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El modelo jungiano del ciclo vital y las etapas de la vida

Rubí Rojas
Etapas de la tercera edad

De 60 a 70 años - Senectud
De 72 a 90 años - Vejez
Más de 90 años- Grandes ancianos
• Lo inconsciente colectivo: sustrato común a los
seres humanos de todos los tiempos y lugares del
mundo, constituido por símbolos primitivos con los
que se expresa un contenido de la psique que está
más allá de la razón.

• Inconsciente personal: primer nivel o estrato en el


inicio de una psique inconsciente que, a diferencia
de este último, prosiguiría a un nivel más profundo
denominado inconsciente colectivo.
El animus y el ánima son arquetipos internos o
representaciones inconscientes.
Jung, psiquiatra visionario cuya obra mantiene hoy una
extraordinaria vigencia.
Denominó animus a la parte masculina de la psique de la
mujer, y ánima a las cualidades femeninas de la psique del
hombre.
• La polaridad masculina implica
movimiento, es la acción de
engendrar, de penetrar, la
capacidad de explorar el mundo y
de ir en busca de lo que se quiere.
• Es la iniciativa, la lógica, la mente.
• La polaridad femenina es la
capacidad de entrega y de
receptividad, la ternura,
fecundidad, contemplación e
intuición.
La primera y más
fundamental particularidad
del modelo jungiano de las
etapas de la vida es la
división del ciclo vital en dos
mitades y un período crítico
de transición entre ambas.
• Cada mitad de la vida −o bien,
cada época de la vida− exhibe,
por un lado, determinadas
características que la definen y
demanda, por otro lado, el
cumplimiento de determinadas
“tareas” a la consciencia, que se
encuentra en el proceso de
transitar por el ciclo vital.
Stevens (1990) llama a estas
“tareas”, que involucran
aspectos internos y externos,
intenciones arquetípicas y,
partiendo del supuesto de que
cada etapa y su
correspondiente emergencia
están condicionadas por
estructuras arquetípicas
profundas, nos dice que
los sistemas de arquetipos
responsables del desarrollo
[funcionan de modo] que, a medida
que el individuo madura, pase por
una secuencia programada de
etapas, cada una de las cuales está
mediada por una nueva serie de
imperativos arquetípicos que
intentan realizarse tanto en el
desarrollo de la personalidad como
en el comportamiento.
Estas consideraciones son relevantes porque
nos indican que las estructuras arquetípicas
no generan el desarrollo de modo autónomo,
sino que dependen de la interacción con
ciertas circunstancias externas para dirigir el
crecimiento psicológico, una idea que, como
todavía veremos, ya había interesado a
Neumann (1959, 1963).
Como en la edad infantil la consciencia
se halla débilmente desarrollada, no
puede hablarse, en realidad, de una
vivencia individual: la madre es, por el
contrario, una vivencia arquetípica; en
estados más o menos inconscientes, es
vivida no como persona individual
determinada, sino como madre, un
arquetipo preñado de enormes
posibilidades significativas.
El padre viene a ser, asimismo, un
poderoso arquetipo que vive en el alma
del niño.
También el padre es, al principio, el
padre en general, una imagen
[arquetípica] universal, un principio
dinámico. Al correr de la vida, esta
imagen autoritaria se traspone.
El padre se convierte en una persona
concreta, a menudo demasiado
humana. (Jung, 1931).
La primera mitad de la vida, que
puede ser subdividida en
infancia y juventud, llega hasta
entre los treinta y cinco y los
cuarenta años, con evidentes
variaciones individuales.
Es un período que requiere de
cada ser humano la resolución
de problemáticas eminentemente
biopsicológicas y sociales, que
imponen a la consciencia una
direccionalidad o un movimiento
que, por así decirlo, va de
adentro hacia afuera.
En otras palabras, el naciente
individuo debe hacer frente, de
modo cada vez más activo en la
medida en la que el alcance de
sus recursos disponibles aumenta,
a las poderosas demandas de
adaptación a la realidad exterior y
de expansión en el mundo social
que su entorno le plantea.
El infante debe separarse de
modo gradual −en términos
psicológicos− de su cuidadora
o de su cuidador primario, debe
renunciar a la unidad relacional
indiferenciada en la cual vive
aún inserto.
Esto significa diferenciar
progresivamente su
consciencia personal y
establecer una identidad y un
ego propios o, dicho de otra
forma, asumir cada vez más
su condición de
individualidad.
El desarrollo promueve, en
esta primera mitad de la vida,
la actualización de objetivos
básicos como un cierto grado
de independencia y
autonomía (Brookes, 1996;
Samuels, 1985).
Los procesos más formales de educación y
socialización, que pronto se instauran y que
sobrepasan los límites del ámbito restringido de la
familia, están diseñados en función de las
intenciones arquetípicas que hemos mencionado y
contribuyen a su cumplimiento adecuado.
A través de ellos, el niño puede empezar a afianzar
su funcionamiento egoico y a consolidar su identidad
única e irrepetible.
La escuela no es más que un medio para favorecer
el proceso de la formación de la consciencia de
manera oportuna.
La tarea de esta educación es conducir al niño al
mundo más amplio y, así, complementar la educación
parental.
Lo relevante no es cuán cargado de conocimientos
uno deja la escuela, sino acaso la escuela ha logrado
extraer al ser humano joven de la identidad
inconsciente con la familia y hacerlo consciente de sí
mismo4. (Jung, 1928).
Las tareas evolutivas de la
etapa de la infancia
experimentan una
transformación importante hacia
los estadios de la adolescencia
y la adultez temprana, cuando
la consciencia está terminando
de personalizarse y la
capacidad de pensar de manera
abstracta hace su aparición.
El individuo debe ahora dedicarse a satisfacer otro
conjunto de necesidades (Hart, 1995; Jacoby, 1940;
Samuels, 1985):
• decidir qué tipo de actividad profesional podrá
permitirle subsistir
• iniciar una vida sexual responsable y satisfactoria;
• elegir una pareja con la cual mantener una relación
interpersonal profunda y fundar una familia;
• y, con el tiempo, acceder a una posición social y una
identidad adulta estables.
Hasta aquí, la persona se ha ocupado más de vivir
que de reflexionar acerca del hecho de su existencia.
El desarrollo de su ego y la diferenciación de su
consciencia le han garantizado, idealmente, una
exitosa adaptación a las realidades social y material y
le han proporcionado un sentimiento de
autosuficiencia.
Ha experimentado una amplia variedad de situaciones
vitales que le han demostrado que puede confiar en
sus propias capacidades y se siente competente.
Entre los treinta y cinco o cuarenta años,
tiende a hacerse presente una sensación
interior de vacío, ausencia de propósito,
desesperación, pérdida y falta de sentido,
que puede comenzar siendo muy difusa y
muy sutil.
Este estado psíquico, que muchas veces es
ignorado o reprimido, constituye el
preámbulo de lo que hoy conocemos con el
nombre de crisis de la edad media.
En esta fase de la vida, entre los treinta y cinco y
los cuarenta, se prepara un cambio substancial
de la psique humana.
En un inicio, no son cambios perceptibles, que
llamen la atención; más bien son signos
indirectos de modificaciones que empiezan a
producirse, al parecer, en el inconsciente.
Los acontecimientos de la primera
mitad de la vida han generado lo que
Jung llamaba la unilateralidad de la
personalidad y la crisis de la edad
media, que representa la transición
hacia la segunda mitad de la vida
anuncia la necesidad del individuo de
atender a aquellas partes de sí
mismo que ha descuidado.
En las etapas de la adultez y la
vejez el desarrollo de la
personalidad no se detiene,
sino que continúa; sólo que
ahora, a diferencia de lo que
sucede en la primera mitad de
la vida, el acento está puesto
sobre la adaptación a la
realidad interna.
El foco del crecimiento, que se
había concentrado sobre la
dimensión interpersonal, se
desplaza hacia el establecimiento
de una relación consciente con los
elementos colectivos del medio
intrapsíquico.
Las problemáticas necesitadas de
atención pasan a ser culturales y
espirituales.
Las intenciones arquetípicas que dominan este período se
refieren, en lo esencial, a dos asuntos principales.
En primer lugar, el individuo se ve impelido a apoyar, con
aquellos recursos que le son accesibles, la conservación de
la cultura que lo respaldó en su juventud y a intentar
enriquecerla por medio de las contribuciones únicas que su
experiencia acumulada le posibilita hacer (Stevens, 1990).
En segundo lugar, la
consciencia se ve expuesta a la
exigencia arquetípica de
desarrollarse más allá de la
hasta entonces alcanzada
diferenciación de un ego
funcional y una identidad Miedo a la muerte
personal, de comenzar un
proceso de desidentificación del
ego (Brookes, 1996; Samuels,
1985).
El modelo estructural del desarrollo y la
primera mitad de la vida
Jung creía que la vida del ser humano se inicia
inmersa en un estado psíquico de completa
inconsciencia e indiferenciación o, para ser
más exactos, de pre- o de no-diferenciación de
las polaridades vivenciales básicas entre
sujeto y objeto, adentro y afuera (Jung, 1921).
• Las teorías del envejecimiento se refieren
al proceso de envejecimiento primario,
que implica los cambios graduales e
inevitables relacionados con la edad que
aparecen en todos los miembros de una
especie.
La teoría de Jung.

• Jung vio a las personas


mayores cómo todavía se
esforzaban para desarrollarse
a sí mismos, dado que creía
que raramente se alcanzaba
una personalidad integrada.
• Dentro de cada persona veía
fuerzas y tendencias en conflicto
que necesitaban ser
reconocidas y reconciliadas.
Parte de este reconocimiento se
refleja en la tendencia de cada
género a expresar rasgos
generalmente asociados con el
otro sexo.
• Jung proponía que esta
tendencia aparecía por
primera vez en la mitad de
la vida, y observó que la
expresión del potencial de
género que estaba oculto
aumentaba en la tercera
edad.
• Durante la tercera edad, la
expresión de los hombres
de su feminidad y la de las
mujeres de su
masculinidad supone otro
intento de reconciliar las
tendencias en conflicto.
• Jung propuso que dentro
de cada persona existía
una orientación hacia el
mundo exterior, que
dominó extroversión, y una
orientación hacia el interior,
el mundo subjetivo, que
llamó introversión.
• En la juventud y en gran parte de la
mediana edad, las personas
expresan su extroversión. Una vez
que la familia ya ha salido adelante
y la vida profesional ha llegado a su
fin, hombres y mujeres se sienten
libres para cultivar sus propias
preocupaciones, reflexionar sobre
sus valores y explorar su mundo
interior.
• “Para una persona joven”, escribió
Jung (1969), “es casi un pecado o
al menos un peligro preocuparse
por ella misma; pero para la
persona que está envejeciendo, es
un deber y una necesidad dedicar
seria atención a sí misma”. Este
cambio de orientación conduce a
las personas mayores a desarrollar
con paso firme la tendencia hacia la
introversión. 18

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