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EXPOSICIÓN DE MOTIVOS DE LA INICIATIVA DE REFORMAS

CONSTITUCIONALES, PRESENTADA POR EL PRESIDENTE DE LA


REPÚBLICA, LIC. CARLOS SALINAS DE GORTARI
CC. SECRETARIO DE LA CÁMARA
DE DIPUTADOS DEL
H. CONGRESO DE LA UNIÓN,

Presentes.
Los mexicanos siempre hemos depositado en la educación nuestros más
elevados ideales. La preocupación educativa figura ya en el Decreto Constitucional para
la Libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán en 1814. Pero
correspondió a la generación liberal consolidar el avance más significativo en nuestra
concepción educativa al establecer tanto la gratitud y la obligatoriedad de la enseñanza
primaria, como el laicismo de la escuela pública. En 1857 se incluyó por primera vez en
la Constitución, bajo el título de los derechos del hombre, un artículo específicamente
dedicado a la educación. Esta inclusión reflejaba la certeza liberal de que la instrucción
de los ciudadanos era el medio más eficaz de vencer obstáculos para el progreso
nacional en todos los órdenes.
El proyecto educativo de los liberales alcanzó mayor relieve el mismo año en que
triunfó la República, al expedir el Presidente Benito Juárez la Ley Orgánica de la
Institución Pública en el Distrito Federal. Dicha Ley establecía la obligatoriedad de la
educación primaria y, bajo ciertas condiciones, su gratitud. Estas disposiciones fueron
recogidas por la legislación de la mayoría de los estados de la república, y se conjugó
así la fuerza de la soberanía estatal con el principio de la unidad nacional.
Aún en las precarias condiciones de una nación que debió invertir su primer
medio siglo de vida en la defensa y afirmación de su soberanía e independencia
nacional, quedó plasmada la convicción de que la educación primaria debía ser un
derecho fundamental del pueblo mexicano. Esta certidumbre explica la pasión con que
en Congreso Constituyente de 1916-1917 abordó los alcances de la función educativa,
al ratificar la concepción liberal de la educación y ampliar su alcance social.
En el curso de ese Congreso Constituyente se debatió dónde debiera incluirse el
precepto de primaria obligatoria, sí en el capítulo de garantías individuales o si bien en el
de obligaciones de los gobernados. La decisión del Constituyente fue que en el capítulo
segundo, De los mexicanos, se incluyera como obligación para éstos el hacer que sus
hijos o pupilos, menores de 15 años, concurrieran a las escuelas públicas o privadas,
para cursar la educación primaria elemental. Esta decisión significa que en la
percepción del Constituyente, era en los padres en quienes recaía la obligación de
hacer que sus hijos estudiaran la primaria.
En 1934, el Constituyente Permanente incluyó en el artículo tercero la disposición
expresa de que la educación primaria sería obligatoria. De la lectura de la iniciativa, el
dictamen respectivo y el debate consiguiente, no es posible discernir si se trata del a
obligación del Estado de impartir educación primaria o de la obligación de los individuos
de cursarla, o bien, si sólo se pretendió compilar en este artículo la obligación de los
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mexicanos -ya prevista en el artículo 31- de hacer que sus hijos estudien la primaria. En
esta iniciativa se propone esclarecer el alcance de tales obligaciones.
Cada día es más numeroso el acervo de estudios, investigaciones y pruebas
científicas que ratifican la importancia formativa de los primeros años del ser humano.
En ellos se determina fuertemente el desenvolvimiento futuro del niño, se adquieren los
hábitos de alimentación, salud e higiene y se finca su capacidad de aprendizaje. En
particular, la motivación intelectual en la edad preescolar – cuatro y cinco años – puede
aumentar las capacidades del niño para su desarrollo educativo posterior. Una fuerte
evidencia empírica comprueba que la educación preescolar reduce significativamente la
reprobación y la deserción en los grados iniciales de la primaria, señaladamente en el
primero, y permite ingresar al siguiente ciclo con una disposición mejor formada para la
concentración y buen desempeño en las labores escolares.
Por otra parte, la experiencia internacional revela que una escolaridad adicional,
que comprenda la secundaria, impulsa la capacidad productiva de la sociedad; fortalece
sus instituciones económicas, sociales, políticas y científicas; contribuye decisivamente
a consolidar la unidad nacional y la cohesión social; promueve una más equitativa
distribución del ingreso, al generar niveles más altos de empleo bien renumerado y
elevar los niveles de bienestar; mejora las condiciones de alimentación y salud; fomenta
la conciencia y el respeto de los derechos humanos y la protección del ambiente; facilita
la adaptación social al cambio tecnológico y difunde en la sociedad actitudes cívicas
basadas en la tolerancia, el diálogo y la solidaridad.
En virtud de estas consideraciones, la Presente iniciativa de reforma se propone
precisar en el artículo tercero que el Estado impartirá educación Preescolar, Primaria y
Secundaria a todo el que la solicite, en los términos que fijen la ley reglamentaria
respectiva y demás ordenamientos aplicables. Esta disposición afirmará el compromiso
del Estado de proporcionar servicios suficientes para que toda la población pueda
cursar los ciclos escolares señalados.
Es importante precisar que, además de cumplir con la obligación de impartir
educación preescolar, primaria y secundaria que, de aprobarse la presente iniciativa, se
haría expresa en el artículo tercero, el Estado seguirá cumpliendo sus compromisos
respecto a los demás tipos y modalidades de educación – incluyendo la superior – y
apoyando el desarrollo y difusión de la cultura, la ciencia y tecnología. Es propósito
firme no sólo mantener, sino incrementar, el apoyo del Gobierno de la República a estas
actividades. Así se promoverá una política integral en materia educativa, cultural y de
ciencia y tecnología.
En el progreso educativo de nuestro siglo, la escuela pública ha tenido mérito
sobresaliente. El gobierno de la República tiene un compromiso inquebrantable con esa
educación a la que tiene acceso la mayoría de los mexicanos. Por ello, al formular esta
iniciativa se ha tomado en cuenta que varias de las reformas propuestas al artículo
tercero fortalecerán la importante función social que cumple la escuela pública y,
consecuentemente, el Gobierno de la República deberá imprimir nuevo aliento a su
política educativa.
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El Estado – Federación, Estados y Municipios – cumplirá la obligación de impartir
educación preescolar, primaria y secundaria conforme al federalismo educativo que, con
sustento en el régimen de concurrencia previsto por la Construcción y la Ley Federal de
Educación, se convino el 18 de mayo de 1992, para concretar las respectivas
responsabilidades de los tres órdenes de gobierno en la conducción y operación del
sistema de educación básica y normal. Además, la impartición de educación primaria y
secundaria no quedará limitada en función de la edad de los individuos que las cursen.
Corresponderá a las leyes secundarias establecer las distintas modalidades, según se
trate de educación para menores o de educación para adultos.
La educación ha contribuido a labrar una parte fundamental de la identidad
nacional y del sentimiento de pertenencia a una patria soberana, independiente y unida.
La educación ha sido medio para asegurar la permanencia de los atributos de nuestra
cultura y el acrecentamiento de su vitalidad. La educación resume nuestra concepción
de la democracia, el desarrollo y la convivencia nacional, y por ello es en el artículo
tercero donde el Constituyente ha plasmado los valores que deben expresarse en la
formación de cada generación de compatriotas.
La unidad nacional se verá fortalecida por el acceso de los mexicanos a un
mismo conjunto básico de conocimientos en la educación primaria y secundaria. Para
lograr ese propósito, en el marco del Pacto Federal, es conveniente reconocer una
autoridad única nacional encargada de normar el conjunto básico de conocimientos y
vigilar que se observe su enseñanza en todo el país.
Esa autoridad única nacional velará porque la educación en el país, en los
términos que señala la propia Constitución, tienda a desarrollar armónicamente todas
las facultades del ser humano y fomente en él, a la vez, el amor a la Patria y la
conciencia de la solidaridad Internacional en la independencia y la justicia. Igualmente
cuidará que la educación esté orientada por un criterio basado en los resultados del
progreso científico y luche contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los
fanatismos y los prejuicios. Dicho criterio, además, será democrático, considerando la
democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como
un sistema de vida fundamentado en el constante mejoramiento económico, social y
cultural del pueblo; será nacional, en cuanto – sin hostilidades ni exclusivismos –
atenderá a la comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros
recursos, a la defensa de nuestra independencia política, al aseguramiento de nuestra
independencia económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura, y
contribuirá a la mejor convivencia humana, a robustecer el aprecio de la dignidad de la
persona, la integridad de la familia, el interés general de la sociedad y los ideales de
fraternidad e igualdad de derechos de todos los hombres, evitando discriminaciones a
partir de raza, de religión, de grupo étnico, de sexo o de peculiaridades individuales.
El carácter nacional de la educación y secundaria para fomentar la calidad de la
enseñanza, precisando claramente los atributos y características que debe cumplir.
Asimismo, al implantarse planes y programas similares para toda la República, permitirá
que los hijos de familias que mudan su lugar de residencia puedan continuar sus
estudios sin contratiempos.
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En consecuencia, la iniciativa comprende la incorporación en el artículo tercero
del precepto, hoy vigente en la Ley Federal de Educación, que faculta expresamente al
Ejecutivo Federal para determinar los planes y programas de estudio que deberán ser
observados en toda la República en los ciclos de educación primaria, secundaria y
normal. La trascendencia de esta iniciativa radica en que asegurará que los mexicanos
de todas las regiones geográficas, de todas las procedencias sociales y de todas las
condiciones económicas compartirán una misma educación básica, sin mengua de la
inclusión de los acentos locales y regionales que, a propuesta de los gobiernos de los
estados, aprobará la propia autoridad educativa nacional.
En las reformas introducidas en 1937 se consideró que la educación de todo tipo
y grado que se impartiera a obreros y a campesinos debería quedar, por ese solo hecho
sometida a un régimen jurídico particular. Con el ensanchamiento de las oportunidades
de educación, a través de la multiplicación de instituciones de enseñanza media
superior, institutos tecnológicos y universidades, tanto obreros y campesinos como sus
hijos han tenido acceso creciente a la educación que se imparte a todos los sectores
sociales. En consecuencia, se propone hacer partícipes a los obreros y campesinos de
las condiciones de igualdad jurídica que, en ese sentido, disfrutan los demás miembros
de la sociedad.
El concepto de educación y sus fines
en la Ley General de Educación
Ernesto Meneses Morales
Introducción
Tratar el concepto de educación es penetrar a un territorio escarpado y
estrecho, desprovisto de fronteras precisas y de señales oportunas. Educación es
un concepto distinto de azul -uno de los colores fundamentales- o león -mamífero
carnívoro perteneciente a la familia de los félidos- o dormir, una actividad fácil de
comprobar.
Además, educación pertenece al género de conceptos cuyo fin se contiene
en el mismo concepto. Algo semejante ocurre con buscar y correr. El hombre que
encuentra algo perdido o gana una carrera no produce nada ni alcanza un objetivo
distinto de la actividad practicada. Sólo tiene éxito en ella. Logra la norma o
consigue la meta interna de la actividad que desempeña. De manera semejante, el
hombre educado es quien ha logrado buen éxito en relación con ciertas tareas a
las cuales él y sus maestros se han dedicado durante largo tiempo. Educación se
parece a "reforma", la cual no se reduce a un solo proceso, pues los hombres
pueden reformarse por castigos, por buenos ejemplos o por el cariño y
comprensión de un amigo. De modo parecido, Pedro puede educarse por la
escuela, por la lectura de libros o por indicaciones de sus mayores. Así como
encontrar es el resultado de buscar, ser educado lo es de toda una familia de
tareas llamadas procesos educativos entre las cuales pueden mencionarse
instruir, informar, impartir valores y normas, dar buen ejemplo, etcétera.
La complejidad del vocablo "educación" no termina allí. También es inseparable de
juicios de valor. Si algo se estima como educativo, debe valer la pena. En este
aspecto, educación se parece de nuevo a reforma. Sería una contradicción decir:
"Juan ha sido educado, pero no ha aprendido nada valioso", como sería afirmar:
"se ha reformado, mas no ha mejorado". Ciertamente, puede hablarse de una
educación pobre, cuando una tarea valiosa se estropea. Ahora bien, lo valioso
puede incluir distintos logros como el sentido de responsabilidad, el conocimiento
científico, el patriotismo, etc. Se supone también valioso el modo como se efectúa
la educación, el cual excluye el adoctrinamiento y la imposición, impropios por
completo de la dignidad del hombre. Como se ve, pues, lo que vale la pena no
sólo se refiere a los contenidos de la educación, sino también a la forma en que
ésta se imparte (Peters, 1987).

Por otra parte, el ser educado o estar educado puede implicar distintos aspectos,
tales como poseer el mínimo de habilidades necesarias para ocupar uno su lugar
en la sociedad; buscar ulterior conocimiento; proporcionar a los hombres y
mujeres un entrenamiento vocacional que los capacitaría para mantenerse a sí
mismos; despertar interés y gusto por el conocimiento; hacer a las personas
críticas; o, finalmente, poner a los hombres y mujeres en contacto con los logros
culturales y morales de la humanidad y enseñarles a apreciarlos (O'Connor, 1957).
Estas consideraciones respecto de la educación no son sino el marco para
comentar el concepto y los fines de la educación en la Ley General de Educación
de 1993.
I. El concepto de educación en la LGE
La Ley General de Educación trata del concepto de educación en el artículo 2o,
párrafo segundo; artículo 7o y sus fracciones de la I a la XII. El artículo 7o remite
al párrafo segundo del artículo 3o constitucional, del 5 de marzo de 1993, en el
cual aparece la definición de educación: [proceso que]"... tenderá a desarrollar
armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el
amor a la Patria y la conciencia de la solidaridad internacional, en la
independencia y en la justicia". Estas palabras están tomadas del artículo 3o,
primer párrafo, del 30 de diciembre de 1945 (Diario Oficial de la Federación, de
igual fecha).
El mismo artículo 2o, segundo párrafo, indica otra definición de educación: "es
proceso permanente que contribuye al desarrollo del individuo y a la
transformación de la sociedad, y es factor determinante para la adquisición de
conocimientos y para formar al hombre de manera que tenga sentido de
solidaridad social". Proceso permanente en dos sentidos: individualmente, la
educación dura toda la vida. El hombre siempre debe estar educándose. Y
colectivamente, año con año nacen nuevas generaciones que requieren ser
educadas. El texto citado fue tomado por la nueva ley del también artículo 2o de la
Ley Federal de Educación (LFE) de 1973, a la que de ahora en adelante citaremos
entre paréntesis para que el lector pueda hacer las comparaciones
correspondientes.
Los autores disienten sobre si la educación debe contribuir siempre a la
transformación, y contestan que la educación tiene una doble función:
conservadora, pues transmite los principios, normas y valores de una cultura
específica y, simultáneamente, propone nuevos objetivos de acuerdo con el
progreso tecnológico del país y del mundo (Brubacher, 1969).
Respecto de su función como factor de conocimientos, debe afirmarse que aquélla
es primordial para la adquisición de los conocimientos básicos y mucho más para
los conocimientos más completos y complicados como los que comprende una
carrera, una maestría y mucho más un doctorado.

En la otra función, como factor para formar a los hombres en el sentido de


solidaridad, la educación interviene también de modo importante. El hombre tiende
de ordinario a ver por sí independientemente de los demás. Requiere de la
educación para adquirir el sentido de la solidaridad, es decir, la unidad con el
grupo que produce la comunidad de intereses, objetivos y normas.
El concepto de educación, según la LGE, implica:
11)
Un proceso permanente;
2)
Contenidos: conocimiento y valores (criterios); y
03)
Un método, de suerte que el educando entienda lo que se le transmite:
En el proceso educativo deberá asegurarse la participación activa del
educando, estimulando su iniciativa y su sentido de responsabilidad
social para alcanzar los fines a que se refiere el artículo 7° (Art. 2o,
párrafo tercero).
El concepto de educación se redondea con las características señaladas en
los artículos 4o -obligatoria-; 5o -laica- y 6o -gratuita-El artículo 8o, a su vez,
marca los criterios que orientarán la educación:
11) El progreso científico.
2) La lucha contra la ignorancia y sus consectarios: las servidumbres, los
fanatismos y los prejuicios.
3) La democracia, concebida no sólo como estructura jurídica y régimen político,
sino como sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico,
social y cultural del pueblo.
24) El nacionalismo, en cuanto -sin hostilidades ni exclusivismos-atienda a la
comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros recursos, a
la defensa de nuestra independencia política, al aseguramiento de nuestra
independencia económica, y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra
cultura.
5) La mejor convivencia humana, tanto por los elementos que aporte, a fin de
robustecer en el educando, junto con el aprecio para la dignidad de la persona y la
integridad de la familia, la convicción del interés general de la sociedad, cuanto por
el cuidado que ponga en sustentar los ideales de fraternidad e igualdad de los
derechos de todos los hombres, evitando los privilegios de razas, de religión, de
grupos, de sexos o de individuos.

Los criterios 1, 2 y en parte el 3, 4 y 5 se hallan en el artículo 3o constitucional de


1946 (Diario Oficial de la Federación, 30 de diciembre de 1945).

Para precisar el concepto de educación, los artículos 4o, 5o y 6o añaden tres


características de la misma: obligatoria, gratuita y laica.
La obligatoriedad se introduce en 1842; se repite durante el imperio de
Maximiliano en 1865; reviste forma de ley en 1888, con sanciones más severas en
la ley de 1891; se vuelve a mencionar en la fracción IV del artículo 3o de la
Constitución de 1917, en la fracción VI del artículo 3o de 1946, y en la Ley Federal
de Educación de 1973, artículo 16.
La gratuidad se cita por vez primera el 27 de diciembre de 1865; luego, en la ley
del 2 de diciembre de 1867 (gratuita para los pobres); en la ley del 21 de marzo de
1891, así como en la del 15 de agosto de 1908. Aparece en el artículo 3o de la
Constitución de 1917, en la fracción IV del de 1934, en la fracción VII de 1945 y en
el artículo 12 de la Ley Federal de Educación (1973). La gratuidad de la
educación, hasta la Ley Orgánica de 1941, que reglamentaba el artículo 3o de
1934 (segunda ley, la primera se expidió en 1939) establecía (artículos 92 y 11)
que el Estado atendiera preferentemente la educación primaria hasta
generalizarla, así como la secundaria, la normal, la técnica, la alfabetización, la
educación de indígenas y campesinos y la cultura elemental de los iletrados (la
actual educación de adultos). Respecto de la educación superior, la ley de 1941
prescribía que el Estado la fomentara con universidades o instituciones
particulares, para poder "dedicar con mayor amplitud sus recursos" a las
modalidades arriba mencionadas de la educación.
El origen de la fracción VII de 1945 (repetida en la ley de 1973, así como en el
artículo 3o constitucional de 1991 y la LGE de 1993) fue resultado de una
negociación entre el presidente Manuel Avila Camacho y Vicente Lombardo
Toledano. A cambio de la aceptación del artículo por parte de éste y los sindicatos,
don Manuel concedió la adición de la fracción VII, la cual establecía que "toda la
educación que el Estado imparta será gratuita" (Torres Bodet, 1969: 396).
Finalmente, el laicismo es la tercera característica de la educación en
México. El término tiene cuatro acepciones:
11)
Independencia de la Iglesia;
2)
Abstención de instrucción religiosa;
3)
Exclusión de ministros de culto en la enseñanza;
4)
Prohibición de relacionar las escuelas con corporaciones religiosas.

La primera acepción se encuentra en el artículo 3o de la Constitución de


1857: "La enseñanza es libre", tanto respecto de los gremios como de la Iglesia. Y
se reiteró en el artículo 3o de la Constitución de 1917.

La segunda acepción -abstención de instrucción religiosa- entró en vigor en la ley


del 15 de abril de 1861, al no mencionarse dicha instrucción (Dublán y Lozano,
1879) y así la consignaron también la ley del 2 de diciembre de 1867, su
reglamento del 24 de enero de 1868 y la ley orgánica del 15 de mayo de 1869 con
su reglamento respectivo La instrucción religiosa quedó prohibida explícitamente
en la ley del 14 de diciembre de 1874.
La tercera acepción entró en vigor por la ley del 23 de marzo de 1888, artículo 10:
"En las escuelas oficiales no pueden emplearse ministros de culto alguno, ni
persona que haga votos religiosos". La ley del 21 de marzo de 1891 (Art. 2o)
engloba las anteriores prohibiciones con la introducción del término "laico".
Finalmente, la última acepción se añadió en el artículo 3o de la Constitución de
Querétaro: "La escuela no debe estar relacionada con ninguna corporación
religiosa". El artículo 3o de 1917 extendió también el laicismo a la escuela
particular en el nivel primario.
Esta etapa (1857-1917) podría denominarse del laicismo moderado, concebido
como neutralidad respecto de la religión. Pero, al publicarse en 1926 el
Reglamento Provisional de las Escuelas Particulares del D.F. y Territorios
Federales, se prohibió cualquier indicación de naturaleza religiosa o dependencia
de la Iglesia: decoraciones, pinturas o estampas religiosas, etc. y se repitió la
prohibición de que los directores fueran ministros de algún culto. Se pasó al
laicismo agresivo.
Durante el periodo de Pascual Ortiz Rubio, Narciso Bassols recrudeció el laicismo
y prohibió en las Normas Revisadas de las Escuelas Particulares (18 de abril de
1932; Art. 4o, fracción IV) la enseñanza de ministros de culto. En 1931 (29 de
diciembre), Bassols extendió el laicismo a las escuelas secundarias, con la
prohibición de la enseñanza religiosa, de la docencia de ministros de culto y de la
presencia de corporaciones religiosas en las escuelas.
El artículo 3o del 11 de diciembre de 1934 (Diario Oficial de la Federación, de la
misma fecha) establece la educación "socialista" que:
[...] además de excluir toda doctrina religiosa, combatirá el fanatismo y los
prejuicios, para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades
en forma que permita crear en la juventud un concepto racional y exacto
del universo y de la vida social.
El artículo 3o de 1934, redactado por Bassols y Vicente Lombardo Toledano
(1894-1968), perseguía dos objetivos: primero, combatir el fanatismo religioso,
reiteración del jacobinismo liberal y positivista bajo el nombre de socialismo. El
laicismo neutral y ponderado de Justo Sierra se convirtió así en laicismo agresivo,
orientado a extirpar la religión; segundo, proporcionar a los educandos un
concepto racional y exacto del universo, objetivo risible o desconocedor, en
absoluto, de las capacidades de la mente humana, pues ninguna doctrina
científica o filosófica puede ofrecer semejante concepto del universo. La ley exigía
a los maestros mexicanos

enseñar la verdad absoluta. ¿Cuál? ¿El materialismo dialéctico, esa doctrina


filosófica basada en supuestos discutibles como el contener la materia un principio
racional? Si la novedad de la escuela socialista era enseñar un concepto racional
y exacto del universo, no se distinguía ésta del positivismo de Gabino Barreda
(1820-1881) y otros (Ramos, 1976: 92).
La verdad resultó un poco distinta como consta en una carta de Bassols a Jaime
Torres Bodet (1902-1974) en la cual confesaba ser el autor del texto y responsable
de su redacción. Y añadía:
[...] la verdad es y no debemos olvidar un solo instante que el problema
político real no radica ni en el término "socialista", ni en la fórmula del
"concepto racional y exacto". Está en la prohibición a la Iglesia Católica de
intervenir en la escuela primaria para convertirla en instrumento de
propaganda confesional y anticientífica. Lo demás son pretextos... (Torres
Bodet, 1969: 326-327).
La embestida de este laicismo agresivo no paró allí: Cárdenas expidió un decreto
sobre la enseñanza secundaria (Diario Oficial de la Federación, 13 de marzo de
1935): "Ninguna institución, llámese de cultura media o superior, podrá impartir
educación secundaria sin autorización expresa de la SEP", y prescribía que
ningún establecimiento de educación media superior podría recibir en calidad de
alum no regular, irregular o de cualquier otra clase a persona carente de
secundaria oficial (Art. 3o) y establecía (Art. 4o), como requisito mínimo de
admisión al bachillerato, la constancia de haber terminado la secundaria en un
plantel oficial o escuela expresamente autorizada por el Estado. El decreto del
ejecutivo modificó así la situación del bachillerato de cinco años de la Universidad
de México. Esta se amparó, pero perdió el juicio y, con el pasar de los años, la
Secretaría de Educación Pública se hizo de la vista gorda y no volvió a exigir el
cumplimiento de la disposición presidencial.
Este decreto del ejecutivo, al establecer el carácter obligatorio de la educación
secundaria socialista, impidió a la universidad crear un bachillerato de cinco años,
el cual serviría sólo para las carreras liberales, no para las científicas que
requieren título como las ingenierías, medicina, etc. Sólo las secundarias oficiales
podían impartir con validez la enseñanza socialista (Excélsior, 17 de febrero de
1935. Véase Meneses, 1988: 126).
El laicismo agresivo aparecía también en los programas y las pruebas de
exámenes, así como en los libros de texto y la formación de maestros (Meneses,
1988: 166).
La primera ley orgánica del artículo 3o de 1934 repitió lógicamente, en forma más
pormenorizada, las prescripciones constitucionales (30 de diciembre de 1939). Sin
embargo, en honor de la verdad, debe decirse que no resultó tan radical como los
borradores de la misma sugerían. Se advirtió en ella un empeño por suavizar el
proyecto de Cárdenas.

Con el pasar del tiempo, el nuevo régimen de Manuel Avila Camacho


(1897-1955) se sentía incómodo con la educación socialista. Y, como se había
propuesto tranquilizar el país después de la agitación del sexenio cardenista,
empezó por el elemento que producía más conflictos: la educación. El medio fue
promulgar otra ley federal del artículo 3o firmada por el presidente el 31 de
diciembre de 1941, a un año y un mes de iniciada su administración (Diario Oficial
de la Federación, 23 de enero de 1942). La educación sería socialista, fomentaría
el desarrollo íntegro de los educandos "dentro de la convivencia social",
preferentemente en los aspectos físico, intelectual, moral, estético, social.
Tendería a formar conceptos y sentimientos de solidaridad y preeminencia de los
intereses colectivos respecto de los privados o individuales, con el propósito de
disminuir las desigualdades económicas y sociales; excluiría toda enseñanza o
propaganda de cualquier credo o doctrina religiosa, "... combatiría el fanatismo y
los prejuicios...". Y se tomaba el trabajo de definir negativamente el fanatismo: no
era "la profesión de credos religiosos y la práctica de las ceremonias, devociones
o actos del culto respectivo, realizados conforme a la ley" (Art. 17). Y añadía: "...
en consecuencia, los educadores no podrán, so pretexto de combatir el fanatismo
y los prejuicios, atacar las creencias o prácticas religiosas lícitas de los
educandos, garantizadas por el artículo 24 de la Constitución" (Diario Oficial de la
Federación, 23 de enero de 1942).
Las sanciones eran también distintas: en la ley de 1939, las violaciones al artículo
3o se sancionaban con la clausura del establecimiento y multas de mil pesos; en
la ley de 1942, en cambio, se llamaría la atención del infractor, para evitar que se
repitiera la violación y conseguir que se corrigiera; en caso de reincidencia, se
aplicaría una multa y, si volviera a infringirse la ley, se procedería a la clausura del
establecimiento.
La ley de 1942 fue el puente entre el artículo 3o de 1934 y el de 1946, que,
obviamente, representa un enorme avance sobre el de 1934 y aun sobre el de
1917. Señala el objetivo de la educación: desarrollar armónicamente todas las
facultades del ser humano y fomentar en él el amor a la patria y la conciencia de la
solidaridad internacional, en la independencia y la justicia. Y prescribe que la
educación se mantendrá ajena a cualquier doctrina religiosa y luchará contra la
ignorancia y sus efectos: las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios. Sin
embargo, el artículo 3o mantuvo el laicismo en toda la educación tanto pública
como privada, y el control totalitario en primaria, secundaria y normal y la facultad
de negar o revocar la autorización a los particulares deseosos de establecer
escuelas, sin que contra tales resoluciones hubiera juicio o recurso alguno; y la
prohibición a las corporaciones religiosas de intervenir, en forma alguna, en
planteles de educación primaria, secundaria y normal y la destinada a obreros y
campesinos.
Por ese tiempo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) publicó la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y México la firmó, obligándose
por tanto a cumplir con dichas normas, entre las cuales se encuentra la siguiente:
"Artículo 26.3. Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de
educación que habrá de darse a sus hijos".

Sin embargo, la Ley Federal de Educación, promulgada en el gobierno de Luis


Echeverría Alvarez, mantuvo el laicismo tanto en la escuela pública como en la
privada y la negación de recurso contra las resoluciones del gobierno en caso de
clausura de alguna escuela (Diario Oficial de la Federación, 29 de noviembre de
1973).
En 1976 ocurrió un importante evento: el Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos aprobado por la ONU el 16 de diciembre de 1966 que entró en vigor el
23 de marzo de 1976 en los países que lo habían ratificado. México lo aprobó
cinco años después, el 24 de marzo de 1981, y lo promulgó en el Diario Oficial de
la Federación el 20 de mayo de 1981.
El Pacto, a diferencia de la Declaración, pretende eficacia jurídica. Su
contenido, por tanto, es distinto del de aquélla. Dos series de diferencias
sobresalen: 1) una gama de limitaciones a los derechos humanos, por razones de
seguridad nacional (seguridad pública, orden público y salud o moral públicas) que
en la Declaración, texto que no pretendía aplicarse, eran innecesarias; 2) un
conjunto de disposiciones por las cuales se obliga a los estados miembros a poner
los medios para proteger, en el orden interno, los derechos reconocidos por el
Pacto, como el caso de la educación. El artículo 18, número 4, relativo a la
educación dice:

Los Estados partes [o miembros] en el presente Pacto se


comprometieron a respetar la libertad de los padres [se refiere a la
libertad religiosa] y, en su caso, la de los tutores legales, para garantizar
que los hijos reciban la educación religiosa y moral que está de acuerdo
con sus propias convicciones.

El párrafo 4o precisa, como contenido de la libertad religiosa, la libertad de


los padres o tutores para que sus hijos reciban educación religiosa o moral de
acuerdo con sus convicciones. El Pacto es más expreso que la Declaración, pues
prescribe a los Estados partes no sólo comprometerse a respetar esa libertad sino,
además, garantizarla. Esta norma implica la obligación de los Estados de procurar
que existan los medios indispensables como locales, instructores y libros -no
necesariamente deben proveerlos-, a fin de que los niños reciban efectivamente
esa educación. Este párrafo no señala restricción alguna a este derecho.1
Ahora bien, el artículo 2o del Pacto establece tres obligaciones de los Estados en
ese sentido: 1)"... a respetar y a garantizar a todos los individuos que se
encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción los derechos
reconocidos en el presente pacto sin distinción alguna..."; 2)"... a dictar las
disposiciones legislativas o de cualquier otro carácter que fueren necesarias para
hacer efectivos los derechos reconocidos en el presente Pacto"; 3) a garantizar a
toda persona, que haya sufrido violación de alguno de los derechos definidos en el
Pacto, tener la posibilidad de imponer un "recurso efectivo", que lo proteja y le dé
la reparación
1 Véase el excelente escrito de Jorge Adame Goddard. La libertad religiosa en
México. (Estudios Jurídicos). México: Editorial Porrúa, 1990. De esa obra están
tomadas algunas ideas.

debida. Es más, expresamente se dice que este recurso debe existir "aun cuando
tal violación haya sido cometida por personas en ejercicio de sus funciones
oficiales".
2 Véase el interesante artículo de Pablo Latapí: "Libertad religiosa y legislación
escolar. Las recientes reformas constitucionales en México ante el derecho
internacional", en Revista Latinoariericana de Estudios Educativos, 1992, Vol. XXII,
No. 1, pp. 11-38.
Finalmente, durante la administración del presidente Salinas, se modificó el
artículo 3o constitucional con la restricción del laicismo sólo a la educación que
imparte el Estado. Se suprimieron las facultades del mismo gobierno de cancelar
la autorización para impartir educación sin posibilidad de recurso alguno (Diario
Oficial de la Federación 5 de marzo de 1993).
Sin embargo, la restricción del laicismo a la educación pública no está de
acuerdo con la Declaración de los Derechos del Hombre de la ONU, firmada por
México y citada más arriba.
Tampoco satisface el nuevo artículo 3o el Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos (ONU, 16 de diciembre de 1966), aceptado por México el 24 de marzo
de 1981 (Diario Oficial de la Federación, 20 de mayo de 1981).
El nuevo artículo 3o deja sin enseñanza religiosa (de cualquier credo, no
necesariamente el católico) al casi 90 por ciento de los niños de México, cuando
52 por ciento de la población, después de 130 años de laicismo oficial, está a favor
de la enseñanza de la religión en primaria (Guevara Niebla, 1991).2
II. Los fines de la educación en la LGE
La fracción I del artículo 7° contiene un concepto de educación semejante en
sustancia al del segundo párrafo del artículo 3o de la Constitución, comentado
más arriba: "contribuir al desarrollo del individuo para que ejerza plenamente sus
facultades humanas". Esta descripción implica que el modo de educar debe
respetar la personalidad del educando y se aparta de las descripciones de la
educación que hablan del "influjo ejercido por las personas maduras en las
inmaduras". El verbo usado por la ley no puede ser más discreto: contribuir con
actitudes, consejos, ejemplos, información, aun representaciones, al desarrollo
integral del individuo (Brubacher, 1969:129). Pero como éste tiene distintos
aspectos: físico, emocional, intelectual, social, artístico y moral (debería incluirse
también el religioso, excluido de la enseñanza oficial por ser ésta laica), síguese
que "contribuir" se extiende a ese desarrollo múltiple, el cual, de otra suerte, no
sería integral y el individuo no podría ejercer plenamente sus capacidades
humanas (Ley Federal de Educación, Art. 5o, I, 1973).
De la fracción II del mismo artículo a la XII, se mencionan explícitamente los fines
del término de ese desarrollo, pues el estar educado puede presentar múltiples

manifestaciones, según la época en que vive el individuo, la sociedad a la cual


pertenece y el propio destino ambicionado por cada uno.
Los fines de la educación desempeñan tres importantes funciones, según
Brubacher (1969):
11)
Orientan el proceso educativo hacia determinadas metas, además del objetivo
intrínseco de ser educado, tales como ser buen ciudadano, científico competente,
etcétera.
2)
Motivan al educando a conseguir los fines, pues éstos son valores y, por tanto, son
atractivos.
3)
Finalmente, los fines proporcionan un criterio para evaluar todo el proceso
educativo, de los padres respecto de su hijo, del maestro respecto de sus
alumnos, o de la escuela respecto de sus estudiantes.

Pasemos ahora a comentar cada una de las fracciones del artículo 7o de la Ley
General de Educación, a partir de la II.
La fracción II dice: "Favorecer el desarrollo de facultades para adquirir
conocimientos, así como la capacidad de observación, análisis y reflexión críticos".
Ante todo, la fracción se refiere a los conocimientos prácticos para valerse a sí
mismo y ganar el sustento.
Este conocimiento es fundamental en la vida. Capacita al individuo para crecer,
desarrollarse y, eventualmente, formar una familia. Implica saber leer, escribir y
contar, habilidades indispensables en la sociedad actual, sin las cuales el individuo
sería incapaz de comunicarse y relacionarse plenamente con sus semejantes. La
fracción supone también la escuela, que proporciona al niño no sólo las
enseñanzas básicas -leer, escribir y contar- sino también ulteriores conocimientos
de sí mismo, del mundo en que vive y de la sociedad a la cual pertenece. La
educación significa que los individuos aprendan -otra forma de llamar al desarrollo
de las facultades para adquirir conocimiento- y, sobre todo, les enseña cómo
aprender o les enseña a aprender a aprender. El mínimo de este desarrollo se
contiene en la educación básica: preescolar, primaria y secundaria.
Al decir esta fracción "favorecer", insinúa discretamente hacerlo de modo
deliberado, actitud que difiere de la de los defensores de la "educación según la
naturaleza", quienes creen que el gusto por el conocimiento "le sucederá" al
individuo en el curso normal de eventos.
Parece también que las palabras "facultades para adquirir conocimientos" implican
una jerarquía: primero, los básicos, para bastarse a sí mismo y encontrar su lugar
en el grupo y, segundo, todos los demás, como saber la diferencia entre las
distintas familias de moluscos, enumerar las fuerzas de la naturaleza, etc.
Además,

señala la capacidad de observación, análisis y reflexión crítica, esta última


necesaria en una sociedad sujeta a tanta propaganda, a una prensa no siempre
veraz y responsable y al adoctrinamiento que algunos individuos se esfuerzan en
ejercer.
La reflexión crítica interesa no sólo al individuo sino también a la sociedad. Una
sociedad sin crítica constructiva se estancaría. Nunca podría lograr verdadero
progreso, pues éste supone la capacidad de criticar lo presente con el fin de
diseñar formas mejores, más económicas y tal vez más rápidas de hacer lo mismo
en el futuro (LFE, 1973, Art. 45, I y IV).
La fracción III propone: "Fortalecer la conciencia de la nacionalidad y de la
soberanía, el aprecio por la historia, los símbolos patrios y las instituciones
nacionales, así como la valoración de las tradiciones y particularidades culturales
de las diversas regiones del país". Es decir, presenta tres grandes grupos: 1) la
conciencia de la nacionalidad y de la soberanía; 2) el aprecio por la historia, los
símbolos patrios y las instituciones nacionales; 3) la valoración de las tradiciones y
particularidades culturales de las diversas regiones del país (LFE, 1973, Art. 5o,
II).
La conciencia de la nacionalidad y de la soberanía debe inculcarse en el hogar y
afirmarse en la escuela. Y conviene realizar esta tarea evitando el patrioterismo
estrecho, inclinado a despreciar a los demás pueblos de la tierra. Así como
pertenecer a una determinada familia no suscita el menosprecio de las demás, de
la misma manera el amor a la propia patria tampoco ha de inducir a despreciar a
las otras naciones. La nacionalidad está constituida por dos elementos: el
hispanismo y el indigenismo. México es un pueblo mestizo, descendiente de los
españoles, pero también de los indígenas, los primeros pobladores del continente
y poseedores de una gran civilización que se pierde en las brumas de tres
milenios antes de Cristo. México es una nación soberana, independiente mucho
antes que otras naciones europeas, como Italia y Alemania, para citar algunas:
dueña de su territorio y de todos los bienes que éste produce.
La segunda parte de esta fracción recomienda el aprecio de la historia, la memoria
social que nos proporciona la identidad del ser mexicanos, como la memoria
individual sustenta nuestra propia personalidad. Esa historia está formada por la
urdimbre de la conquista, la colonia, la independencia, la invasión estadounidense
con la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio, la reforma, la intervención
francesa, la dictadura, la revolución y la posrevolución de los últimos decenios.
Los símbolos patrios: la bandera y el escudo, y las instituciones nacionales: el
Congreso, la Suprema Corte de Justicia y la Presidencia, "así como la valoración
de tradiciones y particularidades culturales de las diversas regiones del país", es
decir, la estima manifiesta por lo peculiar de cada región de las que constituyen
nuestro país (Béjar, 1981).
Dice la fracción IV: "Promover, mediante la enseñanza de la lengua
nacional -el español- un idioma común para todos los mexicanos, sin menoscabo
de proteger y promover el desarrollo de las lenguas indígenas". Lástima que no se
incorporó la

redacción: "proteger y desarrollar las lenguas indígenas, sin menoscabo del


español como lengua común". De esa forma se ponía énfasis en lo más
amenazado y frágil (LFE, 1973, Art. 5o, III).
No puede exagerarse la importancia de la enseñanza del español. La primera
razón es enseñar a pensar. El lenguaje interviene en cada pensamiento. El
esquema fundamental del habla consta de sujeto, verbo y predicado y calificativos,
adverbios y complementos circunstanciales. Aprender el propio idioma, su sintaxis
y estructura es organizar la inteligencia y someterla a una disciplina.
Desafortunadamente, muchos maestros de español en nuestras escuelas ignoran
la función formadora del lenguaje. No asignan composición a sus alumnos o, si se
la exigen, no la revisan ni la corrigen con el alumno. Es lamentable encontrar
estudiantes universitarios incapaces de poner por escrito, en forma clara, su
pensamiento. La lengua es también capacidad de lectura, de esa vasta y rica vena
de la literatura española, mexicana y latinoamericana y, también, de la universal.
Pero tal capacidad supone aprender a leer comprendiendo el texto, meta a la cual
no llega un buen número de estudiantes universitarios. El español es el eje de
nuestra cultura.
Esta fracción no sólo se refiere al español, sino que extiende su solicitud hacia las
lenguas indígenas, vehículo indispensable para que éstos puedan alfabetizarse en
español, como lo enseñaron los lingüistas Morris Swadesh (1900-1967) y Maxwell
Lathrop.
"Infundir el conocimiento y la práctica de la democracia [dice la fracción V] como la
forma de gobierno y convivencia que permite a todos participar en la toma de
decisiones para el mejoramiento de la sociedad". La fracción contiene una
recomendación: el conocimiento y la práctica de la democracia de la cual decía
Winston Churchill: "Es una mala forma de gobierno, salvo en un sentido: todas las
demás son peores". La fracción señala una de las razones para defender la
democracia: ésta permite a todos participar en la toma de decisiones para mejorar
la sociedad (LFE, 1973, artículo 5o, XIV).
La democracia es actualmente la forma de gobierno más extendida. Es el gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como lo llamó Abraham Lincon. Puede
ser presidencial y parlamentaria y establecer la división total de poderes:
legislativo, ejecutivo y judicial. Desde su origen, México optó por la plena división
de poderes, aunque la historia enseña que la realidad ha sido diferente y que se
ha inclinado hacia un presidencialismo exagerado sin plena distinción de poderes.
Además, la existencia de un partido identificado con el gobierno impide el juego de
la democracia en la cual la oposición sirve de control al partido en el poder. La
democracia supone una estructura jurídica: la existencia y el cumplimiento de las
normas jurídicas -los principios básicos del derecho-, el bien común y el conjunto
de derechos y obligaciones que de allí nacen; y un régimen político de democracia
representativa: un ciudadano, un voto.

La fracción va más adelante y pide considerar la democracia no sólo como forma


de gobierno, sino de convivencia en una sociedad igualitaria, donde todos los
ciudadanos participan en la toma de decisiones para el mejoramiento de la
sociedad, de tal suerte que aquéllos alcancen no sólo la vida necesaria de que
habla Platón sino también la vida confortable.
"Promover el valor de la justicia, de la observancia de la ley y de la igualdad de los
individuos ante ésta, así como propiciar el conocimiento de los derechos humanos
y el respeto a los mismos" reza la fracción VI. En realidad, la fracción cubre tres
disposiciones distintas aunque conectadas entre sí:
1) Infundir el valor de la justicia, elemento primordial en toda sociedad, porque
atribuye a cada uno lo suyo y tiene por objeto el bien común. Se distinguen varias
clases de justicia: general o legal que atribuye a cada uno lo suyo y tiene por
objeto el bien común, asegurando la cohesión de la sociedad global. Juan XXIII la
define en la encíclica Mater et Magistra como "la suma de aquellas condiciones
que permiten a los hombres alcanzar con mayor plenitud y facilidad la propia
perfección" (Ocho grandes encíclicas, 1974, No. 65). Santo Tomás de Aquino
define el bien común como el de las personas reunidas y que las hace crecer
conjuntamente. Este mismo bien se llama público cuando está a cargo de
organismos públicos o de una personalidad jurídica organizada. El bien del cual
las personas gozan juntas y que las hace crecer juntas consiste en:
1) El conjunto de recursos materiales públicos y privados: la totalidad del
suelo sobre el cual se asienta la sociedad; los bienes inmateriales como
el idioma, la cultura, el prestigio, el desarrollo de las comunicaciones,
etc.; 2) los bienes propios de las personas como su propia realización, el
respeto de que gozan y la adecuada distribución de puestos y de roles
(Bigo, 1966: 279. Traducción nuestra).
Además de la justicia general o legal -ordenación de las personas en cuanto
constituyen un conjunto-existe la justicia distributiva, repartidora entre los
miembros de la sociedad, de los recursos y cargas comunes y cuyo dominio es
mayor del que, ordinariamente, se piensa. Este derecho no se deriva de ningún
otro. Es propio de la persona por el solo hecho de pertenecer a la comunidad y se
relaciona con el derecho fundamental de todo hombre de participar en los recursos
de la sociedad en la cual vive. La justicia distributiva incumbe no sólo a los
responsables de la sociedad global -los poderes públicos- sino también a las
personas acomodadas; pero como esta clase de justicia no descansa en
contratos, no obliga al rico Pablo a dar de sus bienes al pobre Andrés, ni entraña
el derecho específico de éste de recibir ayuda de Pablo, en particular.
Al lado de la justicia distributiva, Santo Tomás señala la justicia conmutativa, la
cual regula los intercambios y contratos. Esta clase de justicia se refiere
primariamente a los bienes que se permutan y, sólo en forma indirecta, a las
personas. Un bien puede tener por sí mismo un gran valor, independientemente de
la
situación acomodada del vendedor, o carecer de valor en sí aunque para una
persona en particular sea sumamente valioso.
Además de estas clases de justicia, existe la justicia social que vela, tanto en los
gobernantes cuanto en los organismos sociales y aun en los miembros
particulares:
Por el desarrollo de los recursos sociales, su armoniosa repartición entre
las distintas categorías sociales mediante leyes, instituciones e iniciativas
convenientes, así como por la distribución de puestos, tomando sus
normas de la justicia general distributiva y conmutativa, según las
diversas situaciones de que se trate (Bigo, 1966: 230. Traducción
nuestra).
La justicia social parece tener dos funciones: armonizar las distintas clases hasta
la eventual desaparición de las diferencias, e incrementar los recursos de la
sociedad, es decir, trata de la repartición social y el crecimiento económico.
2) El valor "de la observancia de la ley y de la igualdad de los individuos ante
ésta..." (LFE, 1973, Art. 5o, XVI).
No puede exagerarse la importancia de este valor que haría más ordenada y
tranquila la vida de los ciudadanos de esta república. El abierto menosprecio de la
ley, o los tortuosos ardides para evadirla o lograr que sus efectos sean más
suaves, son actitudes frecuentes en muchos mexicanos. Por desgracia, el ejemplo
del gobierno no ayuda, pues se registran casos en que éste pasa por encima de la
ley. Conocido es el proceder de algunos policías que se sienten por encima de la
ley.
Es lamentable que esta fracción no mencione la moral social, indispensable para
el funcionamiento de cualquier sociedad y barrera para impedir que en nuestras
ciudades reine la ley de la selva. La moralidad no es tema exclusivo de las
religiones, sino compete también al Estado.
La moral social consiste en un conjunto de principios de ética racional,
encaminados a inspirar conductas colectivas en el orden público. Dentro del
laicismo del Estado es posible y necesario formular las creencias y condiciones de
supervivencia de una sociedad pluralista. Si bien la educación moral debe
impartirse en el hogar, éste frecuentemente falla en impartirla o lo hace en forma
imperfecta. Por tanto, la escuela debería suplirlo y enseñar el respeto a la vida, a
la integridad, al buen nombre, y a los bienes de los demás seres humanos. El
código de moralidad es indispensable no sólo para la convivencia de los
ciudadanos, sino para la misma seguridad del Estado.
3) La educación deberá propiciar el conocimiento y el respeto de los derechos
humanos.
Digna de alabanza fue la creación de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos, encargada de promoverlos y defenderlos mediante personas de

3 Esta fracción no aparece en la LFE de 1973.


intachable conducta. Todavía queda mucho por hacer para sanear al gobierno de
la corrupción que lo aqueja y el despilfarro que empobrece a la nación.
La fracción VII coloca entre los fines de la educación el "Fomentar actitudes que
estimulen la investigación y la innovación científica y tecnológica". La fracción se
refiere sobre todo a la educación superior, pero también se aplica a las grandes
empresas, las cuales, a ejemplo de los otros países, deberían contratar
investigadores que mejoraran los productos e hicieran de México un país creador
de su propia tecnología, en lugar de ser un gran importador de tecnología ajena. El
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el Sistema Nacional de Investigadores
pueden ayudar mucho en este asunto, cuyo fomento supone facilitar el trabajo del
científico con todos los medios necesarios, entre los cuales están las bibliotecas
que sean verdaderos centros de información, donde se ayude al investigador, en
vez de dificultarle su tarea (LFE, 1973, Art. 5o, XI).
La fracción VIII recomienda: "Impulsar la creación artística y propiciar la
adquisición, el enriquecimiento y la difusión de los bienes y valores de la cultura
universal, en especial de aquellos que constituyen el patrimonio de la nación"
(LFE, 1973, Art. 5o, XI).
Impulsar la creación artística supone la atención a los niños superdotados,
quienes constituyen el tesoro más preciado del país, los individuos capaces de
distinguirse en sus respectivos campos y de merecer toda la estima y el respeto
de la humanidad, llámense Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco Javier Clavijero,
José Ma. Velasco o Rufino Tamayo. Para propiciar la adquisición, habría que
empezar por evitar la pérdida y la exportación de los bienes culturales, como en el
caso de las bibliotecas.

"Estimular la educación física y la práctica del deporte"3 propone la fracción


IX. El dicho del poeta latino Juvenal, mens sana in corpore sano (Sátiras 10, 356),
tiene permanente validez. La salud del cuerpo es indispensable para el buen
funcionamiento de las facultades superiores del hombre. Este objetivo se
conseguiría con la impartición a los niños de los principios de higiene, elemento
tan importante de la educación fundamental. Luego, la recomendación del ejercicio
físico, como diversión en los juegos de fútbol, béisbol, básquet, vólibol, tenis,
bádmington, etc. El juego también ofrece la ventaja de dar ocasión de ejercitar la
participación y buscar el triunfo del propio equipo en vez de la exhibición personal,
aprendizaje tan importante para toda la vida. Finalmente, debe señalarse la
necesidad del país de contar con deportistas que puedan competir en las lides
internacionales. Para este tipo de encuentros hace falta que los niños y jóvenes
tengan cualidades sobresalientes, excelente alimentación y un entrenamiento
riguroso.
"Desarrollar actitudes solidarias en los individuos, para crear conciencia sobre
la preservación de la salud, la planeación familiar, y la paternidad responsable, sin
menoscabo de la libertad y del respeto absoluto a la dignidad humana, así como

propiciar el rechazo a los vicios" es el fin expresado en la fracción X del


artículo 7o. Esta fracción pide desarrollar actitudes solidarias, es decir, actitudes
que produzcan una unidad de grupo basada en la comunidad de intereses,
objetivos y normas, o la misma unidad que produce esa comunidad, según la
etimología del nombre. No se piden solamente actitudes favorables, sino
"solidarias", difíciles de enseñar y, por tanto, difíciles también de reproducir. Aquí
cabe recordar que la mejor forma de enseñar actitudes estriba en el ejemplo de la
persona poseedora de esa actitud. Esta actitud solidaria se postula para crear
conciencia sobre: 1) la preservación de la salud; 2) la planeación familiar y la
paternidad responsable; y 3) propiciar el rechazo de los vicios.
Las actitudes solidarias han de servir para:
11)
La preservación de la salud, fundamento de la actividad humana en todos sus
aspectos. La educación física y la práctica del deporte ayudan incomparablemente
a preservar la salud.
2)
La planeación familiar y la paternidad responsable. Esta última completa y
perfecciona la mera planeación de nacimientos, en cuanto lo hace basada en
razones de peso. La alusión a que se efectúe "sin menoscabo de la libertad y del
respeto absoluto a la dignidad humana" rechaza la planeación familiar realizada
mediante la esterilización impuesta, como se efectuó en algunos países.
3)
El último inciso comprende sobre todo las adicciones al alcohol y a otras drogas,
origen de tantas vidas truncadas y destrozadas, no sólo de los responsables
mismos, sino también de sus familiares y amigos.

La fracción XI se refiere a la creación de conciencia sobre "la necesidad de un


aprovechamiento racional de los recursos naturales y de la protección del
ambiente". Esta fracción es especialmente importante. La ecología nos enseña a
aprovechar los recursos tanto renovables como no renovables. Puede
aprovecharse la madera de los bosques con tal de talar reforestando
sistemáticamente; es lícito cazar animales sin poner en peligro su desaparición; es
permitido pescar, pero evitando la extinción de las especies. La protección del
ambiente, por la contaminación de la atmósfera con toda clase de combustibles,
exige evitar el "efecto de invernadero", el cual aumentaría la temperatura media de
una región del globo y aquélla afectaría el clima universal, con grave perjuicio de
las distintas zonas por aguaceros torrenciales o por sequías. Los países han
tenido que ponerse de acuerdo para suprimir el uso de los clorofluorocarburos,
responsables de la destrucción de la capa de ozono, que protege a los seres
humanos de los efectos nocivos de la radiación solar.
La última fracción de la ley, la XII, dice así: "Fomentar actitudes solidarias y
positivas hacia el trabajo, el ahorro y el bienestar general".

La fracción recomienda impulsar actitudes. La actitud es una disposición mental a


reaccionar en forma consistente a una clase de objetos no como son, sino como
se concibe que son. La fracción pide impulsar actitudes solidarías que produzcan
la unión del grupo, basada ésta en la comunidad de intereses, objetivos y normas.
Estas actitudes deben ser positivas: es decir, favorables, constructivas y opuestas,
por tanto, a las negativas o desfavorables hacia tres elementos de la vida humana:
el trabajo, el ahorro y el bienestar general. El trabajo es la ocupación retribuida y
tiene dos funciones: ganarse el sustento y realizarse a sí mismo. El ahorro es
guardar parte de lo que se gana. Sí esto es una suma considerable, puede
colocarse en un banco para obtener intereses, de suerte que se cuente siempre
con una cantidad para gastos imprevistos, un viaje, etc. El ahorro es una práctica
que debe infundirse en los niños, dándoles desde pequeños dinero cada semana
o mes para sus gastos y recomendándoles que no lo gasten todo, sino que
separen una cantidad que se acumula para gastos imprevistos.
Desgraciadamente, los mexicanos no estamos acostumbrados al ahorro y México
es una de las naciones en las cuales el ahorro nacional es mínimo.
El bienestar general es objetivo muy importante en la vida humana.
Significa el mejoramiento de todos en una familia, en una zona, en una ciudad o
en una nación. Contra el bienestar general atenían la mala conducta, el despilfarro
y la corrupción.
El artículo 10 -relativo a la educación como servicio público-señala en el
segundo párrafo de la fracción VI:
Las instituciones del sistema educativo nacional impartirán educación de
manera que permita al educando incorporarse a la sociedad y, en su
oportunidad, desarrollar una actividad productiva y que permita,
asimismo, al trabajador estudiar.
Este párrafo postula dos objetivos importantes para el país y, obviamente, para el
individuo y la familia: impartir educación apta para incorporar al individuo a la
sociedad, es decir, haciéndolo útil de suerte que mejore la condición de vida o su
calidad con el desarrollo -de una actividad productiva- y permitir eventualmente al
trabajador estudiar.
La vida moderna tiende a aumentar los periodos de ocio. Esta ventaja permite a
algunas personas seguir estudiando mientras trabajan y, así, concluir una carrera
que tal vez no pudieron seguir cuando eran jóvenes.
Al terminar la lectura del concepto de educación y de los fines de ésta propuestos
por la LGE, no puede menos de afirmarse que la LGE señala fines ambiciosos,
cuya consecución haría de México un país próspero y tranquilo. Pero no basta
sugerir todos estos fines tan laudables e importantes para nuestra patria. La
Secretaría de Educación Pública tiene ahora delante de sí la delicada tarea de
estructurar programas sobre la forma de alcanzar tales fines, para que éstos no se
queden en letra muerta, sino que vivifiquen la educación toda de las futuras
generaciones mexicanas.

REFERENCIAS
BÉJAR Navarro, R. El mexicano. Aspectos culturales y psicosociales. México:
UNAM, 1981.
BIGO, P. La doctrine sociale de TEglise. (2iéme édit). París: Presses Universitaires
de France, 1966.
BRUBACHER, J. S. Modern philosophies of education. (fourth ed.) New York:
McGrawHill, 1969.
DUBLÁN, M. y J. M. Lozano. Legislación mexicana o colección completa de las
disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la
República. México: Edición Oficial, 1879, vol. 9.
GUEVARA Niebla, G. Los mexicanos ante la educación. Nexos, 1991, No. 159,
marzo, pp. 59-65.
MENESES Morales, E. Tendencias educativas oficiales en México 1934-1964.
México: Centro de Estudios Educativos, 1988.
O'CONNOR, D. J. An introduction to the philosophy of education. Lon-don:
Routledget and Kegan Paul, 1957.
PETERS, R. S. The philosophy of education. Oxford: Oxford Universíty Press,
1987.
RAMOS, Samuel. "Veinte años de educación en México", en Obras Completas.
México: UNAM, 1976, vol. 2.
SCHOFIELD, H. The philosophy of education. London: George Alien and Unwín,
1977.
TORRES Bodet, J. Años contra el tiempo. México: Editorial Porrúa, 1969.
Comentarios al artículo tercero de la Constitución
Emilio O. Rabasa
Gloria Caballero.
La educación es uno de los grandes problemas humanos; por su conducto
el niño y el joven traba contacto con la cultura patria y la universal, y mediante ella
llegan a ser hombres conscientes de su destino. El que la educación sea
patrimonio de todos los hombres constituye un deber de la sociedad y del Estado,
pues la ignorancia también es una forma de esclavitud. Este postulado es de
realización relativamente reciente: en el pasado sólo los privilegiados tenían
acceso a la enseñanza y las mayorías vivían al margen de sus beneficios. La
historia educativa de México se puede dividir en tres grandes periodos,que
corresponden a las tres etapas de su desenvolvimiento: la precortesiana, la
colonial y la independiente.
De todos los pueblos que habitaban lo que hoy forma nuestro territorio nacional,
antes de la llegada de los españoles, el azteca y el maya son los que mejor
conocemos en cuanto a sus prácticas educativas. La enseñanza en esos pueblos
era doméstica hasta los 14 o 15 años; correspondía impartirla al padre o a la
madre y se caracterizaba por su severidad y dureza. Sus propósitos se dirigían a
obtener que la juventud reverenciara a los dioses, a los padres y a los ancianos,
cumpliera los deberes y amar a la verdad y la justicia.
La instrucción pública entre los aztecas estaba a cargo del Estado y comenzaba
una vez que había concluido la recibida en el seno del hogar. Dos escuelas la
proporcionaban: el Calmecac, donde acudían los nobles y predominaba la
enseñanza religiosa, y el Telpochcalli, escuela de la guerra, a la que asistían los
jóvenes de la clase media. El resto del pueblo recibía sólo la educación doméstica
y así mantenían las diferencias entre las diversas clases sociales.
Semejante era el sistema que seguían los mayas aunque en términos generales la
educación de los nobles comprendía además de la enseñanza religiosa otras
disciplinas, como el cálculo, la astrología y la escritura, a las que se les concedía
singular interés, y la que se otorgaba a los jóvenes de la clase media fue menos
militarista que la que imperó en el pueblo azteca. A lo largo de los tres siglos de la
etapa colonial, la enseñanza estuvo dirigida para el clero; fue por eso
fundamentalmente dogmática, esto es, sujeta a los principios religiosos. Merece
especial mención la obra educativa de los misioneros que llegaron a tierras de
Nueva España en el siglo XVI: Bartolomé de las Casas, Pedro de Gante, Juan de
Zumárraga, Bernardino de Sahagún, Toribio de Benavente “Motolinía”, Alonso de
la Vera Cruz, ilustres varones cuyos nombres, ayer y hoy, ha respetado el pueblo
de México. Ellos fundaron las primeras escuelas en las principales ciudades del
país, y con el propósito medular de instruir al indígena en la religión cristiana, le
enseñaron el castellano, iniciando su incorporación a la cultura de Occidente.

Asimismo, debe citarse como hecho sobresaliente de esta época que el 25 de


enero de 1553 abrió sus puertas la Real y Pontificia Universidad de México, que
en unión de la de San Marcos, en Lima, Perú, fueron las primeras fundadas en
tierras de América.
Ni en España, ni en los demás países europeos existía la idea de que la
educación fuera una de las funciones del Estado. Acorde con este principio, en
Nueva España las clases populares permanecieron en su mayoría analfabetas y
aún a mediados del siglo XIX eran usuales los idiomas nativos, pues la enseñanza
primaria fue deficiente y quedó en manos del clero o de particulares.
En diversos rumbos del extenso territorio de Nueva España se fundaron
seminarios y, en las principales ciudades, escuelas de enseñanza superior. La
educación que se impartía en esas instituciones era religiosa humanística, y las
materias básicas: teología, derecho y filosofía, de acuerdo con los sistemas
imperantes en la época, heredados de la Edad Media. No existió enseñanza
científica ni técnica, porque su aparición en el mundo está vinculada al triunfo de la
Revolución Industrial.
Los oficios y artesanías se aprendían en los propios talleres. Como un paso de
progreso en este renglón se puede señalar el establecimiento del Real Seminario
de Minas en el año de 1792, debido a las gestiones del consulado de minería ante
las autoridades españolas, para satisfacer las necesidades técnicas de la industria
minera mexicana.
Lograda la Independencia nacional, el Estado adquirió la facultad de “promover la
ilustración” (artículo 13, fracción II, del Acta Constitutiva de la Federación, precepto
que se repite en el artículo 50, fracción I, de la Constitución de 1824).
Los acontecimientos más importantes en el aspecto educativo durante la pasada
centuria fueron:
11.
La creación en 1822 de la Compañía Lancasteriana, que fundó escuelas en varias
ciudades de la república. El sistema se basaba en la enseñanza mutua, ya que los
alumnos más aventajados – llamados monitores. Colaboraban en la tarea
educativa, supliendo así una de las deficiencias de la época: la falta de maestros.
2.
La reforma legislativa de 1833 – llevada a cabo por el entonces presidente de la
República, el insigne liberal Valentín Gómez Farías e inspirada en el pensamiento
de José María Luis Mora – tuvo el propósito de incrementar la educación oficial,
estableció la Dirección General de Instrucción Pública, la enseñanza libre y
escuelas primarias y normales. Fueron suprimidas la Real y Pontificia Universidad,
así como otros colegios bajo dominio eclesiástico, y para atender a la enseñanza
superior se crearon las escuelas de estudios preparatorios, estudios ideológicos y
humanidades, ciencias físicas y matemáticas, ciencias médicas, jurisprudencia y
ciencias eclesiásticas. De esta época data también la fundación de la Biblioteca
Nacional (26 de octubre de 1833) y de la primera escuela normal, por Francisco
Salinas, en Zacatecas. La reforma obedeció a la necesidad de impulsar los
cambios

1
que México requería durante los primeros años de vida independiente y muestra el
afán de cultivar la ciencia y la técnica, en mayor grado que el derecho y la
tecnología, estudios principales en el sistema educativo colonial.
3.
La Constitución de 1857, fiel a sus tendencias liberales, declaró en el articulo
tercero la libertad de enseñanza.
4.
El espíritu de la Reforma había de manifestarse en la Ley Orgánica de Instrucción
Pública, promulgada por el presidente Juárez, que establecía la enseñanza
primaria gratuita, laica y obligatoria, así como en la creación de la Escuela
Nacional Preparatoria, por decreto de diciembre de 1867.
En el siglo XX, los grandes acontecimientos nacionales han determinado el
desarrollo educativo del pueblo mexicano. La Universidad Nacional de México se
creó en 1910. La Revolución mexicana, movimiento libertario en contra de las
grandes e injustas desigualdades sociales existentes, fijó para el México futuro,
como una de sus metas, resolver el problema educativo desde sus raices,
haciendo realidad el derecho a todos de la enseñanza.
Los diputados de 1917 se pronunciaron en contra de la intervención del clero en
esta materia. El tema motivó uno de los debates más apasionados de los habidos
en la Asamblea de Querétaro. El artículo tercero que elaboraron otorgó al Estado
la facultad de impartir la educación, permitiendo la enseñanza privada cuando ésta
siguiera fielmente las disposiciones constitucionales, y siempre bajo la dirección y
la vigilancia de los órganos gubernativos competentes.
La obra llevada a cabo desde esa fecha hasta nuestros días ha sido notable. Entre
los hechos más significativos que comprende cabe citar: las campañas de
alfabetización, el fomento de las escuelas primarias – rurales y urbanas, cuyos
alumnos reciben gratuitamente los libros de texto, y aumento de escuelas
secundarias, normales y preparatorias en las principales ciudades del país,
creación del Instituto Politécnico Nacional y de otros centros técnicos de
enseñanza e investigación así como de universidades e institutos tecnológicos en
los estados de la república.
Nuestra Constitución es activa, dinámica y sobre todo en el artículo tercero se
revela como un documento que despliega una doble acción: recoge las tradiciones
progresistas de nuestra patria, las hace actuales y las proyecta hacia el futuro,
para afirmar a través de las nuevas generaciones de mexicanos la continuidad
histórica de la nación. Inspirado por la Revolución Mexicana una instrucción
general, al suprimir las diferencias económicas y sociales en las escuelas. Por ello
se reitera que la educación primaria, sin duda la más importante, permanezca libre
de toda influencia extraña a los intereses nacionales y sea obligatoria y gratuita
cuando la imparta el Estado, hecho ampliamente superado con los libros de texto
oficiales para ese grado, que son puestos al servicio de los alumnos sin costo
alguno para sus padres. La grandeza de una patria está construida por la suma de
las capacidades de sus hijos, tanto en los dominios del pensamiento como en la
correcta explotación de sus recursos materiales.

1
Por esta razón, el artículo tercero constitucional establece una serie de principios
propósitos y condiciones que regulan la tarea de educar y que son esenciales para
el logro de tan altos fines.

La educación, señala el precepto, debe ser:


1a)
Laica, esto es, ajena a todo credo religioso;
b)
Democrática, para el progreso se realice en todos los órdenes: económico, social
y cultural, y en beneficio de todo el pueblo;
c)
Nacional, a fin de proteger los intereses de la patria, y
d)
Social, con los que se indica que, además del respeto a la persona como
individuo, debe enseñarse el aprecio a la familia y el sentido de solidaridad con los
demás, así como los principios de igualdad y fraternidad para con todos los
hombres.
La Constitución rige no sólo en las escuelas de la Federación, estados y
municipios, sino también en los planteles establecidos por los particulares en lo
que concierne a la educación primaria, secundaria o normal, y a la de cualquier
tipo o grado destinada a obreros y a campesinos, ya que de no ser así, la
diversidad de criterios en los planes de estudio y en la aplicación de métodos
pedagógicos frustraría el postulado de la unidad nacional, necesario para lograr la
supervivencia y el progreso de México.
Por reformas publicadas en el Diario Oficial del 9 de junio de 1980 se definió el
concepto de autonomía aplicado a las universidades e institutos de enseñanza
superior. La autonomía – cuando se habla de instituciones – significa la posibilidad
de gobernarse a si mismas, en bien de los fines que le son propios. En el caso de
las universidades, los propósitos no pueden ser más que educativos y, por lo
tanto, velar para que quienes asisten a sus aulas alcancen una verdadera y seria
formación profesional que les permita cumplir más tarde la importante función
social que debe tener la población capacitada a los mas altos niveles. Compete
también a las universidades ser centros de investigación y difundir la cultura.
Es preciso que todas esas actividades estén presididas por la libertad: en la
cátedra, en la investigación, en la discusión y difusión de las ideas. Porque la
libertad es condición indispensable del saber, tanto cuando se orienta al
conocimiento del legado histórico y el estudio del presente, como cuando se
encamina a la búsqueda de nuevas verdades.
La autonomía de las universidades e institutos de enseñanza superior implica
también el manejo interno de su personal académico y administrativo, de acuerdo
con los principios que establece la propia Constitución para los trabajadores en
general, y la ley reglamentaria. Asimismo, supone la administración del patrimonio,
que sea, de los recursos económicos con que esas instituciones cuentan para el
cumplimiento de sus importantes finalidades.

1
Durante el sexenio 1988-1994, se establece todo un régimen jurídico de las
relaciones Estado- Iglesias reforma que modificó a varios artículos de la
Constitución: tercero, quinto, 24,27 y 130 (D.O. de 28 de enero de 1992).
La reforma continúa manteniendo, con toda claridad, el principio ya proveniente de
la Constitución de 1917 y anterior, de que la educación que impartan el Estado-
Federación, los estados y municipios será laica. Hay que hacer notar que el
Estado imparte cerca de 95% de la educación primaria y más de 90% en la
secundaria.
El laicismo no es sinónimo de intolerancia o anticlericalismo, como en ocasiones
se ha querido calificar indebidamente. El laicismo implica que el Estado no tiene
religión alguna, pero respeta a todas.
La iniciativa de reformas derogó la prohibición anterior de que las corporaciones
religiosas o ministros de los cultos intervinieran en planteles en los que se
impartiese educación primaria, secundaria y normal y la destinada a los obreros y
campesinos.
Ahora – sosteniéndose el criterio de que la educación se basará en el progreso
científico y luchará en contra de la ignorancia, los prejuicios y fanatismos – no se
impone la obligación, para los planteles privados, de que “dicha educación sea por
completo ajena a cualquier doctrina religiosa “(Exposición de motivos). En todas
formas, siempre se realizará con apego a los planes y programas oficiales.
Por otro lado, se otorga algún reconocimiento a los estudios realizados para
servicios ministeriales, si se demuestra equivalencia con los criterios establecidos
para las instituciones de educación superior.
Con fecha de 18 de noviembre de 1992, el (Jefe del Ejecutivo) envió a la Cámara
de Diputados del Congreso de la Unión una iniciativa de reformas a los artículos
tercero y fracción 1 del 31…

Los fundamentos de la citada reforma fueron:


11.
Acabar con la confusión relativa a si la misión educativa es una obligación del
Estado, de los individuos en cursarla o de los padres con respecto a sus hijos o
pupilos. La nueva redacción deja aclarado lo siguiente: por un lado, que la
educación es garantía individual de todo mexicano y, por el otro, la obligación de
impartir la educación preescolar, primaria y secundaria corresponde, ya sin duda al
respecto, al Estado.
2.
La educación impartida por el Estado, en adición a la primaria, se extiende a la
secundaria.
3.
Se Cumple con el federalismo educativo, o sea, que los tres niveles de gobierno–
Federación, estados y municipios- mantendrán una unidad en materia
educacional. Una misma educación básica para todos.
4.
Con anterioridad – fracción III – expresamente se negaba la procedencia de juicio
o recurso alguno contra la negativa o revocación de la autorización a los
particulares para impartir la educación en todos sus tipos o grados. Lo

1
anterior quedó suprimido, por lo que, actualmente, todo acto de autoridad
educativa puede ser impugnado mediante el juicio o recurso adecuado.
Al recibir la iniciativa de reformas del Ejecutivo Federal arriba citada, la Cámara de
Diputados, que actuó como Cámara de origen, la aprobó en lo general, pero
introdujo algunas modificaciones, esencialmente consistentes en: sustituir la
palabra “mexicano” por la de “individuo” (primer párrafo del articulo tercer),
mencionar que el Ejecutivo Federal considerará la opinión de los gobernadores de
los estados y diversos sectores sociales, involucrados en la educación (fracción III)
y adicionar la fracción y para que el Estado promueva todas las modalidades
educativas necesarias para el desarrollo de la nación. Las modificaciones
señaladas fueron resultado de un debate entre los diferentes partidos que integran
la Cámara de Diputados con pleno consenso entre ellos.
El laicismo: seis tesis contrarias a la Educación Pública
Olac Fuentes Molinar
Primera tesis:
Se ha afirmado que la enseñanza pública controla y “cuadricula” la mente
de la población y que el Laicismo es un instrumento antirreligioso.
Respuesta:
Estas afirmaciones son infundadas, pues no corresponden a la realidad de la
política educativa actual; intentan darle vida a una antigua querella, que México ha
sido resuelta y ha dejado atrás mucho encono y serios daños; y porque deforman
el significado que el laicismo tiene hoy como garantía de la tolerancia, el
pluralismo y la libertad de conciencia.
El laicismo no es una doctrina confrontada por otras. Es una posición frente a una
pluralidad de doctrinas, particularmente religiosas, que reclaman por igual la
validez de su visión del mundo. Ser laico significa reconocer el derecho de todos a
practicar una religión – si ésa es su decisión – y hacerlo en el ámbito de la familia,
de las propias comunidades religiosas y de las organizaciones ligadas a ellas.
En la escuela pública, a la que acuden todos sin diferencias, el Estado se
encuentra obligado a promover una formación común, fundada en valores
compartidos por todos mas allá de las diferencias entre doctrinas religiosas, que
suelen ser irreductibles y frecuentemente se expresan de manera intolerante.
Como acción de interés publico, la educación tiene que luchar por la armonía,
empezando por la propia, y negarse a ser un espacio en el cual los adultos
pretendan dirimir sus diferencias y disputarse la conciencia de los niños.
La educación pública que imparte el Estado se deriva de las facultades y
obligaciones que le imponen la Constitución y sus leyes reglamentarias. En ellas
se funda la orientación de la educación. Nos esforzamos porque todos tengan la
oportunidad de lograr una formación científica fundamental al desarrollar las
capacidades de leer, expresarse y escribir, y usar las matemáticas con
inteligencia.
Aspiramos a que la escuela aliente la confianza en la razón humana y la
capacidad de pensar libremente. Se busca, por muchos medios, fortalecer nuestro
sentido de identidad como nación y orientar a los niños hacia la protección de
nuestros recursos, el cuidado de la salud y la vida, la convivencia en la paz, la
tolerancia y la ley. No creo que en todo ello exista una sola idea particularista, ni
alguna intención insidiosa. Es con estos criterios que la separación de la iglesia y
el Estado, base constitucional en la gran mayoría de las naciones, adquiere un
sentido concreto en la función educativa pública.

Segunda tesis:
Se sostiene que las orientaciones oficiales son positivistas y obstaculizan la
formación valoral de niños y jóvenes.
Respuesta:
El positivismo es una teoría superada, y no creo que alguien la sostenga hoy en el
sistema educativo. Por lo que toca a la formación en valores, el laicismo derivado
del artículo tercero no postula la neutralidad ética ni el vacío de valores. La
escuela pública proclama – y practica en la inmensa mayoría de los casos - los
valores colectivos de la tolerancia, la democracia, la igualdad de sexos, razas y
orígenes sociales, y el respeto a la dignidad de las personas. En el ámbito del
individuo, se insiste en la iniciativa personal, en la colaboración, en el aprecio al
trabajo, la honradez y la verdad. Creo que son valores que comparten los católicos
genuinos, los cristianos no católicos, los judíos y cualquier persona de buena fe
que tenga o no creencias religiosas.
Es necesario fortalecer la formación valoral en los tiempos que vivimos. Hay una
tarea que corresponde a la escuela, y que ésta no puede realizar sola, pues a
veces la sociedad le traslada funciones que ella misma no ha sabido o no ha
querido cumplir. De todos modos, estoy convencido de que en la sociedad
mexicana de hoy no hay espacio de vida colectiva que sea más civilizado que en
una escuela pública.
Tercera tesis:
Se argumenta que el pluralismo moderno justifica que las iglesias participen en la
educación pública.
Respuesta:
En primer lugar, hay que recordar que en la educación por los particulares se
ejerce abiertamente este derecho, a partir de la reforma de 1992. En realidad, así
se venía haciendo, pero en un absurdo ambiente de simulación. Ahora los padres,
al inscribir a sus hijos en un plantel, saben cuál es la opción que están tomando.
En la escuela pública las cosas son distintas. El pluralismo en relación con la
religión es cada vez más rico en México. Existen los que profesan una religión y
los que prefieren no tenerla. En el vasto campo del cristianismo existen numerosas
denominaciones, algunas intensamente enfrentadas entre si. Una creciente
internacionalización ha dado mayor presencia a las religiones no cristianas. Aun
en el ámbito del catolicismo, hay padres y madres que prefieren mantener la
religión en los espacios de la familia y de la comunidad de creyentes y, además,
me atrevo a decir que entre los católicos hay matices en los acentos doctrinales y
en las prácticas que distan de ser homogéneos.

Como la validez y el ejercicio de un derecho no dependen del número de aquellos


que lo reclaman, habríamos de aceptar que en la demanda de la enseñanza
religiosa todos estarían en condición de igualdad.
Debemos tener presente que las religiones son, casi por naturaleza, sistemas de
creencias intensamente arraigados por la fe y, por ende, también proselitistas.
Aunque la coexistencia religiosa ha ganado la tolerancia en el espacio abierto de
las sociedades, todavía hoy, en el mundo y en México, encontramos numerosos
testimonios de efectos disolventes en la confrontación religiosa.
Llevar esa pluralidad en competencia al espacio pequeño y de intensa convivencia
de la escuela sería enormemente dañino para el ambiente de armonía y de
propósito común que los niños y jóvenes necesitan aprender. No debemos abrirle
la puerta a la discordia, ahí donde más nos daña, ni entender el pluralismo como
confrontación de múltiples intolerancias. Seguramente en eso pensaba el
presidente López Mateos, hace más de 30 años, durante la gran polémica del
texto gratuito, cuando formuló la frase aquella de que “la paz de la escuela es la
paz de México”.
Cuarta tesis:
Se considera que los libros de texto gratuitos son el principal instrumento de
control gubernamental sobre las ideas de la población.
Respuesta:
Hasta donde lo ha permitido la capacidad de la Secretaría, hemos tratado de
elaborar los libros conforme a los avances de las ciencias, a nuestro conocimiento
sobre la forma en que aprenden los niños y a nuestra valoración respecto a los
requerimientos del trabajo de los maestros. En cuestiones que por sí mismas son
controvertibles, hemos intentado resolver los problemas con ponderación y
objetividad. Seguramente desde posiciones particularistas, los libros deberían ser
distintos. Sin embargo, en la perspectiva de los consensos científicos y
pedagógicos hoy predominantes y de los valores comunes de los mexicanos,
¿cuáles son los contenidos de los libros que se consideran sectarios? ¿En dónde
se encuentran las formulaciones identificables con un propósito manipulador y
cuadriculador de mentes? ¿Dónde está el oscurantismo?
Hay que hacer una reflexión de mayor alcance sobre el significado educativo de
los libros de texto. En ellos, a partir de las formulaciones de las leyes y de los
planes de estudio, se ha tratado de establecer un marco coherente, sistemático y
progresivo de lo que hoy entendemos como formación básica, indispensable para
todos.
Los libros son una base que asegura un punto de partida común; no son, ni han
sido nunca, un referente educativo único y excluyente. Su uso real está mediado
por las prácticas infinitamente variadas de los maestros y por los

múltiples recursos que utilizan, entre ellos los libros y materiales educativos
complementarios, ofrecidos abundantemente por la industria nacional y la
extranjera.
Como medio cultural, los libros de texto gratuitos son permanentemente
perfectibles y deberíamos acordar los plazos para su evaluación sistemática y
mejoramiento. Sin embargo -y asumo el riesgo de ser yo quien lo diga- los libros
renovados se comparan ventajosamente por su calidad con otras opciones, si uno
concibe a la educación como medio para aprender a pensar, y no para repetir o
recordar.
El libro gratuito tiene, además, un evidente sentido social. En un país en el cual la
población pobre o de recursos muy modestos es mayoritaria, la distribución
universal y oportuna de los textos es un alivio para la economía familiar y una
seguridad de tener en las manos los medios básicos de estudio, que en muchos
lugares serían inaccesibles por otras vías. No está por demás recordar lo que esto
significa: en el país hay aproximadamente 95 000 escuelas primarias y entre ellas
5 100 de sostenimiento privado. Que lleguen a ellas 123 millones de libros -y que
lo hagan a tiempo- no podría hacerse con un sistema distinto del que estamos
empleando.
Quinta tesis:
El carácter gratuito de los libros es ficticio, puesto que su costo se cubre con los
impuestos que pagamos los mexicanos.
Respuesta:
Es obvio que cuando se otorga a la gente un servicio gratuito, su costo debe
cubrirse de algún modo. Todas las obras y servicios públicos – calles, agua
potable u hospitales – se pagan con los impuestos que la gente aporta y con los
recursos de la nación. Con ellos se da atención a necesidad colectiva. Cuando el
uso de esas obras y servicios es general y gratuito, o altamente subsidiado, el
gasto público social cumple la función de transferir recursos de quienes tienen
más a quienes menos tienen.
Definir el destino del gasto exige establecer prioridades, más severamente en
épocas de limitaciones económicas, porque gastar en un sector reduce los
recursos para invertir en otros. En el caso de los libros de texto, no se puede
encontrar un uso alternativo que sea más notable y que tenga mayores efectos
positivos a futuro que esta inversión.
Sexta tesis:
El debate, y la polémica en general, dañan a la educación porque producen
intranquilidad y confrontación.

Respuesta:
No. La educación se beneficia con el debate serio, informado y en torno a
problemas colectivos reales. Lo que me parece infortunado son los términos de
estas tesis. Creo que, particularmente en épocas como las actuales en México,
todos estamos obligados a cuidar el fondo y la forma de nuestras expresiones
políticas. No sólo es cuestión de buenas maneras, sino de evitar que el discurso
público se degrade en la descalificación genérica y en las aseveraciones que no
se fundamentan en hechos. Un debate degradado no le sirve a la educación ni al
país, descalifica a la política y resta autoridad intelectual y moral a quienes
participan en él.
Separación del Estado y la Iglesia
Leopoldo Kiel

M: —Hemos hablado ya otras veces de la libertad de conciencia, y hoy vamos a


tratar un poco del Gobierno y de la religión. Ya saben ustedes que la enseñanza
es laica, es decir, que en las escuelas oficiales no se enseña ninguna religión, con
el objeto de que ni el maestro pretenda imponer su propia religión a los niños que
profesan otra distinta, ni se vea obligado a enseñar otra que no sea la suya.
Sabiendo esto, ¿qué sucedería si el Gobierno reconociera como suya una
religión determinada y quisiera que todos los mexicanos aceptaran a fuerza esa
misma religión?
A: —Que los que no creyeran en esa religión serían perseguidos.
A: —O que algunos tal vez dirían que profesaban esa religión, aunque no la
aceptaran de veras.
M: —En una palabra, eso daría lugar a frecuentes disgustos entre gobernantes y
gobernados. Si el gobierno fuere protestante, por ejemplo, trataría de perjudicar a
los católicos, a los judíos, a todos los demás que no siguieran aquella religión, y
viceversa.
Hubo un tiempo en que en México no se permitía que cada uno tributara culto a
Dios como quisiera y en que se perseguía y se castigaba terriblemente a todos los
que no eran católicos. Bastaba la sospecha de que un individuo no creía en la
religión católica para que fuese sometido a los más bárbaros tormentos, y si la
sospecha era confirmada de algún modo, no sólo se le aplicaban esos tormentos,
sino que se le enviaba a la hoguera. ¿Creen ustedes justos tan terribles
procedimientos?¿Se puede obligar justamente a un hombre a que crea en lo que
no puede o no quiere creer?... ¿Qué será, pues, necesario para evitar esos
inconvenientes?
A: —Que el gobierno no reconozca ninguna religión oficial.
M: —Efectivamente. Sólo de este modo el Gobierno puede respetar las
conciencias y cuidar a la vez de que los hombres respeten mutuamente sus
creencias y su modo de pensar. Nadie, ni el Gobierno ni la Iglesia pueden obligar a
los hombres a que crean lo que no pueden creer. ¿Será, pues, conveniente que
estén unidos la Iglesia y el Estado?
A: —No, señor.
M: —¿Por qué?
A: —Porque el clero había de querer que el Gobierno aceptara la religión de aquél.
M: —Sí, y ya acabamos de ver que eso tendría muchos inconvenientes. ¿Cómo
conviene que existan, pues, la Iglesia y el Estado?
A: —El Estado y la Iglesia deben ser independientes entre sí.

M: —Muy bien, y así sucede realmente en México; el Estado y la Iglesia son


independientes entre sí (escríbase en la pizarra) conforme a un artículo de
nuestras leyes. Y según esto, ¿se podrán dictar leyes estableciendo o prohibiendo
alguna religión?
A: —No, señor, desde el momento en que el Estado y la Iglesia son
independientes.
M: —Tiene usted razón; si se expidieran esas leyes se violaría la libertad de
conciencia. Escribiremos esto en el pizarrón: No podrán dictarse leyes
estableciendo ni prohibiendo religión alguna. Ahora bien, ¿querrá esto decir que el
Estado no ejercerá ninguna autoridad sobre la Iglesia?
A: —Yo creo que no, señor, puesto que la Iglesia es libre.
M: —De modo que tendrá libertad, por ejemplo, para alterar el orden público.
A: —No, señor, porque ya hemos dicho que la libertad tiene por límite el respeto a
la vida privada, a la moral, a la paz pública.
M: —¿Recuerdan ustedes el artículo 6° de la Constitución? ¿Cómo dice?
A: —La manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición
judicial o administrativa, sino en el caso de que ataque la moral, los derechos de
tercero, provoque algún crimen o delito, o perturbe el orden público.
M: —Muy bien, repetiré mi pregunta. ¿El Estado no ejercerá ninguna autoridad
sobre la Iglesia ni en lo relativo a la conservación del orden público?
A: —Sí, señor; el Estado debe ejercer autoridad sobre ella en lo relativo a la
conservación del orden público.
M: —Escribiremos esto en el pizarrón. (Lo hace) ¿Nada más en lo relativo a la
conservación del orden público deberá ejercer autoridad el Estado sobre la
Iglesia? ¿Convendría que la Iglesia no respetara las instituciones del Estado?
A: —No, señor, puesto que el Estado respeta las instituciones de la Iglesia.
M: —Tiene usted razón. Agregaremos, pues, esta parte a lo que hemos escrito.
(Lo hace) Vamos a leer lo escrito:
“El Estado y la Iglesia son independientes entre sí. No podrán dictarse
leyes estableciendo ni prohibiendo religión alguna; pero el Estado ejerce
autoridad sobre todas ellas, en lo relativo a la conservación del orden
público y a la observación de las instituciones”.
Anverso y reverso de la tolerancia
Adolfo Sánchez Vázquez

La tolerancia, como relación peculiar entre los hombres (individuos, grupos


sociales o comunidades humanas diversas), entra tardíamente en la historia. Si
exceptuamos algunos tiernos brotes en la Antigüedad y en la Edad Media, hay que
esperar a la Modernidad para que se abra paso en espacios todavía muy
reducidos.
Primero en el ámbito religioso, después en el político y más tarde, con una
presencia escasa e infrecuente, en la vida cotidiana. En el plano de las ideas –
descontados los atisbos premodernos de Occam, Marsillo de Padua y Bartolomé
de las Casas-, la reivindicación del principio de tolerancia sólo llegará con Spinoza
y Locke, en el siglo XVII. Desde entonces, las sombras de la intolerancia, que
oscurecían casi todo el planeta, se han ido recortando penosa y lentamente, sin
que dejen de proyectarse hasta nuestra época, incluso en sus formas más
extremas y repulsivas. Baste recordar la intolerancia racista del nazismo, aún tan
fresca en nuestra memoria, y hoy, ante nuestros propios ojos, las depuraciones
étnicas en la antigua Yugoslavia.
Se justifica, por ello, que la ONU haya sentido la necesidad de proclamar, en el
umbral del siglo XXI, un año para la tolerancia. Este llamamiento, desde la más
alta y universal tribuna de la convivencia internacional, se justifica plenamente a la
vista del persistente resurgimiento de conflictos nacionales, raciales, interétnicos,
religiosos que, junto con las bárbaras manifestaciones de xenofobia, la
hostilización de inmigrantes y la persecución de diversas minorías, se alimentan
de la más intolerable tolerancia.
En una época algunos han caracterizado como la del “fin de las ideologías”, se
hecha mano de ideologías opuestas, como las del liberalismo y el socialismo para
reivindicar la tolerancia, o las del racismo y el exacerbado nacionalismo, para
defender o encubrir la intolerancia. En esta dramática situación, tanto en el plano
de las ideas como en el de la realidad, tratar de esclarecer la naturaleza de la
tolerancia, sus fundamentos y sus límites, teniendo como telón de fondo su
anverso, la intolerancia, no es una tarea puramente teórica o académica, sino
práctica y vital. Y a esta necesidad responden, con mayor o menor fortuna, las
presentes reflexiones.
Aclaraciones previas
Antes de esbozar un concepto de tolerancia, precisemos que se trata de una
forma de relación en la que uno es el sujeto tolerante y otro el tolerado o
destinatario de esa actitud. La materia de dicha relación (lo que se tolera) es
diversa: ideas, gustos, preferencias, actos o formas de vida. Y dada esta
diversidad, diversos han de ser los tipos de tolerancia: religiosa, política, racial,
nacional, étnica, cultural, artística, sexual, familiar, escolar, etcétera. Pero siempre
se tratará de una relación entre seres humanos, aunque en una esfera específica
–la de la religión- pueda atribuirse la tolerancia, o su reverso, la intolerancia, a un
ser trascendente, divino, supra-
humano, en tanto que al hombre sólo se le reserva el papel pasivo de destinatario
de la condescendencia de Dios.
Históricamente, la tolerancia se ha reivindicado muy tarde y escalonándola de un
campo a otro. Primero fue la tolerancia religiosa que Locke reivindica en su Carta
de la tolerancia (1685), cuando aún están lejos de apagarse las llamas de las
guerras de la religión entre protestantes y católicos. Posteriormente, en el siglo
XVIII, con Voltaire y los ilustrados, se defiende la tolerancia política y a ella se
suman, en el siglo XIX, John Stuart Mill y Jeremy Bentham. Otras formas de
tolerancia – étnica, sexual- sólo se reivindicaran después, casi ante nuestros ojos,
pues apenas afloran ya avanzado el siglo XX.
Rasgos de la tolerancia
Veamos, pues, qué podemos entender por tolerancia como relación necesaria,
valiosa, y deseable entre individuos, grupos sociales o comunidades diversas. Con
este sentido positivo, frente al negativo de la intolerancia como relación
innecesaria, carente de valor e indeseable entre seres humanos, podemos
caracterizarla por los siguientes rasgos:
11.
La tolerancia se da en la relación de un sujeto con otros, cuya alteridad se
manifiesta en sus diferentes convicciones, ideas, gustos, preferencias, formas de
vida, etcétera. O sea: presupone cierta diferencia entre uno y otro. Si ésta no se
da, es decir, si ambos comparten las mismas convicciones, preferencias o formas
de vida, carece de sentido, por innecesaria, la tolerancia.
2.
No basta que se dé efectivamente semejante diferencia para que pueda hablarse
de tolerancia; es preciso asimismo que sea reconocida o se tenga conciencia de
ella.
3.
Tampoco basta lo anterior, es indispensable también que la diferencia reconocida,
o de la que se es consciente, nos importe. O en otros términos: que nos interese o
afecte de tal modo que no podamos permanecer indiferentes ante su existencia.
4.
Pero, a la vez que se reconoce una diferencia que nos importa y afecta, no se le
acepta o aprueba al ser medida con el patrón de nuestras ideas, preferencias o
formas de vida.
5.
Ahora bien, aunque no se acepte o apruebe lo diferente, por no concordar con las
opciones propias, se admite el derecho del otro a ser diferente, y a mantener sus
diferencias.
6.
Admitir ese derecho no significa para el sujeto tolerante renunciar a lo propio, e
incluso a tratar de que el otro cambie sus opciones y asuma otras que, hasta cierto
momento, no comparte, pero semejante cambio sólo debe buscarse por la vía del
diálogo, la argumentación racional o la persuasión, y no por el de la imposición, la
coerción o la fuerza, propias de la intolerancia.
Disenso y tolerancia
La tolerancia, pues, como respeto del derecho a la diferencia, no excluye el
empeño de superarla y de lograr que se traduzca en el encuentro de las opciones
diferentes en un terreno común, o consenso. Pero hay que reafirmar que la
tolerancia presupone no sólo el reconocimiento originario del otro como diferente,
sino también de la posibilidad de que éste se mantenga como tal y, por tanto, que
–no obstante el diálogo, la argumentación y la persuasión- no se alcance el
consenso que se busca. Lo que quiere decir que la tolerancia no sólo admite el
disenso que tiene su raíz en la diferencia originaria, sino también el que se
mantiene después de haberse recorrido, infructuosamente, la vía adecuada y
propia de la tolerancia. Esto significa, a su vez, que ésta se hace necesaria y
deseable no porque el otro asiente a las opciones del sujeto tolerante, sino
justamente por lo contrario: porque disiente de sus principios, valores, preferencias
o formas de vida. Sólo el disenso y no el consenso reclama y necesita la
tolerancia; en él están su raíz y suelo nutricio, pero en el disenso también están –y
hasta ahora en mayor escala- la raíz y el suelo nutricio de la intolerancia.
Ciertamente, de manera análoga, la intolerancia se da cuando hay diferencias y
cuando ante éstas –como en la tolerancia- no se permanece indiferente y se
adoptan actitudes tan interesadas y destructivas como las que asume el
intolerante fanático, racista, chovinista o etnocentrista. Hay, pues, un terreno
común: el de la diferencia y el disenso correspondiente –en el que brotan tanto la
tolerancia como la intolerancia. Pero, no obstante este origen común, una y otra se
distinguen radicalmente por la forma distinta, o más bien opuesta, de la relación
con el otro.
Mientras que en la tolerancia se reconoce y respeta la identidad –real, ajena, es
decir, lo que hace al otro efectivamente diferente, en la intolerancia esa identidad
es rechazada, justamente por ser ajena, diferente. Así pues, aunque no se es
indiferente ante la diferencia, como tampoco se es en la tolerancia, aquella es
rechazada, ya sea al excluirla o negarla, ya al reducirla o disolverla en la identidad
propia. Lo que en el otro por ser diferente escapa a esa identidad, queda excluido
o disuelto para afirmar sólo lo propio. En consecuencia, no se respeta su
diferencia, sino que se hace valer la identidad impuesta que anula o disuelve la
ajena. Y precisamente en este sometimiento de la identidad ajena a la propia, de
lo otro a lo uno, o de la diferencia a cierta identidad, está la esencia misma de la
intolerancia.
Tolerancia y libertad
Si la intolerancia entraña semejante dominación o sometimiento, la tolerancia por
el contrario presupone un horizonte de libertad del otro para expresar ideas o
asumir valores, preferencias o formas de vida diferentes de las del sujeto
tolerante.
Sin esta libertad y su reconocimiento por parte del sujeto tolerante, no puede
hablarse propiamente de tolerancia. La intolerancia se da justamente en una
relación asimétrica en la que uno, y no el otro, es libre: uno impone su identidad a
la ajena. La tolerancia, por el contrario, tiene por espacio común dos libertades
que, lejos de excluirse, en él se dan de la mano. Se trata del espacio que se abre
con el mutuo reconocimiento como personas libres y autónomas, relación que, por
tanto, iguala a los hombres justamente por el reconocimiento de su libertad. O,
como decía el jurista

español Francisco Tomás y Valiente, pocos meses antes de ser victima mortal de
la intolerancia más reprobable: “Tal vez la tolerancia de nuestro tiempo haya de
ser entendida como el respeto entre hombres igualmente libres”. Y agregaba,
precisando aún más su pensamiento: “Así concebida, como respeto recíproco
entre hombres iguales en derechos y libertades, pero que no se gustan,
bienvenida sea esta forma de tolerancia”. Así, ésta debe ser reciproca, pero con
una reciprocidad que sólo puede darse en condiciones comunes de libertad e
igualdad. Ciertamente, el intolerante –por definición- hace imposible esa
reciprocidad, ya que no tolera la tolerancia: “la tolerancia es pecado”, decía
Bossuet en el siglo XVIII, y todavía en el siglo XIX era asociada –como la asociaba
Balmes-, a la idea del mal: malas ideas, malas costumbres, etcétera. Ahora bien,
admitimos la necesidad, el valor y la deseabilidad de la tolerancia, cabe
preguntarse, sin embargo: el tolerante ¿debe tolerar todo?
Justificación de la tolerancia
Como ya hemos afirmado, la tolerancia es una relación necesaria y deseable entre
seres humanos cuando se dan entre ellos diferencias que se reconocen y
respetan, aunque no se compartan. Ahora bien, ¿porqué tolerar lo que no se
comparte e incluso se rechaza abiertamente? La pregunta es pertinente si
tenemos en cuenta que la tolerancia no es un valor entre sí, y que en ciertas
circunstancias ese valor, por ser relativo, puede perderse. Pero, aún con el
contenido valioso que le hemos atribuido, se justifica por un valor absoluto que no
tiene, sino por su relación con otros valores, que se integran en su seno, se
enriquecen con ella y son irrenunciables. Tales son: 1) el respeto a la libre y
autónoma personalidad del otro, lo que excluye que se le considere como objeto
de dominio, simple medio o instrumento; 2) la convivencia que ese respeto hace
posible, y con ella la fraternidad y la solidaridad, y 3) la democracia, como forma
de convivencia de ideas, organizaciones y acciones de diversos actores políticos,
y entendida , asimismo, no sólo como construcción de un consenso por la
mayoría, sino también como respeto al disenso de individuos y minorías.
Se tolera, pues, lo que no se comparte, ya sean ideas, gustos, preferencias,
formas de vida, etcétera, porque al hacerlo –y ésta es la razón- se afirman con ello
valores supremos, que la intolerancia vendría a negar. Se trata, pues, de una
justificación basada, fundamentalmente, en razones morales: respeto a la libertad
y autonomía del otro, y razones políticas: contribuir a la convivencia indispensable
para una sociedad democrática. Tal es la tolerancia que, así justificada, puede
considerarse auténtica, legítima, y, por tanto, necesaria, valiosa y deseable.
Tolerancia falsa o inauténtica
La tolerancia se presenta, en determinadas circunstancias, con formas que
contrarían su verdadera naturaleza y la vuelven por ello falsa o inauténtica. Es lo
que sucede cuando se tolera al otro no por respeto a su persona libre y autónoma
o por los valores que están en juego en la entraña misma de la convivencia, sino
para afirmar lo propio aunque esta afirmación se haga con la actitud benevolente
de quien
considera –y trata- al otro como menor. Por analogía con la actitud paternal, puede
hablarse aquí de una tolerancia paternal, o falsa tolerancia, en la que el tolerado
permanece en la situación asimétrica o desigual del subordinado, aunque ésta se
suavice con la benevolencia paternalista que generosamente la encubre.
Cabría hablar también de una tolerancia pragmática, fruto del cálculo utilitario,
cuando se tolera no por el bien que representa para la convivencia entre hombres
libres en una sociedad democrática, sino por temor a las consecuencias que para
la dominación misma del otro tendría, en circunstancias determinadas, la
intolerancia. Se trata de una tolerancia engañosa, ante las consecuencias
negativas que traería para quien la niega, y no asumida internamente ni puesta en
práctica por las razones morales y políticas que la justifican. Incluso los regímenes
despóticos y autoritarios no descartan, en circunstancias históricas determinadas,
semejante tolerancia, aunque siempre están dispuestos a ejercer la intolerancia en
cuanto cambia favorablemente para ellos la relación de fuerzas entre gobernantes
y gobernados. Finalmente, cabe hablar –como lo hace Herbert Marcuse- de una
falsa tolerancia que él llama tolerancia represiva. Con esa expresión se refiere al
tipo de tolerancia, de raíz liberal, propia de la sociedad capitalista industrial
desarrollada.
Aunque Marcuse no deja de tener en cuenta una utópica tolerancia universal, fin
es sí misma, practicada tanto por gobernados, centra su atención no en la
tolerancia en ese sentido abstracto, universal, sino en la que se da en ciertas
condiciones: la de las sociedades avanzadas, dominadas por el poder tecnológico,
a las que él llama también “democracias con organizaciones totalitarias”. Se trata,
a su vez, de las condiciones “determinadas por la desigualdad institucionalizada”;
es decir, “por la estructura de clases de la sociedad”. En esas condiciones lo que
se da es la tolerancia de “orientaciones políticas, condiciones y modos de
conducta”, que “obstaculizan, si no destruyen, las posibilidades de crear una
existencia libre del temor y la miseria”. Tal es la tolerancia que Marcuse considera
falsa, represiva. Y la ejemplifica con la sistemática deformación mental que la
publicidad y la propaganda ejercen tanto sobre los niños como sobre los adultos,
con la acción de los movimientos destructivos y el desenfrenado engaño en las
transacciones comerciales. Y la ejemplifica asimismo con la tolerancia de la “libre
discusión y el derecho por igual de los opuestos” que solo viene a corroborar las
tesis establecidas y a rechazar las alternativas. Su supuesta imparcialidad no es
propiamente tal, ya que “las personas expuestas a esta imparcialidad no son
tabula rasa; están adoctrinadas por las condiciones bajo las cuales viven y
piensan y que ellas no superan”.
La tolerancia se halla, pues, sujeta a los intereses dominantes y, por ello, tiende a
bloquear los movimientos de disidencia y oposición, razón por la cual resulta tan
falsa como la igualdad que se pregona. Marcuse, como vemos, habla de una
tolerancia realmente existente en una sociedad concreta: la capitalista
desarrollada. O sea: la que se halla en relación con unas condiciones históricas
dadas y con el sistema económico-social en que se practica. Semejante tolerancia
es el medio –y no el fin en sí de la tolerancia universal- de que se vale dicho
sistema “para perpetuar la lucha por la existencia y suprimir las alternativas”. Tal
es la tolerancia represiva cuya contradicción en los términos sólo puede
entenderse tratándose –como se trata- de
una falsa tolerancia. Tolerancia represiva, opuesta a la verdadera o liberadora –“la
que aumenta el alcance y el contenido de la libertad”- justamente porque reprime
el impulso de la liberación. Y represiva, asimismo, por las condiciones en que se
da: las de una sociedad en la que el individuo, bajo las ideas y necesidades que le
son impuestas, no puede actuar como una persona autónoma y libre, y hacer valer
ideas y necesidades distintas de las establecidas. Marcuse, en consecuencia, no
está negando el valor de la tolerancia, que él trata de rescatar con su faz
liberadora. Lo que hace es denunciar la que, en su forma liberal, se presenta
falsamente como tal, siendo en verdad represiva, por lo cual –podemos agregar,
teniendo en cuenta su bloqueo de la disidencia y la oposición- es la intolerancia
misma.
Límites de la tolerancia
¿Se puede tolerar todo, o lo mismo en todo momento? Bobbio dice con razón: “la
tolerancia absoluta es una pura abstracción. La tolerancia histórica, concreta, real,
es siempre relativa”. Y no puede ser de otra manera, si recordamos –con Marcuse-
su relación con las condiciones concretas y el sistema social en que se da. La
tolerancia, por tanto, tiene límites y excluye de su seno lo que no puede ser
tolerado.
El problema de los límites de la tolerancia tiene que ver no solo con las formas
inauténticas de ella, que acabamos de exponer, sino muy sustancialmente con la
tolerancia verdadera, legítima, cuando ésta, más allá de ellos, se desnaturaliza y
se vuelve contra sí misma. Estos límites, impuestos por los valores y las razones
morales y políticas que los justifican, no pueden fijarse de un modo absoluto; es
decir, al margen de las condiciones históricas, concretas, con las que la tolerancia
real si se relaciona.
Ciertamente, algunos límites fijados en determinadas circunstancias no podrían
mantenerse hoy. Así sucede, por ejemplo, con los que Locke fijaba en su tiempo a
la tolerancia religiosa. El filósofo inglés, como es sabido, contribuyó
considerablemente a reivindicar la tolerancia justamente en el campo en que
reinaba la más extrema intolerancia: el de la religión. Locke toleraba toda creencia
religiosa, cualquiera que fuese, en contraste con la tradición premoderna,
intolerante, que todavía en el siglo XVIII era defendida, como ya vimos, por
Bossuet, y en el siglo XIX, por Balmes y Donoso Cortés. Sin embargo, Locke no
toleraba el ateísmo, o sea, la negación de toda creencia religiosa, y sentenciaba
inapelablemente. “[...] Los que niegan la existencia de un poder divino, no han de
ser tolerados de ninguna manera”. Tampoco toleraba, en el terreno político, lo que
atentase contra el poder del Estado.
Hoy, ciertamente, no pueden admitirse semejantes límites a la tolerancia religiosa
y política, en una sociedad democrática -aunque ésta restrinja la democracia a un
plano legal o procedimental-, sin convertir la tolerancia legítima en ilegítima
intolerancia. Como no puede admitirse tampoco que esa democracia ponga
límites, respondiendo a exigencias del sistema capitalista, a otras formas de
democracia que garanticen la participación en otros terrenos. La democracia de
ese género que es, hoy por hoy, la realmente existente no acepta dicha
participación –no la tolera; por ejemplo, la de los trabajadores en el campo de la
producción, o, como
dice Bobbio en un pasaje muy conocido: “la democracia se detiene en las puertas
de las fábricas”.
Ahora bien, la cuestión no está en el reconocimiento de la existencia de límites
que separan, y a la vez vinculan, en una dialéctica peculiar, a la tolerancia y a la
intolerancia, sino en determinar la naturaleza de dichos límites, así como la del
sujeto que los fija. En verdad, dada la naturaleza histórica, concreta, de la
tolerancia, que hemos venido subrayando, no puede hablarse en este punto de
límites, criterios de delimitación o sujetos absolutos. Cierto es que puede
adelantarse un criterio un tanto general que no deja de ser abstracto mientras no
nos enfrentamos a su aplicación concreta, a saber, debe tolerarse lo que amplía o
enriquece la libertad y, por el contrario, no debe tolerarse lo que la obstaculiza o
niega. Difícilmente podría dejarse a un lado este criterio universal, pero aun así la
dicotomía tolerancia-intolerancia requeriría una mayor concreción. Tal vez ésta
pudiera encontrarse determinando el espacio en el que han de fijarse los límites
de la tolerancia. Marcuse los fija en el espacio de las ideas. A juicio suyo, sería la
naturaleza de las ideas la que determinaría el límite que separa la tolerancia (de
las ideas buenas, progresistas, propias de la izquierda) de la intolerancia (de las
ideas malas, reaccionarias, que sustenta la derecha).
Marcuse reconoce el carácter antidemocrático de esta intolerancia respecto al
“pensamiento, la opinión y la palabra” y la justifica “por el actual desarrollo de la
sociedad democrática que ha destruido la base para la tolerancia universal”.
Bobbio rechaza abiertamente esta posición de Marcuse, y contra ella afirma: “la
tolerancia es tal sólo si viene a tolerar también las ideas malas”. Si se trata de la
tolerancia en este espacio de las ideas, la razón parece estar del lado de Bobbio
más que del de Marcuse, no obstante la justificación de su carácter
antidemocrático por la intolerancia “represiva” de la democracia realmente
existente. Pues no se trata de negar lo que haya de democracia, no obstante sus
límites o apariencia engañosa, sino de darle el contenido amplio y efectivo que, en
realidad, no tiene.
Tal vez podría argüirse que las ideas no dejan de ser malas o buenas si se piensa
que pueden materializarse o convertirse en actos que no podrían escapar a la
polaridad positiva o negativa y, por tanto, a la dicotomía tolerancia-intolerancia. Así
se ha puesto de manifiesto al establecerse cierta relación entre la filosofía
existencial de Heidegger y el nazismo, o entre las ideas socialistas de Marx y el
“socialismo real”. Pero, en ambos casos, sin descartar por completo cierta
relación, no puede ignorarse que no se transita directamente de la idea a la
realidad, y puesto que hay que tomar en cuenta todo un conjunto de mediaciones,
no pueden descalificarse sin más las ideas por lo que sucede, al tomar tierra, en la
realidad.
Sólo hegelianamente cabe afirmar que lo real está ya prefigurado, como una
determinación de la idea. Así pues, el problema de los límites de la tolerancia no
puede situarse en el plano de las ideas, aunque la realidad no deje de relacionarse
con ellas, sino en el de la realidad misma, cualquiera que sea la vinculación con
ésta mantengan. Y es ahí donde hay que buscar los límites de la tolerancia,
entendida como convivencia no sólo de ideas distintas u opuestas –a la que no se
puede renunciar-, sino como convivencia de prácticas o formas de vida no sólo
distintas, sino incluso antagónicas. Pero aquí, y particularmente en este tipo de
práctica,

conducta o forma de vida, que es la política, es donde se vuelve pertinente la


pregunta que nos inquieta: ¿se puede tolerar todo, o lo mismo en todo momento?
Y si no se puede, no se debe tolerar, ¿cuál es el criterio para distinguir lo tolerable
de lo intolerable?
Si la tolerancia entraña la tolerancia la convivencia no sólo de ideas, sino de
prácticas y conductas distintas u opuestas, ¿se puede y se debe tolerar la práctica
política que la mina o destruye tanto en un plano como en otro? Por supuesto,
aquí tenemos en mente las políticas despóticas, autoritarias o totalitarias que
desde el poder se ejercen, o que, fuera de él, se preparan para ejercerlo, negando
no sólo teórica sino prácticamente el principio de la tolerancia. Tenemos presente
también prácticas tan reprobables e intolerables como el fanatismo, el
nacionalismo agresivo, la xenofobia, la discriminación por motivos diversos, la
persecución de minorías étnicas, religiosas, sexuales, etcétera. Se trata de
prácticas que, por su propia naturaleza, destruyen la tolerancia y que, a su vez, en
la medida en que son toleradas, entronizan la intolerancia con su faz más
repulsiva. Lo cual significa que la tolerancia debe detenerse allí donde no
encuentra reciprocidad. O como dice Tomás y Valiente, en el texto ya citado: la
tolerancia ha de ser recíproca “porque si yo tolero a quien me disgusta es porque
quiero ser tolerado por aquel a quien no le guste mi manera de pensar, decir o
ser”.
Si no se da esa reciprocidad, la intolerancia no debe ser tolerada. Como señala
Fernando Savater, uno de los requisitos de la tolerancia es “defenderse contra la
intolerancia militante”, razón por la cual no puede considerarse “una actitud pasiva,
resignada, ni la indiferencia decadente acerca de lo que nos rodea”. Pero, puesto
que ya hemos sacado a escena a Bobbio y Marcuse, veamos lo que piensan ellos
con respecto a esta exigencia de reciprocidad, sin la cual –en el terreno político- la
tolerancia corre el riesgo de ser destruida a manos de la “intolerancia militante” en
política.
Ciertamente, Bobbio se refiere no tanto al intolerante que está en el poder, como
al “acogido en el recinto de la libertad”, en el seno de una sociedad democrática, y
se inclina por tolerar al intolerante pues “vale la pena poner en riesgo la libertad
haciendo beneficiario de ella a su enemigo”. En verdad, Bobbio mira más al
porvenir del intolerante con la esperanza utópica de llevarlo por esta vía a la
intolerancia, que a la situación del tolerante que puede acabar destruido y con él la
tolerancia misma al no poner un límite a ella. Así ocurrió con la experiencia
histórica de los nazis, acogidos al recinto democrático de la República de Welmar,
que democráticamente –dada la tolerancia con que estaban acogidos- acabaron
pronto desde el poder con la tolerancia misma. Semejante tolerancia podría
justificarse con unas palabras de Luigi Elnaudi, a quien Bobbio se siente tentado a
dar la razón, con base en otra experiencia histórica: la “gradual democratización
del Partido Comunista” y del residuo fascista en Italia. Las palabras que cita
Bobbio son las siguientes: “Un partido tiene derecho a participar plenamente en la
vida pública, aunque sea claramente liberticida”. En este terreno que, por
supuesto, no es exclusivamente el de las ideas, sino también el de la práctica
política, Marcuse asume una posición diametralmente opuesta. A juicio suyo, la
intolerancia que destruye la tolerancia legítima no puede ser tolerada. Y no hay
que esperar a que

aquélla se ejerza desde el poder; hay que enfrentarse a ella antes de que se
entronice en él, antes de que se consuma la ruina total y definitiva de la tolerancia.
Como recuerda Marcuse, refiriéndose a los nazis cuando ya era “demasiado corta
la distancia entre la palabra y la acción… si la tolerancia democrática hubiese sido
suspendida cuando los futuros dirigentes hacían su campaña, la humanidad
hubiera tenido la posibilidad de evitar a Auschwitz y una guerra mundial”.
Todo lo anterior nos lleva a la conclusión de que la tolerancia tiene límites
necesarios y deseables, y que por tanto, no se justifica tratar de extenderla más
allá de ellos, tolerando lo intolerable. En este caso la tolerancia no haría más que
contribuir, por ceguera o complicidad, a desplegar una intolerancia a todas luces
injustificada.
Fines y medios tolerables e intolerables
De acuerdo con la vinculación de la tolerancia e intolerancia, en sentido positivo y
negativo respectivamente, y dadas las condiciones concretas en que se ejercen,
no puede hablarse de sujetos absolutos de una y otra. Pero, con base en la
experiencia histórica, y admitiendo la validez y vigencia –con todos los matices
que se quiera- de la dicotomía de derecha e izquierda en diversos campos, cabe
sostener que la derecha tiende a la intolerancia –y tanto más cuanto más
extrema-, mientras que la izquierda tiende –y tanto más cuanto más democrática-
a la tolerancia. Ahora bien, en la medida en que una y otra recurren a ciertos
medios para realizar sus fines, la dicotomía derecha izquierda tiene que ver
también con los fines que se persiguen y los medios que se ponen en práctica.
Ciertamente, a fines –como los de racismo, etnocentrismo, nacionalismo
exacerbado, etcétera- que por su propia naturaleza son intrínsecamente
perversos. Se trata de fines que, a su vez, necesariamente sólo pueden realizarse
por medios intolerables, como por ejemplo los campos de exterminio nazi para
afirmar la “superioridad” de la raza aria. En contraste con esto, hay fines tolerables
que reclaman los medios adecuados para realizarse y que, por no poder entrar en
contradicción con esos fines, son tan tolerables como ellos. Pero hay también
medios tan repulsivos como la tortura, el terrorismo individual y de Estado y, en
general la violación de los derechos humanos, que cualquiera que sea la bondad
de los fines que se proclaman, y que supuestamente se pretende cumplir, son
intolerables. No puede tolerarse, por ejemplo, que fines tan nobles como el
socialismo o un nacionalismo legítimo sean invocados cuando se recurre a medios
tan perversos e intolerables, respectivamente, como el Gulag soviético en un
pasado aún cercano, o el terrorismo de ETA en la España democrática actual. En
suma, la naturaleza de los fines y medios, así como de su relación mutua, nos
permite vislumbrar, desde otro mirador, el espacio propio de la tolerancia y de su
anverso, la intolerancia, así como los límites más allá de los cuales la actitud
tolerante pierde su legitimidad y razón de ser.
Y con esto ponemos punto final a las reflexiones que nos habíamos propuesto,
apostando por la tolerancia que reclama y enriquece la dignidad humana, la
libertad y la igualdad que, en la convivencia democrática, la justifican.
Educar es universalizar
Fernando Savater

Hemos hablado hasta aquí de la educación tomada desde el punto de vista


más amplio y general posible, con ocasionales acercamientos a la realidad
presente del modelo de país en que vivimos. Pero esta perspectiva quizá
demasiado abstracta no puede desconocer que bajo el mismo rótulo de
“educación” se acogen fórmulas muy distintas en el tiempo y en el espacio. Los
primeros grupos humanos de cazadores-recolectores educaban a sus hijos, así
como los griegos de la época clásica, los aztecas, las sociedades medievales, el
siglo de las luces o las naciones ultra tecnificadas contemporáneas. Y ese proceso
de enseñanza nunca es una mera transmisión de conocimientos objetivos o de
destrezas prácticas, sino que se acompaña de un ideal de vida y de un proyecto
de sociedad. Cuando se le reprochaba el excesivo subjetivismo de sus juicios, el
poeta José Bergamín respondía: «Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy
un sujeto, soy subjetivo» Pues bien, la educación es tarea de sujetos y su meta es
formar también sujetos, no objetos ni mecanismos de precisión: de ahí que venga
sellada por una fuerte componente histórico-subjetivo, tanto en quien la imparte
como en quien la recibe.
Semejante factor de subjetividad no es primordialmente una característica
psicológica del maestro ni del discípulo (aunque tales características no sean
tampoco irrelevantes ni mucho menos) sino que viene determinado por la
tradición, las leyes, la cultura y los valores predominantes de la sociedad en que
ambos establecen su contacto.
La educación tiene como objetivo completar la humanidad del neófito, pero esa
humanidad no puede realizarse en abstracto ni de modo totalmente genérico, ni
tampoco consiste en el cultivo de un germen idiosincrásico latente en cada
individuo, sino que trata más bien de acuñar una precisa orientación social: la que
cada comunidad considera preferible. Fue Durkheim, en Pedagogía y sociología
quien insistió de manera más nítida en este punto: «El hombre que la educación
debe plasmar dentro de nosotros no es el hombre tal como la naturaleza lo ha
creado, sino tal como la sociedad quiere que sea; y lo que quiere tal como lo
requiere su economía interna […] Por tanto, dado que la escala de valores cambia
forzosamente con las sociedades, dicha jerarquía no ha permanecido jamás igual
en dos momentos diferentes de la historia. Ayer era la valentía la que tuvo la
primacía con todas las facultades que implican las virtudes militares; hoy en día
[Durkheim escribe a finales del pasado siglo] es el pensamiento y la reflexión;
mañana será, tal vez, el refinamiento del gusto y la sensibilidad hacia las cosas del
arte. Así pues, tanto en el presente como en el pasado, nuestro ideal pedagógico
es, hasta en sus menores detalles, obra de la sociedad.»
Aunque si es la sociedad establecida, desde sus estrategias dominantes y los
prejuicios que lastran su perspectiva, quien establece los ideales que encauzan la
tarea educativa… ¿cómo podemos esperar que el paso por la escuela propicie la
formación de personas capaces de transformar positivamente las viejas
estructuras sociales? Como señaló John Dewey, «los que recibieron educación
son los que la
dan; los hábitos ya engendrados tienen una profunda influencia en su proceder. Es
como si nadie pudiera estar educado en el verdadero sentido hasta que todos se
hubiesen desarrollado, fuera del alcance del prejuicio, de la estupidez y de la
apatía». Ideal por definición inalcanzable. Entonces ¿tiene que ser la enseñanza
obligatoriamente conservadora, instructora por tanto para el conservadurismo, de
modo que el fulgor revolucionario de los educandos sólo se encenderá por
reacción contra lo que se les inculca y nunca como una de las posibles formas de
comprenderlo adecuadamente? La respuesta a este complejo interrogante no
puede ser un simple «si» o «no», es decir desoladora en ambos casos.
En primer lugar, conviene afirmar sin falsos escrúpulos la dimensión conservadora
de la tarea educativa. La sociedad prepara sus nuevos miembros del modo que le
parece más conveniente para su conservación, no para su destrucción: quiere
formar buenos socios, no enemigos ni singularidades antisociales. Como hemos
indicado un par de capítulos atrás, el grupo impone el aprendizaje como un
mecanismo adaptador a los requerimientos de la colectividad. No sólo busca
conformar individuos socialmente aceptables y útiles, sino también precaverse
ante el posible brote de desviaciones dañinas. Por su parte, también los padres
quieren proteger al niño de cuando puede serle peligroso – es decir, enseñarle a
prevenirse de los males- y juntamente ellos quieren protegerse de él, es decir
prevenir los males que puede acarrearles la criatura. De modo que la educación
es siempre en cierto sentido conservador, por la sencilla razón de que es una
consecuencia del instinto de conservación, tanto colectivo como individual. Con su
habitual coraje intelectual,
Hannah Arendt lo ha formulado sin rodeos: “Me parece que el conservadurismo,
tomado en el sentido de conservación, es la esencia misma de la educación, que
siempre tiene como tarea envolver y proteger algo, sea el niño contra el mundo, el
mundo contra el niño, lo nuevo contra lo antiguo o lo antiguo contra lo nuevo.” A
este respecto, tan intrínsecamente conservadora resulta ser la educación oficial,
que predica el respeto a las autoridades, como la privada y marginal del terrorista,
que enseña a sus retoños a poner bombas: en ambos casos se intenta perpetuar
un ideal. En una palabra, la educación es ante todo transmisión de algo y sólo se
transmite aquello a quien ha de transmitirlo considera digno de ser conservado.
Y sin embargo su pedestal conservador no agota el sentido ni el alcance de la
educación. ¿Por qué? En primer lugar, porque los aprendizajes humanos nunca
están limitados por lo meramente fáctico (datos, ritos, leyes, destrezas…) sino que
siempre se ven desbordados por lo que podríamos llamar el entusiasmo simbólico.
Al transmitir algo aparentemente preciso inoculamos también en los neófitos el
temblor impreciso que lo enfatiza y lo amplía: no sólo cómo entendemos que es lo
que es, sino también lo que creemos que significa y, Hegel dejó dicho que “el
hombre no es lo que es y es lo que no es”. Se refería a que el deseo y el proyecto
constituyen el dinamismo de nuestra identidad, que nunca se limita a la
asimilación de una forma cerrada y dada de una vez por todas. Pues bien,
podríamos parafrasear el dictamen hegeliano para referirlo a la enseñanza cuyo
contenido nunca es idéntico a lo que quiere conservarse sino que acoge también
lo no realizado, lo aun inefectivo, el lamento y la esperanza de lo que parece
descartado. La educación puede ser
planeada para sosegar a los padres, pero en realidad siempre los cancela y los
rebasa. Al entregar el mundo tal como pensamos que es a la generación futura les
hacemos también partícipes de sus posibilidades, anheladas o temidas, que no se
han cumplido todavía. Educamos para satisfacer una demanda que responde a un
estereotipo –social, personal- pero en ese proceso de formación creamos una
insatisfacción que nunca se conforma del todo… constatación estimulante, aunque
desde el punto de vista conservador ello constituya un cierto escándalo.
Pero es que, en segundo lugar, la sociedad nunca es un todo fijo, acabado, en
equilibrio mortal. En ningún caso deja de incluir tendencias diversas que también
forman parte de la tradición que los aprendizajes comunican. Por más oficialista
que sea la pretensión pedagógica, siempre resulta cierto lo que apunta Hubert
Hannoun en Comprendre I’education: «la escuela no transmite exclusivamente la
cultura dominante, sino más bien el conjunto de culturas en conflicto en el grupo
del que nace». El mensaje de la educación siempre abarca, aunque sea como
anatema, su reverso o al menos algunas de sus alternativas. Esto es
particularmente evidente en la modernidad, cuando la complejidad de saberes y
quereres sociales tiende a convertir los centros de estudio en ámbitos de
contestación social a lo vigente, si bien eso es algo que de un modo u otro ha
ocurrido siempre. Pedagogos como Rousseau, Max Stirner, Marx, Bakunin o John
Dewey han marcado líneas de disidencia colectiva a veces tan espectaculares
como las que confluyeron en el año 68 de nuestro siglo, pero la historia de la
educación conoce nombres revolucionarios muy anteriores: empezando por
Sócrates o Platón y siguiendo por Abelardo, Erasmo, Luis Vives, Tomás Moro,
Rabelais, etc. Los grandes creadores de directrices educativas no se han limitado
a confirmar la autocomplacencia de lo establecido ni tampoco han pretendido
aniquilarlo sin comprenderlo ni vincularse a ello: su labor ha sido fomentar una
insatisfacción creadora que utilizase aquellos postergados y sin embargo también
activos en un contexto cultural dado.
Quien pretende educar se convierte en cierto modo en responsable del mundo
ante el neófito, como muy bien ha señalado Hannah Arendt: si le repugna esta
responsabilidad, más vale que se dedique a otra cosa y que no estorbe. Hacerse
responsable del mundo no es aprobarlo tal como es, sino asumirlo
conscientemente porque es y por que sólo a partir de lo que es puede ser
enmendado. Para que haya futuro, alguien debe aceptar la tarea de reconocer el
pasado como propio y ofrecerlo a quienes vienen tras nosotros. Desde luego, esa
transmisión no ha de excluir la duda crítica sobre determinados contenidos de
conocimiento y la información sobre opiniones «heréticas» que se oponen con
argumentos racionales a la forma de pensar mayoritaria.
Pero creo que el profesor no puede cortocircuitar el ánimo rebelde del joven con la
exhibición desaforada del propio. No hay peor desgracia para los alumnos que el
educador empeñado en compensar con sus mítines ante ellos las frustraciones
políticas que no sabe o no puede razonar frente a otro público mejor preparado.
En vez de explicar el pasado al que pertenece, se desliga de él como si fuese un
recién llegado y bloquea la perspectiva crítica que deberían ejercer los neófitos, a
los que se enseña a rechazar lo que aún no han tenido oportunidad de entender.
Se fomenta el peor conservadurismo docente, el de la secta que sigue con dócil
sublevación al

gurú iconoclasta en lugar de esperar a rebelarse, a partir de su propia joven


madurez bien informada, contra lo que llegarán por si mismos a considerar
detestable: así se convierte el inconformismo en una variedad de la obediencia.
«Precisamente para preservar lo que es nuevo y revolucionario en cada niño debe
ser la educación conservadora – sostiene Hannah Arendt -; debe proteger esa
novedad e introducirla como un fermento nuevo en un mundo ya viejo que, por
revolucionarios que puedan ser sus actos, está, desde el punto de vista de la
generación siguiente, superado y próximo a la ruina»
La educación transmite porque quiere conservar; porque valora positivamente
ciertos conocimientos, ciertos comportamientos, ciertas habilidades y ciertos
ideales. Nunca es neutral: elige, verifica, presupone, convence, elogia y descarta.
Intenta favorecer: un tipo de hombre frente a otros, un modelo de ciudadanía, de
disposición laboral, de maduración psicológica y hasta de salud, que no es el
único posible pero que se considera preferible a los demás. Nótese que esto es
igualmente cierto cuando es el Estado el que educa y cuando la educación la lleva
a cabo una secta religiosa, una comuna o un «emboscado» jungeriano, solitario y
disidente. Ningún maestro puede ser verdaderamente neutral, es decir,
escrupulosamente indiferente ante las diversas alternativas que se ofrecen a su
discípulo: si lo fuese, empezaría ante todo por respetar (por ser neutral ante) su
ignorancia misma, lo cual convertiría la dimisión en su primer y último acto de
magisterio. Y aun así se trataría de una preferencia, de una orientación, de un
cierto tipo de intervención partidista (aunque fuese por vía de renuncia) en el
desarrollo del niño. De modo que la cuestión educativa no es «neutralidad –
partidismo» sino establecer que partido vamos a tomar.
En este punto, más vale abreviar un recorrido que de ningún modo podríamos
efectuar en estas páginas de forma completa, ni siquiera suficiente. Creo que hay
argumentos racionales para preferir la democracia pluralista a la dictadura o el
unanimismo visionario, y también que es mejor optar por los argumentos
racionales que por las fantasías caprichosas o las revelaciones ocultistas. En otros
de mis libros he sustentado teóricamente estos favoritismos nada originales, que
antes y ahora ya contaban con abogados mucho más ilustres que yo. En distintas
épocas y latitudes se han propugnado ideales educativos que considero
indeseables para la generación que ha de inaugurar en siglo XXI: el servicio a una
divinidad celosa cuyos mandamientos han de guiar a los humanos, la integración
en el espíritu de una nación o de una etnia como forma de plenitud personal, la
adopción de método sociopolítico único capaz de responder a todas las
perplejidades humanas, sea desde la abolición colectivista de la propiedad privada
o desde la potenciación de ésta en una maximización de acumulación y consumo
que se confunde con la bienaventuranza. Los convencidos de que tales proyectos
son los más estimables que puede proponerse transigir la enseñanza
considerarán inútiles o irritantes las restantes páginas de este capítulo porque
verán sus ideales arrinconados con escaso debate. Lo que sigue se dirige a
quienes, como yo, están convencidos de la deseabilidad social de formar
individuos autónomos capaces de participar en comunidades que sepan
transformarse sin renegar de sí mismas, que se abran y se ensanchen sin parecer,
que se ocupen más del desvalimiento común de los humanos que de la diversidad
intrigante de formas de vivirlo o de los oropeles

cosificados que los enmascaran. Gente en fin convencida de que el principal bien
que hemos de producir y aumentar es la humanidad compartida, semejante en lo
fundamental a despecho de las tribus y privilegios con que también muy
humanamente nos identificamos.
De acuerdo con este planteamiento, me parece que al ideal básico que la
educación actual debe conservar y promocionar es la universalidad democrática.
Quisiera a continuación examinarlo con mayor detenimiento analizando si es
posible por separado los dos miembros de esa fórmula prestigiosa que, como es
sabido, no siempre han ido ni van juntos. Empecemos por la universalidad.
¿Universalidad en la educación? Significa poner al hecho humano –lingüístico,
racional, artístico…- por encima de sus modismos; valorarlo en su conjunto antes
de comenzar a resaltar sus peculiaridades locales; y sobre todo no excluir a nadie
a priori del proceso educativo que lo potencia y lo desarrolla.
Durante siglos, la enseñanza ha servido para discriminar a unos grupos humanos
frente a otros: a los hombres frente a las mujeres, a los pudientes frente a los
menesterosos, a los citadnos frente a los campesinos, a los clérigos frente a los
guerreros, a los burgueses frente a los obreros, a los «civilizados» frente a los
«salvajes», a los «listos» frente a los «tontos», a las castas superiores frente y
contra las inferiores. Universalizar la educación consiste en acabar con tales
manejos discriminadores: aunque las etapas más avanzadas de la enseñanza
puedan ser selectivas y favorezcan la especialización de cada cual según su
peculiar vocación, el aprendizaje básico de los primeros años no debe regatearse
a nadie ni ha de dar supuesto de antemano que se ha «nacido» para mucho, para
poco o para nada. Esta cuestión del origen es el principal obstáculo que intenta
derrocar la educación universal y universalizadora. Cada cual es lo que demuestra
con su empeño y habilidad que sabe ser, no lo que su cuna –esa cuna biológica,
racial, familiar, cultural, nacional, de clase social, etc.- le predestina a ser según la
jerarquía de oportunidades establecida por otros. En este sentido, el esfuerzo
educativo es siempre rebelión contra el destino, sublevación contra el fatum: la
educación es la antifatalidad, no el acomodo programado a ella… para comerte
mejor, según dijo el lobo pedagógicamente disfrazado de abuelita.
En las épocas pasadas, el peso del origen se basaba sobre todo en el linaje
socioeconómico de cada cual (y por supuesto en la separación de sexos, que es la
discriminación básica en casi todas las culturas). Hoy siguen vigentes ambos
criterios antiuniversalistas en demasiados lugares de nuestro mundo. Donde un
Estado con preocupación social no corrige los efectos de las escandalosas
diferencias de fortuna, los unos nacen para ser educados y los otros deben
contentarse con una doma sucinta que les capacite para las tareas auxiliares que
los superiores nunca se avendrían a realizar. De este modo la enseñanza se
convierte en una perpetuación de la fatal jerarquía socioeconómica, en lugar de
ofrecer posibilidades de movilidad social y de un equilibrio más justo. En cuanto al
apartamiento de la mujer de las posibilidades educativas, es hoy uno de los
principales rasgos del integrismo islámico pero no exclusivo de él. Todos los
grupos tradicionalistas que intentan resistirse al igualitarismo de derechos
individuales moderno empiezan por combatir la educación femenina: en efecto, la
forma más segura de impedir que la sociedad se modernice

es mantener a las mujeres sujetas a estricta tarea reproductora. En cuanto este


tabú esencial se rompe, para desasosiego de varones barbudos y caciques
tribales, ya todo es posible: hasta el progreso, en algunas ocasiones.
Pero en las sociedades democráticas socialmente más desarrolladas la educación
básica suele estar garantizada para todos y desde luego las mujeres tienen tanto
derecho como los hombres al estudio (obteniendo, por lo común, mejores
resultados académicos que ellos). Entonces la exclusión por el origen intenta
afirmarse de una manera distinta y supuestamente más «científica». Se trata de
las disposiciones genéticas, la herencia biológica recibida por cada cual, que
condiciona los buenos resultados escolares de unos mientras condena a otros del
fracaso. Si existen personas o grupos étnicos genéticamente condenados a la
ineficiencia escolar ¿por qué molestarse en escolarizarlo? Un test de inteligencia a
tiempo ahorraría al estado muchos recursos que pueden emplearse
fructuosamente en otras tareas de interés público (nuevos aviones de combate,
por ejemplo).
No por casualidad es en Estados Unidos, las deficiencias de cuyo sistema
educativo lo hacen particularmente sospechoso de derroche, donde se está viendo
surgir estudios vagamente neodarwinistas en esta línea. Quizá el que ha
despertado recientemente más escándalo es The Bell Curve, de Murray y
Herrstein, cuyos análisis estadísticos basados en tests de inteligencia creen
demostrar que el abismo genético entre la «elite cognitiva» que dirige la sociedad
estadounidense y los estratos inferiores compuestos de marginales e inadaptados
se hace cada vez mayor. En particular consideran «científicamente» probado que
la media intelectual de los negros es inferior a la de otras razas, por lo que las
políticas de discriminación positiva que los auxilian (por ejemplo facilitando su
acceso a la universidad) son un dispendio inútil de recursos públicos. Distintas
variaciones sobre estos planteamientos se insinúan cada vez con mayor
frecuencia en países cuyos gobiernos y opinión pública padecen un sesgo
derechista: en unos sitios lo genéticamente incapaces son los negros, en otros los
indios, los gitanos o los esquimales y en casi todos los hijos de los pobres.
Es difícil imaginar una doctrina más inhumana y repelente que ésta. Para
empezar, no hay ningún mecanismo fiable para medir la inteligencia humana, que
en realidad no es una disposición única sino un conjunto de capacidades
relacionadas cuya complejidad no puede establecerse como la estatura o el color
de los ojos. El biólogo Stephen Jay Gould argumentó en su día contra el auge de
los tests de inteligencia causantes de la mismeasure of man, la mala medición del
hombre, y Cornelius Castoriadis ha expuesto vigorosamente que «ningún test
mide ni podrá medir nunca lo que constituye la inteligencia propiamente humana,
lo que marca nuestra salida de la animalidad pura, la imaginación creadora, la
capacidad de establecer y crear cosas nuevas. Semejante “medida” carecería por
definición de sentido». Ya a comienzos de siglo Émile Durkheim situaba en su
justa valoración la importancia del legado biológico que heredamos de nuestros
progenitores: «Lo que el niño recibe de sus padres son aptitudes muy generales:
una determinada fuerza de atención, cierta dosis de perseverancia, un juicio sano,
imaginación, etc. Ahora bien, cada una de estas aptitudes puede estar al servicio
de toda suerte de fines diferentes.» Es la educación precisamente la encargada de
potenciar las

disposiciones propias de cada cual, aprovechando a su favor y también a favor de


la sociedad la disparidad de los dones heredados. Nadie nace con el gen del
crimen, el vicio o la marginación social –como un nuevo fatalismo oscurantista
pretende- sino con tendencias constructivistas que el contexto familiar o social
dotará de un significado imprevisible de antemano. Incluso en los casos de alguna
minusvalía psíquica no dejan de existir métodos pedagógicos especiales capaces
de compensarla al máximo, permitiendo un desarrollo formativo que no condene a
quien la padece al ostracismo social la herencia más determinante que nuestros
padres nos legan. Y esa circunstancia empieza por los padres mismos, cuya
presencia (o ausencia), su preocupación (o despreocupación), su bajo o alto nivel
cultural y su mejor o peor ejemplo forman un legado educativamente hablando
mucho más relevante que los mismos genes. Por tanto, la pretensión
universalizadora de la educación democrática comienza intentando auxiliar las
deficiencias del medio familiar y social en el que cada persona se ve obligada por
azar a nacer, no refrendándolas como pretexto de exclusión.
Otra vía universalizadora de la educación consiste en ayudar a cada persona a
volver a sus raíces. Es un propósito muy publicitado en la actualidad, pero
notoriamente malentendido en sentido inverso al que resultaría lógico. Desde
luego hablar de «raíces» en este caso es puro lenguaje figurado, porque los
humanos no tenemos raíces que nos claven a al tierra y nos nutran de la sustancia
fermentada de los muertos, sino pies para trasladarnos, para viajar o huir, para
buscar el alimento físico o intelectual que nos convenga en cualquier parte.
Admitamos sin embargo la metáfora, que tanto agrada a los nacionalistas
(«recuperemos nuestras raíces»), a los entusiastas de la etnicidad (“conservemos
la pureza de nuestras raíces”), a los integristas religiosos («la raíz de nuestra
cultura es cristiana, o musulmana, o judía») y a los integristas políticos («la raíz de
la democracia está en la libertad de mercado»), etc. En la mayoría de estos casos,
la apelación a las raíces significa que debemos escardar de nuestro jardín nativo
cuantas malezas y hierbas advenedizas turben la enraizada armonía de lo que
supuestamente fue plantado en primer lugar: también que cada cual, dentro de sí
mismo, debe buscar aquella raíz propia e intransferible que le identifica y le
emparienta con sus hermanos de terruño. Según esta visión, la educación
consistiría en dedicarse a reforzar nuestras raíces, haciéndonos más nacionales,
más étnicos, más ideológicamente puros… más idénticos a nosotros mismos y por
tanto inconfundiblemente heterogéneos de los demás. La única universalidad que
admite este planeamiento es la universalidad de las raíces: es decir, que todos y
cada uno tenemos las nuestras, universalmente encargadas de sujetarnos a lo
propio y de evitar que nos enredemos confusamente con frondosidades ajenas.
Pero esta utilización metafórica de las raíces puede ser invertida y eso es
precisamente lo que ha de intentar la educación universalista. Porque si nos
dejamos llevar por la intuición y no tanto por la erudición botánica, aquello en lo
que más se parecen entre sí todas las plantas es precisamente en sus raíces,
mientras que difieren vistosamente por la estructura de sus ramas, por su tipo de
follaje, por sus flores y sus frutos. El caso de los humanos es muy semejante:
nuestras raíces más propias, las que nos distinguen de los otros animales, son el
uso del lenguaje y de los símbolos, la disposición racional, el recuerdo del pasado
y la previsión del futuro,

la conciencia de la muerte, el sentido del humor, etcétera, en una palabra, aquello


que nos hace semejantes y que nunca falta donde hay hombres. Lo que ningún
grupo, cultura o individuo puede reclamar como exclusiva ni excluyentemente
propio, lo que tenemos en común. En cambio, todo el resto –las variadísimas
fórmulas y formulillas culturales, los mitos y leyendas, los logros científicos o
artísticos, las conquistas políticas, la diversidad de las lenguas, de las creencias y
de las leyes, etc. –son el variopinto follaje y la colorista multiplicidad de flores o
frutos. Es el universalista el que vuelve sobre las profundas raíces que nos hacen
comúnmente humanos, mientras que los nacionalistas, etnicistas y particularistas
varios siempre van de rama en rama, haciendo monerías y buscando distingos.
Apuremos la metáfora hasta el final, antes de darla de lado como antes o después
hay que hacer con todas las imágenes literarias para que no se conviertan en
estorbos del pensamiento. Sin raíces, las plantas mueren irremediablemente; sin
follaje, flores y frutas el paisaje seria de monotonía estéril e inaguantable. La
diversidad cultural es el modo propio de expresarse la común raíz humana, su
riqueza y generosidad. Cultivemos la floresta, disfrutemos de sus fragancias y de
sus múltiples sabores, pero no olvidemos la semejanza esencial que une por la
raíz el sentido común de tanta pluralidad de formas y matices. Habrá que
recordarla en los momentos más cruciales, cuando la convivencia entre grupos
culturalmente distintos se haga imposible y la hostilidad no pueda ser resuelta
acudiendo a las reglas internas de ninguna de las «ramas» en conflicto. Sólo
volviendo a la raíz común que nos emparienta podremos los hombres ser
huéspedes los unos para los otros, cómplices de necesidades que conocemos
bien y no extraños encerrados en la fortaleza inasequible de nuestra peculiaridad.
Nuestra humanidad común es necesaria para caracterizar lo verdaderamente
único e irrepetible de nuestra diversidad cultural es accidental.
Ninguna cultura es insoluble para las otras, ninguna brota de una esencia tan
idiosincrásica que no pueda o no deba mezclarse con otras, contagiarse de las
otras. Ese contagio de unas culturas por otras es precisamente lo que puede
llamarse civilización y es la civilización, no meramente la cultura, lo que la
educación debe aspirar a transmitir. Dicho de otro modo y utilizando las palabras
de Paul Feyerabend (en el volumen Universalidad y diferencia, editado por Giner y
Scartezzint): «No negamos las diferencias existentes entre lenguajes, formas
artísticas o costumbres. Pero yo las atribuiría a los accidentes de su situación y/o
a la historia, no a unas esencias culturales claras, explicitas e invariables:
potencialmente, cada cultura es todas las culturas. […]
Si cada cultura es potencialmente todas las culturas, las diferencias culturales
pierden su inefabilidad y se convierten en manifestaciones concretas y mudables
de una naturaleza humana común.» A esa potencialidad que cada cultura posee
de transmutarse en todas las demás, de no ser verdadera cultura sin transfusiones
culturales de las demás y sin traducciones o adaptaciones culturales con las
demás, es a lo que nos referimos al hablar de civilización y también de
universalidad. No se trata de homogeneizar universalmente (uno de los más
reiterados pánicos retóricos de nuestro siglo, la americanización mundial, etc.)
sino de romper la mitología autista de las culturas que exigen se preservadas
idénticas a sí mismas, como si todas no

estuviesen transformándose continuamente desde hace siglos por influjo


civilizador de las demás. ¿Etnocentrismo? Sólo lo sería si considerásemos la
universalidad como una característica factual de la cultura occidental, en lugar de
tenerla como un ideal valioso promovido pero también conculcado innumerables
veces por occidente (signifique lo que signifique este confuso término). No, la
universalidad no es patrimonio exclusivo de ninguna cultura –lo cual seria
contradictorio- sino una tendencia que se da en todas pero que también en todas
partes debe enfrentarse con el provincianismo cultural de lo idiosincrásico
insoluble, presente por igual en las latitudes aparentemente más opuestas.
Potenciar esta tendencia común y amenazada es precisamente la tarea educativa
más propia para nuestro mundo hipercomunicado en el que cabe la variedad pero
no el tribalismo: en cuanto a promocionar y rentabilizar lo otro, lo inefable, lo
excluyente, ya se encargan desdichadamente muchas otras instancias que nada
tienen que ver con la verdadera educación.
Quizá el afán histérico de hacerse inconfundible e impenetrable para los otros no
sea más que una reacción ante la cada vez más obvia evidencia de que los
humanos nos parecemos demasiado, evidencia que antes sólo lo era para unos
cuantos espíritus avisados pero que hoy los medio s de comunicación han puesto
al alcance de todos. ¿Se perderán así muchos matices? ¿Nos acecha la
homogeneidad universal? No lo creo, porque ya Hölderlin anuncio que el «espíritu
gusta darse formas» y es su gusto también que esas formas rompan lo idéntico
una y otra vez. La diversidad está asegurada, aunque probablemente vaya siendo
cada vez más desconcertantemente diversa y se parezca menos a las
diversidades ya acrisoladas con las que estamos familiarizados. También para ese
proceso innovador es bueno que prepare la educación a las generaciones que van
a vivirlo. Pero no nos engañemos, la flecha sociológica de nuestra actualidad no
señala ni mucho menos hacia el inevitable triunfo «uniformizador» del
universalismo. Todo lo contrario, son abrumadoras las demostraciones aquí y allá
del éxito creciente de las actitudes antiuniversalistas, que además suelen
proclamarse victimas de la supuesta omnipotencia universalizante. Lo que
realmente está en peligrosa alza hoy es, de nuevo, la recurrencia al origen como
condicionamiento inexorable de la forma de pensar: dividir el mundo en guetos
estancos y estancados de índole intelectual. Es decir, que sólo los nacionales
puedan comprender a los de su nación, que sólo los negros puedan entender a los
negros, los amarillos a los amarillos y los blancos a los blancos, que sólo los
comprendan a los cristianos y los musulmanes a los musulmanes, que sólo las
mujeres entiendan a las mujeres, los homosexuales a los homosexuales y los
heterosexuales a los heterosexuales.
Que cada tribu deba permanecer cerrada sobre sí misma, idéntica según la
«identidad» establecida por los patriarcas o caciques del grupo, ensimismada en
su pureza de pacotilla. Y que por tanto debe haber una educación diferente para
cada uno de estos grupos que los «respete», es decir que confirme sus prejuicios
y no les permita abrirse y contagiarse con los demás. En una palabra, que
nuestras circunstancias condicionen nuestro juicio de tal modo que nunca sea un
juicio intelectualmente libre, si es cierto como creyó Nietzsche que el hombre libre
es «aquel que piensa de otro modo de lo que podría esperarse en razón de su
origen, de su medio, de su estado y de su función o de las opiniones reinantes en
su

tiempo». A quien piensa de tal modo los colectivizadores del pensamiento idéntico
no les consideran libres sino «traidores» a su grupo de pertenencia. Pues bien,
aquí tenemos otra tarea para la educación universalizadora: enseñar a traicionar
racionalmente en nombre de nuestra única verdadera pertenencia esencial, la
humana, a lo que de excluyente, cerrado y maniático haya en nuestras afiliaciones
accidentales, por acogedoras que éstas puedan ser para los espíritus comodones
que no quieran cambiar de rutinas o buscarse conflictos.
Es comprensible el temor ante una enseñanza sobrecargada de contenidos
ideológicos, ante una escuela más ocupada en suscitar fervores inquebrantables
que en favorecer el pensamiento crítico autónomo. La formación en valores cívicos
puede convertirse con demasiada facilidad en adoctrinamiento para una docilidad
bienpensante que llevaría al marasmo si llegase a triunfar; la explicación necesaria
de nuestros principales valores políticos puede también fácilmente resbalar hacia
la propaganda, reforzada por las manías castradoras de lo «políticamente
correcto» (que empieza por proscribir cualquier roce con la susceptibilidad
agresiva de los grupos sociales de presión y acaba por decretar incorrecto el
propio quehacer político, pues éste nunca ejerce de veras sin desestabilizar un
tanto lo vigente). De aquí que cierta «neutralidad» escolar sea justificadamente
deseable: ante las opciones electorales concretas brindadas por los partidos
políticos, ante las diversas confesiones religiosas, ante propuestas estéticas o
existenciales que surjan en la sociedad. Ha de ser una neutralidad relativa, desde
luego, porque no puede regir toda consideración crítica de los temas del momento
(que los propios alumnos van a solicitar frecuentemente y que el maestro
competente habrá de hacer sin pretender situarse por encima de las partes sino
declarando su toma de posición, mientras fomenta la exposición razonada de las
demás), aunque debe evitar convertir el aula en una fatigosa y aburrida sucursal
del Parlamento. Es importante que en la escuela se enseñe a discutir pero es
imprescindible dejar claro que la escuela no es ni un foro de debates ni un púlpito.
Sin embargo, esa misma neutralidad crítica responde a su vez una determinada
forma política, ante la que ya no se puede ser neutral en la enseñanza
democrática: me refiero a la democracia misma. Sería suicida que la escuela
renunciase a formar ciudadanos demócratas, inconformistas pero conforme a lo
que el marco democrático establece, inquietos por su destino personal pero no
desconocedor de las exigencias armonizadoras de lo público. En la deseable
complejidad ideológica y étnica de la sociedad moderna, tras la no menos
deseable supresión del servicio militar obligatorio, queda la escuela como el único
ámbito general que puede fomentar el aprecio racional por aquellos valores que
permiten convivir juntos a los que son gozosamente diversos. Y esa oportunidad
de inculcar el respeto a nuestro mínimo común denominador no debe en modo
alguno ser desperdiciada. No puede ni debe haber neutralidad por ejemplo en lo
que atañe al rechazo de la tortura, el racismo, el terrorismo, la pena de muerte, la
prevaricación de los jueces o la impunidad de la corrupción en cargos públicos; ni
tampoco en la defensa de las protecciones sociales de la salud o la educación, de
la vejez o de la infancia, ni en el ideal de una sociedad que corrige cuanto puede
el abismo entre opulencia y miseria. ¿Por qué? Porque no se trata de simples
opciones partidistas

sino de logros de la civilización humanizadora a los que ya no se puede renunciar


sin incurrir en concesión a la barbarie.
El propio sistema democrático no es algo natural y espontáneo en los humanos,
sino algo conquistado a lo largo de muchos esfuerzos revolucionarios en el terreno
intelectual y en el terreno político: por tanto no puede darse por supuesto sino que
ha de ser enseñado con la mayor persuasión didáctica compatible con el espíritu
de autonomía crítica. La socialización política democrática es un esfuerzo
complicado y vidrioso, pero irrenunciable. En España se han escrito cosas útiles
sobre este tema, entre las que yo destacaría algunas de las características
señaladas por Manuel Ramírez a modo de índice esquemático de la mentalidad
pública que debe ser promocionada: asimilación del ingrediente de relatividad que
toda política democrática conlleva; fomentar la capacidad de crítica y selección;
valorar positivamente la existencia de pluralismo social, así como el conflicto, que
no sólo es necesario sino fructífero; estimular la participación en la gestión pública;
desarrollar la conciencia de la responsabilidad de cada cual y también del
necesario control sobre los representantes políticos; reforzar el diálogo frente al
monólogo, el perfil de los discrepantes como rivales ideológicos pero no como
enemigos civiles, y aceptar «que todo el mundo tiene derecho a equivocarse pero
nadie posee el de exterminar el error». Sin duda esta lista puede enriquecerse
largamente, aunque basta lo expuesto como indicación de las perspectivas
educativas menos renunciables en lo tocante a esta cuestión.
La recomendación razonada de tales valores no debe ser una mera letanía
edificante, que más bien acabará en el mejor de los casos haciéndolos aborrecer.
Será preferible mostrar cómo llegaron a hacerse históricamente imprescindibles y
lo que ocurre allá donde –por ejemplo- no hay elecciones libres, tolerancia
religiosa o los jueces son venales. Resultaría absurdo ocultar a los niños los fallos
del sistema en que vivimos (recuérdese lo que señalamos respecto a la televisión,
que nada permite mantener mucho tiempo velado) pero es crucial inspirarles una
prudente confianza en los mecanismos previstos para enmendarlos: empezar por
hacerles desconfiar de las garantías de control lo único que logrará es inhibirlos
cuando llegue el momento de ejercerlas, con gran contento de quienes pretenden
transformar la democracia en tapadera de sus bribonadas oligárquicas. Es
igualmente nefasto fomentar un «engaño» arrobado por los procedimientos
beatificados del sistema, como «desengañarles» de antemano de algo que sólo su
participación inteligente puede llegar a corregir y encaminar. Este concepto abierto
de democracia, escéptico y atento, pero no por ello menos tonificante, lo ha
formulado muy bien Giacomo Marramao en su contribución al volumen
Universalidad y diferencia antes mencionado: «la democracia es siempre ad-
venire, puesto que no sacrifica nunca a la utopía de una transparencia absoluta la
opacidad de la fricción y el conflicto. La democracia no goza de un clima
atemperado, ni de luz perpetua y uniforme, pues se nutre de aquella pasión del
desencanto que mantiene unidos –en una tensión insoluble- el rigor de la forma y
la posibilidad de acoger “huéspedes inesperados”.»

Un camino para la igualdad y para la inclusión social


José Gimeno Sacristán
...las diferencias que se encuentran en las costumbres y las aptitudes de los
hombres, son debidas a su educación más que a ninguna otra cosa;
debemos deducir que ha de ponerse gran cuidado en formar el espíritu de
los niños y darles aquella preparación temprana que influirá en el resto de
su vida.
John Locke, (págs. 65-66.)

Que un ser humano reciba la misma educación que cualquier otro —algo
que se deriva del hecho de ser un derecho universal-no significa igualarlos entre
sí. La educación no es un omnipotente medio para la supresión de las
desigualdades cuyo origen está fuera de las escuelas y que son previas a la
escolarización. Las teorías sociológicas de la reproducción1 han constatado el
efecto que tiene la escuela para propagar las desigualdades sociales, lo que ha
podido conducir a una falta de ánimo y de empuje para atisbar alternativas
educativas. En el mejor de los casos, la esco-larización obligatoria es sólo uno de
los posibles medios para recorrer el camino hacia la igualdad. Pero si cualquier
individuo o grupo constituido por alguna condición (género, clase social, etnia,
modo de vida, etc.), recibe una educación diferente en extensión y en calidad a la
que disfrutan otros, o si no recibe ninguna, entonces seguro que se acentúa la
desigualdad entre unos y otros. La escolarización es camino problemático para la
consecución de más igualdad, pero su inexistencia, sus deficiencias o las
diferencias en la cuantía de escolaridad recibida conducen, con seguridad, a una
mayor desigualdad. Aunque se trate de un optimismo moderado, se puede decir
que la educación evita mayores desigualdades y puede ser un medio para
corregirlas, si va acompañada de otras medidas.
Las desigualdades en cuanto a la educación tienen hoy consecuencias,
más allá de causar diferencias sobre las oportunidades que vayan a tenerse.
Recibir o no educación es condición para la participación en la sociedad, desde el
momento en que para desempeñar el ejercicio de muchas actividades y puestos
de trabajo se requiere una preparación previa, así como herramientas y
habilidades para adquirirla. Tener conciencia de qué es el mundo y la sociedad
actuales no es algo a lo que pueda accederse desde el sentido común sin la
aportación de aprendizajes que no suelen adquirirse en el intercambio cotidiano
con las cosas y con las demás personas. Las sociedades son hoy, además,
cambiantes; presentan a los individuos panoramas variables y condiciones de vida
en las que resulta difícil asentarse de una vez para siempre, exigiéndoles cambios
y adaptaciones constantes. Los más edu-cados podrán entender mejor esas
situaciones y disponer de más capacidad y de una mayor flexibilidad para
acomodarse a las condiciones mudables.
En sociedades y culturas de ese tipo, la persona no cultivada o con
carencias y deficiencias notables en la educación queda excluida socialmente, al
ser impedida su participación plena en la sociedad. La educación proporcionada
por la escolarización obligatoria, igual para todos, constituye un requisito que
capacita para el ejercicio de la ciudadanía plena. El derecho social a la cultura y a
la educación tiene carácter fundamental, no sólo porque de él depende la
dignificación humana, al

poder enriquecer las posibilidades de su desarrollo, sino que lo es porque


se entrelaza con otros derechos civiles, políticos y económicos de las personas,
capacitándolas para el ejercicio de los mismos, posibilitándolos y potenciándolos
(Marshall y Bottomore, 1988). Sin un cumplimiento satisfactorio del derecho a la
educación, no sólo la vida de cada uno se empobrece y se limita su horizonte, sino
que, difícilmente, se pueden realizar otros derechos, como el de la libre expresión,
la participación política o el derecho al trabajo en las sociedades avanzadas.
Desde el concepto de ciudadanía moderna, se trata de un derecho dirigido a
facilitar la inclusión de los individuos con todas las posibilidades para participar
plenamente en la sociedad.
Es este derecho a la cultura y no el derecho de la cultura (Colom, 1998,
pág. 161) el que fundamenta, por otro lado, la reivindicación a ejercerlo respecto
de una determinada opción cultural, atendiendo a las diferencias en las que se
asienta la identidad personal. De estos fundamentos se deduce la imprescindible
necesidad de considerar la educación obligatoria como un bien que tiene que estar
garantizado por el Estado protector de esos derechos, invirtiendo los recursos que
sean necesarios, porque es condición para la realización de la autonomía y la
ciudadanía plenas. El derecho a la cultura no impide que su realización sea
matizada con un curriculum escolar en el que puedan contemplarse diferencias
culturales.
La virtualidad más significativa que hoy desempeña la educación para todos
es la de la inclusión. Si no se dan las condiciones mínimas necesarias para que
las desigualdades puedan comenzar a corregirse, no sólo estamos ante un
problema de injusticia, sino ante el abismo entre seres humanos que no sólo
discrimina a los desfavorecidos, sino que los aparta definitivamente de la
sociedad. En la cultura actual, la desigualdad para penetrar en las sociedades del
conocimiento es de tal amplitud, que cada vez se requerirá más atención hacia los
débiles para que no queden definitivamente excluidos. La desigualdad implica
distancia entre unos y otros, la exclusión supone un alejamiento irrecuperable, la
degradación del excluido, que pasa a la categoría de negado.
Ser más o menos educado, haber disfrutado o no de la escolarización, es
un problema de poder ser, estar y sentirse como sujeto que se sabe a sí mismo
actor en la sociedad, necesario e importante para algo y para alguien. No haber
dispuesto de esa posibilidad, no sólo es un motivo de desigualación social, sino de
apartamiento del mundo, con imposibilidad de entenderlo y de ser alguien dentro
del mismo y tener algún papel en su transformación. A los excluidos sin educación
les llegan a faltar las posibilidades para salir de ese estado; apenas si pueden
reclamar sobre la injusticia de su condición. Una sociedad en la que sus miembros
se educan mínimamente no sólo queda abierta al progreso, sino que es requisito
para que exista como tal sociedad, al vertebrar a sus componentes. La educación
socializa no sólo reproduciendo, cuando transmite conocimientos, valores y
normas de conducta, sino también produciendo lazos con el mundo, en la medida
en que habilita para ser y considerarse un miembro de éste.
La capacidad de inclusión tiene, en primer lugar, una proyección en la
inserción en las actividades productivas. En las sociedades globalizadas, esta
capacidad de inclusión significa lograrla para un contexto cada vez más amplio, en
el

que la fuerza de trabajo, como afirma Giddens (1999), tendrá que ser o
tener una orientación más cosmopolita, nivelada por un cierto grado de educación.
En segundo lugar, tiene una dimensión intelectual, en tanto que capacitación para
el entendimiento del mundo. La complejidad de éste reclama la prolongación de la
escolaridad obligatoria más allá de la enseñanza primaria. En tercer lugar, a
inclusión tiene una vertiente emocional: la de poder sentirse como un actor social
que interviene en su medio, un sujeto creador, libre y autónomo. Estos tres
aspectos son esen-ciales para el equilibrio psicológico de las personas en nuestro
mundo.
¿Qué consecuencias y exigencias se derivan de esa capacidad de inclusión
que tiene la educación? Primero, la de insistir en la importancia de la posesión de
ciertos conocimientos y habilidades para poder incluirse en los procesos propios
de la sociedad actual. Segundo, que esos contenidos tienen que ser herramientas
de pensamiento, lo cual plantea condiciones a los mismos y a las formas de
adquirirlos. Tercero, que es preciso reparar en el valor de las habilidades para
aprender y comprender dentro y fuera de la escuela. Cuarto, que conviene no
olvidar que la inclusión lo es para una cultura que es plural y en la que hay
consensos y disensiones. Capacitado el sujeto para poder incluirse, debe tener la
posibilidad de singularizarse en ese proceso, de luchar por la transformación de
las exigencias dominantes para la inclusión y hasta el poder autoexcluirse.
Notas:
1Son teorías que consideran que las escuelas reproducen con sus prácticas las
diferencias sociales que afectan a los estudiantes fuera de ellas. Las más
conocidas son las elaboradas por Bordieu y Passeron (1977) y por Bowles y Gintis
(1981).
La educación obligatoria: su sentido educativo y social
Frases de Gimeno Sacristán

1a) “La educación debe preocuparse por estimular diferenciaciones que no


supongan desigualdades entre los estudiantes; tiene que hacer compatible el
currículum común y la escuela igual para todos con la posibilidad de adquirir
identidades singulares, lo que significa primar la libertad de los sujetos en el
aprendizaje”, p. 74.

1b) “La diversidad algunas veces habrá que desconsiderarla, en otras habrá que
corregirla y en muchos casos debería estimularse”, p. 75.
c) “La escuela y su currículum, que deben ser oportunidades para todos, pasan
con demasiada facilidad a ser estructuras de dificultades graduadas que todos han
de superar a un mismo ritmo y con las mismas ayudas, de suerte que en cada uno
de los escalones establecidos con la graduación medimos a los sujetos
d) para ver si son aptos o no, los diferenciamos y les decimos a muchos que son
desiguales a los demás”, p. 78.
e) “La diversidad natural de la que hemos hablado, la singularidad de cada
individuo, se entenderán y se reaccionará ante ellas desde el punto de vista de su
clasificación en categorías. La singularidad será tolerada sólo en la medida en que
no sobrepase los límites de variación que no distorsionan el trabajo ‘normalizado’
con cada categoría clasificada”, p. 83.
f) “Los profesores parecen haber perdido la capacidad profesional de trabajar con
la diversidad, si ésta no es reducida por algún tipo de clasificación de estudiantes”,
p. 84.
g) “Quienes se salgan del estándar normativo, quienes no sigan el ritmo y la
secuencia caen en la ‘anormalidad’, bien sea en su zona negativa (los ‘retrasados’,
los ‘subnormales’, los fracasados, los no aprobados), bien en su zona positiva (los
‘adelantados’, los ‘sobredotados’, los notables y sobresalientes”, p. 85.
h) “A la diversidad de los sujetos hay que responder con la diversificación de la
pedagogía”, p. 91.
La democracia como sistema y como práctica
Emilio Tenti Fanfani

La política es acción y estructura, práctica e institución. En realidad la


política (en femenino) es hacer referencia al aspecto dinámico. Lo político remite a
una dimensión institucional.
La democracia es tanto la propiedad de un sistema o institución como de un estilo
de acción. Hay instituciones y prácticas más o menos democráticas. Quizás puede
decirse que es "más fácil" democratizar las instituciones que democratizar las
mentalidades. De todos modos, lo importante es evitar las miradas (las
intervenciones) unilaterales. En el fondo, lo que importa es cambiar "el modo de
hacer las cosas". Para ello es preciso rediseñar las instituciones (reglas y
recursos) y transformar la subjetividad de los actores políticos. La acción, la
práctica, es siempre el resultado de una combinación de estructuras y
predisposiciones incorporadas en los sujetos. Las notas que siguen intentan
reflexionar acerca de las articulaciones entre lo político (estructura) y la política
(acción).
Democracia y discusión
En la democracia el procedimiento para encontrar la decisión obligatoria para
todos, es la discusión. Esta tesis instaura un nuevo concepto de legitimidad que va
más allá de los otros dos argumentos clásicos: el legal y el científico-tecnológico.
Según el primero, será legítima toda acción o mandato que se considere conforme
a la ley, esto es, que sea legal.
En el segundo caso, es legítima la decisión que prescribe la racionalidad científico-
técnica, es decir, la decisión "eficaz". La legitimidad deliberativa se funda en un
procedimiento que hace intervenir a todos los que serán obligados por la decisión
que se va a tomar. Aquí es cuando se hace necesaria la discusión.
Ésta se impone cuando se constata (y se valora) la existencia de la diversidad de
actores, intereses, etcétera. Si hay que decidir legítimamente, sin anular la
diversidad, esto es, sin destruirla, se requiere de ciertos procedimientos que
permitan producir el consenso, o al menos la solución legítima. Esto se logra
mediante la discusión, es decir mediante un intercambio regulado. Un grupo de
discusión, según la psico-sociología experimental, está constituido por individuos
que participan en él según sus recursos y capacidades. Generalmente está
orientado hacia un fin: tomar

una decisión que comprometa a todo el grupo. Por otra parte la discusión no se
agota en el tratamiento de un caso, esto es, a la solución de un problema, sino
que constituye un pretexto y un tema para un juego.
La discusión se funda en el reconocimiento de algunos hechos básicos:
1a)
Que en toda sociedad existe una pluralidad de puntos de vista y de intereses.

1b)
Que no existe un grupo (los "sabios", los "representantes de Dios") que por
derecho natural poseen el monopolio de las verdaderas soluciones.
La discusión se impone como un medio de conciliar intereses. Pero detrás de la
confianza en este procedimiento existe la creencia de que mediante una discusión
adecuada, todos los intereses, aun si a primera vista parecen incompatibles,
pueden ser conciliados y los conflictos resueltos. En otras palabras, no existen
conflictos de intereses objetivamente contradictorios o irresolubles. La solución
depende del procedimiento. Este supuesto no puede aceptarse sin discusión,
máxime cuando desde cierto enfoque marxista vulgarizado se ha dicho y repetido
que todas las sociedades se caracterizan por poseer conflictos, contradicciones e
intereses incompatibles.
Para los psicólogos sociales "clásicos" (Lewin, Lippit y White, French y Coch,
etcétera) la democracia remite a los procedimientos de información, discusión,
persuasión como opuestos a la imposición brutal por parte de una persona o
grupo.
Es en este sentido que la democracia, para estos intelectuales, tiene una
dimensión básicamente pedagógica pues consiste en un método de producción de
transformaciones, las cuales en vez de ser impuestas a los interesados se
presentan como deseables mediante la intervención discreta e inteligente de un
líder "benévolo y competente". Paradójicamente, de acuerdo con esta corriente
analítica, el líder será tanto más "democrático" en la medida en que su
designación escapa a un control democrático, es decir a la elección. Esta
conclusión evidentemente choca contra toda la tradición política de la democracia
que tiende a definir esta forma, no tanto en lo que respecta al estilo de ejercicio de
la autoridad, sino al procedimiento de elección de los líderes.
Dos problemas no resueltos son:
1•
El carácter todopoderoso de los procedimientos para tomar decisiones.

1•
La subestimación del procedimiento de la elección de los líderes.

1
El régimen democrático supone dos condiciones: el interés y la participación de los
individuos en la vida social. Trascender el interés individual supone tomar distancia
respecto de uno mismo, es aceptar (aun en los asuntos que más nos incumben)
tomar en cuenta a los otros, los cuales también serán afectados por nuestras
conductas. Esta distancia se logra sometiéndonos a una disciplina, obedeciendo a
las normas que en un grupo determinan las contribuciones y retribuciones de cada
participante.

El régimen democrático exige que los individuos sepan y quieran aquello que
hacen y le den prioridad a los objetivos del grupo sobre los objetivos particulares.
Si esto es así, la democracia sólo funciona con ciudadanos virtuosos y
competentes. En otras palabras, la democracia es una cuestión de estructuras, de
instituciones, de reglas que, en cierta medida existen "fuera" de los individuos y al
mismo tiempo, un sistema de disposiciones, de inclinaciones, una cultura
incorporada en los ciudadanos. De este modo las prácticas democráticas no se
deducen de las "instituciones democráticas", sino de una combinación, de un
encuentro entre instituciones y predisposiciones interiorizadas en los sujetos.
La discusión y la argumentación como forma de dirimir los conflictos, convivir en la
diversidad y tomar decisiones legítimas sólo es efectiva cuando está
institucionalizada en los estatutos y reglamentos y cuando existen sUjetos
predispuestos a emplear este procedimiento.
Competencia y consenso
Todo juego requiere de reglas que los contendientes acatan y que definen las
jugadas permitidas y no permitidas para obtener el triunfo. Es decir, todo juego,
toda lucha o competencia se asienta sobre la aceptación de un mínimo común de
ideas que une a los contendientes rivales. Toda política requiere alguna forma de
consenso, esto es, de un conjunto aceptado de reglas y procedimientos para
producir la autoridad legítima, es decir, para definir al ganador del juego político.
Ahora bien. ¿Cómo se produce este consenso? ¿Se trata de una realidad
resultante de un contrato que los ciudadanos voluntariamente instituyen y
mediante el cual se obligan libremente a respetar un conjunto de regulaciones al
juego político como lo plantean los contractualistas o bien tiene un sentido
completamente diferente, esto es, no es el resultado de un contrato "artificial", sino
un dato constitutivo de una sociedad o de una cultura dada? Para los
contractualistas el consenso no se deduce de la estructura misma de la sociedad,
sino que es una realidad que se construye, que se hace mediante el acuerdo y la
negociación voluntaria de los actores sociales. En cambio, para sociólogos
positivistas, como

Comte o Durkheim, la unidad de un grupo no puede ser el resultado de prácticas


que obedecen a intenciones explícitas y conscientes de los actores sino que se
desprende de la propia esencia de lo social y se presenta como conciencia
colectiva, o como cultura constitutiva de una sociedad. De allí la preferencia de
estos pensadores por las analogías organicistas. Estas dos maneras de concebir
el consenso (que son dos formas de concebir lo social) plantean dos formas
típicas de concepción de la autoridad. Para la primera, el hecho de estar de
acuerdo expresa la pertenencia a un mismo grupo de referencia, para la segunda,
la obediencia y el acuerdo se originan en la discusión, en el examen consciente de
los argumentos y de intereses que nos llevan a concluir en la pertinencia de una
regla o disposición social.
Puestas en este esquema, las dos concepciones de la autoridad que se derivan de
estos enfoques de lo social, constituyen posiciones extremas que no reflejan el
carácter verdadero de la realidad social. Toda sociedad tiene algo de estructural
orgánico que no obedece a la voluntad de los hombres del presente sino que
constituye la historia objetivada, es decir, la materialización de las acciones y
subjetividades del pasado. Pero esta dimensión no abarca todo lo social. Existen
los sujetos y sus deseos, voluntades, prácticas, intereses, conciencia, estrategias,
etcétera. La autoridad y el consenso tienen una parte estructural "orgánica" ya
dada (aunque no natural, sino socialmente "naturalizada") y otra parte construida
mediante el examen, la discusión, la argumentación, el debate, el conflicto y las
luchas entre actores colectivos situados en el presente. Mientras que ciertas
relaciones de dominación se imponen por su presencia y constituyen un dato para
los actores, otra parte de la autoridad es la consecuencia de estrategias exitosas o
fracasadas de los sujetos que compiten por la autoridad legítima.

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