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PSICOESTÉTICA DE LA LÍBIDO

Cuestiones introductorias

Dr. Pablo Wajner


El dolor verdadero es sentir en uno mismo
cómo se desplaza el pensamiento...
(Artaud, 1997: 74)

Desde la antigüedad el trabajo del arte ha despertado el interés de científicos y filósofos; su


emplazamiento suscita constante debate entre los especialistas al agenciar la pregunta por su
sentido y devenir. Está claro el propósito aristotélico por vincular la obra —dígase representación
teatral de la tragedia— con ciertos efectos que la escena produce en la vida anímica de los
espectadores; el teatro trágico griego tiene la capacidad, según el filósofo, de provocar en
ellos un efecto purificador por medio de la repetición de ciertos conflictos específicos, liberando
pasiones y produciendo el alivio emocional correspondiente; se trata de la catarsis. Más
tardíamente, junto al desarrollo de la tradición filosófica idealista, Kant recoge en su tercera
crítica, el itinerario de la facultad de juzgar; comprometido en la discursividad estética aprecia
diferencias sustantivas entre los conceptos de lo bello y lo sublime. Luego, Hegel, intenta
establecer nexos entre la moral y el arte; con él se consolida la necesidad moral de suavizar
los impulsos humanos disciplinando el alma a través de la creación artística. Heidegger, por
su lado, se aboca en su estudio a destacar el conocimiento que aporta la obra, plantea las
relaciones que se establecen entre ella y el artista y la manera en que dicha máquina binaria
constituye la base sobre la que puede hablarse de arte propiamente tal: tras la esencia del arte
es posible encontrar la esencia del ser que engendró la obra. Tales cuestionamientos tampoco
escapan al examen de diversos investigadores que desde las disciplinas psicológicas tratan
de elucidar los efectos del arte en el alma humana. En el espectro teórico que circundan las
investigaciones realizadas, hay suficiente evidencia del esfuerzo psicoanalítico por acuñar los
conceptos sobre el dinamismo del aparato psíquico con una serie indeterminada de estudios
que giran en torno a la estética. Con la aparición del psicoanálisis el arte es convocado desde
un ángulo novedoso en correspondencia con las observaciones clínicas elaboradas por el
propio Freud, quien no deja de reconocer sus límites para abordar el asunto y sin embargo,
ello no es óbice para que su trabajo reporte sugerencias inestimables a la hora de abordar el
tema.

El presente texto instala un campo de investigación bajo el expediente de la psicoestética;


ella tiene por objeto describir teóricamente los aspectos involucrados en el proceso sublimatorio;
dicho proceso ha lugar en la obra según el discurso psicoanalítico y plantea posibles lineamientos
en la búsqueda de una cura expresiva (salud psíquica). La psicoestética de la libido o proceso
sublimatorio creativo, se aboca al devenir pulsional que arrastra la libido en su paso hacia
una meta no sexuada, tomando para este fin un objeto de descarga (objeto estético) que es
valorado socialmente y que en el caso del arte constituye una prerrogativa del sujeto. Por
psicoestética, ha de entenderse por tanto, el transformismo de la energía sexual básica en pos
de una plasmación específica, implicando en este proceso un mecanismo sublimatorio
que conlleva efectos curativos inherentes al trabajo artístico. En rigor, una de las vías posibles
que recorre la sublimación, es la creativa, aunque existan encarnaciones diversas. Se sabe
que todo proceso sublimatorio es constituyente del psiquismo a independencia de la forma
que pueda adoptar; el móvil de la significancia (representación-lenguaje-pensamiento) —por
citar un caso— estructura, con base a la sublimación, las manifestaciones psíquicas
concomitantes. De lo anterior, se desprende la pregunta por la consistencia de una sublimación
propiamente creativa, si posee efectos curativos distintos a otras formas de sublimación o si
prevalece a la posibilidad de establecer y mantener en el sujeto creador cierta dinámica de
goce no sintomático (creativo). Con este propósito parece ineludible el trabajo en torno a la
metapsicología de las pulsiones, la teoría dinámica de los mecanismos de defensa del yo, y
la comprensión de la Cosa (das Ding) que se verifica a posteriori. En tal perspectiva, la
problematización dirigida a los planteamientos desarrollados por Freud y Lacan, resulta
fundamental para acoplar el concepto de cura expresiva con el soporte psicoanalítico; tal
empeño, no obstante, ha de contrastarse con diversos aportes estético-filosóficos en orden a
constatar cierta insuficiencia que parece obturar la cuestión de lo sublime toda vez que se
conecta con el proceso creador y abre la posibilidad de convertirse en un precursor de la salud
psíquica; a tal efecto, puede consignarse el viejo estatuto moral del arte en una nueva escena
orientada por la temática referida al ideal del yo.

Desde su fundación, el psicoanálisis esgrime argumentos a favor de la existencia de móviles


creacionales en el sujeto; Freud, cuando escribe El creador literario y el fantaseo (1908) o
Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910) y El Moisés de Miguel Angel (1914/), da
cuenta de ello. Refiriéndose a Leonardo, efectúa un análisis de los mecanismos que utiliza
el psiquismo del florentino, el cual, sirviéndose del desplazamiento de la curiosidad sexual
infantil orienta su energía hacia el trabajo intelectual y la actividad creadora en tanto basculan
metas más aceptable para él y su entorno. En su trabajo analítico relativo al arte, Freud, aporta
rasgos autobiográficos que bien pueden servir de antecedentes motivacionales para aproximarse
a este campo; ‘las obras de arte ejercen sobre mí una poderosa acción’ (1997b:75); ‘...nos
sentimos subyugados por ellas, pero no sabemos lo que representan (...). Se pregunta sobre
aquello que resulta ser una exploración de largo aliento: ‘¿Por qué no ha de ser posible
determinar la intención del artista y expresarla en palabras, como cualquier otro hecho de la
vida psíquica?’ (...). Intenta encontrar respuesta en la obra del artista, ya que ésta puede
facilitar ese ‘análisis si es la expresión eficiente en nosotros de las intenciones y los impulsos
del artista’ (1997b:76). Lacan posteriormente examina algunas experiencias del Marqués de
Sade llegando a la conclusión de que en su obra la pulsión de muerte asume la forma de una
sublimación creadora de una voluntad de creación, de recomienzo (Lacan, 1998: 257). En
la actualidad se insiste en el dispositivo previsto por el sujeto en la medida en que éste
encuentra una vía de escape para la energía estancada. Ante tal evento, Fiorini (1995), apunta
a un nuevo concepto de sujeto creador allí donde los autores en general sitúan al artista.
Introduce una nueva tópica en la estructura psíquica relacionada con el proceso terciario, el
cual, a diferencia del secundario es transtemporal y conduce la transformación del psiquismo
del propio sujeto mediante el trabajo creativo.
El nexo existente entre desarrollo de la actividad artística y psicoanálisis, descansa en un
cuestionamiento permanente —acaso subversivo— del status quo actual, en el entendido que
ambos, psicoanálisis y arte, forman parte de un dispositivo que incrementa el acervo de la
cultura toda vez que compromete la sociedad en su conjunto. Una propuesta teórica con base
psicoanalítica que incurra en la revisión de los aspectos involucrados en el proceso sublimatorio
y pretenda dar cuenta de un elenco de plasmaciones artísticas indeterminado, acusa —quiérase
o no— el estado general del capitalismo en su fase tardía. Bajo este expediente, es posible
explorar las fuentes de la creación artística que hallan su asiento en un aparato psíquico que
se debate en áreas no develadas ante sí. En tal caso, se puede afirmar que el psicoanálisis
privilegia el examen de las carencias objetivadas por medio del arte —dígase falta o deseo—
y el proceso defensivo allí convocado, otorgándole un énfasis siempre mayor a la patologización
del producto —la obra misma— pero sin tomar en cuenta, al menos de forma plausible, sus
consecuencias constructivas; tales consecuencias, prevalecen en el proceso interno experimentado
por el sujeto. El arte aporta, en tal coyuntura, la zona por donde el análisis de lo inconsciente
deambula, pero a fuerza de marginar un importante segmento de la existencia humana, a
saber, el cúmulo de impresiones interiores que al estar mediado por la posibilidad de
autorrevelarse en un proceso creativo específico, contribuye a la emergencia del sujeto
socialmente determinado.

No es casual cierta ambigüedad del psicoanálisis a la hora de acotar el tema de la sublimación,


y no tanto en el desarrollo del concepto mismo como en su puesta en escena a manos de la
clínica; con frecuencia se lo sitúa en un lugar secundario y de poco rendimiento teórico. Pero
es justamente su remisión la que contribuye a mantenerlo vigente, en tanto lo que se resiste
contiene, las más de las veces, elementos insustituibles en la arquitectura de su propio sentido.
Aunque para el psicoanálisis tenga valor en sí mismo el expediente de la sublimación, en
virtud que cualquier orden en su estatuto teórico actual —por más obvio que sea— supone
lo sublime, necesita replantearse el origen sexual del impulso creador y de sus relaciones con
la cura. Si se observa, por otra parte, que la misma noción de cura suscita más de una sospecha
cuando se cuestionan sus posibles definiciones, tal replanteamiento debe contener, además,
esbozos teóricos que amplíen los mecanismos mediante los cuales el sujeto pueda atesorar
su salud psíquica en propiedad.

Si es posible la experiencia de una sensación satisfactoria alcanzada a través de un camino


paralelo, es posible entonces, hablar de la sublimación creativa, un tipo de descarga por la
que se realiza la obra de arte. En virtud de ello es necesario referirse al itinerario que elige
el régimen pulsional para acceder finalmente a la sublimación. Interesa, específicamente
saber cuál es la lógica productiva que une las pulsiones sexuales a las de conservación del
yo en los procesos de carga y descarga de objetos libidinales; a un tiempo, es imprescindible
conocer las nuevas identificaciones que permiten catectizar otros objetos; todo lo cual, sólo
es viable en atención al concepto de aparato psíquico, de pulsión, de economía libidinal y
sus características asociadas al proceso sublimatorio; la cura, en tanto que posibilitada por
medio de la actividad artística, adviene en dicho proceso acaecido en el aparato psíquico del
artista. En este contexto, confluye un número siempre finito de términos filosóficos que
acopian las expectativas de su problematización. De lo que se trata es de aproximarse a un
concepto de cura donde la práctica creadora se valide como instancia alternativa a la represión
movilizada por la neurosis. ¿Pero, es posible que la creatividad se suscite en cualquier
individuo? ¿Es plausible la alternancia de una sublimación creativa como mecanismo psíquico
que protagoniza el logro de una (meta)satisfacción pulsional invocando el influjo de un objeto
socialmente aceptado? ¿Es, igualmente posible, favorecer la descarga no sintomática de la
energía libidinal —que en el caso de la neurosis queda investida como libido narcisista
inconsciente— liberándola por medio de un síntoma de características especiales?
Una vez iniciado su trabajo orientado a la investigación científica del psiquismo humano,
Freud, dirige sus esfuerzos a la descripción de un soporte capaz de explicar el hallazgo de
perturbaciones mentales que no tienen base orgánica determinada, pero que presentan, sin
embargo, características similares en el historial de sus pacientes —en su mayoría mujeres.
‘Suponemos que la vida psíquica está en función de un aparato al que atribuimos extensión
espacial y composición de varias partes, o sea nos lo imaginamos a semejanza de un telescopio,
un microscopio o algo parecido’ —dirá (1996: 11-12). Se trata de vivencias que acompañan
acontecimientos traumáticos que inhiben, en todos los casos, el impulso sexual. En definitiva,
rubrica la construcción teórica de la sexualidad y la instala como piedra angular de sus trabajos
futuros. A partir de este momento, Freud, postula la existencia de cierta estructura psíquica
compuesta por instancias que sustentan su funcionamiento. Con atención a la primera tópica
—denominada modelo topográfico— establece como fundamento del psicoanálisis la primacía
de lo inconsciente, este constituye el móvil del psiquismo humano, separándose absolutamente
de lo que atañe a la vida consciente. En rigor, por un lado se ubica la parte consciente del
discurrir anímico: lo conocido, lo accesible a la rememoración; por el otro, el inconsciente,
es decir, lo velado, lo ignorado, lo inexpugnable. Equidistante de ambos, se sitúa el preconsciente,
conformado por aquellos contenidos susceptibles de llegar a la conciencia a condición de
superar la censura que pesa sobre ellos, ‘... por lo pronto —dice Freud— nos bastará retener
que el sistema preconsciente comparte las cualidades del sistema consciente y que la severa
censura ejerce sus funciones en el paso desde el inconsciente al preconsciente’ (1996: 194).
A posteriori, el modelo topográfico de la vida psíquica es superado por uno estructural.
Mediante su puesta en vigor, Freud, nomina su teoría con arreglo a una personificación que
pone de relieve las contradicciones internas en la vida anímica y enfatiza el hecho de que
ningún ser humano constituye una unidad, que la desarmonía es inevitable. En tal sentido,
distingue tres instancias diferenciadas —ello, yo y superyo— que operan como fundamento
de su trabajo teórico posterior. La instancia más primitiva, el ello, busca la satisfacción de
los impulsos sin reconocer límite impuesto; tales impulsos vienen dados desde el nacimiento
y conforman su naturaleza propia. La labor del yo es la de registrar condiciones, demandas
y peligros del mundo exterior; oficia como segmento remodelado y adaptado a un entorno
que nace del choque entre la naturaleza instintiva proveniente del ello y la realidad propiamente
tal. El superyó, por su parte, es el resultado de la dependencia con las normas sociales que
promueve el control de los impulsos. Freud, hace hincapié en la relación existente entre el
superyó y las identificaciones con la autoridad paterna, ‘la instauración del superyó puede
ser descrita —según el autor—como un caso plenamente conseguido de identificación con
la instancia parental’ (Nasio, 1988:197).

Solo más tarde, Freud reformula sus primeros pasos en la construcción de una teórica
psicológica distinta a la conocida hasta el momento. Todo el psicoanálisis gira su postura con
respecto al funcionamiento psíquico, aduciendo una explicación tributaria de tres puntos de
vista diferenciados: el tópico, el dinámico y el económico. El punto de vista tópico se refiere
a lugares específicos: lo consciente, lo inconsciente y lo preconciente contenidos en el historial
de la vivencia subjetiva, sin embargo, no siempre accesible como es el caso de los recuerdos
inconscientes. El punto de vista dinámico es la capacidad del psiquismo para producir la
interacción entre las diferentes instancias —yo, ello y superyó— llegando a plasmar un
determinado tipo de funcionamiento psíquico: histérico, neurótico, psicótico y perverso. En
último término, el punto de vista económico está representado por un factor cuantitativo
considerado novedoso, una energía que moviliza la vida anímica del individuo y que al
responder a variaciones de intensidad acumula una clase de tensión que tiende a la descarga;
si ésta se abre paso, indemniza a la persona con una experiencia de satisfacción que reclama
iterabilidad.

Basado en su metapsicología de las pulsiones, Freud, afirma que la actuación subjetiva se


encuentra comandada por una energía de carácter sexual, la cual es capaz de mover la actividad
de la persona en todas las esferas de su vida anímica y que la interrupción de su flujo se
presenta como responsable en la sintomatología histérica y neurótica, tal como aparece en
los individuos aquejados por un conflicto psíquico producido por la fijación de la libido
durante su paso por las fases del desarrollo sexual durante la infancia. La energía estancada
es determinante a la hora de verificar las afecciones patológicas, su constante fluir, en cambio,
es condición de posibilidad para un desarrollo óptimo en la vida anímica del sujeto. Esta
problemática fue planteada por Freud en sus Tres ensayos de una teoría sexual (1905), en
donde define esta energía como fuerza de empuje del psiquismo orientada a una descarga:
Siendo tal energía principalmente sexual en tanto se origina en las zonas erógenas del cuerpo,
produce una excitación que busca la descarga directa a través de un objeto, logrando de este
modo su satisfacción. Durante el desarrollo psicosexual del niño comparecen pulsiones
parciales provenientes de fuentes orgánicas que separadamente tienden a una descarga
inmediata; lo determinante —según Freud— es que tales pulsiones parciales han de ser
dominadas y subrogadas por la genitalidad a la función reproductora que acaece en la pubertad;
durante este tiempo intermedio puede interrumpirse la conducción de la descarga pudiendo
desviarse hacia otra zona en donde alcanzar la meta. Resulta interesante indicar que Freud
define las pulsiones como estímulo psíquico ubicado en la frontera entre lo anímico y lo
somático; su influencia en el psiquismo es constante a través de la agencia representante,
debido a que la pulsión no es psíquica en sí misma. Según el psicoanálisis existen dos tipos
primordiales de pulsión: sexuales y de conservación del yo; a posteriori, se bifurcan entre
pulsiones de vida y de muerte; la primera tiende hacia la satisfacción produciendo lo creativo,
la segunda tiene como función el retorno de lo inanimado.

En las pulsiones y sus destinos nos acercamos a la problemática de la sublimación; esta es


entendida —como lo referimos en su momento— en tanto desvío de la meta sexual orientada
a fines muy diversos, fundamentalmente, a logros culturales con mayor plusvalía. Para Freud,
la sublimación constituye un mecanismo defensivo por el cual son desviadas las pulsiones
sexuales inaplicables por descarga directa, hacia otros fines productores de satisfacción. El
propio Freud aduce que la neurosis sabe arruinar el propósito cultural promoviendo el trabajo
de fuerzas anímicas sofocadas, enemigas de la cultura. En este sentido, la producción cultural
neurótica es el resultado de una operación represiva distinta del producto cultural atendiendo
al proceso sublimatorio, por tanto, se puede hablar de la pulsión sublimada como gestora del
proceso creativo. Es posible considerar la sublimación —según la propuesta de Nasio— en
tanto medio eficaz para transformar las fuerzas pulsionales en fuerzas positivas y creadoras,
es expresión más elaborada y socializada que la pulsión propiamente tal, a un tiempo, deviene
mecanismo mediante el cual se atempera y atenúa la excesiva intensidad de esas fuerzas. En
términos correlativos, la sublimación es el camino que recorre la energía del proceso psíquico
donde la carga libidinal no es satisfecha directamente. Esta disposición la encontramos en
diversas reacciones de la vida anímica y derivan en formaciones defensivas según el grado
de completitud del proceso; de ese modo se puede distinguir la sublimación que acaece en
los procesos creativos como distinta a la sublimación que se aprecia en otras expresiones
psíquicas. La sublimación es un concepto que intenta explicar el origen sexual del impulso
creador, en la medida que dicho impulso toma la energía derivada de una fuente sexual para
producir objetos artísticos distinta de aquélla. Pero para que un argumento como éste logre
plausibilidad, es menester explicitar la función que ejerce el yo narcisista como instancia
central que asigna a la libido en retirada un nuevo objetivo, la creación.

El proceso sublimatorio involucra un elenco indeterminado de ideales simbólicos que han


llegado a ser objetos desexualizados; la obra responde, aquí, a requerimientos sociales dado
que posibilita la emergencia de nuevos significantes; el ideal del yo compromete, a iniciativa
propia, una filiación moral que orienta todo el proceso y se convierte en causa ejemplar del
sujeto. Lacan plantea que ‘la sublimación eleva el objeto a la dignidad de la Cosa’ (1996:
138); a partir de aquí sugiere una serie de relaciones acerca de la cualidad específica de la
obra como una forma nueva que se prolonga más allá de lo imaginario. Al objetivarse como
obra, el sujeto abre en el otro la dimensión intolerable de una suspensión de su deseo pero
libre de objeto. En forma análoga, Freud, deslinda cierta idea relativa a la insatisfacción que
condena al sujeto, ya que si el artista logra lo que logra es ‘porque los demás hombres entrañan
igual insatisfacción ante la renuncia impuesta por la realidad y porque esta satisfacción
resultante de la sustitución del principio del placer por el principio de la realidad es por sí
misma una parte de la realidad’ (1998: 363). En su texto sobre Dostoievski y el parricidio
—Freud— sostiene que: ‘moral es quien reacciona ya contra la tentación percibida en su
fuero interno y no cede a ella` (1997a: 213). Esta tentación es de naturaleza instintiva y
proviene de un ello clasificado como amoral (1996: 589); si el ello constituye un dispositivo
de fuerzas instintivas, de energías en ebullición que buscan satisfacerse, entonces, es en la
idea de la dominación instintiva llevada a cabo por el sujeto donde se inserta el concepto
moral; en este sentido, la moralidad consiste en la renuncia a satisfacer directamente la
pulsión. La conciencia moral involucra —al igual que el proceso sublimatorio— un esfuerzo
dirigido a la obra que conspira contra el principio del placer, comprometiéndose con lo real.

Moral y arte se afanan contra el placer; si bien lo buscado en la experiencia humana es el


objeto en torno al cual se articula el principio del placer —aquel objeto que permite satisfacer
una determinada pulsión mediante el goce— esta pulsión se ve satisfecha por la renuncia a
una goce directo. La aspiración artístico-moral debe satisfacerse mediante una participación
en el principio de realidad, introduciendo algo nuevo en lo real pero no constituyendo lo real
en sí mismo. Pero, si moral y arte sella una alianza contra del placer por su participación en
lo real, el eje no se inclina ni por la animalidad instintiva que busca el placer de la descarga,
ni tampoco por el mero recurso a la razón. Bajo esta premisa, al injertar nuevos órdenes en
lo real, tanto la acción moral como la práctica artística, lindan con la Cosa (das Ding), la
rodean, la acosan; Lacan, en igual sentido, hace referencia a la dimensión ética de la experiencia
humana, planteando lo moral —contraponiéndolo al sentimiento de obligación— como aquello
que entra en relación con el acto humano, como aquello que se enmarca al interior de una
tendencia que se abre camino a un ideal que amortigua el impacto con el deseo. Lacan lo
afirma expresamente cuando se refiere a la sublimación como instancia en la que confluye
el sentimiento ético en tanto ‘se impone bajo la forma de interdicción, de conciencia moral’
(1988:109). Es en torno a la posibilidad de atemperar el primitivismo mediante determinados
móviles creacionales, donde la filosofía toma la palabra. Así, Hegel, deslinda el tema de los
instintos que comparece en el arte, expresando que éste ‘tendría como objetivo principal la
lenificación de la barbarie en general’ (1989: 51), en la medida que allí se verifica cierto
disciplinamiento de los instintos y de las pasiones. En consecuencia, el asunto a explorar
guarda relación con la eticidad por medio del arte o, si se prefiere, el arte como camino moral
se dice del uso que da el sujeto a su energía sexual básica. Si la indisciplina instintiva, se
vuelca directamente a la experiencia cotidiana, la consecuencia inmediata es la barbarie. En
este contexto, es posible —siguiendo a Lacan— elevar ‘la verdadera barrera que detiene al
sujeto ante el campo innombrable del deseo radical, en la medida en que es el campo de la
destrucción absoluta, de la destrucción más allá de la putrefacción’ (1988: 263) mediante el
hecho estético y sus connotaciones morales.
Referencias

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