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Los militares en la democracia española: Lo político y lo militar en la España contemporánea
Los militares en la democracia española: Lo político y lo militar en la España contemporánea
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Los militares en la democracia española: Lo político y lo militar en la España contemporánea

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Buena parte de los logros de la democracia española no hubieran sido posibles sin la colaboración -no exenta de cierto servilismo- de los generales y altos mandos militares. Pero ello no obsta para que su pasividad en ocasiones, y abandono la mayoría de las veces, hayan llevado a la situación actual. Los generales en activo –con alguna honrosa excepción- no han hecho sino dar prueba de un entreguismo y de una dejación de sus responsabilidades sin parangón en la historia de España, subordinando sus carreras y tareas a la magnanimidad de los políticos del momento, dando un mal ejemplo a sus subordinados e hipotecando su futuro y el de la carrera militar como tal.
Ahora que ya está más que concluido el proceso inicial de entronización de la democracia en España, puede afirmarse que la llamada Transición quizá haya sido después de todo el momento más brillante de la historia contemporánea de la nación, incluso con sus claroscuros y errores. Pero la reforma militar iba de la mano de la reforma política, y el general Gutiérrez Mellado no fue capaz de trazar el camino ni de mantener la calma en una institución que estaba en el centro de la atención del público y de la clase política. A la postre fue el propio Gutiérrez Mellado quién más política hizo, sin contribuir para nada a la modernización de la defensa ni mejorar su eficacia, prostituyendo la finalidad de su reforma y creando una gran división en el pensamiento militar que perdura hasta nuestros días.

El autor de esta reveladora obra sostiene que las Fuerzas Armadas españolas, sobre todo por obra y gracia de algunos de sus generales más significados, son hoy uno de los instrumentos más ineficaces del Estado en el cumplimiento de su misión, además de ser un actor mudo y sordo ante la realidad política y social española, lo que indiscutiblemente afecta a la seguridad nacional. Nunca fue más real el viejo dicho: ¡qué buenos vasallos si hubiera buenos señores!
LanguageEspañol
PublisherLid Editorial
Release dateNov 3, 2021
ISBN9788417828813
Los militares en la democracia española: Lo político y lo militar en la España contemporánea

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    Book preview

    Los militares en la democracia española - Antonio J. Candil

    Agradecimientos

    Confieso que no ha sido tarea fácil escribir este libro. A veces, por mis propios prejuicios para juzgar mi profesión; en otras ocasiones, para describir con la mayor exactitud todo aquello de lo que he sido testigo. Por ello ha sido valiosísima la colaboración de todos mis amigos y compañeros que, aun no estando siempre de acuerdo conmigo, me han manifestado sus observaciones y mostrado una infinita paciencia.

    Encabeza esta lista el general de brigada Fernando Cano Velasco, siempre puntual y preciso en el comentario y en la crítica constructiva. Le siguen los coroneles del Ejército de Tierra José Miguel Palacios, Manuel Martínez y Francisco Membrillo. No puedo olvidar al teniente coronel Gonzalo Colubi, mi alumno en el curso selectivo para ingreso en la Academia General Militar. Sin su ayuda y colaboración, objetiva a la par que implacable, no hubiera sido posible escribir estas páginas.

    Agradezco su ayuda igualmente a la historiadora Consoly León, una enamorada de la profesión militar, quizás ahora algo menos enamorada tras leer mi obra. A Juan Carlos Campbell, oficial de la Fuerza Aérea norteamericana y buen conocedor de la historia reciente de España. A mi alma gemela, Luis Fernando Muñoz Gimeno, oficial de complemento del Ejército del Aire y alto ejecutivo de EADS y Boeing, cuya ayuda ha sido esencial para esclarecer todo lo relativo al capítulo sexto. Por último, vaya mi reconocimiento a mi amigo y mentor, el historiador y profesor Stanley G. Payne, que ha revisado todos los capítulos y efectuado valiosísimos comentarios, decisivos para mejorar mi pobre narrativa. Gracias, Stanley.

    No quiero olvidar a mi casa editorial, Almuzara, y a mi editor, Javier Ortega. Y a los lectores, vaya mi agradecimiento especial.

    A todos, ¡muchas gracias!

    Introito

    Cuando los días más fríos del pasado invierno se sucedían en el calendario y la pandemia provocada por el Covid-19 era una dantesca realidad que teñía el mundo de muerte y desolación, Antonio J. Candil, coronel del Cuerpo General de las Armas del Ejército de Tierra, poseedor de una vasta cultura y una tenacidad ilimitada —conocedor como pocos del Arma Acorazada, fue director del Programa Leopard 2E— volvía a sorprenderme gratamente. Un eficiente, certero y detallado estudio que sigue la línea de su anterior publicación —23-F. El golpe del Rey, ya un referente para los estudiosos, investigadores y amantes de la historia más reciente de España— abordando de forma impecable y objetiva la interacción entre la milicia y la política nacional, entendidos frecuentemente como dos bloques antagónicos, condenados a formar parte de un proyecto en común, en aras de la defensa y seguridad de nuestra Patria.

    Este libro, un proyecto tan brillante como ambicioso, rápidamente capta la atención del lector gracias a la maestría del autor que nos introduce en un escenario político, social y militar que no deja indiferente. Candil desgrana a lo largo de doce capítulos la realidad del extraño maridaje político-militar que comenzó a gestarse en la España de la Transición y que se extiende hasta nuestros días. Para efectuar un análisis trepidante del contexto histórico-político-militar que se vivió en nuestro país —en los albores de la democracia y la monarquía parlamentaria—, el autor emplea una profusa cantidad de anotaciones en la que destacan fechas cruciales, lugares, nombres, proyectos o situaciones de gran relevancia. Antonio J. Candil era oficial del Ejército español y vivió muy de cerca las situaciones que aquí se recogen, llegando a protagonizar algún caso, cuando a la muerte del general Franco una vorágine de acontecimientos, encontronazos, deslealtades, hipocresía, falacias y luchas encarnizadas por el poder marcaron la hoja de ruta que debería seguir íntegra y taxativamente el nuevo Ejército.

    El libro refleja el cambio que experimentan nuestras Fuerzas Armadas a lo largo de estos años, donde la clase política ha tratado, aunque sin demasiado éxito, de empañar el buen nombre y el prestigio de tan flamante, respetada, querida y admirada institución. A la sazón, una de las más y mejor valoradas por el conjunto de la sociedad española, a la que determinados gobiernos han pretendido relegar al ostracismo, reduciendo sin pudor alguno sus derechos, su presencia y su voz. Nunca el estamento militar estuvo tan doblegado a la política ni formó parte de un entramado tan escabroso.

    Este libro también lanza un mensaje de gratitud a cuantos soldados sirven a España desde la lealtad y el honor. Mi idea sobre la Milicia siempre será la misma. Una flamante Institución que velará incondicionalmente por España, desde el amor que brota del corazón de cada soldado, a imagen y semejanza de aquella religión de hombres honrados a la que aludió Calderón de la Barca, apoyándose en el valor, el crédito, la nobleza, la cortesía, la constancia, la paciencia, la abnegación y el sacrificio… por España.

    Consoly León Arias

    Historiadora por la UCLM

    PRÓLOGO

    Tras acabar la lectura de esta obra, la avalancha de datos, fechas, nombres, anécdotas, etc. que se aportan al conocimiento público es tan apabullante que presumo que será un libro de referencia para cualquier persona que quiera bucear en la historia político-militar de España durante la época que se contempla y una fuente de consulta imprescindible. El autor ha puesto gran pasión en su tarea. Lo escrito: nombres, datos, fechas, hechos, circunstancias, etc., que se citan solo pueden haber sido puestos a la luz por alguien dotado de una memoria extraordinaria y que haya interactuado con los personajes y en los lugares que se describen en estas páginas.

    Tras los seis años en que formé parte del Programa del carro de combate Leopardo 2E, durante los que asistí a numerosas reuniones de seguimiento de su fabricación en entornos militares y civiles, nacionales e internacionales, en las que se trataban consideraciones no solo operativas sino industriales, contractuales, técnicas, legales, logísticas, económicas y de calidad, doy fe de la sorprendente capacidad memorística del coronel Antonio Candil, quien en calidad de director del Programa tenía una participación preferente.

    Tres escenarios principales fueron los entornos en que Antonio Candil conoció a los principales personajes que se presentan en su libro. El primero, entre 1973 y 1976, cuando ambos estábamos destinados en el Tercio III de la Legión en el antiguo Sáhara español, en El Aaiún. Allí se encontraban gran cantidad de mandos militares que posteriormente alcanzaron los más altos puestos del Ejército, y a los que, dada la situación prebélica, que hacía aflorar el auténtico carácter de muchos de los presentes, llegamos a conocer bastante bien. El segundo, entre 1982 y 1995, cuando ya siendo oficial diplomado de Estado Mayor y dominando varios idiomas recorrió destinos y embajadas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Alemania, Francia, Bélgica e Italia, donde coincidió con futuros altos cargos militares españoles y de otros países, para posteriormente recalar en el Ministerio de Defensa, en Madrid, donde se daba la más alta concentración de generales y políticos del ministerio, y en el Estado Mayor de la Defensa. Y por último, cuando en 1995 se le encomendó dirigir el equipo que gestionaría la elección y fabricación del nuevo carro de combate que dotaría al Ejército de Tierra en el futuro.

    La tarea a la que se enfrentaba Candil era prácticamente irresoluble. Para empezar había que rebatir la decisión, ya adoptada por una gran parte del alto estamento militar y de la industria, de aceptar el excedente del parque americano, que se encontraba próximo a la obsolescencia, y optar por un nuevo modelo acorde con los requerimientos operativos del Ejército; convencer a las empresas dueñas de la propiedad intelectual del carro elegido para que trasfirieran a España su tecnología, que acabaría siendo cedida de alguna forma a una empresa norteamericana que competía con ellas en el mismo mercado, así como a varias empresas españolas que ni de lejos tenían capacidad para ello, así como diseñar un nuevo producto nacional y con equipamiento español, y que el grueso de su fabricación se efectuara en instalaciones y con mano de obra española; todo ello sin contar con un euro extra, por lo que había que conseguir también la financiación para los 2.500 millones del coste de la operación. Todas estas tareas se alcanzaron satisfactoriamente, y si hoy día el Ejército español dispone de uno de los mejores carros de combate del mundo se debe, en gran parte, al coronel Antonio Candil.

    Y lo logró rodeado de desconfianzas y juegos sucios, frecuentemente sufriendo presiones, interferencias y la imposición de condicionantes políticos, industriales y militares, a veces espurios, y sin permitir que nada ni nadie adulterara un ápice la misión encomendada, sin malgastar los caudales que los españoles aportaban con sus impuestos, aunque ello le granjeara ganarse muchos e importantes enemigos (algunos de los cuales aparecen en este libro).

    Como muestra de la intensidad de la batalla, decir que el propio Jefe del Estado Mayor del Ejército, en 2004, tras felicitarle por su excelente trabajo, reconoció, no obstante, que ello le había impedido su ascenso a general, dado el veto al mismo de algunas importantes autoridades con las que Candil se había enfrentado a lo largo de la gestión del programa. Diferente tratamiento le dio Estados Unidos, donde reside ahora tras el paso en 2007 a la situación de Reserva. Allí ha venido desarrollando una intensa actividad académica (había sido admitido con anterioridad en la Academia de Ciencias Políticas de Nueva York). En 2014 el presidente Obama le concedería una mención por su labor como docente en el Museo de Historia de Texas.

    En el ámbito castrense se emplea una fórmula, no reglamentaria pero muy clara, para calificar la idea que de la competencia y capacidad profesional que de un mando tienen sus subordinados y compañeros, y que consiste en demostrarle la empatía que se da para acompañarle, si se diese el caso, en el combate. En virtud de ello, si se produjera esa circunstancia, yo no dudaría en ir con Antonio Candil a enfrentarnos juntos a cualquier situación de crisis o conflicto en el que la salud de nuestra Nación estuviera amenazada y se requiriese su presencia.

    Francisco Javier Membrillo Becerra

    Coronel (R), Arma de Caballería

    Introducción

    Los ejércitos suelen ser el reflejo de la sociedad en la que viven, tanto si nos encontramos con ejércitos profesionales como de reemplazo. Los miembros del Ejército viven en una sociedad plural, tienen iguales problemas y preocupaciones que los demás miembros de la sociedad. Si la sociedad quiere olvidar su pasado, los miembros de las Fuerzas Armadas, como miembros de la sociedad, quieren lo mismo.

    Jesús María Ruiz Vidondo, doctor en Historia Militar

    «Las Fuerzas Armadas deben permanecer a resguardo del juego político de cada día, pero no deben estar ajenas a la andadura política de la nación».

    Almirante Pita da Veiga, ministro de Marina, 10 de mayo de 1976

    La tradición intervencionista del Ejército español ha sido tal, ciertamente, que es frecuente, incluso hoy día, referirse al Ejército, o a las Fuerzas Armadas, responsabilizándoles de haber tomado parte en la vida política de la nación y de mediatizar las decisiones que se toman. Los generales que ocuparon la cúpula militar en el periodo entre 1975 y 2015 fueron todos alumnos de las academias militares en vida de Franco —que era el jefe del Estado y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire)—, como lo fui yo mismo; todos desfilaron ante Franco y pronunciaron el ritual «¡Viva Franco!». De alguna forma, eran todos «herederos de Franco», incluidos aquellos que se han declarado vehementes antifranquistas pasado el tiempo. Y naturalmente, quienes toman las decisiones en las Fuerzas Armadas son los generales, especialmente los tenientes generales. Decisiones que siempre fueron avaladas por los respectivos ministros de Defensa del momento, y que cuando no lo fueron —algo que sucedió raramente—, llevaron al cese casi inmediato de los generales en cuestión. Podría haber subtitulado esta obra como «Los ministros y sus generales», pero me ha parecido redundante; en cualquier caso, me he decidido a dar este testimonio, para beneficio de la historia.

    Hace ya mucho tiempo que mi amigo y profesor, el historiador norteamericano Stanley G. Payne, publicó su obra Los militares y la política en la España contemporánea, un documento de inestimable valor para comprender los motivos y factores que habían permitido a los militares inmiscuirse en los asuntos políticos de la España contemporánea. Tras una larga dictadura militar, y en plena —y aparentemente ya consolidada— recuperación de algunos valores democráticos, su obra resulta, incluso hoy, de gran interés para comprender tal fenómeno y las motivaciones de los generales. Yo pude leer el libro hacia 1972¹, en inglés, ya que la edición española estuvo prohibida en la España de Franco, y aún lo releo para refrescar el conocimiento. Las páginas que siguen no están a la altura de lo que escribió Stanley, ni de lejos, pero es mi contribución a su trabajo y a su estudio, iniciando los hechos en 1975, casi el momento donde él los acabó.

    En mayo de 2008, la no poco controvertida, y entonces ministra de Defensa, Carme Chacón dedicó innecesariamente una buena parte de su tiempo, en su primera intervención ante el Parlamento, a explicar que los Ejércitos españoles habían cambiado, y ya la sociedad no debía temerles. Me sorprendió escuchar sus palabras, ya que durante mi tiempo de servicio activo en el Ejército nunca percibí pertenecer a un organismo temido, ni nunca estuvo en mi ánimo infundir temor a mis conciudadanos. La realidad es que, al menos, durante la segunda mitad del siglo XX, los militares españoles —con alguna excepción individual— no se han implicado políticamente en ningún momento². Ni siquiera durante el aciago 23-F —donde, en verdad, la intervención del Ejército como tal brilló por su ausencia—, pero sí lo hicieron, en exclusiva y en una buena parte, gran parte de los tenientes generales —especialmente los del Ejército de Tierra—, que, tomando partido para salvaguardar sus puestos, se han venido entregando a los políticos de cada momento, en beneficio de sus intereses personales. Por eso también estas líneas, para explicar lo que, por disciplina malentendida, ningún militar se atreve a aclarar, ni a defender.

    Esta obra no pretende contar la vida de los militares con rango de oficial general que respaldaron la transición, ni tampoco la de otros que, se dice, intentaron cambiar la voluntad popular, en lo que algunos han querido interpretar como el canto del cisne del franquismo. Solo pretende reflejar la postura demostrada por los generales más relevantes de las Fuerzas Armadas —los tenientes generales— durante buena parte de la transición y posteriormente, entre 2007, momento en el que voluntariamente dejé el servicio activo, y 2015 —cuando pasé definitivamente a la situación de retirado—, para poder entender el estado casi por completo irrelevante desde el punto de vista operativo al que han llegado las Fuerzas Armadas españolas ya en el siglo XXI.

    Tanto la influencia como el volumen de las Fuerzas Armadas españolas han disminuido significativamente desde el advenimiento de la democracia, pero, en el momento actual, la capacidad militar española se ha venido caracterizando por un decrecimiento continuado, sin parangón con nada de lo que pueda estar sucediendo en otros países europeos. Y como dice Stanley Payne³, «España ya no está en condiciones de defender ni su frontera sur». Gracias a los diversos Gobiernos desde la transición, a los tenientes generales y demás compañeros de viaje, que no han sabido defender su causa y que, cuando lo han intentado, lo han hecho con timidez o «apretándose el cinturón», como manifestó el general Julio Rodríguez ante el Congreso de los Diputados. Hoy en día estos extremos han sido corroborados por los segundos jefes del Estado Mayor de los tres Ejércitos en una intervención informal ante una asociación de antiguos alumnos del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional.

    Las vicisitudes, posturas y actitudes de los generales, en su globalidad, son tan diferentes de las del resto de los militares

    —con independencia de que pueda haber otras fracturas— que se haría necesario otro volumen en el que se tratase precisamente de la situación y actitud del cuerpo de oficiales. Son precisamente los oficiales, desde teniente a coronel, los que han dado forma, espíritu y coherencia a los Ejércitos, poniéndose de manifiesto una clara separación del colectivo de generales, y aunque la disciplina no ha llegado a romperse, es patente la existencia de una seria fractura espiritual, y hasta de conciencia, entre la oficialidad y los mandos superiores, fractura de la que atribuyo mayormente la responsabilidad a los generales, y de la que no se es —o no se quiere ser— consciente. Esta fractura, en mi opinión, es patente en numerosas ocasiones, y aunque no lleve a actos de indisciplina, es algo que está ahí y que se observa cuando en los niveles inferiores se da el hecho de que se estima que los generales no defienden con rigor y coraje las causas que en esos niveles preocupan.

    La disciplina militar, no siempre admirable —cuando es absolutamente ciega e irracional—, no se ha resquebrajado, sin embargo, y motiva que los militares afronten sus misiones con el más alto espíritu de obediencia, y sin que trascienda demasiado una triste realidad bien conocida ya: la falta de medios materiales adecuados para desempeñar esas misiones y, como consecuencia de ello, el alto riesgo de que se produzcan bajas. Lo que a su vez supone —para los desafortunados que sean afectados—, que, en ocasiones, para aquellos que resulten afectados en alguna forma y no cuenten con la antigüedad necesaria, que solo les quede una pensión indigna las más de las veces, que no puede considerarse otra cosa que una burla y falta de respeto para con su dedicación. Esto es especialmente sangrante en cuanto afecta a casi la totalidad de la clase de tropa, y a muchos de los suboficiales y mandos subalternos, que son, a pesar de lo que presume el Ministerio de Defensa, las clases más desfavorecidas de las Fuerzas Armadas. Ahí es donde resulta palpable la fractura espiritual que menciono, al no apreciarse, en muchos casos, el apoyo de los generales (por ejemplo, el accidente aéreo del Yak-42 en 2003 en el que murió uno de mis suboficiales)⁴.

    Buena parte de los logros de la democracia no hubieran sido posibles sin su colaboración —no exenta de cierto servilismo—, pero ello no obsta para que su permisividad, pasividad en muchas ocasiones y abandono en la mayoría de las veces hayan llevado a la situación actual de la defensa en España. No se puede hoy concluir otra cosa que los generales en activo —con alguna honrosa excepción— hayan hecho algo que no sea dar prueba de un entreguismo y de una dejación de sus responsabilidades sin parangón en la historia de España, subordinando sus carreras y sus tareas a la magnanimidad de los políticos del momento, dando un mal ejemplo a sus subordinados e hipotecando su futuro y el de la carrera militar como tal, politizándola en tal modo que ya hoy el ascenso a coronel es también por elección, y con el visto bueno de la dirección política del Ministerio de Defensa, al igual que lo es el ascenso al generalato. Posiblemente no son solo ellos —los generales— los únicos culpables, sino que todos los que hemos pertenecido a las Fuerzas Armadas tenemos nuestra parte de responsabilidad, especialmente los integrados en los Estados Mayores y Gabinetes, de supuesta ayuda a la toma de decisiones, pero la última decisión, el acto supremo de la función de mando, les ha correspondido a ellos, y como se ha dicho en numerosas ocasiones, el mando ni se delega ni se comparte. Por todo ello, suya es la responsabilidad después de todo.

    No fueron siempre así todos los generales entre 1975 y 1982, aunque sin duda sembraron el camino para la realidad actual. Como dice bien el coronel Fernando Puell de la Villa:

    Los generales que ocuparon puestos de responsabilidad durante la llamada primera transición procedían, en su mayor parte, de la segunda época de la Academia General Militar, de la que Franco fue el último director hasta su disolución por el Gobierno de la República, y habían combatido como tenientes y capitanes en la Guerra Civil. Muchos volvieron posteriormente a encontrarse en las aulas de la Escuela de Estado Mayor, y durante treinta años compartieron despachos en el entonces Ministerio del Ejército —en el Palacio de Buenavista— y en la sede del Alto Estado Mayor, en Vitrubio y, de nuevo, en la Escuela Superior del Ejército. Es cierto que les unían, por tanto, fuertes lazos de amistad, iniciados en la juventud y compartidos durante la Guerra Civil, y aunque no todos llegaban al generalato.

    Su carrera no había sido muy competitiva, regida por el ascenso por antigüedad —básicamente la fecha y el orden en que habían salido de la academia—, teniendo prácticamente asegurado su futuro, sin demasiado esfuerzo. No hay duda de que ello los llevó a un cierto estado de aletargamiento profesional. No todos eran amigos entre sí, pero se conocían bien casi todos.

    La transición política española —si se la quiere considerar desde un punto de vista teórico como un proceso modélico de evolución hacia la democracia y no como el engaño que realmente ha sido— fue posible gracias a la combinación de una serie de factores sociológicos, económicos, históricos y también personales, que permitieron alcanzar un consenso nacional allá donde poco tiempo antes no había más que miedo a un posible nuevo estallido de violencia. En el plano personal, tanto los políticos conocidos como los ciudadanos anónimos expresaron su voluntad de no caer en los mismos errores de cuarenta años atrás. En los que antes fueron los dos bandos, se optó por olvidar y perdonar, sobre todo en la llamada derecha. Y esta decisión la adoptaron paradójicamente muchas personas que habían participado en la Guerra Civil. Sin embargo, un Gobierno que no participó en esa transición se empeñó en desenterrar los recuerdos que todos, constructivamente, habían acordado mantener en el pasado para siempre. No se puede entender cuál pudo ser la finalidad última de esta decisión, tomada inicialmente en 2004 por el que fue entonces presidente del Gobierno, el Sr. Rodríguez Zapatero, y continuada, vesánicamente si cabe, por el actual presidente, el Sr. Pedro Sánchez, con la abstención, curiosamente, y la pasividad de la derecha.

    Ahora que ya está más que concluido —y olvidado por muchos— el proceso inicial de entronización aparente de la democracia en España, puede afirmarse que la llamada transición quizás haya sido después de todo el momento más brillante de la historia contemporánea de la nación, incluso con sus claroscuros, sus errores y, por supuesto, con algunos aciertos. Lo que hoy ocurre puede, sin embargo, borrarlo todo por completo. Sin embargo, todo ese proceso tuvo un testigo casi siempre silencioso que dejó hacer, pese a algunos episodios muy concretos y de corta duración: el Ejército español; las Fuerzas Armadas⁵ —exceptuando a algunos generales— se mantuvieron al margen de la política y asumieron la evolución del país, aun cuando muchas de las medidas que se adoptaron para la modernización y la reforma política iban en contra de las creencias más profundas de bastantes de sus miembros y acababan afectando a la eficacia del instrumento militar, algo que nunca debió haber ocurrido, no obstante, y que los generales permitieron en aras de un mal entendimiento de la disciplina y de la lealtad.

    Los militares de carrera en 1975 —sobre todo los jóvenes oficiales— no queríamos ser parte del poder, ni saber nada de ello, y hubo un importante grupo en la élite de la institución que estuvo dispuesto a liderar e impulsar el proceso de adaptación a los cambios que se propugnaron. Hubo factores y circunstancias que acercaron a los militares, sobre todo a la oficialidad joven a la que yo pertenecía, a otras realidades que les impulsaban a que ello fuera posible, como fueron la diferencia generacional con sus mandos superiores, cierta frustración profesional, el casi obligado pluriempleo, los estudios en la universidad que muchos cursamos, hablar idiomas, realizar cursos en el extranjero, etc.

    La colaboración, a partir de 1953, con los Estados Unidos había ayudado en el cambio de la cultura política y militar de la élite militar española. Esta élite, liderada en un principio por el teniente general Manuel Díez Alegría, diseñó a través del Centro de Estudios Superiores de la Defensa Nacional (CESEDEN) una reforma militar que se encaminaba a apartar a los militares de la política y a señalar la importancia de la profesionalidad, y sirvió de base, sin duda, para la posterior actuación del general Gutiérrez Mellado, primero como jefe del Estado Mayor del Ejército, y luego como vicepresidente del Gobierno y como primer ministro de Defensa. Otra cosa es que Gutiérrez Mellado envenenase y pervirtiese el proyecto, llevado de un egocentrismo desmedido.

    La reforma militar que inició Gutiérrez Mellado en 1977 se orientó inicialmente, y así la percibimos muchos, hacia la profesionalidad y la neutralidad política de los militares. Pero Gutiérrez Mellado era un perfecto desconocido para la mayor parte del Ejército de Tierra, y mucho más aún en la Armada y en el Ejército del Aire⁶. Fue un equipo de militares, de oficiales, el que diseñó, impulsó y llevó a cabo una reforma que pretendió modernizar las Fuerzas Armadas, y lograr que los militares se dedicasen íntegramente a los asuntos propios de su profesión, como sucede en las democracias occidentales. Pero la reforma militar iba de la mano de la reforma política, y Gutiérrez Mellado, sin duda, no fue capaz de explicar ni dirigir el camino ni de mantener la calma en una institución que estaba en el centro de la atención del público y de la clase política. A la postre fue el propio general Gutiérrez Mellado quien más política hizo, sin contribuir para nada a la modernización de la defensa ni a mejorar su eficacia, prostituyendo la finalidad de su reforma y creando una gran división en el pensamiento militar que perdura hasta nuestros días.

    Por todo ello, a pesar de la política gubernamental, a los militares no les resultó fácil centrarse en la idea de la profesionalidad mientras se atravesaba el conflictivo periodo de consolidación democrática, sin duda por culpa de los muchos errores cometidos por los propios partidos políticos y por su falta de lealtad para con el estamento militar, empezando por el presidente Adolfo Suárez, y hasta por el mismo jefe del Estado entonces. Hoy, en 2020, las Fuerzas Armadas españolas, por obra y gracia de algunos de sus generales más significados, esencialmente, son uno de los instrumentos más ineficaces del Estado en el cumplimiento de su misión —por mucho que se alabe su gestión—, además de ser un actor mudo y sordo ante la realidad política y social española que indiscutiblemente afecta a la seguridad nacional. Nunca fue más real el viejo dicho: «¡Qué buenos vasallos si hubiera buenos señores!».

    El momento presente, además, conlleva un grave problema de definición. Ni la nación ni sus Ejércitos saben qué es lo que hay que defender y, consecuentemente, es muy difícil decidir qué medidas adoptar. La desaparición de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia han restado credibilidad a las amenazas tradicionales y todavía a estas alturas la llamada política de defensa —y consecuentemente la política militar— es un misterio para los propios profesionales. No es que no se sepa ya a qué hay que hacer frente; lo que ocurre es que ni siquiera se cree que existan amenazas a la seguridad nacional. Es verdad que algunos problemas presentan inicialmente perfiles difusos, pero esta indefinición se puede resolver tarde o temprano si se deja a los Estados Mayores que calibren y valoren las situaciones, y se les hace caso. Pero eso no ocurre porque la cúpula militar, obviamente, no quiere «preocupar» al poder ejecutivo. Es mejor considerar que España no tiene amenazas externas. Con las internas ya tiene bastante, aunque tampoco se afronten, como sucede con el separatismo.

    En consecuencia, no se sabe qué es lo que hay que defender y en la cúpula militar cada uno se limita a salvar su propio pellejo y a permanecer en el cargo, sin apartarse para nada del guion escrito por los políticos del momento. Independientemente de cuáles puedan ser las soluciones posibles, es necesario saber qué es lo que está en riesgo. ¿La patria? ¿La soberanía nacional? Se explicarían así mucho mejor algunos de los debates abiertos actualmente en política nacional, internacional y económica. ¿Qué hacen todavía fuerzas españolas en algunos países en los que los intereses de España son mínimos o ni existen? ¿Solo por compromisos internacionales? ¿Para que sirvió estar en Irak? ¿Para qué sirve hoy la OTAN? ¿Creen los españoles y sus gobernantes en la amenaza de Rusia? ¿Se debe negociar con los terroristas? ¿Qué postura existe ante un Irán con armas nucleares? ¿Y de cara a China? ¿Está analizando alguien seriamente como ha afectado, y sigue afectando, la presente crisis del COVID-19 a las capacidades de la defensa nacional?

    Lamentablemente este no es el debate. Solamente se trata de acuñar mensajes que suenen bien según el momento y de tener engañada a la población. El debate es de mensajes y no sobre el fondo de las cuestiones. ¿Suena bien?, ¿vende?, esas son las preguntas que se hacen y el objetivo último. Si verdaderamente van dirigidos a resolver los problemas o crear un futuro mejor, esa no es la cuestión ni para los políticos de turno ni para los generales. Como dijo en su día el que fue jefe del Estado Mayor del Ejército, el general Domínguez Buj: «Las Fuerzas Armadas no garantizan nada». Entonces, ¿para qué están? Recientemente, sin embargo, el Ministerio de Defensa ha anunciado con más de diez años de retraso un contrato supermillonario para la adquisición de nuevos vehículos blindados de ocho ruedas (8x8), y el periódico El País se ha apresurado a decir que ello ha venido a salvar a la industria de defensa. Es decir, ¿se adquieren nuevos y costosos equipos militares porque los necesitan las Fuerzas Armadas o porque los necesita la industria? ¿Y la voz de los generales dónde se escucha aquí? No saben, no contestan.

    Es verdad que en una democracia deciden los ciudadanos, aunque estos no están para debates sesudos y profundos, sino que, como consumidores, piden productos de consumo agradables, asequibles y que encajen en sus expectativas. El ciudadano, como consumidor, elige lo que quiere y no quiere sin complicaciones, ni en su adquisición, ni en su uso, ni en el pago. Y, el mercado manda, esto es lo que la clase política ofrece. Si un producto no encaja hoy, saldremos mañana con otro mejorado en los siguientes comicios populares. El contrato millonario de adquisición de equipos militares se disfraza con la falacia de que garantiza puestos de trabajo. No hay más que hablar. El debate hoy no es ni de ideas ni de valores, por desgracia, sino de productos dirigidos al consumidor y, como productos de consumo tienen que presentar un beneficio directo y claro. De ahí la frase del presidente norteamericano Bill Clinton, cuando respondió: «It´s the economy, stupid!». Pero en política, y sobre todo en materia de defensa nacional, las consecuencias de esta venta a medida afectan a toda la sociedad —aunque no lo note de forma inmediata— y condicionan sin posibilidad de escape el futuro de la nación y de los ciudadanos.

    Tras los sucesos, y bajas, ocurridos en conflictos ajenos, tanto en Afganistán como en Irak —anticipados de antemano y previsibles totalmente por cualquiera que poseyera un mínimo de conocimientos militares generales—, no se puede concluir nada que no apunte a mirar inquisitivamente a los mandos superiores militares del momento. En las visitas que ocasionalmente vino realizando la cúpula militar a las zonas de operaciones exteriores en donde hubo tropas españolas, los generales se limitaban, como hizo el general Félix Sanz Roldán durante los cuatro años que fue jefe del Estado Mayor de la Defensa, a dar conferencias y arengas, cuando no seminarios, en donde siempre acababan hablando de la transformación de las Fuerzas Armadas y del alto porcentaje de mujeres en los Ejércitos. Sonreían siempre y procuraban departir amablemente con todos aquellos políticos de los que podían depender sus carreras. Mentían y se encogían de hombros, mientras que las tropas desplegadas seguían sin los medios adecuados.

    La gran masa de generales hoy en activo —excesiva a todas luces para un país que es el que menos invierte en seguridad y defensa nacional de toda la OTAN, exceptuando quizás en términos absolutos a Portugal y Luxemburgo— solo hacen lo preciso de su deber para no perder su cargo, algo que, sin lugar a dudas, no le debe interesar al conjunto de la sociedad española que, quizás conscientemente, no cree en el estamento militar, a pesar de las encuestas y de las buenas palabras. Pero lo más reprobable es la conducta vergonzosa de esos altos mandos militares, simples estómagos agradecidos, no al servicio de la nación, sino de los gobernantes de turno a los que deben sus ascensos y sus pobres prebendas dignas más bien de actitudes caritativas y limosnas que de distinciones y privilegios merecidos, y que no alzan nunca la voz ni exponen a los gobernantes la realidad preocupante de la defensa nacional con tal de no perder sus puestos y las expectativas de lograr alguna posición bien recompensada en alguna empresa conveniente una vez que deban dejar el cargo.

    ¿Qué explicación, si acaso, se puede dar al hecho de que el que fuera jefe del Estado Mayor de la Defensa —hoy en Podemos— llegase a afirmar delante del Congreso, a la hora de explicar las reducciones de los presupuestos de defensa, a finales de 2008, que, en época de carestía, los servidores públicos deben ser los primeros en apretarse el cinturón? ¡Qué gesto tan hermoso! Pero ¿acaso el general Julio Rodríguez se rebajó el sueldo o prescindió de él? No, no nos engañemos, sus palabras solo significaron que, en época de carestía, aceptaba —y se resignaba, ¡pobre!— que las Fuerzas Armadas estuviesen peor equipadas, y a que no se pudieran cumplir muchas de las misiones establecidas por la propia Constitución —lo que obviamente no le importaba—, y a que por negligencia pudieran producirse bajas en cualquiera de los escenarios internacionales en los que los soldados españoles estaban presentes entonces, y en suma, a que la defensa nacional siguiera presentando unas vulnerabilidades del todo inaceptables. Obviamente, las palabras de apretarse el cinturón se las debió haber transmitido también a los familiares de los caídos en las misiones en el exterior y a los de todos aquellos que hayan perdido su vida por no contar con los medios adecuados.

    La crisis internacional de la primera década del siglo XXI llegó también en España a las Fuerzas Armadas, como no era para menos esperar; de hecho, la crisis llevaba por entonces instalada ya casi veinticinco años —aunque algunos insistieran en seguir diciendo que España iba bien—, por no decir más. El malestar había ido acentuándose a medida que había aumentado la arbitrariedad con la que se decidían los temas militares y cómo se gestionaba el reparto de las diversas partidas presupuestarias, distribuidas con criterio político, incluso, entre las distintas unidades de las Fuerzas Armadas. A la par que eso sucedía —a lo largo de los últimos años—, fueron llegando a España los cadáveres de algunos militares caídos como consecuencia de unas guerras que se disfrazaban de misiones de paz, y que se debían esencialmente a la incapacidad e incompetencia con la que sus propios mandos habían dirigido, en ocasiones, las operaciones. Y como un ejemplo de sinrazón distributiva basta ver que, mientras a la Unidad Militar de Emergencias (UME) —esa especie de guardia pretoriana al servicio directo del incapaz anterior presidente Zapatero— se le venían asignando millones de euros, solamente se invertían unos pocos millones en un equipamiento tan básico como pueden ser unos nuevos vehículos blindados antiminas, que tanto necesitaron las fuerzas destacadas en misiones en el exterior y que casi llegaron a las zonas de empleo.

    Dejé voluntariamente el Ejército hace más de una década. Fui llamado a hacer el curso de Ascenso a Mandos Superiores —que es el paso previo para ascender a general—, y fui escalafonado para el posible ascenso. Nunca me sentí molesto por no ascender. Creo que sobran generales, y también creo que no ascienden los mejores sino solo aquellos que resultan más fáciles de contentar y más maleables para la clase política que gobierne, no importa cuál sea esta, por lo que rubrico lo que le dije entonces —parodiando a Groucho Marx— al teniente general Antonio Arregui Asta, el entonces jefe del Mando de Apoyo Logístico del Ejército —que acabaría trabajando para la empresa Santa Bárbara—, cuando trató de explicarme que yo me había quedado a las puertas del ascenso: «Mi general, nunca me haría de un club que me admita», le dije. Y menos de un club como es el Ejército español hoy, definido posteriormente por la propia ministra Carme Chacón como «el Ejército que soñó Azaña e impulsó Gutiérrez Mellado»⁷. Nada más y nada menos. Los resultados están ahí —expuestos por los segundos jefes de los Estados Mayores recientemente—, y me siento muy honrado por no haber tenido arte ni parte en ello. Lo que Zapatero hizo con las Fuerzas Armadas fue lo mismo que hizo Azaña: desmantelarlas y premiar solo a los que colaboraron con sus propósitos, y así lo corroboró su propia ministra de Defensa, la Sra. Carme Chacón. Ningún Gobierno de la España democrática había actuado con tanto sectarismo en lo que respecta a las Fuerzas Armadas, y el Partido Popular lo continuó y aplaudió. El Ejército, sin embargo, no es más que el reflejo de la sociedad en la que vive y pertenece; así ha sido siempre, y siempre lo será.

    En la crisis de 1898, España tuvo quizás lo que se merecía, es decir, militares sacrificados inútilmente por una sociedad enferma. Pero esa sociedad miserable e ingrata siempre ignoró y, hasta casi despreció, a los que murieron por ella. En las guerras de Marruecos sucedió otro tanto, y se exigió al Ejército una misión de colonialismo para la que no estaba preparado, ni era su función, ni se le otorgaron los medios adecuados. España era, entonces, una sociedad manejada por unos políticos egoístas —como hoy— que preconizaron y alentaron la división en el seno del Ejército, y estos políticos, de izquierdas y de derechas, se aprovecharon de ello para sus propios fines. Después del Desastre de Annual, y con el fin de la guerra en Marruecos, quedó sembrada la división en el Ejército y la Marina, y se llegó a los años 1930 con una separación insalvable, con la UME (Unión Militar Española), afín a la derecha tradicional, y la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista), de izquierdas. Se empezó por el descontento y se terminó con el enfrentamiento. Dado lo que le gusta al expresidente Zapatero, y también al actual presidente, el Sr. Sánchez, la «memoria histórica», conviene recordar que, bajo el Frente Popular, al poco tiempo de su asalto al poder —en febrero de 1936—, se hicieron listas de militares «desafectos», por sus propios compañeros militares, que pagaron con su vida su desacuerdo. Hoy también hay listas ya, y quizás algunos estamos en ellas⁸.

    En ningún otro país del entorno occidental han tenido las Fuerzas Armadas tanta trascendencia como en España a lo largo de la historia, algo que la ignorancia de los Gobiernos sucesivos, y su caterva de colaboradores, ha impedido ver, como tampoco les ayuda a ver que España se fundó tras ocho siglos de luchas ininterrumpidas contra una civilización que, de alguna forma, sigue caracterizando el prototipo de amenaza exterior tradicional que cualquier estudio o valoración estratégica que se haga —incluso hoy— debe tener en cuenta. La geografía no perdona, y, no en vano, España ocupa la posición que ocupa, en la frontera sudoccidental de Europa, algo que no se puede ignorar, salvo si se es tan ignorante como lo son los gobernantes que rigen el destino de España.

    La capacidad militar de España lleva en decadencia ya más de dos siglos, sin que se vislumbren signos de recuperación, y a pesar de ello el factor militar ha sido algo omnipresente en la vida y sentir nacionales. Las guerras con Marruecos —a finales del siglo XIX y principios del XX— desangraron a la propia institución militar y a la economía de la nación, y fueron, sin duda, un lastre para el desarrollo del país, lo que, unido a la Guerra Civil y a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, llevaron a la situación de la posguerra, y, por ende, a la actual.

    Estoy seguro de que estas palabras levantarán, posiblemente, iras y surgirán detractores de mis afirmaciones, e incluso serán muchos los que las rechacen, pero otros las considerarán, y algunos, espero que sean los más, las loarán y estarán de acuerdo con mucho de lo que aquí expongo, aunque dudo que ello venga a resolver nada. Considero que mi libro podrá no gustar a todo el mundo, pero creo que no será ignorado y, quizás, provoque o despierte algunas conciencias; con ello me daré por satisfecho. En cualquier caso, no he querido ofender a nadie, aunque las verdades duelan, y, no obstante, pido perdón por ello a todos a los que pueda molestar u ofender. Sin embargo, tengo que decir que la lealtad no significa decir sí a ciegas, sino decir la verdad. Se es leal cuando se advierte de los errores, y cuando se avisa de repercusiones que pueden afectar a la comunidad o a la institución, aunque ello encierre una posible crítica de la actividad ejercida por la autoridad; y se es desleal cuando por halagar a la autoridad, no se advierte de esos errores ni de sus consecuencias. Si, además, el halago encierra expectación de percibir favores, sean del tipo que sean, entonces de lo que estamos hablando no es solo de servilismo sino de corrupción.

    Se ha escrito muy poco en España sobre el poder político y el poder militar. No puedo enumerar más de cinco o diez obras relacionadas con el tema, y ello hay que atribuirlo, sin duda, al escaso interés que lo militar, y no lo político, despierta en el ámbito literario; pero también se debe a la escasez de plumas capaces de abordar la cuestión militar y enmarcarla en lo político. Resulta un contraste notable cuando se observa la diferencia con Estados Unidos, donde el aspecto de lo militar en la política, y viceversa, despierta un gran interés, y se dan más de una veintena de escritores que han escrito numerosas obras al respecto. Y ello, a pesar de la corta historia de las Fuerzas Armadas norteamericanas y de la larga historia de las armas españolas. Resalto aquí a un notable escritor y militar que, aunque vituperado en no pocos foros militares por su ideología, no por ello no es merecedor de respeto y loa; me refiero al comandante diplomado de Estado Mayor Julio Busquets —y posteriormente diputado socialista tras abandonar la carrera militar—, cuya obra El militar de carrera en España⁹ puede ser considerada como la más importante en su momento, y hoy por hoy el mejor tratado de sociología donde se tratan de forma valiente y directa muchos de los problemas que, modestamente, expongo en estas páginas. Busquets escribiría otras obras posteriormente, pero ninguna alcanzó la popularidad de este primer trabajo.

    Fuera de España son muchos los autores que han tratado el asunto, y con mucha profundidad en Estados Unidos, como es el caso de Samuel Huntington, especialmente, pero también otros como Morris Janowitz, Amos Perlmutter o, recientemente, Eliot Cohen, hoy profesor en la Universidad Johns Hopkins, donde es decano de la Facultad de Estudios Estratégicos y una de las personalidades más respetadas en este campo. Algo similar ocurre en el Reino Unido, y también en Francia, aunque a menor escala.

    Entre todos ellos destaca Samuel Huntington, autor y sociólogo que ha inspirado el moderno pensamiento sobre lo político y lo militar. No es muy conocido que, contrariamente a como sucede en España, en 2006 un colectivo de generales norteamericanos protagonizó casi una «revuelta» cuando públicamente pidieron la dimisión del entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld. El argumento que exponían era simplemente que Rumsfeld se inmiscuía innecesariamente en el planeamiento militar y en la toma de decisiones, ignorando todo asesoramiento por parte de sus consejeros militares y por parte de la cúpula militar. No cabe duda de que, de haberse seguido el ejemplo norteamericano, habría que haber solicitado la dimisión de todos los ministros de Defensa españoles desde 1975 hasta nuestros días.

    Aunque Huntington veía con preocupación los posibles casos de insubordinación —como se debe considerar lo ocurrido en 2006—, se mostró más interesado por las relaciones institucionales que debían regir entre lo político y lo militar a fin de garantizar la gobernabilidad del sistema democrático y garantizar la seguridad nacional. Pero, sobre todo, el objetivo que Huntington persiguió fue analizar hasta qué punto las relaciones entre lo político y lo militar podían mejorar o perjudicar el grado de seguridad militar que las Fuerzas Armadas debían proporcionar a la sociedad, y con esa finalidad llegó a sugerir la implementación de ciertos cambios en las relaciones político-militares, de forma que se diera la mayor importancia posible al mantenimiento de la eficacia del instrumento militar. No hace falta insistir en que en el contexto español esto no ocurre de la misma manera.

    Huntington expuso muy claramente que «la intervención militar está relacionada con las condiciones de inestabilidad política y de decadencia». Amos Perlmutter afirma igualmente el hecho histórico y político de que «cuando el Gobierno civil no es eficaz resulta imposible mantener bajo control a la institución militar. El colapso del poder ejecutivo es condición previa para el pretorianismo». Estas voces de aviso, sin embargo, ya fueron precedidas, aunque nadie las tuviese en cuenta, por un modesto sociólogo español del siglo XIX, Jaime Balmes¹⁰, que exponía: «No creemos que el poder civil sea flaco porque el militar sea fuerte, sino que, por el contrario, el poder militar es fuerte porque el civil es flaco». Sea como sea, tanto Huntington como Perlmutter, sin olvidar a Balmes, hicieron un retrato insuperable, sin proponérselo, de las relaciones entre lo político y lo militar en lo que ha venido siendo la realidad de la España actual.

    Las páginas que siguen son un intento de desgranar la forma en que lo político y lo militar resultan antagónicos en la democracia española, aunque naturalmente ello venga de antaño. Las teorías enunciadas por los sociólogos citados presentan un fallo notable, sin embargo, que no es sino que la degradación del poder militar en España durante los últimos cuarenta años ha sido tal que ya no hay que temer al intervencionismo ni al pretorianismo. La institución militar en España carece de vitalidad para representar ya ningún papel.


    1 Stanley G. Payne, Politics and the Military in Modern Spain (Stanford University Press, 1967).

    2 El escritor Miguel Platón, en su obra Hablan los militares (2001), manifiesta fundamentalmente que las Fuerzas Armadas no tuvieron nunca funciones políticas, y que son militares individuales los que asumen esas funciones, ya que «los nombramientos eran personales, nunca como representantes de las Fuerzas Armadas». La constante que defiende es que se prescinde de los Ejércitos para las cuestiones de Gobierno, participando muy poco en las tomas de decisiones: «La cuestión, en definitiva, no es tanto del poder militar, como del poder que numerosos militares ejercieron». Asumo lo que Miguel Platón quiso decir en el sentido de que, aunque fueran militares, en esas funciones no actuaban representando a sus respectivos Ejércitos, y ni siquiera vestían de uniforme en la mayoría de las ocasiones.

    3 Stanley G. Payne en el prólogo a la obra A Military History of Modern Spain, editado por Praeger Security International, a cargo de los profesores Wayne H. Bowen y José E. Alvarez.

    4 A finales de 2008 el Ministerio de Defensa llegó incluso a perder un litigio contencioso-administrativo en la Audiencia Nacional frente a un grupo de guardias civiles que prestaron servicio en Bosnia siete años antes. Por ello, el ministerio fue condenado a abonar una cantidad determinada a cada uno de ellos. Sin embargo, se les respondió que «cobrarían cuando tocase», y eso sería «cuando hubiera dinero». Los generales respectivos, en este caso esencialmente de la Guardia Civil, pero también del Ejército, no hicieron gran cosa. La situación se comenta por sí misma.

    5 El general Sabino Fernández Campo, en el prólogo del libro de Javier Fernández López, Militares frente al Estado (1998), afirmó que «en ninguna forma puede admitirse la afirmación, a veces repetida en determinados sectores, según la cual la transición democrática en España se realizó a pesar de las Fuerzas Armadas. Muy al contrario, estas fueron precisamente el sostén para que se realizara el cambio que sin ellas tal vez no hubiera sido posible. Aceptaron el proceso con todas sus consecuencias, asumiendo lo que en ocasiones consideraban serios agravios y con el mérito indudable de que ello suponía renunciar a un pasado en el que habían tenido una activa participación».

    6 Personalmente, nunca había oído hablar de él, y cuando se le nombró jefe del Estado Mayor del Ejército me pregunté quién era aquel general del que no se sabía casi nada para haber alcanzado el máximo puesto en el escalafón. No fui el único.

    7 Declaraciones de Carme Chacón en uno de los desayunos informativos de Europa Press, el 22 de febrero de 2011, al exponer el tema «la transformación de las Fuerzas Armadas, un éxito democrático», afirmando que: «Tenemos el Ejército que Azaña soñó hace 80 años», delante de los segundos jefes del Estado Mayor de los Ejércitos que, naturalmente, ni se inmutaron. Libertad Digital España, J. Arias Borque.

    8 A finales de 2007, la secretaria ejecutiva de Igualdad del PSOE, Maribel Montaño, solicitó un arresto contra mí al ministro de Defensa, por haber publicado un artículo sobre la conveniencia o no de que las mujeres participasen en misiones de combate, en el que me limitaba a hacer una reseña de la obra Co-ed Combat: The New Evidence that Women Shouldn’t Fight the Nation’s Wars, del profesor Kingsley Browne, de la Facultad de Derecho de la Wayne State University del Estado de Michigan, aconsejando simplemente su lectura. Afortunadamente, el ministro de Defensa, Juan Antonio Alonso, ignoró esta petición.

    9 En junio de 1967, Julio Busquets publicaba su tesis doctoral de sociología, El militar de carrera en España. Desde antes de la Guerra Civil no se publicaba un libro sobre el tema, lo que sin duda rompía los esquemas. Pero, además, su autor era un militar profesional en activo que, quizás, ya estaba marcado por sus ideas

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