ser recortada para enmarcar-
la en un determinado segmento narrativo; tal vez tam-
bién debiera decirse que el principio de esta historia,
el propiamente dicho, resulta bastante más difícil de
soslayar por cuanto coincidiría con el comienzo de lo
que llamamos nuestra era, debido a hechos y circuns-
tancias sociopolíticos, tal vez espirituales, operado
hace poco más de dos mil años. El asunto es que –pe-
se a la gravitación extraordinaria que ejercen todas las
habladurías y escrituras tocantes a los personajes y
que son, en mayor o menor grado, de conocimiento
público- esta secuencia principia en el momento en el
que Simón, el pescador de Galilea (luego rebautizado
como Pedro) es arrojado a una oscura mazmorra por
los soldados del Emperador Nerón.
Antes de que sus ojos se acostumbrasen a la
penumbra oyó la voz de Pablo, a la sazón atrapado en
la misma prisión y por idéntica causa, que no era otra
que la causa de su Mesías.
-Ya ves, mi querido Pedro: terrible e impiado-
sa es la misión que el Maestro nos ha encomendado.
¿Cómo puede uno difundir la Buena Nueva cuando,
nomás comienza a predicarla, es arrojado a un pozo
127
Gabriel Cebrián

infecto como éste y más luego al tormento y a la


muerte?
-Mi buen Pablo –respondió, habiéndolo reco-
nocido por la voz y el tono-, tal vez la solución a tu
dilema esté dada por el extraordinario sacrificio que
hizo de él mismo, siendo como era Rey de Reyes, hijo
de Dios, cuando enfrentó flagelos tales como ésos a
que acabas de dar voz, reñidos esencialmente con su
grandiosidad y su destino de eternas glorificaciones.
Hubo un sonido de cadenas entrechocándose.
Pasaron unos momentos durante los cuales Pablo pa-
recía hallar la forma de decir lo suyo, cosa que al ca-
bo ocurrió:
-Es bueno que lo digas tú, que para salvar el
pellejo negaste al Maestro en varias ocasiones, allá en
Jerusalén.
-El señor me ha perdonado. Sabe que soy sólo
un hombre, y que aprendí que la vida de un hombre
no es nada sino sirve a la gloria del Altísimo.
-No te importa morir ahora, por lo que dices.
Y es bueno, porque eso es precisamente lo que va a o-
currirte en muy poco tiempo.
-A ti también, por lo visto.
-Así es. A mí también. El Señor así lo ha dis-
puesto. Me ha dado el tiempo suficiente para ejecutar
mi misión, y es evidente que el martirio dará un valor
muchísimo más alto a los testigos que he dejado de-
trás de mí. Enfrentaré la crucifixión, o quizá las fieras
del Coliseo, con una sonrisa en los labios. Mi Señor
estará esperando por mí.
-¿Cómo ha sido que llegaste aquí?
128
El Samtotaj y otros cuentos

-Me hallaba yo en Jerusalén, difundiendo la


palabra del Maestro, cuando los fariseos se encarga-
ron de entregarme a los esbirros de Roma, quienes me
trajeron aquí, adonde el demonio encarnado que se
hace llamar Nerón aboga por los intereses del averno.
Nuestro fin será épico. Seremos sacrificados de modo
cruel y denigrante, tanto como para que nadie, judío o
gentil, vuelva a atreverse a manifestar la Palabra. Pero
su ignorancia no les permite advertir que, de ese mo-
do, nuestro martirio hará que el mensaje del Maestro
cobre alas y estandartes que ya jamás podrán ser de-
rribados.
-Así sea.
-¿Y tú? ¿Cómo fuiste aprehendido?
-Me hice eco de tu prédica, que era la de lle-
var la Palabra a los confines de la tierra, tanto a judíos
como a gentiles. Y decidí venir aquí, a Roma, espe-
rando que prendiese la semilla y así se desperdigaran
sus frutos por todo el orbe. Pero hallé muchas dificul-
tades. La gente no dejaba de exigir milagros y cura-
ciones prodigiosas, en la creencia de que si venía yo
de parte del Dios único, debía probarlo con hechos
mágicos y no con meras palabras. El Señor me bendi-
jo y me permitió ejecutar algunos, lo que me valió
contar con un puñado de seguidores. Pero no era ni a-
proximadamente lo que había previsto y lo que sería
justo que hubiese ocurrido. Y en mucho gracias a ese
samaritano demoníaco a quien llaman Simón el Ma-
go. Ese maldito bribón tenía maravillado al pueblo
con sus malas artes. Era capaz de ejecutar trucos y ar-
tilugios, de la mano de su amo Satanás, que dejaban
129
Gabriel Cebrián

pasmadas a las multitudes. Algunos de mis seguido-


res...
-Los seguidores del Cristo, deberás decir...
-Pues claro, ¿es que acaso podría ser de otra
manera? Soy uno en Cristo, mi vida hace rato que no
me pertenece.
-Eso no te autoriza a hablar del modo que lo
has hecho. Pero continúa, ¿qué ocurrió con esos se-
guidores del Maestro?
-Ocurrió que, conmocionados como estaban
(no podía ser de otro modo, con la bienaventuranza
eterna que este humilde siervo del Señor les había
mostrado), fueron imprudentes, y desafiaron a Simón
el Mago y a sus numerosos acólitos. Tal escándalo se
armó que sin ninguna intervención de mi parte acor-
daron un duelo entre el Simón llamado Mago y el Si-
món pescador que ahora es Pedro. Para cuando tomé
conocimiento, el desafío estaba ya en pie, y cualquier
negativa de mi parte habría redundado en desviar todo
aquel agua hacia los molinos del infierno. Acepté mi
suerte, y acudí a la cita el día y a la hora indicados. A-
llí, al pie de una colina, nos esperaba una multitud, to-
dos ellos dando vítores y aupando al Mago, sonrien-
tes, seguros de su victoria, más aún teniendo en cuen-
ta el puñado de peregrinos pobres y sucios que yo en-
cabezaba, y que venía a oponerse a la magnificiente
apariencia del hechicero. ¿Tú, dices que vienes en
nombre de Dios? Ni siquiera un perro sería merece-
dor de semejante séquito, dijo a voz en cuello cuando
estuvimos enfrentados, y la multitud estalló en risas y
pullas hacia nosotros. El Señor desprecia a los far-
130
El Samtotaj y otros cuentos

santes y a los opulentos, respondí, mucho más seguro


de mis palabras que de mí mismo. Está a la vista que
si el señor desprecia a alguien, no es a nosotros,
¿verdad? Manifestó entonces a su gente, que rugía en
asentimientos y clamaba por ver nuestra aniquilación
lo antes que fuese posible. Entonces el Mago, envuel-
to en suntuosas sedas orientales y áureos abalorios,
me instó a mostrar lo mejor que tuviese, y yo le res-
pondí que lo único que poseía, que era el único tesoro
verdadero al que podía aspirar hombre alguno sobre
esta tierra, era la Palabra del Señor. Eso se dice muy
fácilmente, tan es así que hay miles de fantoches an-
drajosos como tú diciendo cosas tales como ésa, ar-
gumentó, provocando un murmullo de divertidos a-
sentimientos. Probablemente cualquiera de esos an-
drajosos a quienes haces referencia estén mucho más
cerca de Dios Nuestro Señor que tú, envilecido de va-
nidad y codicia como se ve que estás, respondí, y pa-
reció fastidiarse. No hemos venido hasta aquí para o-
ír mera palabrería. ¿Vas a mostrarnos o no tu ma-
gia? Yo he venido, dije, a dar la Buena Nueva a las
gentes, y no a mostrar mis poderes, que si los tuviera
no serían míos, sino del Señor.
-Bien dicho –aseveró Pablo.
-Será entonces que no tienes nada que mos-
trar, dijo el Mago, y añadió Pero por mi parte, no voy
a dejar a esta gente con las manos vacías como pare-
ce que pretendes hacerlo tú. Ahora mismo, para de-
leite de ellos y para aleccionar a esos perros que han
venido contigo a disturbarme, voy a poner de mani-
fiesto lo que puede hacer un verdadero enviado de lo
131
Gabriel Cebrián

Alto. Y a continuación desplegó su colorida túnica y


comenzó a flotar en el aire. Ante el prodigio, un mur-
mullo de estupefacta maravilla se elevó de la multi-
tud, incluidos los que hasta allí habían sido mis segui-
dores. Yo mismo me sentí avasallado ante semejante
muestra de taumaturgia, pero mi fe inquebrantable me
mantuvo en la conciencia que era el propio Satanás
quien le confería tales facultades. No podía ser de otra
manera. Y el buen Señor no me dejó sin armas contra
aquello, por extraordinario que fuese. Puso visión en
mis ojos, y cuando Simón el Mago había alcanzado u-
nos treinta codos de altura, me permitió ver a dos sa-
crílegos dragones, de ojos rojos y furibundas y ba-
beantes fauces, sosteniendo cada una de las piernas
del falso líder. Y supe que si el Señor me daba opor-
tunidad de ver la argucia, me daría también la posibi-
lidad de desbaratarla, así que comencé a rogarle, a to-
da voz, que arrojara a los espíritus del mal de nuevo
al averno de donde jamás debían haber salido; y así,
en su Sagrado Nombre, los conminé a ello. Con lágri-
mas en los ojos vi cómo los dragones se agitaban, co-
mo sacudidos por un viento huracanado, y luego huí-
an, dejando sin sustento al Mago, quien con una ex-
presión de terror y desencanto como no he visto otra
se precipitó a tierra, quedando maltrecho y humillado.
Entonces, simplemente le dí la espalda y me marché.
A poco advertí que la multitud que lo había seguido
hasta entonces venía a mi detrás, enmudecida y admi-
rada por la manera en que el Altísimo me había avala-
do en la contienda. En aquel silencio extático podían

132
El Samtotaj y otros cuentos

oírse con toda claridad los ayes e imprecaciones del


derrotado agente del demonio.

II

-Puedo adivinar lo que sucedió a continuación


–dijo Pablo. –La multitud que comenzó a seguirte lla-
mó la atención de modo tal que no pasaste desaperci-
bido a los ojos del Imperio. Por eso fuiste prendido.
-Así fue, hermano en Cristo, que sucedieron
los hechos. Y no fue muy alentador para mí advertir
que todos aquellos nuevos siervos de Nuestro Señor
ni se inmutaron al verme prisionero, pues estaban
convencidos de que mi magia era capaz de liberarme
de cualquier prisión en la que pretendieran confinar-
me. Grande será su decepción cuando atestigüen mi
martirio y mi muerte.
-No será así, tenlo por seguro. Seremos reve-
renciados como mártires de la única causa que merece
ser honrada. Todas las profecías auguran el adveni-
miento del Reino de los Cielos, y a nosotros nos ha si-
do dado el honor de cimentarlo con nuestro sacrificio
y nuestra sangre.

Fue entonces que oyeron unos ruidos en la pe-


sada puerta de hierro, así que permanecieron silencio-
sos y expectantes hasta que se abrió con un chirrido,
dejando entrar la luz trémula proviniente de las antor-
chas del pasillo exterior. La angustia creció en el pe-
133
Gabriel Cebrián

cho de Pedro al ver ingresar a un guardia. Tal vez su


fin era más inminente de lo que había supuesto, y tal
vez no estaba tan preparado para enfrentarlo como su
fe y su razón le habían hecho creer. Una mezcla de te-
mor y de vergüenza lo arrojó una vez más a ese esta-
do de crisis que había creído superado luego de elabo-
rar la pesada culpa de haber negado al Maestro en Je-
rusalén. Pero no eran el tormento y la muerte lo que
venía a traerles el guardia, sino la libertad.
-He permanecido aquí, junto a la puerta, o-
yendo vuestra palabra, oh hombres santos –dijo, para
genuina sorpresa de los prisioneros. Miró a Pedro y se
arrojó de rodillas frente a él. –Tú me has mostrado el
camino, has dado un sentido a mi vida, que hasta hace
poco sólo hallaba solaz en pillajes, asesinatos y adul-
terio. He sido uno de los tantos testigos del poder que
el Señor te ha conferido, cuando arrojaste a los demo-
nios aliados de Simón el Samaritano. No me atreví
entonces a seguirte, porque temí que mis pasos me
condujeran hacia una muerte tan segura como horri-
ble. Mas ahora, luego de haberos oído, comprendí que
la muerte verdadera sólo me alcanzará si no soy capaz
de obtener la bienaventuranza eterna con mis accio-
nes. Por ello he puesto una droga en el vino de mi
compañero, quien ha quedado profundamente dormi-
do. Ahora voy a liberaros. Pero antes de marcharos
debéis hacer algo por mí.

Y así fue que el converso tuvo el inmenso pri-


vilegio de recibir el bautismo nada menos que de ma-
nos del Apóstol más cercano al Mesías y del llamado
134
El Samtotaj y otros cuentos

Apóstol de los Gentiles. Qué pasó después con él, no


lo sabemos, aunque todas las aproximaciones proba-
bilísticas nos inclinan a suponer que fue una de las
tantísimas víctimas de la persecución del Emperador
Nerón, quien, ofuscado tanto por la fuga de los dos
peces gordos que había tenido en su poder, como por
la proliferación de devotos del Cristo, no tardó en res-
ponsabilizar a estos últimos del gran incendio de Ro-
ma y desencadenar, en consecuencia, uno de los más
feroces holocaustos que registra la historia. En ese
marco, tan solapadamente como les fue posible, y dis-
tanciados uno del otro para mayor seguridad, Pedro y
Pablo continuaron su labor evangelizadora, que en la
coyuntura representaba más que nada organizar una
resistencia pasiva y articular acciones para que la ma-
sacre alcanzara a la menor cantidad posible de fieles.
La Palabra servía entonces, básicamente, para recon-
fortar a los familiares y amigos de las víctimas y para
sostener la fe, aún a pesar de los gravísimos contra-
tiempos. Pero la calamidad, apoyada por la estructura
militar de Roma y el acérrimo encono del alocado
Emperador, no tardó en alcanzar a Pedro. Volvía a su
guarida, de uno de los cotidianos servicios que debía
realizar en aquellos tiempos tan aciagos, cuando vio
que los miembros de su cenáculo más íntimo habían
sido apresados; entre ellos su esposa e hijos, que aca-
baban de llegar de Antioquía para reunirse con él. U-
na vez más tuvo que embozarse para salvar el pellejo;
nuevamente el oprobio, esta vez con un contenido
mayor de angustia y sufrimiento, hizo presa de él. A-
caso jamás fuera a perdonarse el haber permitido que
135
Gabriel Cebrián

su familia viniese a Roma, tal como las cosas estaban


desarrollándose allí. ¿Y su Señor? ¿Por qué no sepul-
taba en sangre y fuego a esta maldita Babilonia? ¿Por
qué permitía que los justos que se entregaban de cuer-
po y alma a Él fueran objeto de tales calamidades?
¿Acaso no le había bastado con su amado hijo, el Ma-
estro Jesús el Cristo? ¿Cuánta sangre justa e inocente
debía seguir derramándose? Presa de estos insolubles
cuestionamientos, amargos frutos de la tragedia que
acababa de experimentar, enjugó sus lágrimas y se
perdió entre la multitud.

III

Deambuló por la ciudad el tiempo suficiente


como para caer en la cuenta de que si continuaba en
ese vagabundeo doliente y estupefacto, no tardaría en
dar nuevamente con sus huesos en la mazmorra, y es-
ta vez no iba a tener tanta suerte. Con extrema pre-
caución visitó los escondrijos de otros cristianos tra-
tando de hallar a Pablo, pues necesitaba consejo y
confortación. Mas no obtuvo sino referencias contra-
dictorias: unos decían que había sido atrapado por los
legionarios; otros, que había huido de Roma, aunque
no tenían idea de hacia dónde podría haberse dirigido.
A las consultas que los aterrorizados cristianos le for-
mulaban, Pedro respondió que lo único que podían
hacer, por el momento, era permanecer ocultos o a-
bandonar la ciudad, con los riesgos que una maniobra
136
El Samtotaj y otros cuentos

así conllevaba. Y difundir la Palabra, por cierto (aun-


que ello era indicado ahora con bastante menos firme-
za interior que sólo unas cuantas horas antes). Cayó la
noche, y ya en las afueras de la maldita urbe, penando
y cavilando febrilmente, concluyó que permanecer a-
llí sólo iba a acarrearle riesgos y, sobre todo, la pesa-
dumbre de enterarse detalles del funesto fin que al-
canzaría a los seres que más había amado en este
mundo. Si tan sólo la Palabra fuera cierta, al menos le
quedaría la esperanza de reencontrarse muy pronto
con ellos en la eterna bienaventuranza.
Así que, ocultando su rostro lo suficiente co-
mo para no ser reconocido por los legionarios que pu-
lulaban por todas partes y cuidándose a la vez de no
despertar mayores sospechas, tomó una de las vías de
salida de la ciudad. Un fantasma caminaba todo el
tiempo a su lado. Era el fantasma que lo había acosa-
do desde la anterior claudicación de su fe –o, cuando
menos, desde que había experimentado por vez pri-
mera aquella endeblez que la misma solía demostrar
ante la amenaza directa de su muerte física-. Ojalá su
Maestro hubiese estado allí para decirle claramente
qué era lo que debía hacer. Aunque una vez que lo
hubo pensado bien, concluyó que ya a estas alturas
debía saber qué esperaba Jesús de él; ello, por cierto,
si era digno de ser su discípulo. Entonces supo que
todo cuanto esperaba el Maestro de él era que sirviese
incansablemente al Dios su Señor. Para eso valía más
vivo que muerto... ¿o habría servido mejor al plan di-
vino muriendo como mártir en Roma, tal como Pablo
había insinuado en la mazmorra? Sintió que dos gran-
137
Gabriel Cebrián

diosos defectos confrontaban en la idea que tenía de


sí mismo, y ellos eran la idiotez y la cobardía. O era
un pescador simplón, arrojado por las circunstancias a
una situación de liderazgo y cuya memez no le permi-
tía determinar el rumbo, o un cobarde que esquivaba
el bulto cada vez que las cosas marchaban mal. Con-
tra el primero de los supuestos conspiraba el hecho de
que él bien podía dudar y equivocarse, pero el Maes-
tro no, y si le había dado traslado de semejante res-
ponsabilidad, era sencillamente porque sabía que iba
a asumirla eficazmente. Contra el segundo supuesto
gravitaba una noción casi instintiva, que lo compelía
a hallar antinatural y canallesco el haber abandonado
a su suerte a mujer e hijos, sin haber dado su vida allí
mismo intentando salvarlos. Elevó una plegaria para
que su Maestro, el vencedor de la muerte, acudiese
para ayudarlo en una noche tan negra como aquella.
Y como respuesta inmediata a la desesperada invoca-
ción, una forma blancuzca fue tomando consistencia
en el lado contrario del camino... un extraño, envuelto
en una túnica blanca con ribetes amarillos rematada
en una capucha, caminaba en sentido contrario; y
cuando se fue acercando, la visión llenó sus ojos de
lágrimas. El buen Jesús en persona volvía a aparecér-
sele, a mostrarle una vez más el camino. Se dirigía
hacia Roma. No obstante lo claro del mensaje expre-
sado en tal acción, Pedro, con voz quebrada por la e-
moción, le preguntó:
-¿Adónde vas, Maestro?
-Voy a Roma, para que vuelvan a crucificar-
me –fue la lacónica y significativa respuesta. Pedro
138
El Samtotaj y otros cuentos

cayó sobre sus rodillas y las lágrimas ahora corrieron


fluidas sobre sus pómulos, haciendo borrosa la visión
de las espaldas de Jesús, que se iba alejando hasta
desvanecerse.

IV

Poco después regresaba a la ciudad imperial,


encendida nuevamente su fe, sintiendo que su cuerpo
era tan sólo un ropaje que ya no necesitaba. No temía
al sufrimiento, quería pasar por todo lo que tuviese
que pasar lo más rápido posible para ir a reunirse con
su familia en el Reino de los Cielos. Se imaginaba a sí
mismo como un testimonio de vida más, que ayudaría
a recordar los días en los que el Hijo de Dios bajó a la
tierra para redimirnos y hacernos dignos de la vida e-
terna. Sintió que por fin estaba a la altura de lo que el
Señor esperaba de él y, exultante, caminó con despar-
pajo por las calles de la nueva Babilonia. Y fue preci-
samente a causa de esa actitud mental que no le extra-
ñó en modo alguno ver de nuevo a su Maestro, de
blanca túnica con ribetes amarillos, conversar con u-
nos legionarios mientras lo señalaba. El Divino Plan
estaba en marcha. Cuando -ya presa de los soldados-
pasó junto a él, tuvieron oportunidad de intercambiar
apacibles sonrisas.

Fue a su sincera petición de no ser equiparado


en la muerte a quien había sido su luz y su guía que
139
Gabriel Cebrián

los verdugos accedieron -no sin un irónico gesto de


escarnio-, crucificándolo cabeza abajo. A esta horripi-
lante tortura final, Pedro opuso la inmensa alegría de
haber podido consumar el sacrificio con cuya realiza-
ción el Señor lo había honrado. Y fue entonces que a-
llí pendió, sufriente el cuerpo y gozosa el alma; hasta
que ya agonizante pudo ver frente a él, agitándose al
viento, la túnica blanca con ribetes amarillos.
-Amado Jesús –dijo, entre estertores-, has ve-
nido a asistirme en mi hora final, para luego conducir-
me al Reino de los Cielos.
-Eres un imbécil –fue la insólita respuesta-.
He venido a mostrarte las puertas del infierno.

Con sus últimas fuerzas levantó un poco la


frente, justo para ver que desde el interior de la cape-
ruza blanca con ribetes amarillos, era el odioso rostro
de Simón el Mago el que sonreía.

140
El Samtotaj y otros cuentos

EL LEGADO DE KAPILA

Cuando a lo lejos se causa terror y se siente


preocupación por lo cercano, es dable dar un paso ade-
lante, cuidar el Templo de los Ancestros y el Altar de la
Tierra y ser el conductor de los sacrificios.

I Ching (Versión R. Wilhelm, trad. D.


J. Vogelmann)

Tal vez haya sido a causa de una ambición


profesional de la que ahora me avergüenzo que hallé,
de modo casual e involuntario, el portento; es él quien
me impulsa a escribir este último artículo, magro co-
rolario de una breve e intrascendente carrera de perio-
dista, pero que tal vez pueda resultar altamente signi-
ficativo para alguien, siempre y cuando ese alguien
esté dispuesto a soltar amarras con su visión cósmica
de manera abrupta y quizá definitiva (este último ad-
verbio, aparte de sentar la correspondiente duda -ya
que no tengo experiencia previa que oponer al fenó-
meno-, conlleva una clara advertencia respecto de la
posibilidad de que, luego de pasar por la experiencia,
ese alguien no pueda o no quiera volver a articular los
mínimos resguardos necesarios para interactuar ade-
cuadamente en la existencia mundanal cotidiana. Y
conste que esto es una mera presunción, que me veo
obligado a reiterar tras considerar únicamente, y sólo

141
Gabriel Cebrián

por ahora, dos antecedentes: el del Doctor Boris Si-


meon y el mío propio).
Considero que el Dr. Simeon no necesita pre-
sentación, dado su renombre en el campo del pensa-
miento contemporáneo, especialmente en temas de e-
pistemología. Por mi parte, de aquí a un tiempo quizá
sólo unos cuantos recordarán mis columnas en El Ob-
servador, trampolín desde el que pretendía proyectar-
me hacia medios más prestigiosos. Pero como eso no
llegó a ocurrir, pese al afán que -como decía antes-
me arrojó a estas instancias extravagantes, les diré
que mi nombre es Facundo Dos Santos. Mi columna
puede encontrarse en el medio gráfico citado, casi to-
dos los sábados desde abril de 2000 hasta el presente,
10 de marzo de 2005. Por cierto hoy día no la reco-
miendo, luego de haberme aventurado en ese más allá
y haber ampliado mi conciencia al punto de casi ato-
mizarla en el infinito, mas no tengo otra referencia
que ofrecer; tal vez sirva de algo, claro que ese algo
jamás me irá a tocar. (Advierto que entre otras cosas
estoy perdiendo también mi estilo, anticipando cues-
tiones y abriendo paraguas de un modo por demás de-
sagradable e inconducente. Ello –y esto dicho sin la
menor intención excusatoria- porque me cuesta adap-
tarme a la linealidad propia del lenguaje humano, re-
flejo y a la vez matriz cultural del mundo físico en su
particular relación sistémica.)

A partir de acá, la historia.

142
El Samtotaj y otros cuentos

En cinco años, mi columna en El Observador


no me había reportado más que unas cuantas felicita-
ciones por parte de amigos, conocidos y autoridades
del medio, pero ninguna había logrado producir ese
impacto capaz de atraer la atención de las grandes
empresas multimedia hacia mi persona. Una noche
me exprimía la cabeza tratando de hallar de una vez
por todas el artículo que sirviera para catapultarme en
este sentido, mirando los noticieros de TV, hojeando
semanarios nacionales y extranjeros, cuando pasó an-
te mi vista un artículo sobre Boris Simeon, el episte-
mólogo que de buenas a primeras había dejado no só-
lo de publicar sus obras, sino que también había pro-
hibido su reedición o reproducción en cualquier for-
ma que fuese, desde la posición de titular de todos los
derechos de su obra. Y había ido más allá aún: se ha-
bía encerrado en un mutismo absoluto, sin brindar in-
formación alguna respecto de esta actitud, y desapare-
cido de cualquier medio científico o meramente so-
cial que hubiese frecuentado alguna vez. Ello fue mo-
tivo de toda clase de especulaciones, que con mayor o
menor factibilidad pretendían establecer tanto la cau-
sa de tan abrupta determinación como de su conse-
cuente y férreo ostracismo.
Entonces fue que entreví la posibilidad de que
aquello que buscaba tan afanosamente estuviera casi a
mi alcance. Los azares de la vida habían querido que
Ramiro Domecq -nieto por vía materna del célebre e-
pistemólogo- fuera uno de mis ex-compañeros del
Colegio Nacional. Si conseguía conectarme con Si-
meon a su través, o al menos obtener una información
143
Gabriel Cebrián

concreta respecto de su decisión de abandonarlo todo,


haría estallar la bomba que redundaría en mi ansiada
inserción en las planas mayores del periodismo, e in-
cluso mi nombre resonaría en los claustros científicos
y académicos más relevantes.
Me pareció impropio, depués de tantos años
como habían pasado –quizá ocho o nueve- contactar-
me con Ramiro por teléfono. Aprovechando que sabía
adónde trabajaba –era Secretario de un Juzgado Fede-
ral-, fui personalmente a verlo, nomás al día siguiente
de habérseme ocurrido la idea. Por suerte él tenía dis-
ponible una holgada media hora, y pareció entusias-
mado ante la perspectiva de pasarla conversando con-
migo. Se mostró muy amable. Recordamos un rato los
viejos tiempos, y luego, sin ambages y envalentonado
a causa de su excelente predisposición, le di traslado
de mi situación laboral, justificando de ese modo la
intención de pedirle que me contara algo acerca de la
misteriosa desaparición de su abuelo. Me dijo que ni
él sabía cuáles eran los motivos que tenía “el viejo”
para haberse ido a encerrar a una casa ignota en el in-
terior de la provincia. Que sólo lo había visto unas
cuantas veces en los últimos diez años, y no tenía ma-
yor interés en verlo, por cuanto el viejo a su vez no
manifestaba el menor interés en verlos a él, a su her-
mano y a su madre, a la sazón única hija del desnatu-
ralizado recluso. Le rogué que hablara con él, que le
pidiera encarecidamente sólo una breve entrevista, o
lo que él dispusiera. Que la mínima cosa que tuviera
para decirme sería una bendición para mí. Ramiro
meneaba la cabeza, escéptico, pero ante mi insistencia
144
El Samtotaj y otros cuentos

prometió hablarle. Claro que no me aseguraba el me-


nor resultado de su gestión, y me sugirió que no gene-
rara ninguna expectativa, ya que con toda seguridad
el viejo se rehusaría de mala manera.
La noche del día siguiente me hallaba sentado
frente a mi computadora, tratando de dar forma a un
estúpido artículo sobre las causas del peligroso creci-
miento de la violencia en nuestra sociedad, plagado
de perogrullescas fundamentaciones, cuando sonó el
teléfono. O se trataba de una broma de mal gusto, o
era el propio y celebérrimo Boris Simeon el que esta-
ba al otro lado de la línea. Mantuvimos un diálogo
breve, durante el cual mi participación se limitó a un
par de balbuceantes y torpes intervenciones; sin em-
bargo fui capaz, a pesar de la emoción, de anotar la
dirección a la cual debía ir a verlo cuando quisiese,
dentro de los próximos tres días, ya que iba a estar allí
al menos en ese lapso. Cuando me deshacía en agra-
decimientos, me interrumpió, diciendo crípticamente
No puedo llevarme el secreto a la tumba, tarde o tem-
prano iba a tener que hablar con alguien. Ya que has
mostrado tanto interés, tal vez sea por algo. Por otra
parte, he leído tus artículos y supongo que eres me-
nos torpe y prejuicioso que cualquiera de mis ex-co-
legas. Y eso fue todo, aunque más que suficiente para
que sin esperar ni un segundo comenzara a preparar el
equipaje. Debía verlo en una casa de campo en las a-
fueras de Chivilcoy.

145
Gabriel Cebrián

* * *
No eran aún las nueve de la mañana cuando
me detuve frente a la casa. Se trataba de un chalé del
que apenas podía verse parte del tejado a dos aguas –
cercado de árboles frondosos como estaba- sito en
medio de una extensión de terreno de una hectárea o
algo así, rodeada de ligustros bastante altos, y que
formaban una especie de portal semicircular sobre la
tranquera de acceso. Toqué la bocina un par de veces
y, a contrario de lo que suele suceder en estableci-
mientos como ése, ningún perro vino a ladrar. Un an-
ciano alto, delgado, con abundante cabellera y barba
totalmente blancas, vestido de overol caqui sin camisa
o camiseta debajo –algo de lo más apropiado teniendo
en cuenta los tórridos calores con los que el mes de
marzo suele agobiarnos-, me hizo señas para que in-
gresara. Me apeé del auto, quité la abrazadera de me-
tal que mantenía la tranquera sujeta al poste, la abrí,
trabé luego el pasante de hierro clavándolo en la tie-
rra, subí al auto, lo entré, volví a apearme, cerré nue-
vamente la tranquera, me senté una vez más al volan-
te (puf), aparqué junto al chalé, detuve el motor y bajé
por fin, justo a tiempo para estrechar la mano de Si-
meon, quien me miraba de modo que sentí que lo ha-
cía desde una lejana nebulosa en los confínes del es-
pacio sideral. Cómo explicar tal sensación es algo que
exorbita mi capacidad expresiva, y ésta es sólo la pri-
mera vez de las tantas que deberé excusarme por mo-
tivos análogos a lo largo del presente reporte.

146
El Samtotaj y otros cuentos

-Es un honor para mí que me haya dado la o-


portunidad de hablar con usted –dije, luego de las pre-
sentaciones de rigor. Simeon hizo caso omiso del co-
mentario, y me preguntó si había dicho a alguien su
paradero, por lo que deduje que habría estado preocu-
pado por haberse olvidado de advertirme respecto de
ello en el diálogo telefónico de la noche anterior. An-
te mi enfática negativa relativizó la cuestión, afirman-
do que de todos modos no iba a permanecer allí por
mucho tiempo. No dio más precisiones sobre el asun-
to, y por cierto que no me pareció prudente requerir-
las. A continuación comentó que adentro de la casa
hacía mucho calor, por lo que me indicó tomar asien-
to junto a una mesa de plástico blanco ubicada a la
sombra de un Castaño de Indias de excepcional porte;
tras lo cual entró a la casa unos momentos y regresó
con una botella de cerveza bien fría y dos chopps. Los
llenó sin siquiera preguntarme si quería beber o no. A
esa hora hubiese preferido un café, pero no me anima-
ba a decir ni hacer nada que pudiese contrariar al ex-
céntrico pensador, o malograr de algún modo aquella
entrevista tan ansiada. Levantamos los chopps a ma-
nera de afónico brindis, y bebimos. Sorbió ruidosa-
mente, ayudado por la lengua, la espuma que quedó
en sus blancos y tupidos bigotes. No era un dato de
gran estilo, pero denotaba una fruición hedonística
que, a su edad tan avanzada, sugería la trascendencia
propia de los últimos deleites. Así al menos lo percibí
entonces. A continuación hizo un sonido chasqueante,
carraspeó y me dijo:

147
Gabriel Cebrián

-Según me comentó el idiota de mi nieto ma-


yor, has venido en busca de una nota que impulse tu
alicaída carrera de periodista.
-Tal vez no esté tan alicaída –respondí, algo
tocado. –Sucede que ha generado usted una gran cu-
riosidad, al haber retirado su obra de las editoriales y
abandonado el mundo.
-Eso no es cierto, en rigor. Fíjate que aún es-
toy en este mundo.
-Sí, claro, mas en cierta forma es como si no
estuviera.
-Pronto no estaré, en otra forma más cierta a-
ún –dijo, e interpreté que se refería a su muerte inmi-
nente, cosa nada extraordinaria teniendo en cuenta
que andaba ya por los noventa y tantos.
-Se lo ve muy bien, no sé por qué dice eso –
observé, con cierta condescendencia.
-Lo digo porque muy pronto abandonaré este
mundo, pero no en la forma que tan ingenuamente
acabas de suponer.
-Yo no supuse ninguna forma específica –a-
claré, aún en mis trece.
-Claro, claro. A veces olvido lo torpes e in-
consistentes que son los seres humanos.
-¿Acaso usted no lo es?
-¿Acaso parezco otra cosa?
Entonces concluí que el viejo estaba loco, tal
vez víctima de demencia senil, cosa también muy
plausible. Sin embargo el aire socarrón con el que me
miraba dejaba traslucir una lucidez implacable.

148
El Samtotaj y otros cuentos

-Se han elaborado muchas hipótesis a partir


de su retiro y de su voluntad de hacer desaparecer in-
cluso su obra –dije, tratando de centrar la conversa-
ción en tópicos más específicos. –Hay quienes sostie-
nen que tuvo una visión beatífica, como le sucedió a
Tomás de Aquino. Otros aseguran que halló un defec-
to garrafal en su corpus doctrinario, por lo que preten-
dió sacarlo de circulación antes de que quedara ex-
puesto...
-Eso es imposible de hacer, más aún hoy día,
teniendo en cuenta los medios de publicación contem-
poráneos, como la internet. Siempre habrá un idiota
dispuesto a mostrar lo que no le pertenece.
-Pero para que un idiota haga eso, tiene que
haber habido previamente otro que lo mostró sin ad-
vertir que luego se arrepentiría –dije atrevidamente,
algo molesto por la petulancia del veterano.
-¿Me estás tratando de idiota? –Inquirió, ce-
ñudo.
-No, sólo quería decir que...
-No, está bien, está bien. Si me estás tratando
de idiota, tienes toda la razón. Era un perfecto imbécil
cuando me preocupaba por mis lucubraciones, tan va-
cías de sentido como presuntuosas. Un imbécil tan
perfecto como cualquier otro pobre diablo que se pre-
ocupa por una carrera, sea científica, filósofica, poéti-
ca o periodística. Y si quieres tomarlo personalmente,
anda, hazlo, porque así ha sido dicho.
Me enfadé mucho con esta última observa-
ción, hasta debo haberme sonrojado a causa de la có-
lera reprimida, pero me cuidé mucho de decir algo.
149
Gabriel Cebrián

Podía ser un imbécil preocupado por mi carrera, có-


mo no; pero precisamente por ello no iba a dejar que
mi oportunidad se escapara. Pretendí nuevamente lle-
var el diálogo a otro terreno, y le dije, inconexa, des-
contextuadamente, que admiraba mucho su serie de
investigaciones sobre los alcances del entendimiento
humano que había reunido bajo la denominación de
Gnoseología trascendental, y que, pese a no ser yo un
lector avezado en este tipo de disciplinas ni mucho
menos, sentía que me había ayudado mucho, en el
sentido que había incorporado pautas que sirvieron
para disciplinar mi pensamiento. Meneó la cabeza,
como desestimando mi comentario, y señaló:
-En la época que desarrollé esos sistemas, es-
taba convencido de que había nociones y juicios cuya
significación sería válida bajo toda circunstancia y en
cualquier respecto posibles, de modo que podían ser-
vir como base axiomática en la totalidad de las infini-
tas configuraciones cósmicas imaginables, indepen-
dientemente de la cantidad de dimensiones o fugas
fractales que pudiesen comportar. Hasta que un buen
día tomé conciencia de mi estrechez mental de un
modo insólito, como no podía ser de otra manera. Lo
insólito apareció e hizo reacción en cadena, de modo
que hoy todo para mí es insólito. Es insólito, por e-
jemplo que haya vuelto aquí, a esta quinta a la que
soy tan afecto, a intercambiar signos orales (cuyo ma-
nejo obedece a un tropismo mecánico cristalizado en
casi un siglo de práctica, ya que de otro modo no ten-
dría la menor chance de conferirle otro sentido que el
que aleatoriamente expresase), con un conglomerado
150
El Samtotaj y otros cuentos

de carbono que responde al nombre de Facundo Dos


Santos y que comparte ese código infinitesimal de co-
municación.
-Me cuesta seguirlo –dije, apabullado, mas no
obstante asido al pequeño hilo de sentido que podía
captar, diría que con desesperación.
-Ya lo creo que cuesta. Dime a mí, lo que
cuesta. No sabes, ni podrías imaginarte, cuánto me
cuesta a mí. Siento como que estoy tratando de inflar
una red.

* * *

En ese momento estuve ya seguro de que el


viejo se había chiflado. Nada raro, a su edad, o sea...
por más brillante que hubiera sido en el pasado, Si-
meon iba a por la centuria -sólo le faltaban un puñado
de años-, lo que hacía por demás natural que su pro-
pio discurso se le volviera abstruso, de senil, nomás;
aún a pesar de la precisión acabada de la formulación,
no carente de cierta galanura.
-Entonces mucho de lo que se dice por ahí es
cierto –aventuré-. Ha tenido usted una suerte de ilu-
minación, que ha dado por tierra con su teoría del co-
nocimiento, ¿no es así?
-Creo que se trata de otra cosa, pero luego de
lo que acabo de decirte acerca de los alcances del len-
guaje humano, instrumento acotado hasta la nulidad

151
Gabriel Cebrián

por su miserable antropocentrismo, debo reconocer


que puede decirse que algo como eso sido lo que su-
cedió. –Trasegó una buena cantidad de cerveza, y lue-
go añadió: -Voy a concentrarme en la historia que he
decidido transmitirte, lo que me ayudará a mantener-
me compacto en este mundo el tiempo suficiente co-
mo para hacer lo que me he propuesto y que, supongo
con un índice bastante alto de razonabilidad, es me-
nester. Ahora la pregunta es: ¿vale la pena, en aras de
encumbramientos profesionales, invertir tu tiempo en
hablar con una antigua celebridad que ha renunciado
a sus infundados méritos? Y agregando un nuevo y
perturbador elemento: ¿vale la pena poner en juego
todos los resguardos que te mantienen en tu ilusoria
humanidad, por prestar atención a lo que bien puede
constituirse en un viaje sin retorno?
-Oiga, entiendo que usted haya sido capaz de
vislumbrar lo que dice, pero no crea que todos lo so-
mos –argumenté, otra vez condescendiente. La histo-
ria que había venido a buscar, dislocada o no, ya tenía
un cuerpo, sin entrar a analizar la característica eva-
nescente que trasuntaba de tan peculiar discurso.
-Esto no es cuestión de poder o no poder –re-
puso, cortante. –Es cuestión de querer o no querer, así
que te invito a tomar una decisión, tras la cual no po-
drás arrepentirte: o te retiras de esta propiedad al ins-
tante, y anuncias en tu columna que Boris Simeon se
volvió loco y habla incoherencias en una quinta de
Chivilcoy, o permaneces y te enteras de cómo es real-
mente la situación, una situación límite si las hay, ha-
ciéndote responsable de enfrentar cuanto yo pueda
152
El Samtotaj y otros cuentos

decirte o mostrarte. No tienes que contestarme ahora.


Tengo varias botellas de cerveza en el refrigerador.

* * *
El tono compulsivo de la propuesta del ancia-
no, así como una cierta fiereza en la mirada al mo-
mento de formularla, consiguieron perturbarme lo su-
ficiente como para hacer uso de la no perentoriedad
ofrecida. Sin mediar palabra, y por lo visto al tanto de
mi estado dubitativo, Simeon fue por otra botella, lle-
nó su chopp por el camino y la depositó sobre la me-
sa, para luego marcharse a caminar entre un grupo de
eucaliptos que se elevaban a unos cincuenta metros.
Pensé entonces que el mero hecho de que es-
tuviese considerando qué hacer ya implicaba que de
algún modo creía posible que existiese algo en sí pro-
digioso, que no fuera producto de patología mental;
quizá sí su catalizador, me dije, en una simple inver-
sión causal. Lo que hacía suponer que, siendo así, ese
agente desestabilizador bien podía alcanzarme y de-
jarme en una situación parecida a la del viejo, cosa
absolutamente fuera de mis planes. Traté de bajar los
niveles de ansiedad y objetivar mis ideas. Sopesar los
aspectos favorables y desfavorables de la disyuntiva,
tratando de prever hipótesis de máxima sobre todo en
el segundo ítem. Si el viejo estaba loco no lo parecía,
dado que, como ya he dicho, su discurso no solamen-
te estaba dotado de una clara exposición sino que ade-

153
Gabriel Cebrián

más ofrecía pruebas al canto. Así las cosas, hallé que


me consideraba lo suficientemente ecuánime como
para asomarme al abismo de indiscriminación que Si-
meon prometía y no obstante permanecer en mis ca-
bales. Si bien ya tenía mi historia, iría por más.
Bebí bastante cerveza, me incorporé y me di-
rigí a su encuentro. Por el sol supuse que era cerca del
mediodía. Una brisa cálida mecía la hierba. Cuando
llegué a los eucaliptos, permanecimos mirándonos
durante el tiempo suficiente para ponerme incómodo,
de modo que me vi compelido a romper el silencio:
-Ya ve que aún estoy aquí.
-Está bien, de todos modos siempre supe que
así iba a ser.
-¿Por qué estaba tan seguro?
-Porque no depende de ti ni de mí.
-Mire, vamos al grano. Detesto toda esa glosa,
tan en boga hoy día gracias a la New Age.
-A mí no me interesan las glosas ni las modas.
Ni siquiera me interesa esta mota de polvo hedionda
sobre la cual estamos parados, más allá de ciertos pin-
toresquismos que puedan hallarse en ella. Y tampoco
es cuestión de ir al grano así, sin más, porque puede
que no llegues a tolerar la dosis aún si te es suminis-
trada a cuentagotas. Has asumido la responsabilidad
de permanecer aquí, lo que implica que a partir de a-
hora solamente oirás y verás. Nada tienes que discutir
ni oponer, por cuanto lo que vas a aprender es algo
absolutamente nuevo, e inédito tanto para ti como pa-
ra el resto de tus congéneres. De todos modos seguirá
siendo inédito para el resto, si las cosas se desarrollan
154
El Samtotaj y otros cuentos

como creo que lo harán. Esto es, podrás contarles to-


do a todos, pero nadie, excepto uno, llegará al trasfon-
do, que es una forma de referirse a algo que no tiene
fondo. Y así sucesivamente.
-¿Se trata de una especie de saber oculto que
se transmite de persona a persona?
-Se trata de un saber, por cierto, pero no es o-
culto. Es simplemente ajeno a esta modalidad del es-
pacio tiempo, lo que lo hace inaccesible; mas no es o-
culto en un sentido sectario o esotérico. Sucede que,
como ya te dije, queda fuera de lo que se entiende co-
mo real, y da una perspectiva tan exorbitante a ese
marco que dificulta, cuando no impide totalmente, u-
na vuelta a estas grotescas y caprichosas estructuras y
conglomeraciones que los seres humanos hemos a-
prendido a configurar.
-Mire, disculpe, no, pero insisto en que lo ha-
ce ver como un viaje psicodélico. ¿De qué se trata?
¿Acaso es la experiencia de los Misterios Eleusinos?
-Es evidente que voy a tener que armarme de
paciencia, contigo. Acabo de decirte que solamente
debes oír y ver, y sales con esa estupidez de yuppie
pseudointelectual. Ya cierra la boca y prepárate, que
te hace falta. Si crees que puedes parapetarte tras esas
bravatas adolescentes (que por cierto, al único que
engañan es a ti), estás listo –Y se dirigió a paso re-
suelto hacia el interior del chalé.

* * *
155
Gabriel Cebrián

Ingresó y se sentó a una sólida mesa de alga-


rrobo. El calor allí dentro era agobiante. Me indicó
que sacara otra cerveza del refrigerador y la destapa-
se, con esa naturalidad que los ancianos ponen de ma-
nifiesto al expresar tácitamente su derecho a ser asis-
tidos. Obedecí, y cuando iba a dirigirme a buscar los
chopps observé que se la empinaba del pico, directa-
mente, así que ocupé la silla enfrentada a él. Parecía
que todo iba a reducirse a una borrachera de cerveza,
para lo que, por lo que acababa de ver, había suficien-
te.
Volvió a sorbetearse los bigotazos y me estiró
la botella. Me dio como un asquito, pero qué va uno a
hacer... tomó una caja de habanos y me ofreció uno,
que acepté con gran placer, ya que se trataba de un
Guantanamera de excepcional porte y delicioso bu-
qué. Saqué mi encendedor y me hizo un gesto de
stop: -Éstos se encienden con fósforos –dijo, y se le-
vantó a buscarlos. Volvió dejando tras de sí una estela
de aromático humo, echó otra buena serie de ruidosos
tragos, arrojó la caja de fósforos frente a mí y tomó a-
siento otra vez. –Ahora que te he tapado la bocota con
cerveza y cigarro, espero que me dejes contarte una
especie de historia propedéutica, tan real y cierta co-
mo todo lo contrario, voto a Hesíodo y a la gran puta
madre que lo parió –rió, tosió unas cuantas veces, me-
neó la cabeza y me clavó los semicerrados ojillos:
-Estás pensando que estoy chalado, ¿verdad?
Y eso que todavía no oíste la historia.

156
El Samtotaj y otros cuentos

-No puedo esperar –dije, tratando de precipi-


tar un poco la dilatada relación y a la vez demostran-
do una cierta aceptación de la consigna de no inter-
vención.
-Eres un astuto pillastre, pero no podrás con
un zorro viejo que ha atravesado las tundras de lo des-
conocido. Ya lo verás. La historia comienza en Mount
Lavinia, la maravillosa ciudad costera de Sri Lanka.
Había terminado la tercera parte de mi teoría del co-
nocimiento y acepté una invitación para vacacionar
en esas hermosas playas del Océano Índico. La mis-
ma me había sido formulada por Derek Kiefersson,
un arqueólogo no muy conocido, aún a pesar de ser
uno de los máximos estudiosos de las civilizaciones
del antiguo Ceylán. Kiefersson me había entusiasma-
do con sus permanentes comentarios respecto de la
grandiosidad de aquellas playas. Pero se traía algo
más. Ni bien llegué, sin estar él por allí ni haberse si-
quiera presentado, comprobé que había dispuesto las
cosas para que me hospedase en un magnífico hotel y
gozara de todas las delicias destinadas al turismo. Así
lo hice, durante tres semanas. Disfruté del exuberante
marco natural, de las comidas y bebidas para mí exó-
ticas, y de los encantos de algunas mujeres que el di-
nero de mi amigo había reservado para mí. No me a-
pena decirlo, en aquellas épocas yo era aún esclavo de
los sentidos, no digo como el que más, pero casi. Allí
estaba yo, disfrutando de lo que suponía un justo des-
canso y de merecidas gratificaciones, luego de tantas
agotadoras jornadas de aplicación a la disciplinada ru-
tina del científico. Hasta que un día Kiefersson se hi-
157
Gabriel Cebrián

zo presente. Tomábamos unos cócteles en el bar del


hotel donde me hospedaba, en una mesa exterior que
daba a la paradisíaca ribera, cuando me comentó co-
mo al acaso que había hallado un templo, probable-
mente de una antigua cultura proviniente de la India,
nomás se iniciaron las migraciones impulsadas por el
Principe Vijaya. Por la forma en que lo dijo, con un
aire distraído y pretensamente enigmático, deduje al
momento que ésa era la verdadera motivación del ge-
neroso convite. Me había estado agasajando, de modo
adulatorio, para comunicarme esta novedad y contar
con mi concurrencia profesional en los análisis co-
rrespondientes a su hallazgo. Lejos de molestarme,
hallé la perspectiva muy interesante y halagadora. Yo
me llevaba mucho mejor con las cuestiones teóricas
que con cualquier trabajo de campo que fuese, pero
estaba fascinado con esa isla, su cultura y su idiosin-
crasia, y no me parecía un mal programa echar un vis-
tazo a las ruinas y ayudar a mi amigo en su empresa.
Resultó ser que se hallaba efectuando excava-
ciones en una planicie selvática, ubicada en medio de
la zona montañosa, cuando se produjo un fuerte mo-
vimiento sísmico. Buena parte de la ladera de un
monte cercano se precipitó en una avalancha que por
poco acaba con el campamento en el cual se habían
instalado él y los trabajadores locales que había con-
tratado. Pasados la conmoción telúrica y los derrum-
bes, y cuando la espesa nube de polvo hubo decanta-
do, quedó ante su vista el portal de lo que parecía ser
un antiquísimo santuario. Los cingaleses que lo acom-
pañaban, hombres torpes y supersticiosos...
158
El Samtotaj y otros cuentos

-Suena medio racista, eso –interrumpí. –Pre-


juicioso, cuando menos.
Me dirigió una mirada furibunda y repuso:
-Me importa tres carajos cómo suena. Estoy
en posición de observar el fenómeno humano desde
perspectivas exorbitantes, así que puedo hablar de sus
cepas como de cualquier otras, por ejemplo, la uva.
Hay cepas nobles e innobles, y si uno dice que son to-
das lo mismo falta a la verdad. No es lo mismo un
malbeck mendocino que la uva chinche de por acá. Y
creo que una de las peores injusticias que se hacen a
esa entelequia que pretende definir la palabra “huma-
nidad”, es esa hipocresía exacerbada que consiste en
enarbolar, como estandarte genérico, la insostenible i-
dea de que somos todos iguales. Pero ya no me dis-
traigas con tus clisés, ¿estamos? Esos bastos trabaja-
dores rurales huyeron tan pronto vieron el templo que
el derrumbre había dejado expuesto. Tan rápido lo
hicieron que Kiefersson pensó que en realidad temían
a nuevos desprendimientos de rocas. Permaneció u-
nos momentos, en shock, tanto por la situación límite
que había atravesado como por lo que parecía ser un
descubrimiento formidable. Y lo era, créeme que lo e-
ra.

* * *

159
Gabriel Cebrián

-Cuando estuvo más o menos seguro de que la


tierra se había calmado, y luego de revisar cuidadosa-
mente el material que se apoyaba en la arcada de in-
greso, tembloroso ante la cierta posibilidad de quedar
atrapado, ingresó. El edificio no era muy grande. Es-
taba tallado en la mera roca, con una pericia y sentido
artístico tales, y con una profusión de figuras y deta-
lles dispuestos en místico barroquismo, que puso a
tambalear las ideas que tenía respecto de las culturas
protocingalesas. Mirando las estatuillas y bajorrelie-
ves, pronto certificó que se trataba de un templo. Las
figurillas parecían marchar en procesión hacia una ca-
sa en la que habitaba, o estaba alojada una estrella, o
al menos eso era lo que parecía, dada la luminosidad
que parecía exudar de su interior, en una profusión de
radiaciones pétreas finamente labradas. Dedujo, con
buen criterio a mi entender, que era la representación
de ese mismo y preciso lugar. Hacia el fondo había
una especie de piedra sacrificial, en medio de un ara
circular de cuyo techo abovedado parecían surgir
cientos de pequeños demonios, dispuestos a arrojarse
sobre el oficiante, o quien fuese que, como él, se dete-
nía allí. Por detrás había otra puerta, pero estaba total-
mente obstruída por las rocas. Ni se le ocurrió tocarla,
por las dudas.
Tan fascinado estaba que permaneció obser-
vando cuidadosamente los detalles de las paredes has-
ta que cayó la tarde, volviendo a sumir al templo en
esa oscuridad de la que había salido después de quizá
miles de años. Iba a dirigirse a su carpa para munirse
de una linterna, cuando percibió algo quizá más extra-
160
El Samtotaj y otros cuentos

ño aún que todo cuanto había visto ese día. Un fulgor


parecía surgir del centro de la piedra bajo la bóveda
de los demonios. Se acercó, atónito, y comprobó que
el fulgor salía de la piedra y daba un aspecto fantas-
mal, más malévolo aún, a los diablillos que parecían
abalanzarse desde la baja cúpula. Interpuso su mano
para interceptar la luz, pero no observó que proyecta-
ra sombra alguna. La bajó hasta el punto del cual pa-
recía emanar, y descubrió con sorpresa al punto lumí-
nico surgiendo desde el dorso de su mano, con tanta
intensidad como lo había visto antes en la roca. Se di-
jo que eso no podía estar sucediendo, y decidió ir a la
carpa a descansar, para regresar al otro día. Pensó que
la excitación y el cansancio lo estaban haciendo aluci-
nar. Pero no era así. La luz estaba allí. Cuando iba a
rodear la piedra tropezó con algo y casi perdió pie. Se
trataba de un fárrago de tiras de bambú, escritas proli-
jamente en un dialecto que inmediatamente reconoció
como una forma de sánscrito clásico. Salió del templo
cargándolo, y se apresuró a encender la lámpara e in-
tentar la traducción. Fue entonces que se percató de
que, aparte de la luminiscencia, otro fenómeno extra-
ño había tenido lugar ahí dentro: la aparición de las ti-
ras de bambú. Si hubiesen estado antes de que trope-
zase con ellas, durante el reconocimiento de la piedra
bajo la cúpula, no había manera de no haberlas visto.
Le dije entonces que ya estaba bien de bro-
mas, que le agradecía todo lo que había hecho por mí,
pero que eso no le daba derecho a tomarme por estú-
pido. Sin inmutarse, extrajo un cuaderno y cuando lo
abrió pude colegir que se trataba de la traducción de
161
Gabriel Cebrián

los presuntos bambúes, efectuada en letra ilegible pa-


ra alguien que no fuese él mismo, plagada de tachadu-
ras y de flechas que unían segmentos de frases en to-
das direcciones. Según pude entender, el templo había
sido erigido por un tal Kapila, que Kiefersson se ne-
gaba a identificar con el célebre filósofo indio. De a-
cuerdo a lo que parecían decir aquellas tiras, el tal
Kapila había recibido el conocimiento nada menos
que del propio Krsna, por lo que alcanzó de manera
espontánea el Goloka Vrndavana, la morada luminosa
de tal divinidad, por su inquebrantable servicio devo-
cional, que incluía la erección de aquel templo. Y no
sólo eso, le había conferido la facultad de mostrar el
atajo a grupos de siete hombres que, influidos secuen-
ciadamente por una reliquia, pudieran ir constituyen-
do una superestructura espiritual capaz de alcanzar e-
se reino de luminosidad y existencia perfectas. Ante
toda esa profusión de excentricidades, y entonado por
unos cuantos cócteles de frutas y aguardiantes varios,
yo, Boris Simeon, me manifesté agraviado, por cuan-
to hallaba que mi amigo arqueólogo ofendería mi in-
teligencia con aquellos desatinos si pretendía hacerme
creer que algo como lo que decía pudiese ser cierto,
cosa que parecía trasuntarse del tenor de su exposi-
ción. Él sonrió, y comentó con sorna Claro, si algo
como eso pudiera ser cierto, al diablo con la gnoseo-
logía trascendental, ¿verdad? Sería terrible para ti si
llegaras a ingresar en una modalidad del ser en la
cual no resultaran funcionales los axiomas más uni-
versalmente válidos. Pues bien, resulta que luego de
leer las tiras de bambú regresé a la piedra sabiendo
162
El Samtotaj y otros cuentos

lo que hallaría, y gracias a ello lo pude ver. La fuente


de luz, que no había podido ser percibida por mí me-
diante vista o tacto, ahora sí lo era. Se trataba de un
diente del propio avatar terrestre de Krsna. No fue
más que verlo, y depositarlo en la palma de mi mano,
que un destello me cegó. Y durante un lapso de tiem-
po incalculable -debido a las miríadas de mundos que
me fueron dados a percibir en un parpadeo y cuyos
códigos no guardan la más mínima relación con el
nuestro- accedí a las puertas del Goloka Vrndavana,
el heliocentro cósmico, la morada del Dios. Le dije
que había perdido la cabeza, y me respondió que si
estaba tan seguro, tenía consigo la reliquia y que, para
verificar cuanto me había dicho, sólo tenía que tomar-
la en mi mano.

(El pesado humo del Guantanamera y la in-


gesta permanente de cerveza me habían sumido en un
sopor tremendo. No recuerdo la transición, por lo que
supongo que más que quedarme dormido, me desma-
yé.)

* * *

Desperté sobresaltado en mi cama, en Buenos


Aires. Me incorporé y vi el equipaje preparado para
salir hacia Chivilcoy. ¿Acaso todo aquello habia sido
sólo un sueño? La vividez y el pormenorizado recuer-

163
Gabriel Cebrián

do de cada detalle eran tales que supuse que, si había


sido una ensoñación, se trató de una muy particular,
por cierto. Algo turbado (casi conmocionado, diría)
me incorporé y fui al baño a lavarme la cara. Me es-
taba secando cuando observé mis ojos en el espejo, y
había algo distinto en ellos, algo sutil, indefinible, pe-
ro allí estaba. Tomé la valija y me dirigí al estaciona-
miento del edificio. Abrí la pesada puerta de hierro y
cuando me dirigía hacia el auto la tierra se abrió ante
mí, dejando ver un cráter en cuyo interior se agitaba
una laguna de lava hirviente. Sentí en la piel un calor
tan intenso que pensé que iba a padecer quemaduras
horribles, y el aire ardiente y volátil quemó mis mu-
cosas y mis pulmones. Apenas si pude retroceder, ce-
rrar la puerta y caer al piso, jadeando, tosiendo. Lue-
go de un acceso de tos importante, algo salió expulsa-
do de mi garganta y quedó en el interior de mi mano.
Era un diente, y refulgía. Revisé mi dentadura con la
lengua, y no faltaba ninguna pieza. Algunas cosas se
estaban yendo de madre, y parecía que bien podían
ser todas. Volví a mi departamento, arrojé la valija al
piso e hice lo propio con mi cuerpo en el sillón del li-
ving. Los ojos me ardían, así que los cerré. Apreté el
puño en el cual aún tenía el diente, y de pronto todo
refulgió. Sentí que era chupado por una especie de tu-
bo y me hallé discurriendo a una velocidad angustian-
te por lo que quizá pudiese definirse como nervaduras
cósmicas, que se ramificaban en infinidad de mundos.
No hay modo de hablar de ellos, así que eso es todo
lo que diré, adoptando una actitud similar a la de Lao-
tsé frente a las magnitudes indiscernibles del Tao,
164
El Samtotaj y otros cuentos

porque de todos modos eso no es lo que cuenta. Lo


que sí cuenta es que en algún vericueto de aquella e-
ternidad indescriptible volví a encontrarme con Si-
meon. De alguna manera me dijo que yo era el Tres, y
que de acuerdo a la Sagrada Ley de Siete, iba a nece-
sitar un choque adicional de energía, porque entre mí
y el Cuatro era necesario un choque energético adi-
cional, análogo al terremoto que había iniciado nues-
tra nueva escala, y al que iría, siglos terrestres de por
medio, a iniciar la próxima. Y agregó que por suerte
yo era joven, por lo que tendría mucho tiempo para
vagar por los meandros de lo eterno antes de que una
situación excepcional trajera hacia mí al cuarto esla-
bón de la cadena que nos permitiría entrar al reino de
la luz central.
O sea, y en definitiva, ya no encontrarán tam-
poco al pobre diablo de Facundo Dos Santos. Estará
vagando por los confines de una eternidad tan difusa
como esencial, no siendo ya él mismo sino Derek
Kiefferson y Boris Simeon también, aguardando el
cataclismo y la encrucijada que traerá al próximo in-
tegrante del supraorganismo capaz de ingresar en la
Luz Eterna del Señor.

Y este manuscrito, que quedará acá, en esta


casaquinta en las afueras de Chivilcoy, será conside-
rado por todos una mera fantasía aberrada. Por todos
menos por uno; y ése uno eres tú, el número Cuatro.
No te apures, te estamos aguardando, mientras cabal-
gamos en éxtasis por las infinitas praderas de lo inefa-
ble.
165
Gabriel Cebrián

166
El Samtotaj y otros cuentos

Índice

El samtotaj...........................................7

De demiurgos, separaciones y la
versión de una obra de Bukowski
en portugués que había conseguido
esa misma tarde..................................71

¿Telurismo o brincadeira?..................79

Abyssus abyssum invocat..................89

Delirium tremens..............................123

¿Quo vadis, Dómine?.......................127

El legado de Kapila..........................141

Índice...............................................167

167

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